Capítulo 31
Jack se dio cuenta de que Rose no estaba esperándolo desde el momento en el que salió del edificio Saint Stephen.
Tiras negras de lluvia golpeaban las lámparas de la calle.
La emoción lo embargó.
Miedo. Ira.
No. Otra vez no.
Un cabriolé esperaba en el círculo, los caballos soportaban estoicamente el frío y la humedad. El conductor se acurrucaba debajo de un paraguas.
Los pasos se silenciaron. La lluvia caía sobre el paraguas como puños. Jack la cerró y dio un paso hacia la plataforma.
—Oiga... —El conductor del coche lo llamó—. Aquí...
Jack se dirigió al coche y abrió la puerta de un empujón.
El ama de llaves de Rose, no Rose, lo miraba fijamente desde el interior.
La lluvia rodaba por el cuello expuesto de Jack.
—¿Dónde está ella?
—No llegó a casa.
El coche se sacudió bajo sus pies.
—¡Quieto, ahí! —gritó el conductor, con un timbre de voz que sobresalió por encima del sonido de un trueno—. He dicho quieto, ¡maldición!
—¿Adonde fue? —preguntó Jack con voz distante.
—Salió de compras con su madre. —La voz del ama de llaves se oía tan distante como la de Jack. Luego, como si no supiera el nombre de la mujer, agregó:
—La señora Davis.
—¿A qué hora se fue?
—Alrededor de las once, ha dicho la cocinera.
Jack estaba en el juzgado por una comparecencia. Pero Rose lo sabía.
«Siempre supe que Rose tendría un amante». Un trueno resonó. «Y siempre supe que terminaría volviendo a mí».
—¿A qué hora dijo que regresaría? —preguntó Jack con tono neutro.
—Ella dijo que traerían los muebles esta tarde. —La lluvia fuerte y fría puntuaba cada sílaba—. Dijo que regresaría antes de que los entregaran.
—¿A qué hora los entregaron?
—A las tres y media.
Un cuarto repique sonó: eran las ocho y quince minutos.
Rose le había dicho al ama de llaves que ella tenía su propia familia a la que atender.
El agua le rodaba por el cuello de la camisa.
—¿Por qué está aquí señora Dobkins?
—Soy una mujer de palabra, señor Lodoun. Prometí que no permitiría que nadie se llevara a la señora Clarring.
—¿Qué le hace pensar que alguien se la llevó?
—Porque vi que alguien lo hizo.
Un relámpago dividió el cielo, cambiando la piel pálida y los ojos oscuros en una mujer culpable.
Jack quería gritar. Jack quería llorar.
—¿Quién se la llevó? —preguntó en cambio, duramente.
—Un imbécil en un coche, señor Lodoun. —El sonido de un trueno acabó con el relámpago, dejando atrás una sombra pálida que de repente sonó vieja y cansada—. Suba al coche, no va a solucionar nada quedándose bajo la lluvia esperando la muerte.
Jack había escuchado ese tono recalcitrante tanto en los hombres como en las mujeres que habían sido testigos de violencia. El ama de llaves no hablaría hasta que recuperara el control.
Jack entró rígido en el coche.
El aire encerrado olía a lana húmeda y a mujer desconocida.
Cerró la puerta, de un golpe, y dijo:
—Cuénteme lo que vio.
—El primer hombre debió de llamarla por su nombre, porque ella se detuvo cuando iba a entrar, frente a la puerta.
Jonathon Clarring la habría llamado por su nombre, pensó Jack. Eso era todo lo que ella necesitaba para volver con su esposo: que él la aceptara.
—Ella se quedó allí parada durante varios segundos —dijo el ama de llaves por encima del sonido constante del agua—, con la lluvia cayéndole encima, y luego se dio la vuelta. Los otros dos hombres se separaron, uno por la izquierda y el otro por la derecha. Entonces el señor Clarring se volvió y los dos hombres la cogieron y se la llevaron bajo la lluvia.
El sol brillaba, recordó Jack, cuando Cynthia murió.
Un día de octubre.
¿Había visto ella el coche antes de que la atropellara?, se preguntó.
—No sabía cómo ponerme en contacto con usted, así que decidí esperar a que volviera —dijo el ama de llaves—. Y luego, llegó un chófer y dijo que iba a recoger a la señora Clarring. Entonces, le dije que yo era ella y vine en su lugar. Esperando que fuera usted. O alguna persona que supiera dónde estaba.
Porque la policía no podría hacer nada.
Pero tampoco podía hacerlo Jack.
—Váyase a casa señora Bobkins.
Otra época, otra mujer inundaron su mente: «Váyase a casa, señora Clarring», le había dicho Jack a Rose aquel día.
Pero ella no había obedecido.
Jack se preguntaba si ahora ella se arrepentía de esa decisión.
—Es culpa mía. —Los ojos pálidos que brillaban en la oscuridad parpadearon. El hombro que apretaba a Jack se movió—. La señora Brown y la señora Finley no merecen que las despida. Son buenas trabajadoras. Sería muy duro para ellas perder este empleo.
«No eres responsable de la muerte de Cynthia Whitcox», le había dicho Rose.
—¿Durante cuánto tiempo estuvo observando? —preguntó Jack, sintiendo un vacío.
—Ocurrió tan rápido... —El brazo y el hombro que le rozaban quedaron inmóviles—. Un minuto, quizá.
—No fue culpa suya —dijo Jack.
Pero las palabras no absolvían la culpa.
—Váyase a casa, señora Dobkins —repitió, metiéndose la mano en el bolsillo. Puso media corona entre los dedos enguantados del ama de llaves, una mano más pequeña que la de Rose—. La señora Clarring querría que usted se hiciera cargo de su hogar.
Y también lo quería Jack.
—¿Estará ella bien? —preguntó bruscamente el ama de llaves.
—No lo sé —dijo Jack, rotundamente.
—¿Está usted bien?
Jack abrió la puerta y bajó del cabriolé.
Una meta lo guiaba a través de la lluvia incesante. Paró otro coche.
—¿Adonde se dirige, señor?
«¿Qué vamos a hacer, Jack?», le pareció oír la voz de Rose.
Jack le dio al chófer la dirección. Las lágrimas rodaban por las ventanas, bailaban entre las luces de las calles.
¿Llora por ella?
¿Lloraría Jack por Rose?
Pasaron varios segundos antes de que Jack se diera cuenta de que el coche ya no se movía. Habían llegado a su destino.
Ninguna luz iluminaba el suelo. Una ventana en el segundo piso de la casa frente a la que se habían detenido brilló como un faro.
A través del vidrio y de la lluvia, una silueta oscura bloqueó la luz parpadeante.
Jack salió del coche, mientras su corazón se saltaba un latido.
—Espéreme.
—Está lloviendo a cántaros —protestó el chófer—. No esperaría ni a Dios bajo esta lluvia infernal.
Dios no pagaría una esterlina de plata.
—Le pagaré lo que se gana en una noche.
No esperó a que el chófer accediera; se bajó de la plataforma hacia un torrente de agua.
Un rostro ovalado y pálido asomado en la ventana de arriba lo perforó con la mirada.
Cada músculo dentro de su cuerpo se tensionó al reconocerlo.
Jack estaba repentina y dolorosamente vivo, y la lluvia escurría por su piel.
Una lámpara de gas iluminó débilmente la puerta de entrada.
Jack llamó a la puerta, el agua le escurría de la mano y por debajo de la manga.
Nadie respondió.
Miró otra vez la ventana. La mujer seguía allí.
—¡Abran la maldita puerta! —gritó Jack, de repente. No podía estar tan cerca de Rose y perderla—. ¡Maldito seas, Clarring! ¡Sé qué estás ahí! ¡Abre la puta puerta!
Pero Jack no podía forzar la puerta para entrar.
Y la ley no obligaría a Jonathon Clarring a que renunciara a su esposa.
—¡Basta ya! ¿Quién se cree usted que es? Éste es un vecindario respetable. ¡Cálmese!
Jack sacudió la mano que le había agarrado con fuerzo, pero el hombre no le soltó.
Entonces recordó las palabras del ama de llaves. Dos hombres habían agarrado a Rose, uno por cada lado. Ella no luchó, había dicho el ama de llaves. Pero no habían sido los dos hombres quienes la habían paralizado, se dio cuenta Jack. Jonathon Clarring le había quitado a Rose las ganas de pelear.
Ella amaba a Jonathon Clarring y él había traicionado su amor.
Jack quería romper el pasador de la puerta con la cruda emoción que lo atravesaba.
—Suélteme...
—No hasta que se suba al coche y se vaya —respondió el hombre, beligerante.
Pero Jack no se podía ir.
«Necesito despedirme», pensó.
Pero no podía despedirse.
Ni de Cynthia, ni de Rose.
De todos modos, tenía que marcharse. No podía ayudar a Rose cuando la emoción lo dominaba. Debía tranquilizarse y pensar.
Jack respiró profundamente, inspirando con dificultad un aliento húmedo cargado de cebolla y ajo. Era el aliento del conductor.
—Suélteme —repitió más calmado—. Y me iré.
—Si no se calma, llamaré a la policía.
El deseo de violencia del conductor bailaba sobre las gotas de lluvia.
Jack anuló toda expresión de su rostro y miró fijamente a unos ojos que eran dos fosos oscuros.
La incertidumbre reemplazó a la agresividad del conductor.
—Váyase. —Jack se tambaleó al intentar liberarse. Recuperó rápidamente el equilibrio, apretando las manos y conteniéndose para no responder.
—Créame que mantendré los ojos puestos en usted.
Jack no miró hacia atrás.
Los ojos de Rose le siguieron.
El escalón que lo subía al hierro resbaladizo. La plataforma llena de agua que se inclinaba con su peso.
La rigidez de su cuerpo, luchando para no volverse y encontrar su mirada.
Jack le dio al conductor dos coronas de plata.
El cabriolé no esperó cuando, una vez que llegaron a su nuevo destino, Jack bajó.
Se dio cuenta levemente de que se había dejado el paraguas en el coche. De todos modos, no lo necesitaba. No sentía la lluvia fría que seguía cayendo por todo su cuerpo.
La residencia ante la que se había detenido Jack en esa ocasión era más grande que la de Jonathon Clarring. A diferencia de la casa de Jonathon Clarring, el dueño abrió la puerta.
Jack miró fijamente los ojos de James Whitcox.
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