Capítulo 29
Janice recomendó que esa noche tomáramos una cena ligera, cosa que para mí implicaba que cabía la posibilidad de que acabáramos vomitando hasta la primera papilla durante nuestra pequeña reunión con los muertos. Sin embargo, ella lo descartó.
—Uno piensa mejor cuando no tiene el estómago tan lleno —me dijo, lo cual me pareció curioso porque iba en contra de mi experiencia.
Fuera como fuese, Eleanor preparó, esa vez con la ayuda de Laura como pinche, una ensalada que acompañó de varios aderezos y de jamón y pavo asado picado servido aparte para los chicos. Aviso de antemano que no nos quedamos con hambre.
Después de la cena, Tom y yo nos retiramos al porche con unas cervezas sin alcohol. Eran las únicas que teníamos porque, aunque yo estaba más sediento de cerveza que un bávaro, hacía tiempo que Eleanor había decidido que debíamos comer y beber menos y hacer más ejercicio. Eleanor se había hecho con el control de mi cuerpo en más de una deliciosa manera, un acto de posesión que me lleva a hacer otro comentario acerca de las mujeres que nos rodean:
Una vez nos hemos emparejado —lo cual equivale a decir que nos hemos conectado varias veces de nuestra particular manera— ellas llegan a la conclusión de que nunca nos separaremos y que permaneceremos unidos. Más adelante, si se «hacen» hijos o si «los hijos llegan», como se prefiera, y puesto que estos han permanecido unidos a ellas durante la gestación, ellos también les pertenecerán. Todo lo que se relacione durante el tiempo suficiente con esa vagina se convierte en elemento de su propiedad, elemento en el que ellas no llegan a ver a un ser humano con sus propios derechos de territorialidad. Las mujeres deberían colocar un letrero que avisara: «TODO LO QUE ENTRE O SALGA DE AQUÍ SE CONVERTIRÁ EN PROPIEDAD DE...».
Aun así, nos tomamos nuestras cervezas y disfrutamos del silencio, el maravilloso silencio que es uno de los tesoros de Cambria.
—¿Conoces ya a la mayoría de la gente de la zona? —me preguntó Tom.
—Pues te conozco a ti, a Janice, a Laura, conozco a una fontanera, a un electricista dipsómano, a la mujer que tiene la tienda de comestibles y... Ah, y también conozco al cartero.
—Caramba, eres una fiera haciendo amistades —comentó Tom.
—La gente no deja de presentarse para conocerme —expliqué—. Cambria está lleno de gente amistosa. La cuestión es que yo sigo con el chip de Los Ángeles, de modo que no consigo acordarme de sus nombres ni de lo que hacen. Ya sabes, en Los Ángeles uno no se acuerda nunca de esas cosas. Allí, tus amigos viven en Torrance, Burbank o Santa Monica y son todas amistades profesionales basadas en intereses compartidos. No se trata nunca del vecino que vive enfrente.
—Como he dicho —insistió Tom—, eres un tipo de lo más sociable.
—Sí, seguramente así soy yo.
—En cambio, supongo que Eleanor conocerá a todo el mundo.
—En realidad, es al revés. Todo el mundo la conoce. Antes era muy tímida.
—¿Con esas piernas?
Fulminé a Tom con la mirada.
—Es solo un comentario elogioso —aclaró.
—¿Tú crees que es guapa?
—Desde luego.
—Sí —añadí—. La verdad es que a mí me parece que está estupenda, pero cuando la conocí no me lo pareció.
—Eso es algo que depende de cómo se presenten las mujeres.
—¿Te refieres a Laura, por ejemplo?
—Sí. Tiene una estupenda presentación: buenas piernas, buenas tetas; pero estar con ella debe de ser como montar un potro salvaje —dijo Tom riendo—. Además uno tendrá que hacerlo todas las noches, una y otra vez, porque ese potro no va a querer que le quiten la silla.
—¿Ese qué? —preguntó Laura.
Estaba en la puerta mosquitera, con las palmas apoyadas en la tela y dispuesta a abrirla, cosa que finalmente hizo. Tom y yo nos dimos la vuelta y la miramos como dos colegiales a los que hubieran pillado con la bragueta abierta. ¡Arriba cremalleras!
—¿Cómo has dicho? —preguntó Tom haciéndose el despistado.
—Te he oído —repuso Laura—, y tienes razón salvo en una cosa: ninguno de vosotros dos, vaqueros, aguantaría lo suficiente encima de esa silla.
—Estoy seco —anunció Tom mostrando la botella de cerveza vacía y entrando en la casa.
Laura se sentó conmigo en la barandilla y contempló la noche.
—Lo siento, hablar de mujeres es una de las cosas más divertidas que hay —le dije—. Solo le gana...
—Sí, nosotras también lo hacemos con los hombres —comentó ella—. Que si este tío podría, que si tú crees que ese otro no sé qué... Sí, nosotras también lo hacemos.
—Lo sé. Alguna vez he espiado conversaciones así.
—No entiendo cómo llegaste a pensar que Eleanor era vulgar —comentó, con lo cual descubrí que había estado más tiempo del que yo creía en la puerta. Ella también había fisgado—. Tiene el tipo de una modelo y una cara preciosa.
—Pues también me gusta lo que hay dentro —observé.
—Claro. Casi no tiene pecho, pero eso es algo que gusta a ciertos hombres.
—¡A este sí!
Por alguna razón, los dos nos echamos a reír igual que un par de experimentados veteranos.
—Además tiene sentido del humor —añadió Laura—. Un poco como tú, lo que pasa es que tú eres un tío y eso te quita gracia.
—Resulta curioso cómo el sexo se entromete en todo.
—Sí. El hecho de que los hombres deseéis tiraros a todas las mujeres con las que os cruzáis, eso sí que se entromete en todo.
—Eso no es verdad —protesté—. Nunca he sentido la menor atracción hacia la Abuela de Hierro.
Lo cierto era que resultaba difícil imaginar a Lillith DeMay manteniendo relaciones sexuales con nadie, teniendo hijos o siquiera siendo joven. Pero yo era un tipo que usaba bastón, cuyo cabello había empezado a encanecer (el estrés, sin duda) y que se daba cuenta de que ya no era la persona que había sido.
—¿Y qué piensas de Tom? —le pregunté.
—Pues que no creo que Tom sea la clase de tío capaz de aguantar en la silla —repuso Laura con una carcajada—. La verdad es que no estoy segura de que a Tom le interese siquiera subirse a la silla.
¿Tom, homosexual? Si lo pensaba bien... Pero qué sabía yo.
—¿Tienes novio, Laura? —le pregunté.
—Soy abogada —me contestó—. ¿Has conocido a alguna abogada que lo tuviera? En fin, puede que algún día me haga juez. —No entendí el chiste, de modo que no me reí—. Nos pasamos el día en los tribunales y las noches preparándonos para comparecer en los tribunales; y nos relacionamos con hombres cuyas esposas se ocupan de recogerles la ropa en la lavandería y de prepararles la cena; pero, lo que ellos desean de nosotras es hacernos lo mismo que pretenden hacer a la parte contraria que se sienta en la sala. ¿Entiendes la situación? Si lo pienso detenidamente, es cierto que conozco algunas mujeres abogadas que tienen marido; una de ellas está casada con un patrullero de carreteras, pero creo que es ella la que está casada, no él. También conozco otra casada con un jardinero. ¡En serio, es él quien va a la lavandería y calienta la cena de ambos en el microondas! Pero ¿qué me dices de ti?
¿Yo? Bueno, hasta hacía poco no era más que un solterón empedernido en cuya nevera solo había cervezas y refrescos y cuya cama estaba más vacía que llena. Entonces había aparecido Lily, las seis semanas de coma, los meses y meses de rehabilitación y...
—Este año me he enamorado dos veces —contesté en voz baja—, así que supongo que debo de estar en época de maduración o de florecimiento o algo así, no sé.
—Eso es algo que veo en Eleanor. Has marcado una diferencia en su vida. Además, me lo ha contado. ¿Qué me dices de Lily?
—Mismos sentimientos, distintos colores.
—¿Sigue estando en la cama contigo?
¡Vaya! Aquello sí que era una pregunta curiosa. Sin embargo, lo cierto era que durante un tiempo Lily me había acompañado a la cama; o, mejor dicho, en mi cama había habido un agujero donde ella solía dormir. Eleanor había llenado aquel agujero y lo había hecho suyo.
—Ya no —le contesté—. Al principio, sí, y durante bastante tiempo; pero Eleanor...
—Está loca por ti —me dijo Laura.
—Pues, entonces es que está loca de verdad.
—¿Asustado por la sesión?
—No. ¿Por qué debería estarlo?
—Porque Eleanor estará allí —contestó Laura—. Y puede que Lily aparezca también.
Llevaba un rato en el porche, a solas, cuando oí que Janice me llamaba. Al entrar me di cuenta de que Tom y Laura habían estado hablando porque estaban sentados juntos y ella sonreía por algo que él acababa de decir, pero no con su sonrisa de chica dura, sino abiertamente. Eleanor había dejado una silla libre para mí, al lado de ella, desde luego. Me senté. Janice estaba a mi izquierda.
—Las luces —dijo.
Eleanor depositó un candelabro sobre la mesa y encendió tres largas velas; luego, apagó las luces de la sala. A pesar de todo, quedaron otras encendidas, pero débiles y distantes: en la cocina y en el pasillo de arriba.
—Creo que debería decir algo sobre cómo funcionan estas cosas y lo que podéis esperar —dijo Janice—. Yo soy una canalizadora blanca, lo cual significa que cambio un poco mientras me hallo en trance. Sí, Laura, se trata de un trance. Te he visto alzar los ojos al cielo.
—Lo siento.
—No pasa nada —continuó Janice—. Intentaré establecer contacto con cualquier forma espiritual que se halle presente. Puede que alguno de vosotros vea algo más que a mí canalizando esos seres. De hecho, puede que alguno de vosotros los vea. No os asustéis. No es más que gente que ha fallecido.
Aunque saltaba a la vista que no creía una palabra, Tom no dijo nada,
—Necesito que alguien haga de guía —dijo Janice—. Tom, tú has hecho esto antes.
¿Tom había hecho antes de guía para Janice, Tom el científico?
—Que conste que no creo en nada de todo esto —advirtió a los presentes.
—Tanto mejor.
Tom asintió.
—Cogeos de la mano —nos ordenó Janice.
Sí, como si yo no lo hubiera visto venir. A mi derecha se encontraba Eleanor; luego, Tom, Laura y Janice, que me sostenía la mano izquierda.
Durante un buen rato no ocurrió nada, y pensé seriamente en retirar la mano del círculo para rascarme la nariz. Justo entonces, la cabeza de Janice cayó hacia atrás. Pasaron unos segundos.
—Di cómo te llamas —ordenó Tom.
Janice empezó a mover la cabeza hacia delante y hacia atrás; primero, lentamente; después con mayor fuerza y velocidad mientras decía:
—¡No hay forma de salir! ¡Maldita sea, no hay forma de salir!
—Dinos cómo te llamas —ordenó Tom sin alzar la voz.
—Becker —repuso Janice con voz profunda. No era una voz masculina, pero sí más grave de lo normal en ella—, Phil Becker. ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis? ¡No hay forma de salir de aquí!
—¿Dónde estás, Phil?
—¡Estoy en la casa, tío! ¡Estoy en la maldita casa!
—¿Por qué tienes miedo?
—¿Que por qué tengo miedo? ¿Que por qué tengo miedo, gilipollas? ¡Mira! ¡No tienes más que mirar!
—No podemos verte, Phil. Tendrás que explicárnoslo.
—¡En la escalera! ¿Es que no lo veis en la escalera? ¡Pero si está en la jodida escalera!
—¿El qué?
—Mi cuerpo. ¡Oh, Dios, no! ¡Por favor, no, no! ¡No estoy...!
Janice se quedó inmóvil.
Eleanor me miró en busca de apoyo, pero yo hice un gesto de encogimiento de hombros: había visto mejores efectos especiales en las películas. Laura sonrió al otro lado del círculo de manos entrelazadas. La situación parecía una tontería, pero al mismo tiempo algo serio. Evidentemente, la muerte de Phil Becker era algo conocido por todos los que estábamos a la mesa.
La cabeza de Janice volvió a caer hacia atrás. Empezó a hablar en español. Por suerte, Laura dominaba el idioma y habló.
—Soy abogada y trabajo en Los Ángeles —dijo tomando el relevo de Tom, que la miró con expresión interrogadora.
Janice siguió hablando en español, y Laura tradujo.
—Dice que es una sirvienta, que limpia las habitaciones. Duerme en la zona de servicio, que es el cuarto que yo ocupo ahora. Durmió allí anoche. Un hombre se presenta en su puerta. Es tarde. Ella no conoce a ningún hombre. Tampoco ha hecho amistad con los huéspedes. No tiene novio... ¡Pare! La puerta no está cerrada con llave. Ninguna de las puertas lo están. Está entrando... ¡Pare! ¡Deténgase! ¡Deténgase! ¡La está violando! Es... ¡Oh, Dios mío!, creo que sí es... ¿Qué aspecto tiene? Sí, alto, con... ¡Sí!
Laura rompió el círculo al ponerse en pie mientras empujaba la silla hacia atrás haciéndola chirriar en el suelo de madera.
Janice abrió los ojos en el acto.
El silencio se apoderó de la estancia mientras Laura miraba profundamente en su interior.
—Ya ha matado antes —dijo en voz queda, como si percibiera los hechos por primera vez—. Lo ocultaron todo. La doncella volvió a México, según dijeron. Pero hubo otros. Un huésped de San Francisco enterrado bajo la casa. Un hombre de Chicago, otro de Connecticut, dos hermanos de Alemania, asesinados uno tras otro; una niña pequeña, de unos seis o siete años, estrangulada por ese hombre, estrangulada, ¡estrangulada!
Sujeté a Laura y me disponía a zarandearla, como hacen en las películas, pero algo en los ojos de Eleanor me hizo comprender que lo que Laura necesitaba era que la consolaran. Así pues, la estreché entre mis brazos y le dije que todo iba bien, que todo iba bien y que todo pasaría. Mientras se lo decía, ella prosiguió:
—También hubo un hombre de Paso Robles, asesinado. Y otra mujer, con su marido, en su noche de bodas. Y después, el hombre del accidente del tractor; y el atropellado por el tren...
—¿Accidente de tractor? —preguntó Tom—. ¿Qué accidente de tractor? ¿Qué tren?
—Y un accidente de coche en la Highway número uno: dos niñas pequeñas y sus padres. La madre se decapitó con el parabrisas. Y también la anciana enferma de cáncer, y otra de enfisema, y el hombre de los ataques al corazón y...
Eleanor le arrojó un poco de agua al rostro, y Laura calló en el acto.
—Theo... —dijo Lily.
Me aparté lentamente. Laura se despertó en mis brazos y miró a Eleanor.
No cabía duda de que Lily estaba dentro de ella. Su rostro había adquirido los rasgos de Lily, y su voz era la voz de Lily.
—Theo, ¿me oyes? —preguntó.
Durante un segundo que me pareció una eternidad, escuché lo que me pareció el eco de Lily disipándose igual que un fantasma en la sala en penumbra.
—Sí, Lily —le contesté.
—Theo, la bestia nos tiene —dijo a través de la boca de Janice—. Nos tiene a todos. Tienes que matarla. Theo, por favor, mátala.
—Pero, Lily, ¿cómo...?
—Mátala, Theo. Si me quieres, mátala. —Y con un último y lastimero grito añadió—: ¡Libéranos!