Capítulo 1

Lily murió el mismo día en que firmamos los papeles de la escritura del albergue. Era a finales de octubre, uno de esos maravillosos días típicos de Cambria. La niebla corría entre las copas de los árboles y se enroscaba en los troncos como velos de bruma. Sin embargo, no hacía frío: brillaba un sol magnífico que se reflejaba en las ondas del mar. Cambria resulta especial por esto, por la forma en que la niebla y el sol comparten el día como amorosos compañeros.

Estábamos haciendo realidad el sueño de Lily de vivir en una pequeña aldea de la costa de California. No se trataba de mi sueño. La verdad era que yo no tenía sueños y que robaba los de ella como un vulgar ratero. Siempre había querido escribir, pero nunca había sabido acerca de qué. Al final resultó que acabé escribiendo sobre asuntos técnicos, porque no tenían nada que ver con lo que llevaba dentro. Lily, por su parte, había deseado vivir en Cambria y convertirse en uno de sus singulares ciudadanos desde que sus padres la habían llevado allí cuando era niña.

Cuando salimos de la oficina del registro, la llevé a comer a Moonstone Gardens. Nos tomamos unas ensaladas y nos regodeamos con el postre de helado de limón y frambuesas. Lily habló de Monroe House, como se llamaba nuestra reciente adquisición. Una destartalada mansión victoriana de dos pisos que databa de principios de siglo, del siglo anterior a este, y que había sido transformada en albergue antes de que cayéramos bajo su aura, un aura bastante maltrecha, todo hay que decirlo. Se hallaba situada a medía manzana de distancia de Burton Way, en el East Village —Cambria está dividida en villages, al este y al oeste, Dios sabe por qué—,y el negocio había fracasado porque su ubicación quedabaensombrecida por las tiendas de curiosidades y los restaurantes.Naturalmente, Lily tenía un plan para corregir semejante defecto.Lily rebosaba planes. Es la maldición de quienes están destinados amorir pronto.

—Pondremos un cartel en Main Street —había dicho entre cucharada y cucharada de helado de limón con frambuesas—, igual que The Brambles. Ya sabes, un cartel de esos que llaman la atención.

The Brambles era el establecimiento más famoso de Cambria, un restaurante de cuatro estrellas que tiempo atrás, cuando Cambria estaba pasando de ser una insignificante comunidad de mineros y leñadores a convertirse en una atracción turística, había conseguido ponerla en todos los mapas. Se trataba de una antigua vivienda reconvertida, como la mayoría de los negocios de mayor raigambre del pueblo, y tenía un cartel en la esquina de Main y Burton que no dejaba dudas respecto a su situación.

—Puede que no te dejen poner un cartel ahí —sugerí.

—Pues dejaron que The Brambles lo pusiera —replicó Lily.

—The Brambles es un sitio famoso. Monroe House, no.

—¡Nosotros lo haremos famoso!

—Lily, solo estoy diciendo que puede que nos cueste un poco convencer a la gente para que nos deje poner un cartel como el de The Brambles, eso es todo.

—¿Qué te parece el papel pintado del vestíbulo?

Así funcionaban las cosas con Lily: cualquier oposición era sistemáticamente arrollada o pasada por alto, y cambiar conversación resultaba una maniobra táctica. Ella sabía que no me gustaba el papel pintado del vestíbulo; en realidad, sabía que lo que no me gustaba era el papel pintado en general. Resulta anacrónico. El papel pintado del vestíbulo de Monroe House consistía en una sombría y deslucida representación de unas flores imposibles de identificar. Peor aún: había sido colocado recientemente por los anteriores propietarios, un error más en la larga lista de errores que los había llevado al fracaso.

—Es espantoso —contesté.

—Tiene personalidad.

—Sí, igual que los boxeadores sonados.

—Aun así, sigo creyendo que deberíamos poner papel pintado en toda la casa.

—Claro. Es tu hotel.

Hablando con precisión, el sitio era de los dos. Propiedad común. De todas maneras, el dinero para comprar Monroe House había salido del fondo de fideicomiso de Lily, la pequeña herencia que su abuelo le había dejado y que a duras penas había servido para pagar la compra del albergue. Era nuestro. Era de ella.

—¡También es tuyo! —protestó.

—Estupendo. ¿Me proporcionará esta ciudad alguna alternativa a las máquinas tragaperras?

—Papel pintado.

—Solicito derecho de veto. De lo contrario, el sitio lo decorarás tú sola.

—Papel pintado, pero uno más alegre.

Esa era Lily. «Más alegre.»

Nos habíamos conocido en Los Ángeles. Yo había nacido allí hacía treinta y cuatro años. Ella maquetaba los anuncios de la revista donde yo escribía y ocasionalmente editaba. Se convirtió en una estrella desde el día en que entró por la puerta y, a diferencia de la mayoría de las mujeres hermosas, toreó con gracia y elegancia los torpes intentos de sus compañeros varones de llevársela a la cama.

En aquella época, yo vivía con alguien y, siendo fiel por naturaleza, no me di cuenta de que lo nuestro se había terminado hasta que mi pareja se las arregló para que la descubriera montándoselo con otro tío. De haber tenido inclinación a la bebida, me habría arrojado de cabeza dentro de una botella y no habría vuelto a aparecer hasta al cabo de un mes; sin embargo, mi forma de enfrentarme al dolor es encerrándome y sustituyendo las frases por monosílabos y gruñidos. De algún modo, Lily se fijó en ello como nadie lo había hecho hasta ese momento y se esforzó por animarme: una cruzada en la que no recurrió ni a su cuerpo ni a su feminidad. Me hizo reír. Era una gran comediante, en el sentido físico de la palabra; y, como ya he mencionado, ingeniosa. También demostró tener gran empatía cuando finalmente me dijo:

«¡Pero bueno, Parker! ¿Quién quiere estar con una mujer que es capaz de montárselo para que la pilles con otro tío?».

En ese momento me percaté de varias cosas: una, que todos en la revista estaban al tanto del incidente, seguramente porque Nancy había deseado que lo supieran y porque trabajaba en Distribución; segundo, que la única persona con suficiente valor en toda la oficina estaba poniendo a prueba su relación profesional conmigo; y tercero, de verdad, ¿quién podía querer estar con una mujer capaz de ingeniárselas para partirle el corazón y romper con uno al mismo tiempo? Si hubiera tenido inclinación a la bebida habría tomado una Coca-Cola.

Una semana más tarde, pedí a Lily una cita. Me dijo que no.

—¿Estás saliendo con alguien? —le pregunté.

—Contigo, no —replicó sin animosidad.

Dos semanas más tarde le dije:

—¿Sabes? Al margen de lo que Nancy pueda decir, no soy mal tipo.

—No tengo ni idea de qué dice Nancy —repuso Lily—. Está demasiado ocupada follando, pero sigo sin querer salir contigo.

—¿Por qué no?

—Porque eres la única persona de la revista que me gusta.

Esa era la lógica de Lily.

Así pues, la campaña empezó. Las flores fracasaron enseguida. Lo intenté con el humor. Le dejé notas en su escritorio, correos en el buzón de su ordenador y le sonreí sin ninguna gracia masculina desde el otro extremo de la sala siempre que pude; me mantuve a cierta distancia y la contemplé con desdén mientras salía brevemente con un tipo de Contabilidad. Me puse pesado, lo cual no tiene excesivo mérito, es cierto, pero ahí quedó.

—¿Hay alguna manera de que consiga hacerte desistir? —me preguntó un día ante la máquina de café.

—No tengo la menor idea de a qué te refieres —le repliqué.

—Me estás poniendo de los nervios.

—¿Te refieres a que tienes algún tipo de problema mental?

—No. Te tengo a ti, según parece.

—Entonces deja que te invite a cenar.

—No, y ya has gastado la mitad del vaso medio lleno.

Tengo un rasgo conmovedor: no me doy por vencido. De no haber sido por mi encantadora sonrisa y mi indiferente encogimiento de hombros, haría tiempo que la policía me habría encerrado en algún lugar donde no pudiera dar la lata a nadie. Sin embargo, en esas pequeñas disputas siempre he mostrado mi mejor lado y mi mayor agudeza siempre que esta me venga de fuera como un rayo y yo haya podido pillarla.

Le dejé notas envueltas en papiroflexia, peces de papel con una broma dentro, pájaros con deposiciones chistosas. Recorté dibujos y dibujé algunos yo mismo y los dejé en el escritorio de Lily, ilustraciones de parejas en torpes, conmovedoras, simpáticas o simplemente absurdas situaciones que sugerían el éxtasis, lo embarazoso, lo adorable o lo encantador de lo que podía aguardarnos.

—De acuerdo —me dijo un día de mayo y con un tono de desesperación que me encogió el corazón—, saldré contigo; pero iremos a escote y solo a almorzar.

Así pues, a almorzar fuimos. El sitio lo escogió ella. Estores de plástico y mesas de plástico. Servilletas de papel. Demasiada luz y muy poca atmósfera. El vino de la casa consistía en té frío.

—Pensaba que te caía bien —le dije alzando retadoramente el mentón, otro de mis rasgos encantadores.

—Un almuerzo —me contestó—. Esto es lo que querías y eso es lo que tienes, así que no pidas más, tío.

«Tío», qué palabrita tan adorable. Las mujeres solían utilizarla cuando el mundo esperaba de ellas que dijeran cosas como «Súbete la bragueta y pórtate» o «Las manos, quietas». Yo las tenía quietas, a varios centímetros de las de ella.

—No —insistí con desacostumbrada sinceridad—, lo digo en serio. Pensé que te caía bien.

—No tengo intención de quedarme en Los Ángeles, Parker.

—¡Pues claro que no, caramba! —repuse—. Nadie de esta ciudad tiene intención de quedarse en Los Ángeles. Los Beach Boys se largaron, lo mismo que The Mamas and the Papas. ¿Acaso The Doors no están enterrados en algún sitio de París?

—Ese es Jim Morrison.

—Es lo mismo.

—No pienso quedarme aquí. Solo estoy resolviendo algunos asuntos; luego, me largaré.

—¿Ah, sí?¿Y...?

—Pues que no voy a liarme con nadie que vaya a quedarse en Los Ángeles.

Vaya, le gustaba más de lo que yo había creído.

—Lily, ¿qué te hace pensar que quiero quedarme en Los Ángeles? ¿Qué te hace pensar que no me importa una mierda —dije «importa una mierda» porque me pareció más varonil que «me importa un pito»— quedarme en Los Ángeles?

—Tienes tu trayectoria profesional.

—Lo que tengo es un empleo.

—Y tienes una casa pareada.

—No es más que un apartamento con pretensiones. Tiene una chimenea y una hipoteca. No significa nada.

Por un breve instante pensé que tenía envidia de mi casa pareada, como si dijera: «Yo solo soy una chica de apartamento mientras que tú eres un hombre con casa pareada. Venimos de clases distintas, Parker, y eso siempre será una distancia entre nosotros».

—Mira, Parker, dentro de unos meses recibiré una pequeña herencia —dijo con mucha seriedad—. Después de eso me iré a vivir a alguna pequeña ciudad. Allí pienso abrir un albergue. Ese es mi sueño. Eso es lo que deseo hacer. No puedo pretender que nadie deje a un lado sus sueños para perseguir los míos.

Pero, claro, en ese momento Lily no sabía que yo no tenía sueños, que no tenía ambiciones; nada salvo la mencionada casa pareada que mi anterior costilla había insistido en que comprara. Sin embargo, nada de aquello tenía la más mínima importancia porque no estaba pidiendo a Lily que se casara conmigo, ni siquiera que se convirtiera en mi amante. (Está bien, puede que le hubiera pedido precisamente eso si hubiese creído por un instante que podía salirme con la mía.) No. Solo estaba interesado en la chica como tal y en pasar el mayor tiempo posible con ella. Y así se lo dije.

—Mira, Parker, ahí está precisamente el problema. ¿Sabes cómo puedes averiguar si las cosas saldrán bien o no? —Lo cierto era que no lo sabía. Casi nunca he sabido ver cómo iban a acabar las cosas—. Bueno, pues yo puedo ver que si tú y yo, si nosotros... En fin, lo mejor será que las cosas no lleguen tan lejos.

Una mujer hermosa diciendo a un hombre que las cosas no deberían llegar tan lejos era como arrojar gasolina a un incendio forestal.

—Lily, no me importa quedarme en esta ciudad o en cualquier otra. De verdad. No me importa nada de nada. Para mí todo es como una broma, salvo tú. Tú no eres ninguna broma, de manera que supongo que eso significa que me gustas.

Lily se ruborizó, y yo también.

No recuerdo gran cosa después de eso. En algún momento la llevé a mi casa pareada —puede que fuera horas después o minutos, no me acuerdo—, y ella me dijo:

—No soy esa clase de chica.

No sé si lo he mencionado, pero Lily era una entusiasta de las películas antiguas. En cualquier caso, eso fue lo que dijo, y yo le respondí:

—De acuerdo. ¿Qué clase de chica eres entonces?

—Soy la clase de chica que antes de entregarse a un hombre quiere sentir que existe un profundo compromiso.

—Y ese compromiso, ¿lo sientes ya?

Lily meditó un momento la respuesta. Luego, me rodeó con sus brazos, me atrajo hacia ella y me acarició la boca con sus labios. Nos convertimos en amantes. A pesar de que están grabados en mi mente igual que hitos en una carretera, no entraré en los detalles; sin embargo, sí diré una cosa, y no se trata de sexo, sino de amor: la puerta del dormitorio de mi casa pareada se hallaba en un extremo de la habitación, donde yo había instalado la cama. Allí había yacido yo muchas veces y contemplado a distintas mujeres acercarse por el pasillo desde el cuatro de baño. Algunas me habían excitado considerablemente; otras, no. Todas habían sido mujeres a las que, por alguna inexplicable razón, yo había conquistado y llevado a casa. Aquella ocasión no era la primera ni la décima ni siquiera la vigésima que Lily caminaba por el pasillo hacia mí, desnuda como un animal en libertad.

Yo había llegado a conocer cada centímetro de ella, cada curva y rasgo, cada contoneo y estremecimiento. Las cejas de Lily eran más sexis que el cuerpo entero de cualquier otra mujer que hubiera conocido. Me sentía hipnotizado por su belleza, por su absoluta, exquisita y hasta dolorosa belleza. En ese momento se estaba acariciando el vientre con la mano y miraba algo de cerca, seguramente alguna marca que ningún hombre habría podido detectar desde unos metros de distancia. Entonces levantó la vista y vio la expresión de mi cara —que seguramente debía de ser algo parecido al temor reverencial— y se echó a reír. No fue una carcajada cruel, triunfante ni arrogante. Lily se reía de alegría ante el hecho de que alguien pudiera amarla tanto que su simple mirada pudiera llenar a esa persona de felicidad y asombro. Cuando llegó a la cama me revolvió juguetonamente el cabello y se deslizó bajo la sábana.

—Te ha dado fuerte, chico —me dijo.

Sí, me había dado fuerte.

Y a ella también.

Mantuvimos nuestro romance de oficina en secreto, al menos al principio. Luego, unos diez minutos después de haber entrado en la redacción tras nuestra primera cita, Joe Peralta, un colega, comentó:

—Te estás tirando a Lily, ¿verdad?

Saltaba a la vista que estábamos enamorados, y saltaba a la vista que iba a ser mejor que Joe tuviera cuidado con lo que decía cuando hablaba de mi chica. Esa noche, en casa de Lily (la variedad es la sal de la vida), ella me informó del mismo fenómeno: una de las chicas le había dicho:

—¿Qué, te has enrollado con Theo Parker?

Hay gente que es capaz de ver hasta las cosas más escondidas.

Una vez desvelado el secreto, nos volvimos audaces. Nos íbamos a comer juntos, por así decirlo. Una y otra vez nos escabullíamos para breves encuentros y pasábamos juntos todos nuestros ratos libres, de modo que aprendí algo sobre Lily, y ella algo sobre mí.

Sus padres se habían divorciado cuando ella tenía diez años y después habían muerto; el padre, en un accidente industrial cuando su hija tenía doce; la madre, de leucemia, cuando Lily cumplió los dieciséis. También había una abuela, persona hacia quien su nieta manifestaba sentimientos encontrados. A Lily la habían bautizado en su honor, aunque enseguida le adjudicaron el diminutivo para dejar el nombre completo —«Lillith»— a la matriarca de la familia. También había dinero. Lily nunca me dijo cuánto, y a mí no me importó lo bastante para preguntar. También había habido internados, Choate, Harvard y después un trabajo convenido donde la infortunada muchacha se había tropezado conmigo. Lily tenía diecisiete primos, todos de la rama materna de la familia. Y era la única heredera de Lillith.

Mi historia era sencilla. Mi padre, maquinista, se había jubilado en la misma ciudad donde había trabajado cuarenta años, Harbor City, un barrio-dormitorio de Los Ángeles (un barrio-aparcamiento sería una definición más exacta) donde se mató bebiendo después de tres años de aburrida inactividad. Mi madre era una asistente social (cuidaba a enfermos y ancianos) que con su trabajo ganó el dinero suficiente para enviarme a distintos internados toda mi vida, cosa que nunca le agradecí hasta que su anciano y gastado cuerpo fue enterrado en el Green Hills Memorial Park, en una pendiente situada a un centenar de metros de su marido. Mi hermano Danny era teniente coronel del ejército (yo solía hacerle la broma de costumbre, «mucho teniente y poco coronel»), y mi hermana Kate tenía cuatro chicos, tres de los cuales eran adictos a lo que una sociedad educada llama «sustancias controladas», el cuarto se había librado porque, extrañamente, era gay y tenía sus intereses en otra parte.

Si alguien ve cierta disparidad entre mis antecedentes y los de Lily, así era: no compartíamos las mismas raíces. Yo me aseguré de que lo entendiera, y eso a pesar de que mi sueldo en la revista superaba de largo tres veces al suyo (yo era casi diez años mayor que ella, me hallaba una década por delante en el escalafón y, de vez en cuando, incluso me iba a tomar una copa con el jefe, que me encontraba gracioso). A Lily no le importaba que sus internados miraran por encima del hombro a los míos, que ella se hubiera graduado con honores en Harvard y que yo me hubiera graduado a secas en la UCLA ni que cierta gente, su abuela sin duda, pensara que yo era un oportunista.

Yo era un oportunista. A mis ojos, Lily era toda mi oportunidad.

A Lily le importaban dos cosas: una, yo, Theo Parker; la otra, un momento en el tiempo que se había convertido en un sueño: en una ocasión, antes de que sus padres se separaran y cuando parecía que se amarían para siempre, la llevaron de vacaciones a un lugar llamado Cambria. Allí pasaron el fin de semana en un albergue, y fue un momento singular en la vida de Lily, un momento nunca repetido ni aproximado. Fueron felices en aquella diminuta aldea situada a lo largo de la soberbia costa de la California Central, donde la niebla del mar y el sol bailan juntos como los enamorados. Seguramente, debió de ser el pueblo el que hizo posible su felicidad y fue su distancia la que los destinó a todos a añorarlo.

De adulta, Lily había regresado a Cambria una y otra vez. Se instalaba cerca de donde había estado el viejo albergue (que había desaparecido mucho tiempo atrás, víctima de un incendio) y caminaba por las calles de la pequeña ciudad y por su maravillosa playa, donde una vez había recogido labradoritas. Su abuelo había dejado establecido para ella un pequeño fideicomiso cuya cantidad bastaba, por poco, para que Lily comprara y restaurara un viejo albergue como aquel en que se había alojado siendo niña. Aquel era el sueño de Lily, y Lily era mía.

—¿Y qué harás tú allí? —me preguntó.

—Trabajaré como tu recepcionista.

—Allí no habrá botones, Theo. —Ya no era Parker, sino Theo.

—Pues entonces prepararé el café del desayuno, haré que corran los pasteles, cocinaré...

Se echó a reír.

—No. No cocinaré.

—Tienes razón. No cocinarás.

—Pero haré las camas, podaré el seto, haré lo que sea con tal de estar contigo.

—Cariño, supondrá un bajón de categoría. Te estaré apartando de una vida de éxito.

—¿Éxito? ¿Yo tengo éxito?

—Sí, ¿no lo sabías?

No se me había ocurrido, pero si lo pensaba, sí, era un hombre de éxito: era propietario de un Mercedes que aún debía acabar de pagar, y de una casa pareada en Wilshire Boulevard que también tenía que acabar de pagar. Éxito, sí.

—Nada de eso me importa —le dije. Estábamos en la cama, desnudos y sinceros, sin nada que ocultar—. Lo abandonaré todo y te seguiré.

—No puedo permitirlo —me dijo cariñosamente, pensando más en mí que en ella—. No dejaré que lo hagas.

—Entonces tendrás que casarte conmigo —contesté—. Así me ocuparé de la dirección.

Esa noche, mientras Lily dormía encima de mí, con su aliento yendo y viniendo hacia mi cuello igual que las olas del mar, no se me ocurrió mejor futuro que pasarlo en sus brazos. Qué afortunado era por haber encontrado aquella mujer que me proporcionaba la certeza de que, cuando nuestros cuerpos hubieran dejado de ser jóvenes y el de ella hermoso, mucho después de que cualquier otro impulso aparte del de la vida nos hubiera abandonado, todavía seguiríamos juntos, y yo aún escucharía el mar en su aliento y contemplaría el cielo en sus ojos.

Necios. Éramos unos necios.

 

 

Cuando Lily hubo cumplido los veinticinco heredó setecientos mil dólares, lo suficiente para comprar Monroe House a un banco y disponerse a convertirlo en el albergue de sus sueños. Nosotros nos casamos durante el trayecto, saliendo hacia el norte de Los Ángeles. Había puesto en venta mi casa pareada y cambiado el Mercedes por un pequeño y ágil Mazda Miata limpio de deudas. La firma de la escritura estaba prevista para ese mismo día. Lily estaba loca de felicidad. Llevaba shorts y un suéter. Yo, lo mismo en versión masculina. Estábamos dejando atrás el mundo de las grandes empresas.

Tras firmar los papeles de la casa me la llevé a comer a Moonstone Gardens, un discreto y pequeño bistrot en la Coast Highway, en el extremo nortede Cambria, que ofrecía una vasta y famosa vista sobre el Pacífico.Nos sentamos en los jardines propiamente dichos y no en el piso dearriba, donde por las noches tocaba un grupo de jazz, y disfrutamosmientras la niebla corría y nos envolvía, primero a la altura delas copas de los árboles; después, bajando entre las patas denuestra mesa. La bruma se estaba espesando.

—¿Por qué no nos vamos a dar una vuelta y subimos hasta Big Sur? —propuso Lily.

—Sí, quizá hasta el faro de Piedras Blancas —convine.

Acabábamos de conducir un trecho de cuatrocientos kilómetros, nos habíamos casado, firmado papeles ad nauseam y gozado de un almuerzo yuna botella de vino. Además, teníamos una reserva en un hotelito deMoonstone Beach, donde confiaba tener a Lily y un sueñoreparador.

Condujimos hacia el norte, más allá del pequeño castillo del señor Hearst. La carretera era de dos carriles —uno en dirección norte y el otro en dirección sur— y serpenteaba entre dunas y quebradas. La niebla se hizo más densa y se convirtió en un manto que todo lo envolvía. Lily se desabrochó el cinturón de seguridad y apoyó los pies en el salpicadero.

—Vuelve a ponerte el cinturón —le dije al tiempo que admiraba sus preciosas piernas.

Nunca llegué a ver el 4x4 que se metió en nuestro carril y se empotró de frente contra nuestro Miata matando a Lily y de paso sumiéndome en un coma de seis semanas.