Capítulo 24
Los hombres no mandaban en el terreno de las mujeres.
—Ahí tiene, madame Clarring. —Unas manos muy cuidadas dejaron caer con suavidad un sombrero sobre una cabellera dorada—. Es très chic, ¿no?
Rose se miró de perfil. La luz con manchas le adornaba la mejilla ovalada. La perla que le abrazaba el lóbulo brilló como si tuviera vida propia.
—Es demasiado morado.
—Es heliotropo, madame. —Unos dedos delgados y hábiles enderezaron un moño primaveral y sacudieron un mechón de plumas blancas—. Très a la moda. Usted es una mujer muy atractiva. Este sombrero le resalta las facciones... comme ça... mientras que las plumas de avestruz le dan estatura, ¿non?
En el espejo, unos ojos azules muy claros se prendieron en la mirada de Jack.
—¿Te gusta?
Jack pensó en el dolor que Jonathon Clarring, el esposo de ella, le había causado en el pasado. Jack pensó en el dolor que él, su amante, le traería en el futuro.
—Un sombrero hermoso para una mujer hermosa —dijo, sinceramente.
Rose se sonrojó de placer.
—Me lo llevó, madame Benoit.
—Excelente —dijo la sombrerera, dejando salir el acento francés. Rápidamente, la delgada y enérgica mujer se impuso—. Maintenant, un sombrerito para los cálidos días de verano, ¿oui?
—Madame Benoit. —La voz provenía de la parte del frente de la tienda—, ¿tiene más de esas plumas de gallo grises oscuras?
—Un moment, madame Gerard —dijo la sombrerera.
Unos dedos ágiles reemplazaron rápidamente el lujoso sombrero por uno de paja dorada.
—Tiene unos beaux yeux, madame —le dijo la sombrerera a Rose.
Unos ojos hermosos.
Ninguna señal de vanidad por el cumplido brilló dentro de los ojos de Rose.
La sombrerera buscó dentro de un delantal blanco y almidonado y sacó un carrete de listón azul y brillante.
—Enrollo el listón, así... ¿Ve cómo realza el color? —La voz de la sombrerera era sutilmente fría—. Monsieur, si fuera tan amable de alcanzarme ese ramillete de flores...
Jack levantó la mirada, bruscamente.
Unos ojos marrones atraparon los suyos: estaban llenos de condena.
Ella conocía a Jack, decía la mirada de la sombrerera. Conocía el dolor que le causaría.
Era evidente que había leído sobre el juicio.
Su desaprobación no se extendía hacia Rose, notó Jack, iba dirigida toda a él.
La animosidad de la mujer desapareció instantáneamente. Un dedo delgado apuntaba hacia la mesa que estaba al lado de Jack.
Varias flores de seda cubrían la superficie de madera: azahares blancos... lirios morados... prímulas rosadas... rosas rojas...
Infaliblemente, Jack seleccionó un ramito de acianos de seda. En un impulso, le añadió un ramito púrpura azulado que parecía de hierbas.
Los ojos color café de la mujer se abrieron por completo.
- Très bien, monsieur. Una buena elección. Los acianos le quedarán muy bien a la señora porque son del mismo azul claro que sus ojos
—Gracias, madame. —Jack se inclinó, en una pequeña reverencia.
En el espejo, Rose miraba a Jack en lugar de mirar las flores de seda que la sombrerera había metido en el listón azul.
—¿Podría preparar los paquetes? Esperaremos aquí —le dijo a la vendedora.
—Claro que sí, madame.
Tras sacar el sombrerito de la cabeza de Rose, la sombrerera desapareció con un crujido de lana.
Se oían murmullos por encima del crujido de las ruedas de los carruajes.
—Te ha reconocido —dijo Rose, susurrando.
—Sí —dijo Jack.
Estaba extrañamente poco preocupado por eso.
—¿Cuándo presentarás la solicitud para mi separación? —Su voz sonó sobre los murmullos que había detrás de ellos.
Pero Jack no tenía una respuesta.
—¿Dónde conseguiste esos pendientes? —preguntó a cambio.
Las sombras le besaron el rostro.
—Fueron un regalo.
Él sostuvo la mirada en el espejo.
—¿De quién?
—De mi padre.
El dolor que Jack había causado le dilató las pupilas.
—¿Por qué lo visitaste?
A Jonathon Clarring.
—Necesitaba ver al hombre con el que te casaste —dijo Jack.
El hombre que la había llenado con su esperma.
Ahora era el esperma de Jack el que habitaba su cuerpo.
Un sonido discordante y agudo le perforó la columna: el chirrido de las ruedas, los cascos contra el adoquín y las voces invadieron la tienda. Inmediatamente, la puerta se cerró, apagando la cacofonía de la civilización.
- ¡Bonjour, madame Hallsburn! —La vendedora saludó a la recién llegada con demasiada efusividad—. Estaré con usted en un momento.
—Buenas tardes, madame...
La mirada de Rose no se desvió de Jack. Jack no dejó de mirar a Rose.
La conciencia sexual brilló dentro de los ojos de Rose.
—¿En qué lugar prefieres eyacular? —preguntó ella, inesperadamente.
Hombres y mujeres se paseaban ante ellos, al otro lado de la ventana. Detrás de Jack, tres mujeres se concentraban en fabricar sombreros.
—En tu vagina —dijo Jack, susurrando también, sumamente consciente del escenario público en donde hablaban privadamente.
—¿Por qué? —preguntó Rose, llena de curiosidad.
El recuerdo de su carne abrazando a su propia carne desnuda le brotó de los nervios.
—Anoche, tuve un orgasmo sola —observó ella.
—Yo respiré tu esencia, me tragué tu sabor. Acabaste en mis manos, contra mi lengua —dijo Jack, sosteniendo su mirada—. No estabas sola, Rose.
En el espejo, la luz jugaba sobre el rostro de ella mientras la oscuridad se encerraba en sus ojos.
—No limpiaste toda tu eyaculación.
La sangre caliente navegó hacia las mejillas de Jack al pensar en su vulva hinchada y húmeda, goteando su esperma. Una oleada de calor similar se estrelló contra su pene.
—¿Puedes sentir el diafragma?
—Sí. ¿Lo has sentido tú cuando me has penetrado?
—No con el pene —dijo Jack, sosteniendo la mirada—. ¿Qué se siente?
Ella tenía el rostro solemne.
—Cuando salí de la consulta del médico, tenía miedo de subir las escaleras por si el movimiento lo descolocaba.
Por eso había subido al ascensor y un chico la había hecho sonreír.
Jack sintió una chispa de celos.
—¿Y ahora?
—Creo que va a estar permanentemente pegado a mi útero.
Una risa netamente masculina salió de la garganta de Jack.
- Ici, madame. —La voz de la vendedora le cortó la risa—. ¿Quisiera ver otros sombreros?
—No, gracias, madame Benoit. —Rose miraba fijamente el reflejo de Jack en lugar de mirar a la sombrerera. Se sintió algo desorientada al ver la comprensión femenina dentro de los ojos de la mujer—. Sólo estos dos.
Él quería pagarle las compras, pero había aprendido la lección en la librería.
Poniéndose una de las cajas de sombreros bajo el brazo, él abrió la puerta de la tienda. Por encima de sus cabezas sonó una campanita. Al mismo tiempo, la campana del Big Ben anunció la hora.
—Mira, mamá, ¡es la señora Clarring! —La voz femenina se oyó por encima de los dos repiques.
Jack concentró la mirada en las dos mujeres que caminaban hacía ellos.
Rose atravesó el umbral, con la otra caja de sombreros bajo el brazo.
Ella también había oído que las dos mujeres habían dicho su nombre.
—Hola, señora Witherspoon-dijo Rose, cortésmente—. Señorita Witherspoon.
Las dos mujeres —una matrona, la otra, debutante— pasaron de largo.
Jack miró hacia abajo, al fieltro negro y las plumas blancas que bailaban bajo la brisa calentada por el sol. Era todo lo que podía ver de Rose. Quería decirle que todo iba a mejorar, pero no lo dijo. Porque nada iba a mejorar.
Por instinto, encontró la curva de su codo. Un pulso familiar le latió contra los dedos.
—¿Adonde vamos ahora, madame Clarring?
Rose no se movió durante varios segundos. Resuelta, enderezó la espalda.
—Mi modista está al final de la calle.
Jack acortó los pasos para igualarlos a los de Rose.
—No tienes que hacer eso, Jack.
Jack inclinó la cabeza hacia abajo para oír el chasquido de las ruedas y el ritmo de los cascos.
—¿Hacer qué?
—Sé lo que la gente murmura sobre mí. Y no necesito que me protejas.
Jack no podía frenar las habladurías más de lo que podía detener las ruedas de un carruaje.
—No estoy aquí como tu protector.
Rose se detuvo, apuntando la cabeza hacia el sol.
—Entonces, ¿por qué estás aquí?
Líneas débiles aparecieron en los ojos de Rose. Jack se preguntó cuántas veces había sonreído en los últimos doce años.
—Te puedo oler, Rose. El olor de tus dedos, de tu sexo. Todavía puedo saborearte en mi boca. —Rozó con la yema de los dedos un trocito de su falda. Por debajo de ésta había carne suave y huesos. Soltándole el codo, Jack abrió una puerta de vidrio y metal. Las voces de las mujeres, los murmullos de las telas y los papeles se volcaron sobre aquella calle de Londres—. Quiero estar contigo.
Nunca le daría a Rose la felicidad que Jonathon Clarring le había dado brevemente, pero tampoco la condenaría a una vida de soledad.
Rose pasó el umbral de la puerta.
Todo el sonido cesó cuando la puerta se cerró.
—¡Señora Clarring! —gritó una voz femenina que no poseía ni calidez ni sinceridad. La sombrerera no había juzgado a Rose. La elegante mujer que se apresuraba hacia ellos sí lo hacía—. ¡Qué sorpresa!
—Hola, señora Cambray —saludó Rose, levantando la cabeza para mirar a la mujer que era unos quince centímetros más alta que ella—. Lamento llegar sin avisar. ¿Está disponible la señora Throckenberry?
—Sí, por supuesto. —Unos ojos fríos barrieron a Jack. El reconocimiento destelló dentro de la mirada frígida, desaprobadora—. Por favor, sigan por aquí.
Le faltó decir «lejos de los clientes respetables». Jack sintió que estaba a punto de enfadarse. Mucho.
La antecámara sin ventanas estaba amueblada con un sofá de terciopelo rosa, una silla rosa, una mesa redonda suavizada con encajes y volantes rosa y estantes repletos de muestras de tela.
En su feminidad, ese salón era tan moralista e hipócrita como todos los miembros de la Cámara de los Comunes juntos.
—Señorita Williams, traiga refrescos... —Rajando el tono de la voz, la mujer le preguntó a Jack—: ¿Qué quiere tomar, señor?
Rose se sentó en el sofá de terciopelo rosa, esforzándose por ignorar la insultante actitud de la mujer. Jack se sentó junto a Rose, su cadera tocando la de ella.
—Brandy —dijo con voz inexpresiva.
—Entendido. —La severidad se dibujaba en el rostro de la señora Cambray, obligada a dirigirse a una mujer acusada públicamente de adúltera—. ¿Qué quiere usted, señora Clarring?
Rose dejó la caja de sombreros sobre la mesa que quedaba entre el sofá y la silla, y se quitó los guantes.
—Tomaré lo mismo, por favor —dijo.
—Entendido —repitió severa la mujer—. Le diré a la señora Throckenberry que venga.
Rose levantó los brazos para tomar el pesado libro que la mujer mayor le estaba entregando, rozando la cadera y el hombro con la cadera y el hombro de él.
—Gracias.
El silencio dentro de la tienda explotó con el sonido que produjo la puerta al cerrarse.
Jack miró a Rose de mal humor, incapaz de verle la cara.
—¿Te gusta el brandy?
Rose abrió el libro, grueso y poco manejable.
—Puede ser fortificante.
Las ilustraciones en blanco y negro de mujeres con labios rojos, lujosamente vestidas posando sobre el papel lleno de huellas dactilares. Al otro lado de la puerta cerrada, los susurros se oían por toda la tienda.
—Me estoy comportando muy mal —dijo Rose, mirando abruptamente hacia arriba. Su cadera lastimaba la de Jack—. No debí haber pedido brandy.
No había señal de la curiosidad femenina o el despertar sexual que antes se había asomado en sus ojos.
—¿Y por qué lo pediste? —preguntó él, con voz neutra.
Ella miró hacia abajo y la cara se le disolvió en fieltro negro y plumas blancas.
—Nunca había salido de compras con un caballero —contestó ella, evadiendo la pregunta de Jack.
Tampoco lo sabía: Jack nunca había dicho ser un caballero.
—Nunca había salido de compras con una mujer —admitió él.
El fieltro negro y las plumas blancas se convirtieron en un rostro pálido y unos ojos azules instigadores.
Unos nudillos que golpeaban se superpusieron a los susurros. Sin esperar el permiso para entrar, una chica con el cabello oscuro abrió la puerta, arrastrando voces detrás: señora... cómo se atreve... pobre señora Clarring...
Las pupilas de Rose se dilataron de dolor.
Los labios de Jack se apretaron, formando una línea delgada y tensa.
Despertando el escándalo y siendo objeto de toda clase de habladurías: así era como pasaría cada día de su vida.
La muchacha que acababa de entrar, mucho más joven que la secretaria de Jonathon Clarring, se sonrojó. Llevaba una bandeja de plata: el líquido ámbar oscuro se mecía dentro de las copas de cristal.
—Señora Clarring.
Rose se aferró al corto pie de la copa de cristal. Jack sintió el movimiento de su cadera por todo el cuerpo.
—Gracias, señorita Williams.
—Señor —dijo la joven extendiéndole la bandeja a Jack.
Jack tomó la segunda copa.
La puerta se cerró suavemente. Tomando el pie de la copa de brandy como si fuera una copa de vino, Rose levantó el brazo.
Tenía los pensamientos al otro lado de la puerta.
—Agarra la copa ahuecando la mano. —Jack la instruyó, por encima de la pulsación de los chismes que palpitaba como un latido de corazón a través de las finas paredes—. Igual que agarraste mi pene.
Rose levantó la mirada, una conciencia sorprendida le brilló en los ojos.
—¿Perdón?
—Calienta el brandy entre los dedos. —Jack se aferró a la copa en lugar de a la carne que deseaba tocar—. Caliéntalo hasta que tenga la misma temperatura que tu cuerpo.
La palma de Rose se curvó alrededor de la copa, sus dedos eran más pequeños que los de él y más vulnerables.
—Haces que tomar brandy se convierta en un acto muy sensual.
Él vio en las sombras del rostro de ella los años de abandono que había experimentado, casada con un hombre que había escogido abandonarse al alcohol en lugar de a la comodidad de los brazos de su esposa.
—Puede serlo —dijo él, distrayendo deliberadamente a Rose del dolor de su pasado—. Levanta la copa... así... e inspira lentamente.
Jack sostuvo el borde de la copa a la altura de su barbilla.
Rose imitaba sus movimientos.
—La primera aspiración se llama montant. —El alcohol fuerte le quemó la nariz—. Ahora, mueve suavemente la copa, haciendo remolinos.
Con mucho cuidado, Rose movió en remolinos su copa y el líquido ámbar se derramó.
Jack sintió de nuevo la suave caricia de la punta de su dedo alrededor de su oreja, mientras él le lamía los senos.
Los latidos del corazón de Rose le habían tatuado la lengua.
—El buen brandy —dijo Jack, con el pene anhelando a Rose y sufriendo por Rose—, tiene una fragancia particular, igual que las mujeres. Al moverlo libera el verdadero carácter del licor. Aspíralo, así.
Se llevó la copa a los labios. Por encima de la copa, la miró.
—Un buen brandy —continuó Jack—, tendrá un aroma de flores o de frutas.
—No me huele a nada más que a alcohol —dijo Rose, una, mujer razonable y llena de emoción.
Jack movió la copa y tragó. Rose imitó todos sus movimientos.
—¿Sabes? Éste no es un buen brandy —dijo él, calmadamente, bajando la copa y observando a Rose tragar.
Al tragar, Rose hizo un gesto que resultó bastante cómico, y en sus labios se dibujó una sonrisa. Luego, cuando se hubo recuperado del fuego que había atravesado su garganta, se serenó y se limpió los labios con los dedos.
Jack sabía que su sonrisa no iba a durar.
—No puedo cambiar lo que te hice, Rose.
Rose levantó la mirada. Las plumas bailaron y la sonrisa se desvaneció.
—¿Qué quieres decir?
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