Capítulo 30

—¡Os vais a marchar! —grité a Tom—. ¡Os vais a marchar ya! ¡Haced las maletas! ¡Aquí no duerme ni un alma esta noche!

—Pero, Theo, ¡piensa! Piensa cómo es posible que un ser haga todo eso, accidentes de tractor, muertes por cáncer, la gente muriéndose de ataques al corazón lejos de aquí.

—Esta noche aquí no duerme nadie —le repetí mientras en mi cabeza resonaba la voz de Lily. Estaba decidido a matar aquella cosa. Iba a retorcerle el pescuezo sin que me importara si era animal, vegetal o mineral.

Eleanor se llevó a Laura al rincón, rodeándola con los brazos, y las dos se sentaron en el sofá.

—Ha sido como si... —balbuceó Laura—. Ha sido como si lo viera con mis propios ojos, como si viera los asesinatos, las muertes a lo largo de los años; con diferentes propietarios pero todos tomando las mismas decisiones, protegiendo sus inversiones.

—¿Qué me dices del accidente de tractor? —preguntó Tom.

—Sí, ese también. Ocurrió en una granja situada en el acantilado, cerca de lo que hoy es East Village.

—Has hablado de cáncer y de ataques al corazón.

—Sí.

—Pero no estaban relacionados con esta casa.

—No. ¡Sí, pero no! —farfulló Laura—. No puedo explicarlo. ¡Están todos aquí! ¡Todos ellos!

—Está apoderándose de las almas, Theo —me dijo Eleanor—. De algún modo, no sé cómo, también captura las almas.

—¡Demuestra que el alma existe! —gritó Tom—. ¡Demuéstralo!

—¡Es un ser maligno! —chilló Janice, que había permanecido sentada en la mesa, donde todos nos habíamos reunido minutos antes—. ¡Es un ser maligno y hay que matarlo!

—Ve a hacer las maletas, Tom. Esta noche no dormirás aquí.

—¡Escuchadme! —gritó—. ¡Escuchadme un momento! Esta es la primera vez, la primera de verdad que tenemos pruebas sustanciales, sustanciales del tipo ver y tocar, del origen de las leyendas de fantasmas. ¡Comprobación, tío! ¡Pruebas!

—Mátalo —dijo Laura—. Mátalo porque si ahora mismo te caes muerto por la razón que sea, esa cosa se apoderará de ti, Theo. Se apoderará para siempre.

—Mira, señorita abogada —replicó Tom en tono burlón—, puedes irte buscando habitación en algún hotel cercano porque yo no pienso...

—¿Buscar habitación en un hotel? ¿Tú estás loco? Lo que voy a hacer es largarme de este condado ahora mismo —contestó Laura, que acto seguido salió a grandes zancadas para hacer las maletas.

—Tiene razón —intervino Janice—. El alcance de este ser es importante. No sé cuánto, pero yo no me iría como mínimo a Morro Bay, solo por si esta noche me daba un ataque al corazón.

Eleanor se enroscó en mis brazos igual que un gato y me susurró al oído:

—Por favor, Theo, mátalo. Mátalo para que puedan descansar en paz.

 

 

Tom no me dijo una palabra mientras metía sus bolsas alemanas de piel en el Volkswagen. No había asfalto donde pudiera quemar los neumáticos, pero en cambio levantó una nube de polvo que me acompañó hasta que regresé a la casa.

 Laura depositó su maleta en el vestíbulo y dio un abrazo a Eleanor. Me acerqué y también me abrazó a mí.

—Chicos, cuidaos mucho el uno al otro. Ha sido divertido dormir con vosotros.

Las cejas de Janice se alzaron visiblemente.

—Oh, cállate —le dije.

Ella rió. Sus maletas ya estaban en la puerta.

Acompañamos a Laura hasta la furgoneta de Eleanor, dejamos el equipaje en la parte de atrás, y ella subió al asiento del pasajero. Me puse al volante.

—Iré a San Luís Obispo para que Laura tome el tren allí y volveré. Como mucho, tardaré hora y media —dije a Eleanor.

—Tendré listas nuestras cosas para cuando regreses —contestó.

—Quédate con Janice —le advertí.

—Y con la pistola —añadió Laura, que le había entregado el Magnum tras darle una rápida lección de cómo apuntar y disparar. En mi opinión, no le iba a servir de nada; de todas maneras, Laura se quedó más tranquila, y debo admitir que yo también.

Laura cogió el tren de las diez y cuarto hacia Los Ángeles, y yo regresé a Monroe House al cabo de una hora y cuarto. Encontré a Eleanor y Janice sentadas en el capó del coche de la médium bebiendo café. Prometimos seguir en contacto con Janice, y ella nos recordó el libro que pretendía escribir —eso sí, con nuestra ayuda— y se marchó en dirección norte, hacia San Francisco.

En cuanto a nosotros, buscamos alojamiento en Morro Bay.

Me entristeció saber que aquella noche un hombre murió en Cambria. De cáncer. Me habría gustado poder dirigirme a las autoridades y explicárselo todo, pero sabía que habría sido inútil. Nunca me habrían creído. Me consolé pensando que aquel ser no se apoderaría de él por mucho tiempo.

Por nada de tiempo.

 

 

La empresa de fumigaciones llegó el jueves. Cubrieron toda la casa y empezaron a inyectar veneno en el acto.

Entretanto, mandé que cortaran la luz. De hecho, insistí para que los de la compañía desconectaran las líneas que conectaban la casa. No quería que hubiera ningún tipo de conexión. No me importaba tener que pagar más adelante por la reconexión, si es que resultaba necesario. Hice desmontar la parabólica e incluso retiré las bombillas, las pilas de las linternas y cualquier cosa que pudiera mantener una carga residual.

—¿Estás segura de que no... comerá? —me preguntó Eleanor.

Yo sabía a qué se refería.

Me convertí en el chiflado de Cambria. Contraté hombres y mujeres para que rodearan la casa con redes. Seis personas por turno, cuatro turnos al día, veintidós dólares la hora. Tenían que atrapar cualquier animal que intentara colarse por debajo de la carpa sujeta con estaquillas. Y también debían impedirse mutuamente la entrada. Pensaron que me había vuelto loco, pero hice que una competidora de Eleanor, otra agente de la propiedad les pagara en metálico todos los días. No quería que nada ni nadie se acercara a Monroe House. También hice vallar temporalmente la propiedad.

La primera semana que la casa permaneció bajo la carpa recibí una llamada de Tom desde el Occidental College.

—Las muestras están todas mal —me dijo.

—¿Cómo mal? —pregunté. Cómo era posible que unas muestras estuvieran mal.

—Están descompuestas. Se han convertido en polvo. No queda nada para ser analizado. Tengo que volver.

—La casa está clausurada. La hemos cubierto y estamos metiendo veneno en cantidades industriales, siete veces la dosis normal que la Agencia de Protección del Medio Ambiente prescribe para una casa de esas dimensiones. Todo lo que hay allí dentro tiene que estar muriéndose.

—Theo, por favor, ¡no sabes lo que haces!

Tom volvió a llamar después de que nos hubiéramos trasladado temporalmente a una casa alquilada de Los Osos, cerca de Montana de Oro, uno de los parques estatales mas pequeños y bonitos, una zona de acantilados que componen una de las costas más espectaculares del mundo. Estaba separado de la Coast Highway por un bosque de eucaliptos cuyas sombras se extendían igual que dedos por encima de la carretera y llegaban hasta el parque. Debo decir una cosa de Tom: era persistente.

—Theo, escucha —insistió—, puedo enviar a un equipo con máscaras para respirar, incluso con trajes de protección biológica. Solo tomaremos unas pocas muestras.

—No —le repetí y colgué.

No quería que aquella planta pudiera sobrevivir de ningún modo, eso suponiendo que la planta fuera el origen de lo sucedido. Lo quería todo bien muerto, incluyendo a los propios muertos.

Eleanor y yo recorrimos las colinas y los estuarios al sur de Morro Bay y los caminos hacia el norte. Nos pusimos de cara al viento del mar y dejamos que nos acariciara el rostro y nos agitase los cabellos y la ropa como si viviéramos en un anuncio de televisión, y también que nos hiciera pensar. Hay algo ineluctable en el mar y su movimiento que proporciona solaz. Todas las cosas pasan ante el perpetuo movimiento del mar, nada se le puede enfrentar y desde luego, ningún horror. En sus eternamente recompuestas facetas se halla el ADN de la existencia, de la buena y de la mala.

Janice nos siguió llamando con regularidad desde San Francisco. Estaba sufriendo unos terribles sueños recurrentes como resultado de su experiencia durante la sesión. Algunas de las cosas que Laura había vivido habían pasado a formar parte de su memoria, cosas que no había visto entonces pero que, en esos momentos, percibía claramente: muertes, muchísimas muertes. Janice incluso estaba acudiendo a un terapeuta, cosa que me pareció sorprendente porque nunca había pensado que una médium pudiera consultar a un psiquiatra. A pesar de todo, siempre que llamaba parecía de buen humor y minimizaba su reacción ante las pesadillas. Según sus palabras, «lo llevaba bien».

Justamente entonces se tomó un frasco entero de Seconal y dejó este mundo.

 

 

Un vecino halló nuestro número en una libreta al lado del teléfono de Janice y nos llamó. A su vez, nosotros llamamos a Laura para comunicarle la fatal noticia. Llegó para acompañarnos al funeral. La casa que habíamos alquilado tenía cuatro dormitorios, más que suficientes para invitados. Laura apareció acompañada por un hombre, Dave Stewart, un carpintero. Los oímos haciendo el amor desde tres dormitorios de distancia.

—¡Uau! —exclamó Eleanor cuando Laura alcanzó el clímax—. Realmente, lo ha tenido.

Pero Dave se marchó al día siguiente, y Laura mencionó algún tipo de compromiso de trabajo, una ampliación que Dave estaba haciendo en Holmby Hills. De todas maneras, no se podía decir que formaran pareja, y eso a pesar de que la noche anterior habían sonado como si lo fueran.

Fuimos en coche a San Francisco para asistir al funeral de Janice. Recorrimos las colinas y los valles de Big Sur a Monterrey en el Ford Taurus de alquiler de Laura y después el centenar de kilómetros finales hasta la ciudad.

Janice había dejado instrucciones para que sus restos fueran incinerados y sus cenizas esparcidas en el mar, de manera que el velatorio tuvo lugar en un bar de Embarcadero. El sitio ya estaba muy lleno cuando llegamos, poco antes del mediodía. Naturalmente, no conocíamos a nadie, y tampoco nos reconoció nadie. Nos sentamos en un reservado situado en la parte trasera del bar, frente a un paisaje de espaldas humanas.

Un hombre llamado Dennis Crim se hizo con el control de la situación tras presentarse a los asistentes. Crim era alto y delgado, con una cola de caballo en su calva cabeza. Dijo que era uno de los amigos de Janice y que esta le había pedido que hablara por ella llegado el momento. Durante la siguiente media hora, Crim repasó su vida, sus dos matrimonios, la muerte de su hijo nonato y los triunfos y los desengaños de su vida personal y profesional. Yo observé a Laura mientras Crim hablaba. Tenía la mirada tan perdida, tan hundida en el respaldo de escay del asiento de delante que pensé que lo fundiría.

—Como todos vosotros sabéis, los últimos meses de vida de Janice fueron difíciles —dijo Crim—. Janice me pidió que os pidiera disculpas a todos en su nombre, en especial a los que exigió cosas fuera de lo corriente, a las mujeres a las que traicionó de hecho o intención, a los hombres a quienes pidió... más de lo que tendría que haber pedido. Me dijo que había actuado así empujada por la desesperación y que en realidad no había sido ella la que hizo esas cosas.

Eleanor se inclinó hacia mí.

—¿A qué cosas se refiere?

Yo le hice un gesto indicando que no tenía ni idea. Laura apartó la mirada antes de que pudiera trasladarle la pregunta.

—Janice os pide que celebréis lo bueno que hubo en su vida —prosiguió Crim—. A pesar de que le puso fin por su propia mano y voluntad, en las instrucciones que me dejó me decía que su vida había estado llena de cosas buenas. Me pidió que nos acordáramos de esas cosas buenas, y eso haremos.

Crim pidió a los presentes que salieran a hablar de los buenos momentos que habían compartido con Janice. Nosotros tres permanecimos sentados. Más tarde, me acerqué a Crim y le pregunté qué había querido decir al hablar de las mujeres a las que Janice había traicionado y de los hombres a quienes había pedido demasiado. Él me observó un instante antes de contestarme:

—Supongo que, si usted no fue víctima de nada de eso, es un asunto que no le incumbe.

Tenía gracia, Crim había parecido mucho más accesible entre la multitud.

Durante el viaje de vuelta, Eleanor preguntó a Laura si sabía a qué se había referido Crim en su discurso.

—No —contestó mirando hacia el mar, más allá de su propio reflejo en el cristal.

 

 

Laura se marchó al final de la semana, después de haber pasado horas charlando con Eleanor mientras yo me dedicaba a mis cosas y me dejaba ver lo menos posible. Su última noche en nuestro domicilio temporal fue tranquila. Parecía distante, en especial con Eleanor.

Yo seguí visitando regularmente Cambria. La gente bromeaba conmigo sobre mis precauciones relativas a mi proyecto con Monroe House. Me conformé de buen grado con pasar por ser el excéntrico y rico (al menos eso creían ellos) propietario que había contratado a la gente del pueblo para hacer una tontería.

Mis Irregulares de Monroe House, como gustaba llamarlos Eleanor, atraparon docenas de ardillas, zarigüeyas, codornices, pájaros de toda clase, varios ciervos e incluso un puma intentando entrar en la casa. Al principio, soltaron a los animales, pero estos siguieron volviendo, de modo que acabamos montando una especie de zoológico con jaulas para retenerlos. Naturalmente, había una ordenanza en contra de semejante iniciativa y tuve que contratar a un abogado para que solicitara una autorización que fue concedida mientras se resolvía ante los tribunales. Mi esperanza radicaba en que la vista quedara fijada para cuando el permiso ya no fuera necesario.

Seguí con la fumigación. Los camiones siguieron llegando cada tantos días y descargando su veneno. Varios de los vecinos se quejaron, aunque no estoy seguro de por qué; desde luego, no se podía oler nada. Puede que fuera por los Irregulares que acampaban alrededor de Monroe House día y noche. Fuera como fuese, ofrecí una compensación a los vecinos de mi propio y menguante bolsillo (recuerden que estaba litigando contra la Abuela de Hierro y representaba una constante merma de mis recursos), y estos aceptaron.

¿Me había vuelto loco? Sí, me había vuelto loco.

—Tiene que estar muerta, Theo —me dijo Eleanor—. Tienen que estar muerta. Llevamos así dos meses.

Un mes más tarde:

—Ya se han cumplido tres meses, Theo. Tiene que estar muerta. Nada puede sobrevivir con tanto veneno encima.

Autoricé un mes más.

 

 

Fue entonces cuando el abogado de la Abuela de Hierro se presentó con una orden del juez para que desistiera. Ella tenía un derecho de retención sobre la propiedad, y yo la estaba perjudicando, tanto físicamente como en su reputación. De todas maneras, que un establecimiento cerrado pudiera tener «imagen pública» es algo que se me escapaba. Llamé a Abel, y él me aconsejó que pusiera fin a todo aquello. Lo cierto era que creía que me había vuelto loco. Al fin y al cabo, una fumigación es cosa de días, no de meses.

En consecuencia, pagué a mis Irregulares por última vez, hice que retiraran la valla y que desmontaran la carpa. Eleanor y yo nos plantamos nuevamente —y por primera vez desde hacía tres meses y medio— ante Monroe House.

—Parece estar igual —me dijo, supongo que maravillándose por el hecho de que la pintura no se hubiera desconchado o las ventanas no se hubieran derretido tras tres meses saturando de veneno el lugar.

—Sí —repuse—. Está igual.

Soltamos a los animales, que huyeron en todas las direcciones como internos de una prisión cualquiera. El puma y el lince fueron devueltos al California Wildlife Department.

Cuando fue totalmente seguro entrar en la casa, cogí un martillo de carpintero y subí directamente a la buhardilla. Eleanor insistió en acompañarme. Le mostré el lugar donde había estado la parra. Había desaparecido, no quedaba ni rastro. Utilicé el martillo en otras paredes de la casa, en la buhardilla; abajo, en el dormitorio principal y en el salón, en los dormitorios del piso de abajo, en la cocina y en la zona de servicio del porche. Nada. Ni una parra. Nada de nada.

Acto seguido, Eleanor me acompañó al sótano. La tierra con la que había cubierto el pozo seguía allí, un círculo blancuzco. Fui hacia donde estaban los cimientos de la casa y cavé, primero con el martillo y, después, con una pala. Nada. Fui al otro lado y volví a cavar. Nada. Seguí cavando agujeros hasta que Eleanor me quitó la pala de las manos y me pidió que subiera.

Fuera, apoyado contra la furgoneta, contemplé Monroe House.

—Está muerta —reconocí—. Ha muerto. Por fin ha muerto.

—Sí, ha muerto.

—Lo mismo que Monroe House —añadí—. A partir de ahora, será Lily's House. Eso suponiendo que estés de acuerdo, claro.

No sabía qué reacción esperar. Supongo que esperaba que lo aceptara, que dijera «muy bien, ponle el nombre de la mujer fallecida cuyo puesto solo he ocupado después de que la incineraran. Eso es, ¡ponle su nombre y vete al cuerno!». Sin embargo, Eleanor rió en un alegre gesto de reconocimiento de que, fuera lo que fuese que hubiera embrujado nuestra casa y a nosotros, ya no estaba.

—Sí —me dijo—. Lily's House. Me gusta.

Maldita sea. En ese momento amé a Eleanor más que en cualquier otro momento. Deseé poder aplacar su sed, convencerla de que era realmente hermosa, tan hermosa como sus hermanas, tan encantadora como Laura, más guapa incluso que Lily, la mujer más guapa que había conocido. Pero supe que nunca sería así. Existe en todos nosotros un ansia que no puede ser saciada o, de lo contrario, nos marchitaríamos y moriríamos.

Pero, ¡maldita sea! La amaba.