Capítulo 17

—Al menos lo sabré.

Jack no sabía qué iba a herir más a Rose: follar sin pasión o encontrar pasión con el hombre que no amaba.

—¿Y cuando lo sepas? —preguntó. Un madero sonó, una pequeña explosión le bajó por la columna—. ¿Regresarás a tu marido?

La luz definió una ceja dorada. La sombra resaltó una mejilla ovalada.

—No —dijo Rose, finalmente—. No regresaré a Jonathon.

Jack recordó el silencio de su casa cada vez que Cynthia regresaba a los brazos de James Whitcox.

Pero Rose no era Cynthia.

Bajando la cabeza, él unió sus labios a los de ella.

Ella olía diferente, a rosas en lugar de a bergamota.

Jack abrió la boca, probando con la lengua.

Ella sabía diferente, a necesidad en lugar de a deseo.

Rose abrió la boca.

Ella besaba diferente, compartía el precio del placer.

Jack le había enseñado a Cynthia a besar. A follar. Ahora sabía que un hombre no le podía enseñar a una mujer a amar.

Una lengua húmeda le tocó la lengua.

El aliento le cerraba la garganta. Jack cerró los ojos y exploró a Rose.

La agudeza del esmalte. La suavidad del músculo resbaladizo.

La sensibilidad de un paladar texturizado.

Rose se tragó su aliento, nuevo para un hombre que la besaba con su lengua.

Jack no quería ser el tutor de otra mujer.

Succionó la lengua de ella.

Oliendo a Rose. Probando a Rose.

Rose estaba dispuesta a tomarlo, así como él estaba dispuesto a tomarla a ella.

Con indecisión, ella le exploró la boca.

Los músculos por debajo de la lengua. La pendiente rígida de su paladar.

Jack tenía la curiosa sensación de estar ahogándose en Rose.

Un dedo le tocó el pezón.

El pene de Jack se agitó, alcanzando a Rose.

—Jack... —La frase le llenó la boca.

Él le saboreó los labios que estaban húmedos por la saliva.

—¿Qué?

—¿Alguna vez yaces despierto, anhelando que alguien te toque? —El aliento caliente y húmedo expandió sus pulmones.

Todas las noches se tendía despierto, anhelando.

Jack presionó sus labios en el puente de carne que se formaba entre la nariz y la mejilla. Por debajo de la suavidad de la piel encontró un latido: iba al mismo que tiempo que su corazón.

—Sí.

—Cuando estás ahí solo —experimentando, Rose le pellizcó el pezón con el índice y el pulgar—, ¿te tocas el pecho?

Jack inhaló la esencia de las rosas de primavera.

—No.

—Yo sí.

Le quemó la barbilla.

La imagen de Rose desnuda y a punto de tener un orgasmo, tocándose los senos con sus pequeñas manos, bailoteó en la parte de atrás de sus párpados cerrados.

—Le doy vueltas a mis pezones, así. —El movimiento circular de un dedo índice y un pulgar le hizo un nudo en los testículos—. Y finjo que mis dedos son una boca.

Los labios de Jack trataron de encontrar las pestañas que se agitaban... la suave protuberancia de una ceja... la cálida hendidura de una sien.

—Pero no son una boca, Jack.

Su soledad empujaba los labios de él.

—Los dedos no besan —susurró Rose.

Encorvando los hombros y doblando la cabeza, oponiéndole resistencia a la mano que se había aferrado al cabello de ella para acercarla, Rose tocó su pezón con los labios.

El corazón de Jack se contrajo.

—Los dedos no prueban.

El calor líquido lamió a Jack.

El acunó la parte de atrás de la cabeza de Rose, el cabello de ella se le escurría por entre los dedos y le rozaba la piel.

—Los dedos no aman.

Una húmeda caldera lo envolvió.

El cuerpo de Jack se curvó sobre Rose.

—Sé que no me amas —dijo Rose, dándole un beso húmedo en el lugar en el que se encontraba su latente corazón—, pero prefiero perder todo lo que tengo que soportar una noche más en soledad.

Jack abrió los ojos y miró fijamente hacia abajo, hacia las cejas doradas y la nariz recta; eso era todo lo que podía ver del rostro de Rose.

La necesidad de darle el amor que su esposo no le había dado le producía un dolor visceral.

—Cuando estoy solo en la noche, perdido por el deseo, me toco el pene. —Jack dobló los dedos, modelando los frágiles huesos, las vértebras, hasta llegar a su pecho, algodón suave, y envolverlo.

—Anoche... —Rose se enderezó, y el aire frío era el que ahora le mordía el pezón húmedo a él —... ¿Simulaste que era yo la que te tocaba?

Así como ella había simulado horas antes que era su pene el que la ayudaba a masturbarse.

Jack movió bruscamente hacia arriba el algodón que tenía entre los puños, obligando a Rose a subir los brazos.

—No quería que me tocaras —dijo él, brutalmente honesto, mientras el camisón caía al suelo.

Todavía no quería.

Rose no intentó esconder el cuerpo, tenía los pezones duros y el cabello caía delicadamente, acariciándole los hombros.

El dolor que le causaron las palabras de él le retorció el estómago.

Jack sujetó firmemente la piel suave que se magullaría fácilmente —todo lo que necesitaba hacer era hundir los dedos en la cintura de ella más profundamente— y la levantó. Simultáneamente, se dio la vuelta.

Un gemido de sorpresa fue seguido por el sonido de la madera contra su cuerpo.

Las piernas de ella se sacudían: una rodilla tensa... pies que golpeaban. Uñas afiladas que le tallaban los bíceps.

Jack la sentó. La carne golpeó la madera.

El baúl, que estaba más alto que la cama, le dio altura, alineando el sexo de ella con el de él.

Sus senos, esos senos pequeños y perfectos que ella había explorado imitando el amor de un hombre, rápidamente subieron y volvieron a caer.

Sosteniéndole la mirada, viendo cómo su sorpresa se transformaba en conciencia sexual, Jack se paró entre sus muslos.

La corona de su pene rozaba su vagina. La aceptación de su soledad continuaba quemándole el pecho.

Jack deslizó las manos hasta sus caderas... entre sus muslos... en medio de su pecho y la suavidad de sus nalgas.

—Quería que me follaras como te follaste al consolador.

Rose lo agarró fuertemente de los hombros, los dedos se clavaron en su piel. La carne de ella se tragó su glande.

El delgado anillo azul que rodeaba sus pupilas desapareció.

Con determinación, Jack la alimentó con imágenes de su sexualidad cruda para superar el dolor inicial.

—Tu sexo es rosado oscuro, como tus labios.

Se agachó para probar el rojo que manchaba la mejilla de ella. Rose movió la cabeza bruscamente hacia atrás a causa de la caricia tan poco familiar. Él respiro contra su piel, secando la humedad de su propia saliva

—Cuando te masturbaste fue como si te tragaras el cuero. —El rosa se tragaba el marrón—. Anoche... en mis pensamientos... era mí pene el que se introducía en tu vagina.

Rose volvió la cara y lo miró. Jack sintió el calor húmedo de sus dientes en el rostro, como una sierra.

La simple intimidad: el aliento de una mujer, el roce con una mujer... No podía soportarlo.

—¿Quieres saber lo que haces, Rose? —Un lamido eléctrico le paralizó la mejilla. Rose lo probó, al igual que él la había probado a ella—. ¿Mientras te follo?

Unos labios húmedos se movieron por toda la piel de Jack, tan calientes y húmedos como los labios que abrazaban su pene.

—¿Qué hago, Jack?

—Me agarras igual que agarrabas el consolador. Fuerte. Profundo. Hasta el final, cuando llegue al útero... —Sin apartar la mirada de ella. Jack alzó la cabeza y hundió los dedos dentro de la suavidad de sus nalgas, mientras, con una embestida fuerte, culminaba su penetración hasta lo más profundo de las entrañas de Rose—. Así.

La observó mientras ella adquiría conciencia de lo que era estar con un hombre, no con la imagen de un hombre.

Observó su dolor cuando al fin se convirtió en una adúltera. Observó su placer, al tener un amante.

Él la llenó, hasta que su vello púbico se mezcló con el de ella y la humedad de su deseo cayó goteando sobre sus testículos.

El sonido irregular de su respiración sonaba por encima del de una campana que flotaba en el aire.

—Respirabas... mi aliento.

Jack se inclinó y volvió a lamer el terciopelo rosa que florecía en la mejilla de ella. Las pestañas sellaron el dolor que él le causaba. Rose giró la cabeza hacia arriba buscando sus caricias.

Su aliento, que le pertenecía a otra mujer.

Jack besó a Rose, y los labios se deslizaron por una piel que olía a rosas. Su lengua le llenó la boca al igual que su pene le llenaba la vagina.

—Estabas llena de dolor por mí, y sólo por mí —le susurró dentro del calor húmedo de su boca—, y luchabas para tomar más de mí.

Sosteniendo sus nalgas, Jack continuó moviéndose dentro de Rose hasta que sintió el dolor de su piel, tierna aún por el consolador con el que se había masturbado la noche anterior.

—Jack... —Las uñas de su amante le apuñalaban los hombros. Dentro de los ojos de ella, el azul de incertidumbre se diluyó en negro de necesidad, titilando entre el placer y el dolor—. Jack.

Pero él no podía detener el dolor que había catalizado las acciones de esta noche.

—Me suplicaste que te follara profundamente... y con fuerza... hasta que mí pene fuera parte de ti —susurró Jack, irregularmente—. Y eso es lo que estoy haciendo, Rose. —Jack luchó para poder respirar, necesitaba aire—. Te he penetrado hasta que mi pene ha pasado a formar parte de ti. Y estás llorando... Estás llorando por mí.

Y él había escuchado su llanto, mientras el recuerdo de otro llanto y otra mujer lo perseguía.

Sosteniendo la mirada de Rose, que de repente se había puesto muy pálida, Jack movió las caderas para que la parte más gruesa de su pene rozara la parte más sensible de su vagina. Dándole placer para contrarrestar el dolor que estaba por venir.

Se movió poco a poco, apartando la piel que le había robado a un esposo. Las patas del baúl de madera sonaban con cada movimiento. Un riel de madera se le hundía en los nudillos con cada embestida.

Con una última embestida la penetró con fuerza, profundamente... fuerte y profundamente hasta que lo único que se interponía entre ellos era el fino tejido del preservativo.

Jack sintió que se aproximaba el orgasmo: sus pupilas negras se encogieron hasta adquirir la forma de puntos diminutos. Y luego, Jack sintió el orgasmo de ella, la carne hinchándose y tragándoselo.

Ningún llanto de placer llenó el vacío del sexo ilícito.

Rose cerró los ojos y Jack enterró la cara en el hueco, que olía a rosas, entre el hombro y el cuello y empujó tan fuerte que le besó el útero y se corrió: el cálido esperma se disparó contra la envoltura de látex.

Una pulsación golpeaba frenéticamente contra sus labios. No se detuvo a pensar en el flujo de sus contracciones.

Los pulmones se esforzaban por espirar y el sudor le picaba en las mejillas. Con miedo a lo que ella pudiera ver si la miraba a la cara, Jack deslizó las manos por la redondez de sus nalgas para impulsarla un poquito más hacia su pene, que todavía eyaculaba.

Sus piernas abrazaron sus muslos débilmente.

Jack quería reconfortarla: sabía que no podía.

El pene, aún en su vagina, se encogía. Jack la tomó en sus brazos y la llevó hasta la cama, cada aliento que ella respiraba le perforaba la piel.

Los muelles del colchón rechinaron cuando la dejó caer suavemente.

El cabello dorado brillaba con sombras marrones derramadas sobre las sábanas de algodón que ya no volverían a ser de un blanco inocente: ella había experimentado el placer con un hombre que no era su esposo.

Líquido cristalino brilló en medio de la sombra de sus sienes.

Rose no abrió los ojos cuando él abandonó la cama para quitarse el condón que colgaba flácido como un prepucio. Jack salió al desnudo corredor y se dirigió al baño para tirar la funda por el inodoro.

Cuando regresó a la habitación, Rose yacía donde la había dejado, con los ojos cerrados. Sus senos sonrojados subían y bajaban y sus pezones parecían bordados.

No estaba dormida.

Podía sentir su respiración como si fuera la de él. Podía sentir las emociones que cruzaban todo su cuerpo.

Traición. Pena.

Necesidad. Deseo.

Eran las mismas emociones que él albergaba.

Jack se quedó de pie junto a la puerta, con el pene mojado con su esperma.

Frío.

Dolido.

Solitario.

Ella abrió los ojos bruscamente.

—No soy una muñeca, Jack.

Él pensó en los hombres que había en la vida de Rose: esposo, hermanos y padre. Todos debían haberle hablado de los peligros de la sexualidad masculina.

—Sé lo que eres, Rose —respondió Jack, secamente.

—¿Una puta? —sugirió ella, con la voz igual de seca.

—Una mujer que sufre.

—¿Puedes alejar de mí el sufrimiento?

No pensaba mentir.

—No.

Cinco golpes penetraron la madera, el cristal, la pena.

—Me duele —dijo Rose, con el sexto golpe. Los ojos oscuros se le llenaban de lágrimas.

Un séptimo golpe cerró los párpados de Jack contra el latido sordo que se alzaba desde su pene y se hinchaba hasta su pecho.

—Me duele para ti, Jack. —La frase reverberó junto al octavo golpe. Lo siguió un noveno—. Y me duele por ti.

Un décimo y último golpe sonó sobre los maderos que se consumían. El Parlamento estaba aún en sesión.

Lentamente, Jack abrió los ojos.

Rose se incorporó y sacó las piernas fuera de la cama. Compartía con él el dolor por la intimidad.

La flecha invertida de cabello dorado que le enmarcaba la vulva brilló con la humedad que él había creado. La fisura oscura en medio de los labios hinchados era un portal abierto.

Dilatado para él. Y por él.

Las lágrimas que derramaba su vagina le quemaron los ojos.

Ella aún lo quería, lo deseaba. Sabiendo el precio que pagaría.

Jack se arrojó sobre el algodón frío y crispado —el colchón y los resortes se hundieron con su peso— y acarició la suaves caderas de Rose, una caderas generosas que jamás habían albergado un hijo.

Podía verla: su sexo hinchado esperaba una nueva invasión. Podía olerla: la dulzura de las rosas mezclada con la chispa de la excitación sexual.

Rose había dicho que él no la amaba; y era cierto que no la amaba como había amado a Cynthia Whitcox, pero no podía negar la necesidad que sentía de ella.

Besó el portal que ella le ofrecía y la lamió, quitándole el dolor.

Unas pequeñas manos le acariciaron la cabeza.

Jack lamió la línea húmeda entre los labios rosados y le besó el pequeño y duro clítoris, una glándula roja oscura.

Los dedos de ella se contrajeron dentro del cabello de él.

Jack lamió hasta que los gritos agudos y cacofónicos perforaron el rudo susurro de su respiración y la pequeña y dura glándula que pulsaba al ritmo de sus latidos se deslizó hacía atrás dentro de un confortable prepucio.

Ella había llorado lágrimas por su marido. Ahora gritaba el nombre de su amante.

Unos dedos invisibles le aplastaban los testículos.

A ciegas, él vio su vagina. Una lengua acanalada probaba la boca que había hecho.

Músculos delicados revoloteaban a su alrededor.

Besándolo. Probándolo.

Amándolo.

La inocencia del pecado. Sin importar que la ley dijera lo contrario.

Jack empujó hacía arriba el cuerpo de ella y la sujetó con los antebrazos a cada lado de sus hombros.

Su pene desnudo pulsaba contra su pelvis desnuda.

Unos ojos azules probaban su mirada... estudiaban solemnemente su boca.

Una yema de un dedo muy suave le quemó la barbilla.

—Estás mojado.

—De ti, Rose —respondió él.

Ella deslizó la mirada hacia arriba

Jack tocó los labios de la mujer con los de él, compartiendo con ella el placer que su esposo no había compartido.

—Es el sabor de tu orgasmo.

La incertidumbre le oscureció el rostro, sobrecogido de curiosidad.

Rose abrió la boca y probó la lengua que él le brindaba.

Una mezcla de placer y dolor le ennegreció la mirada. Ella enhebró los dedos en el bigote de él.

—¿Qué vas a hacer, Jack?

Ella era una mujer que amaba a otro hombre. Él era un hombre que amaba a otra mujer.

—Voy a chuparte los senos hasta que tu corazón lata contra la punta de mi lengua y tengas otro orgasmo —dijo Jack.

El ansia dentro de los ojos de ella lo hería en el lugar donde un hombre no debería ser herido.

—Y luego te voy a follar, Rose, hasta que mi pene se vuelva parte de ti, y llores de todo el placer que te doy.

Las lágrimas que ella había llorado por su esposo le humedecieron los ojos.

Un dedo tembloroso le acarició la oreja.

—¿Qué harás, Jack, cuando llore por el placer que me das?

No pensaba mentir.

—No lo sé.

Jack no sabía si alguna vez podría olvidar a la mujer a quien su amor había matado.