Capítulo 42

Rose estaba acostada de medio lado y miraba fijamente la ventana salpicada de lluvia.

Un débil estruendo de voces se intercalaba con el incesante golpeteo de la lluvia.

Pedazos de palabras caían como pedradas en las ventanas: liberen... rosa que... la difícil condición de una mujer... liberen a la rosa... muere... libertad. (2)

Palabras sin significado.

Liberen... libertad.

Un agente de policía había entrado en la casa de Jonathon. El agente de policía había salido de la casa de Jonathon.

Ella le había dicho que estaba retenida en contra de su voluntad. Él había cerrado la puerta de la habitación y le había puesto el seguro al salir.

Esto, pensó Rose, era lo que Jack había querido decir cuando había dicho que ella perdería todos los derechos al tomarlo como amante.

—¿Cuánto le está pagando Jonathon, enfermera Williams —preguntó Rose, con la voz inexpresiva-... por vivir en su casa, comer de su comida y espiar a su esposa?

—El señor Clarring es un hombre generoso —dijo la mujer mayor.

Alguna vez Rose también lo había pensado. Se sentó abruptamente, los resortes de metal chillaron; la goma con que sujetaba la cola de caballo le hacía daño.

La aguja de croché parpadeando bajo la luz de una lámpara se quedó quieta.

—¿Qué está haciendo? ¿Por qué se levanta?

—Necesito ir al baño, enfermera Williams. —La emoción oscura se enroscó sobre el frío vacío de la conmoción—. ¿Le gustaría verlo?

La enfermera inmediatamente bajó la mirada. La aguja continuó parpadeando.

Rose cerró firmemente la puerta del baño y localizó una lata de fósforos.

La luz brilló.

Una piel blanca brilló en medio de la oscuridad.

La mano de una mujer... el rostro de una mujer.

Rose encendió el candelabro de la pared y observó que una línea azul le escalaba los dedos.

«¿Has sentido mi caricia, Jack?». «Sí».

El calor le chamuscó la piel.

El dolor no la tocó.

Rose arrojó el fósforo quemado al inodoro.

Un golpe distante fluyó gradualmente entre la lluvia y la madera. El quinto golpe ahogó la luz ondeante.

Rose era prisionera desde hacía cuarenta y nueve horas.

Una plenitud le llenaba el vientre. Rose intentó no ceder a la oscura emoción que revoloteaba intentando apoderarse de ella: era la orina la que le había hinchado el estómago y no un bebé.

La oscura emoción se negaba a ser ignorada.

Podría estar embarazada con el bebé de su amante, le gritaba. Mientras que el esposo al que amaba la tenía como prisionera.

La doctora Burns le había dado a Rose una píldora que debería tomar en caso de tener un retraso en su periodo, pero Jonathon le había quitado la cartera, junto con su libertad.

Desesperadamente, miró alrededor del baño parpadeante, buscando un ancla emocional.

A donde mirara, veía a Jonathon.

Unos ojos azul cielo que lloraban sus lágrimas. Un cabello castaño ennegrecido por las sombras.

«Creo que pasará algún tiempo antes de que pueda tocarla de nuevo».

Rose reconoció lo que veintitrés horas antes no había sido capaz de reconocer.

Jonathon sabía, cuando la había llamado a tan sólo tres escalones de la puerta principal, que ella estaba usando un anticonceptivo.

¿Pero cómo pudo saberlo?

El dolor le desgarró el estómago.

¿Cómo podía un hombre hacer lo que él le había hecho?

Entonces, su mirada se posó sobre una caja vacía de pañuelos.

Automáticamente, abrió el armarito de roble que estaba debajo del lavabo de mármol rosa.

Había tres cajas de pañuelos, esmeradamente ordenadas, en la posición exacta en la que ella las había dejado una semana antes.

Pero ya no era la misma mujer que era entonces.

No sabía hasta dónde había cambiado en el curso de esas cuarenta y nueve horas. Tan sólo sabía que una parte vital de lo que la hacía ser una mujer había sido violada.

Un golpeteo apagado avanzaba a rastras a través de la puerta esmaltada de rosa.

Rose no necesitaba salir del baño para verificar que no era Jonathon el que golpeaba a la puerta de la habitación.

Él no iba a enfrentarse al pasado. Y Jack no iba a poder liberarla.

La ley no se lo permitía.

De pronto, escuchó el sonido de la puerta de la habitación que se cerraba. El sonido del inodoro descargándose extinguió cualquier otro sonido.

Rose se lavó mecánicamente las manos. Burbujas de jabón se enroscaban por el drenaje oscuro de los recuerdos.

El doctor Weinberger se había lavado las manos con la misma barra de jabón. Pero el láudano que otro médico le había recetado para los cólicos menstruales estaba dentro del primer cajón.

Rose se secó las manos y recuperó la botella marrón. Enterrando la botella y la mano en las profundidades de los pliegues de su falda, salió del baño.

El aroma de carne asada ondeó sobre el olor a lodo húmedo por la lluvia. El que había llamado a la puerta había sido un sirviente que llevaba la cena.

La enfermera, con la bata blanca rígidamente almidonada, se sentó frente a la mesa redonda libre de recuerdos, ante el plato de medallones de carne, patatas y arroz. Rose se hundió en el sillón opuesto a la enfermera frente a un plato igual repleto de comida.

Dos platos gemelos de pudín de tapioca completaban la cena.

Era una cena familiar, una cena que Rose había comido frecuentemente mientras Jonathon —encerrado en el estudio— bebía hasta quedar en un estado de inconsciencia.

La enfermera inclinó la cabeza y oró:

—Que el Señor nos permita estar agradecidos por los alimentos que estamos a punto de recibir. Amén.

Rose no estaba agradecida. Ella no inclinó la cabeza.

Unas manos fuertes y rojas sirvieron té aromático en las tazas de porcelana china con motivo de rosas.

El vapor tendía un velo entre ellas.

En silencio, Rose esperó a que la enfermera levantara un pesado tenedor de plata.

Apretando los dedos alrededor de un vaso frío, Rose preguntó:

—¿No es la suciedad algo típico del estilo de vida pecaminoso, enfermera Williams?

Su voz era extrañamente discordante, como si proviniera de otra mujer.

Y provenía de otra mujer. Esa otra Rose, herida en silencio y en su mundo solitario, no haría lo que esta Rose estaba planeando hacer.

La enfermera se quedó sorprendida.

Rose encontró, a propósito, la mirada que por un segundo parecía extrañamente vulnerable, como un niño reprendido por intentar tomar un dulce.

—Por favor, lávese las manos antes de comer en mi mesa.

Un rojo poco agradable inundó el rostro de la mujer.

Rose pensó, por un extraño segundo, que la mujer no iba a obedecerla. A regañadientes, la enfermera se puso en pie y se levantó de la mesa de comedor provisional.

El agua que bajaba en cascada ahogó el constante golpeteo de la lluvia.

El láudano contenía alcohol. Si lo ponía en el té la mujer reconocería el sabor. Así que rose roció tintura de opio sobre los medallones del rosbif: el líquido claro se tiñó con la salsa marrón.

Sin aviso, el flujo del agua se apagó.

Tan pronto como Rose le puso el corcho a la botellita, la enfermera regresó del baño.

—Gracias —le dijo, ocultando el láudano entre un cojín cubierto de seda y el marco, tapizado también de seda, de la silla.

La enfermera no contestó. Tenía la cara salpicada con pequeñas manchas rojas de rabia y de vergüenza. Agarró inmediatamente el cuchillo y el tenedor.

Rose se alisó una servilleta blanca de lino sobre el regazo. Lentamente, levantó los pesados cubiertos de plata y cortó con el cuchillo un trozo de carne.

—Esto sabe extraño —dijo la enfermera, frunciendo el ceño.

Rose masticó y tragó con calma antes de responder:

—La carne a la bourguignon tiene a veces un sabor raro, depende de la salsa.

—Francesa.

La palabra expresaba tanto desprecio como intriga.

La mirada en el rostro de Ardelle Dennison cuando George Addimore había llevado un anillo para pene de color marfil a una de las reuniones del club, había sido idéntica a la expresión que tenía la enfermera.

—Sí —dijo Rose.

—No hay nada mejor que un pedazo de carne inglesa —reclamó rectamente la enfermera, hundiendo el tenedor dentro del medallón de carne.

—Es una carne inglesa —le explicó calmadamente Rose—. Pero está cocida en vino de Borgoña y sazonada con ajo y cebolla...

Rose le describió cómo se preparaba la carne bourguignon mientras que, bocado a bocado, la enfermera devoraba la carne que había sido preparada con algo más que sal y pimienta.

Y tintura de opio.

Un ingrediente con el que la enfermera debía de estar bastante familiarizada.

—Estoy muy cansada —dijo Rose, cuando la mujer mayor se hubo acabado el plato de carne. Arrojando la servilleta sobre su propio plato de comida a medio comer, Rose se puso en pie—. Me voy a recostar.

Los resortes metálicos chillaron en protesta. Muy dentro de ella, la emoción oscura continuaba arremolinándose.

Dolor. Rabia.

Una pérdida tan profunda que amenazaba con tragársela entera.

El sonido mudo del rugir de las voces competía contra el golpeteo de la lluvia.

¿Su madre? ¿Su padre?

¿Sus hermanos?

¿Jack?

Pero no podía pensar en Jack. En todo lo que podía pensar era en Jonathon y en el amor que le había robado.

Un suave ronquido se rizó en el aire.

Rose abandonó la cama en la que había dormido sola durante once años.

La enfermera estaba recostada sobre la silla de terciopelo verde.

Curiosamente despreocupada por las consecuencias de sus acciones, Rose metió una mano en el bolsillo del delantal, en el que la enfermera guardaba las llaves.

Un movimiento oscuro revoloteaba fuera de su visión perimetral.

Rose abrió bruscamente las pestañas.

Unos ojos dilatados y negros por el opio la miraban fijamente.

Tenían los rostros tan cerca que Rose podía inhalar el aliento de la otra mujer. Olía a rosbif y al saborcillo a especias y a dulce del láudano.

—Me drogó —dijo la enfermera, pesadamente.

—Sí —dijo Rose.

—¿Voy a morir? —preguntó la enfermera.

El miedo revoloteó por encima del letargo inducido por el opio.

¿Le había dado Rose una sobredosis a la enfermera?

—No lo sé —dijo Rose.

La mujer cerró los ojos. Rose abrió la puerta.

Una gruesa alfombra con motivo de rosas amortiguó sus pasos.

Sonrisitas infantiles y silencios sonaban por todos los lados del corredor.

Era una aberración... la distorsión de voces que protestaban y el golpeteo de la lluvia... pero por un momento, Rose se imaginó los hijos que le habría dado a Jonathon si él no hubiera contraído paperas.

Él habría sido un padre amoroso. Ella habría sido una esposa fiel.

La barandilla de roble brilló en la penumbra grisácea.

Rose se aferró a la madera helada.

El tercer y el décimo escalón crujieron.

No había nadie que pudiera escuchar que ella bajaba.

La risa se coló desde la cocina, los sirvientes estaban cenando.

Le dolió pensar que esos hombres y mujeres que ella misma había contratado y que creía fieles sirvientes no se habían molestado en ayudarla. A ninguno les había importado lo que pudiera ser de ella.

Pero ahora debía dejar de pensar en eso: tenía preocupaciones mucho más importantes, como enfrentarse al hombre con el que debió haberse enfrentado hacía doce años.

Empujó en silencio y abrió la puerta del estudio de Jonathon.

Un reflector de luz de bronce pitaba suavemente. El agua golpeaba rítmicamente el vidrio y los ladrillos.

Rose cerró la puerta y se recostó contra el roble sólido.

Era silenciosa y pacífica la parte de atrás de la casa.

El pequeño jardín al que daba la habitación de su marido era apenas visible tras los cristales empañados por la lluvia. El fantasma de una mujer miró con atención a Rose desde una puerta francesa.

O tal vez el pálido fantasma miraba con atención la silla de cuero en la que su esposo estaba sentado, intentando ver el hombre con el que se había casado.

Jonathon se inclinó sobre el escritorio de cerezo, el rostro sombrío; la luz y la sombra se alternaban para hacer que el cabello, fino como el de un bebé, pareciera plateado.

Rose tardó unos segundos en reconocer los fragmentos de porcelana carmesí y dorada que yacían esparcidos frente a él como un rompecabezas: era el jarrón oriental que ella había dejado caer al suelo cuando los hombres que su esposo había contratado se la había llevado a la fuerza.

—Las piezas no van a encajar —dijo Jonathon sin levantar la mirada, como si la hubiera estado esperando todo ese tiempo.

Un diario abierto estaba al lado de los fragmentos color carmesí y dorado. Una pistola de cañón de bronce sin brillo, apuntaba su nombre, impreso en los titulares. Un anillo de oro enmarcaba el pálido rostro que mostraba la fotografía y que se parecía a ella. La franja era igual a la piel blanca que le marcaba el dedo anular.

Rose preguntó, calmadamente:

—¿Me vas a matar, Jonathon?

Jonathon levantó la cabeza.

El dolor que había en sus ojos azul cielo le apuñaló el vientre.

Ése era el hombre que la había hecho sonreír de felicidad, pero que ahora no sonreía.

—El dolor debe acabar, ¿no? —preguntó él, igual de calmado.

—Sí —contestó Rose.