Capítulo 11

Después de eso, el ensayo transcurrió deprisa. Vi algunos grupos de gente discutiendo silenciosamente al otro lado de la sala: el sacerdote y el padre de Eleanor por una parte, Ella y su hijo, Dougie, por la otra. Las tres hermanas habían formado un corro, igual que un equipo de jugadoras de fútbol americano que necesita una última carrera para ganar, y hablaban entre ellas y me miraban como si yo fuera el defensa rival. Eleanor pudo zafarse un momento de sus obligaciones, lo bastante para arrastrarme hasta el vestíbulo de la iglesia y preguntarme:

—¿Qué has hecho?

—Nada —contesté—. Solo les he dicho la verdad.

—Mi madre acaba de lanzarme una de sus miradas que dicen: «Tengo que hablar contigo».

—Bien. Probablemente hace mucho que era necesario.

Pero entonces la llamaron de nuevo porque hacía falta que se pusiera a la izquierda, segunda en la fila de damas de honor, tan parecida al resto como un huevo a una castaña.

Fuimos caminando sin decir palabra hasta el restaurante, donde se iba a celebrar la cena del ensayo y donde alguien, seguramente la madre de la novia, siguiendo el consejo de la madre del novio, había colocado las tarjetas con nuestros nombres en la segunda y más pequeña mesa, donde iban a comer los niños pequeños.

—¡Es un error! —gritó Carla como si acabara de descubrir una segunda falla de San Andrés—. ¡Han puesto a Eleanor y a Parker ahí!

Entonces colocó nuestras tarjetas para que nos sentáramos entre Carla y su pareja y Della y su pareja. Cissy intercambió su tarjeta con la de su pareja para quedar al lado de Della, y Carla hizo lo mismo para sentarse a mi lado. Los padres de Eleanor se situaron enfrente, de manera que entre todos formaron una feliz familia Glacy. Y yo en medio.

Al final, el sacerdote y su esposa acabaron sentados a la mesa de los niños, junto con un variopinto conjunto de adolescentes y adultos secularizados. El sacerdote tuvo que levantarse de su mesa y acercarse a la nuestra para hacer su presentación, lo cual estuvo bien porque la familia Glacy no estaba escuchando.

—Entonces, decidme chicos —comentó Ella mirándonos desde el otro lado de la mesa e inclinándose hacia nosotros—, ¿dónde os conocisteis?

—En mi albergue embrujado —contesté y seguí con mi filete Salisbury acompañado de unas patatas francamente buenas. Las judías verdes estaban un poco demasiado cocidas, pero nada había quedado lo bastante duro para impedirme responder con la boca llena.

—¿Su albergue embrujado? —preguntó Billy—. ¿Se trata de una pequeña concesión al sentido del humor?

—No. Existe de verdad —informé—. Tiene fantasmas. Uno, al menos. No estamos seguros.

Todos miraron a Eleanor, que tenía la vista fija en su plato como si estuviera sopesando la posibilidad de reproducir allí mismo los frescos de la Capilla Sixtina con trocitos de carne y patata.

—¿Y entonces os enamorasteis? —preguntó Cissy.

Eleanor me fulminó con la mirada. Una mirada que conocía bien: la mirada de Jack el Destripador.

—Bueno, no es tan sencillo —contesté—. Tomaré tarta crujiente de manzana —dije al camarero que pasaba a pesar de que el postre no se servía aún y de que él no me lo había preguntado.

 —Pero yo creía... —dijo Billy—. Todos creíamos... En realidad, desde el instituto... Eleanor, tú nos habías hecho creer que eras lesbiana.

Ya había sido dicho. Eleanor levantó la vista del infierno llevando en ella su íntimo resplandor.

—¡Papa! ¡Yo nunca he dicho que fuera lesbiana!

—¡Tampoco dijiste que no lo fueras! —farfulló Ella.

La expresión que Eleanor dirigió a su madre decía que su madre era idiota y tonta; lo cual, probablemente, la retrataba con acierto. Me comí los restos de mi filete Salisbury y llamé al camarero.

—El señor me dirá —repuso este.

—Mire, este filete Salisbury estaba..., en fin, de maravilla. Me preguntaba si no le quedará por ahí otra ración.

Billy dejó su plato encima del mío con un sonoro «clinc».

—No se preocupe —le dije al camarero. El plato de Billy estaba intacto, y la comida todavía caliente.

—¡Y durante todos estos años nos has hecho creer que...! —dijo Billy, que se interrumpió de repente porque acababa de caer en la cuenta de algo que lo golpeó con la violencia de un guante de acero. Se sentó en su pequeña silla plegable y me miró como suele hacerlo un hombre que admira a otro—. Usted... Usted la ha convertido, ¿no? —me preguntó.

—Yo nunca dije que fuera lesbiana —anunció Eleanor a todos los presentes—. Fue Della la que dijo que yo lo era porque nunca tuve mucho éxito en el instituto y no logré salir con nadie.

—¡Maldito cabronazo! —rugió Billy—. ¡Ha de ser usted un pedazo de...! ¡Un pedazo de hombre!

No vi motivos para negarlo. Me limité a comer un poco más de filete y a sonreír con aire de complicidad.

—No lo entiendo, Billy —dijo Ella—. ¿Qué quieres decir con eso de «convertido»? Una lesbiana es una lesbiana, ¿verdad?

—Verdad —terció Cissy.

—Caramba, no. Eleanor nunca..., nunca tuvo a nadie con quien comparar eso. Eso es todo. —Al decir aquello, la voz de Billy bajó de volumen de manera que solo una docena de los asistentes a la cena pudo oírlo—. Solo las otras chicas parecían interesadas en ella, de manera que nosotros dimos por hecho que ella se había... ¡No sé cómo decirlo!, ¿acostumbrado? Eso es, acostumbrado a... ¡Bueno, a eso que ya sabéis!

Las patatas estaban francamente buenas, como no suelen estarlo en ocasiones así, y tenían un agradable toque de mantequilla.

—Pero, entonces —siguió diciendo Billy—, Parker la vio. Puede que fuera un desafío, no lo sé. El caso es que él le dio lo que todo hombre de verdad puede dar a una mujer. Y no estoy hablando solo de sexo. Estoy hablando de actitud. Estoy hablando de masculinidad. ¡Estoy hablando de...!

—¡No soy lesbiana! —aulló Eleanor.

Todos los comensales de la mesa, y también los de las mesas vecinas dejaron de masticar, de moverse o de parecer aburridos y volvieron sus ojos hacia nosotros, el sector Glacy de la mesa.

—Dejadme que os aclare esto ahora mismo —dijo Eleanor poniéndose en pie—. No soy lesbiana. Nunca he sido lesbiana. Soy una mujer heterosexual. ¿Vale?

«Pues claro.» «Desde luego.» «Me parece fenomenal.» «¡Qué bien!», fueron los comentarios y los gestos que corrieron por las mesas.

—¡Eleanor, siéntate! —siseó Ella—. ¡Te estás poniendo en ridículo!

Eleanor tomó asiento.

—Y si no ha habido nadie aquí que creyera que yo no era lesbiana ha sido porque tú, papá, Della, Carla, Cissy e incluso Dougie habéis dicho a todo el mundo que sabíais que yo era lesbiana cuando resulta que no lo soy.

—Lo está desmintiendo —dijo Carla—. Se da cuenta de que ha asumido una postura equivocada todos estos años y ahora pretende desmentir lo que este hombre ha hecho por ella...

«Este hombre» era yo.

—... al convertir a una... —prosiguió Carla, que prudentemente se calló cuando vio que Eleanor estaba a punto de echársele encima.

—Devolver a la normalidad a un homosexual declarado es un acto de divina caridad —declaró el sacerdote, que había buscado refugio en la mesa de los niños, donde estos (y puede que algunos de ellos estuvieran destinados a ser gays) habían desencadenado una buena pelea—. Todos queremos desde hace años a Eleanor y rezamos por ella.

—¿Ha...habéis rezado por mí? —balbuceó la aludida.

—Pero Dios ha tenido la sabiduría de enviar a un hombre —dijo al sacerdote—, un hombre al que ha dotado de virtudes masculinas suficientes para...

Cissy se levantó.

—¡No se puede convertir a una lesbiana en una persona normal! —afirmó con irritación.

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Ella, dubitativa.

—¡Porque yo sí soy lesbiana! —informó Cissy que, acordándose de su pareja, se volvió brevemente hacia ella y le dijo—: Vaya, lo siento, Steve.

No había besos en la puerta para Steve, y tampoco moteles de una gran cadena.

 

 

Cuando la cena hubo acabado, Carla y Della me llevaron a un rincón y nos lo pasamos estupendamente charlando y..., bueno, sí, coqueteando. Fue casi como ver doble, aunque Della era un poco más menuda y Carla tenía más hoyuelos. Las dos creían que yo era algo especial porque, se diga lo que se diga, es imposible borrar de golpe un montón de años creyendo que otra es lesbiana. Yo había cogido a su hermana y la había convertido en mujer, en una mujer heterosexual, circunstancia que a sus ojos resultaba redundante si no se tenía en cuenta la confesión de Cissy. También había que contar con la competitividad entre hermanas, lo cual convertía a Eleanor en más atractiva que si no hubiera sido mi pareja. Mientras charlábamos de asuntos sin importancia y nos reíamos, mientras les explicaba la posición de Eleanor como supervisora de mi albergue entre otras propiedades y el modo en que nos conocimos y que sí, que había realmente una presencia siniestra, un fantasma en aquel lugar, empecé a imaginar qué aspecto tendrían las dos desnudas porque —y en esto, amigos, me apoyaréis— soy un tío y eso es lo que hacen los tíos.

Entonces ocurrió que desvié la vista hacia el otro lado de la sala, donde Cissy, su madre y Eleanor mantenían una acalorada conversación, y crucé la mirada con ella. Y su mirada me dijo que ya me mataría después, pero que dejara de coquetear con sus hermanas. Yo me limité a sonreír porque, en realidad, no había hecho nada malo, sino que me había limitado a decir la verdad en todo momento y estaba disfrutando de la compañía no de una, sino de dos mujeres realmente guapas.

 

 

Cuando estuvimos en la furgoneta de Eleanor, ella puso marcha atrás, pasó por encima de la barra de hormigón que mantenía en su sitio el contenedor de basuras, metió bruscamente primera y salió del aparcamiento haciendo chirriar los neumáticos.

—Supongo que no querrás dormir con otra media docena de tíos en casa de mi padre —me preguntó.

—¿Qué quieres decir con eso? —pregunté a mi vez.

—Les dije que estaríamos más cómodos en un motel que tú pagarías —me contestó—. Les dije...

Pero, de repente, allí estaba Ella, de pie ante la furgoneta y al lado de su vehículo. Eleanor se detuvo, y yo bajé la ventanilla.

—No te olvides de tu prueba del vestido —dijo a su hija—. Es a las nueve.

—Allí estaré. Sube la ventanilla, Theo.

—¿Theo? —preguntó Ella.

—«Parker» es su apellido. En realidad su nombre es «Theo»

—La verdad es que prefiero «Parker» —dije.

—¡«Theo»! ¡Qué nombre tan encantador! —exclamó Ella.

En serio, lo dijo con una exclamación.

—Sube la ventanilla, Theo —me ordenó Eleanor—. Nos vamos.

Subí la ventanilla, y ella puso una marcha.

—No hace falta que te pongas desagradable —le dije.

Eleanor me miró por un instante con una expresión que decía: «En estos momentos eres el ser más repugnante de la tierra».

Pagué por dos habitaciones de motel comunicadas por sus respectivas puertas. La del lado de Eleanor estaba cerrada. Llamé, pero al cabo de un rato desistí. Encendí el televisor y saqueé el minibar en busca de una tableta de Toblerone y unas galletitas saladas. Ella entró alrededor de las diez y media y se sentó en mi cama. Llevaba su camisón, corto, escueto, liviano, y no parecía importarle. Era como si yo me hubiera convertido en uno de sus amigos gays, eso suponiendo que los tuviera.

—Dame chocolate —me ordenó.

Le lancé lo que me quedaba de la tableta de Toblerone.

—Míralo de esta manera —le dije—. Tus padres ya no creen que seas lesbiana. Tú no eres lesbiana, lo cual no está mal, ¿no? Cissy ha salido del armario y resulta que ella sí lo es, lo cual tampoco está mal, ¿no? Así pues, ¿dónde está el problema?

—En que creen que eres la encarnación de Hércules y Sansón —me dijo Eleanor—. ¡Creen que eres Superman!

Bueno, podían creer lo que les diera la gana.

—Creen que eres tan jodidamente varonil que mis tendencias lesbianas se desmoronaron ante ti y tu trompeta. Me refiero a la trompeta de Gabriel —añadió para asegurarse de que yo no malinterpretaba sus palabras—, a que es como si te hubieras paseado ante mis murallas haciendo sonar tu... ¡Mierda! ¡Te creen tan macho!

—Eleanor, escucha, yo solo...

—¡Y no creas que no me fijé en cómo mirabas a mis hermanas!

¿Acaso detectaba yo un atisbo de celos en su tono?

—Son unas chicas muy guapas. Lo que no habría sido normal es que no las mirara.

Eleanor sopesó mi argumento. En efecto, había crecido oyendo precisamente lo guapas que eran sus hermanas, lo bonito que tenían el cabello y los ojos, lo estupenda que era su piel y sus demás atributos.

—Sí, son unos estupendos ejemplares femeninos —admitió alegremente—, esa Carla, ¡menudo cuerpazo tiene!

—¡Eleanor!

—Lo sé porque las he visto al natural —prosiguió Eleanor—. Unas formas perfectas, más redondas que profundas y con unos pezones de esos que miran a las estrellas.

—Eleanor, Carla es tu hermana —le recordé, disgustado por el rumbo que tomaba la conversación, y al mismo tiempo interesado.

—Y Della también tiene tipazo. Es un poco más pequeña que Carla, de manera que lo compensa poniéndose un Wonderbra. De todas maneras, las tiene perfectas —prosiguió mientras se levantaba de la cama y caminaba hacia la entrada que comunicaba nuestras habitaciones con el dedo índice apuntando hacia la constelación de Orion—. Y los suyos también miran a las estrellas.

—No está bien que las hermanas hablen así las unas de las otras —le dije.

—¿Por qué no? Durante casi diez años han dicho a todo el mundo que yo era lesbiana.

—No es lo mismo.

—En cuanto a Carla, tiene un culo perfecto, y sus piernas... Mantiene todo su cuerpo bronceado, estoy segura de que te habrás fijado. Della, en cambio tiene miedo de que el sol la perjudique, y su culo es lo que llamarías... —Ahí tuvo que pensar un momento—. Bueno, tú dirías que tiene un tren de aterrizaje extrafuerte. De todas maneras, está bien redondeado.

En ese instante, Eleanor sonreía de oreja a oreja porque, por primera vez desde que nos conocíamos, comprendía que yo era un tío, un tío normal que respondía ante las mujeres como los tíos siempre han hecho y siempre harán. Me apetecía ver a Carla y a Della en pelotas y de un humor bien dispuesto, y ella lo sabía.

 Teóricamente, claro.

—Y la cuestión es, Theo —murmuró al llegar a la puerta—, la cuestión es que podrías conseguir a cualquiera de las dos porque ellas pensarán que te están robando de mi lado.

Cerró dando un portazo y echó el cerrojo.

Llevándose de paso mi chocolate.