Capítulo 13
La puerta se cerró, casi sin hacer ruido. Un hombre entró en su despacho.
Ya no estaba solo.
Miró fijamente hacia abajo, hacia el informe oficial que estaba leyendo, en lugar de mirar al hombre que había invadido su intimidad
—Lleve a Walden a la sala de conferencias, señor Dorsey.
—El señor Walden no está aquí —dijo el empleado con voz calmada y silenciosa—. Su secretaria envió un telegrama diciendo que llegaría un poco más tarde. El señor Stromwell lo está esperando fuera.
Las letras negras se hicieron borrosas.
Jack no veía una petición parlamentaria, sino Ezequiel 16:17: «Así mismo, tomaste las bellas joyas de oro y de plata que yo te había dado y te fabricaste imágenes de hombres con las que te prostituiste».
Sin una sola expresión en la cara, miró hacia arriba.
—¿Qué quiere?
—No lo sé, señor. No lo ha dicho. —La luz del sol penetró en la tapicería azul marino y aclaró el cabello de Nathan Dorsey, de veintisiete años, haciéndolo parecer de bronce. Detrás de él, la puerta cerrada discretamente brilló; el roble era del color de la miel con tonalidades doradas—. ¿Quiere que le diga que está usted ocupado?
Jack pensó en Rose Clarring, solitaria, en una casa de la ciudad y sin sirvientes. Pensó en Blair Stromwell, que había llamado prostituta a Rose Clarring.
—No —dijo Jack. El latido adormecido en su entrepierna estaba buscando una salida—. Dígale que pase.
—¿Le traigo brandy, señor?
¿Jonathon Clarring había estado bebiendo hasta quedar inconsciente mientras su esposa se masturbaba con la imagen de Jack?
—Sí-dijo, cerrando con un golpe seco el grueso volumen de las mociones al Parlamento—. Al buen ministro de Justicia le encanta el brandy.
—Muy bien. Un mensajero acaba de recoger los informes del Club de Hombres y Mujeres, y yo acabo de clasificar el correo. —El empleado cruzó la alfombra y le ofreció un montoncito de cartas cuidadosamente clasificadas—. La primera es del señor Seaton.
El abogado que representaba al hijo de Frances Hart.
Jack ignoró los papeles.
—Me imagino que no me remitirá más clientes.
—No. —Ningún juicio salía de los ojos del empleado—. Le va a pedir que presente un caso ante el Tribunal Supremo.
Un juicio sin el beneficio de un jurado.
El juez que llevaba el caso de Hart era conservador: si no hubiera habido jurado, Jack habría ganado.
—¿Qué tipo de caso? —preguntó Jack sin mucha curiosidad.
—El señor Justin Greffen desea demandar a su esposa por la restitución de sus derechos conyugales.
El esposo de la mujer a la que Jack y otros doscientos diecinueve miembros del Parlamento le habían negado el divorcio.
Jack estudió por un momento al hombre de veintisiete años que estaba frente a él.
Había contratado a Nathan Dorsey tres años antes.
El joven nunca había conocido a Cynthia Whitcox. No daba la impresión de saber nada de la vida de su jefe. Al parecer, ni siquiera sabía que James Whitcox, el abogado que había vencido a Jack, había sido el marido de la mujer que fuera su amante. Sin embargo, el día de la muerte de Cynthia, antes de que Jack supiera que su amante había muerto, el joven Nathan canceló todas las citas de Jack para lo que quedaba de la semana.
Nathan Dorsey trabajaba de la misma manera en la que vivía: con dignidad y reserva. Y Jack sabía que podía confiar en él.
Los papeles que el empleado tenía entre las manos permanecían inmóviles.
—Si usted fuera mi cliente, señor Dorsey —observó Jack, con la mirada fija en los ojos expectantes del empleado—, yo sostendría que la estabilidad de su mano es prueba de que es usted un hombre honorable.
Ni una chispa de orgullo por haber sido llamado un hombre honorable brilló en los ojos del empleado.
—Si fuera el demandante —continuó Jack—, sostendría que la estabilidad de su mano es prueba de que usted es un mentiroso empedernido.
Ni un atisbo de ofensa oscureció la mirada verde del empleado.
—¿Cómo declararía un caso, señor Dorsey, en el que su cliente es un mentiroso, un borracho y un derrochador que golpea a la esposa?
Justin Greffen.
—No lo sé, señor. —El empleado fue rotundamente honesto, con la mirada tan inmóvil como su mano—. Por eso no soy abogado.
Sin embargo, Nathan Dorsey conocía las leyes mejor que la mayoría de los abogados: por eso lo había contratado Jack.
—¿Cómo declararía un caso —continuó Jack, presionando— en el que la única culpa del demandante es no poder engendrar hijos?
Jonathon Clarring.
La comprensión dilató las pupilas del empleado.
Él había preparado los archivos de Rose Clarring. Él la había visto en el estrado.
La veía ahora en la mirada de Jack.
Su soledad. Su vulnerabilidad.
Las pupilas del empleado se encogieron hasta quedar convertidas en dos pequeñísimos puntos negros.
—Una mujer —sugirió calmado Nathan Dorsey— puede anular su matrimonio si el esposo ha sido impotente durante más de tres años.
A los ojos de la ley, la esterilidad y la impotencia se tomaban como una sola cosa.
—Ella no quiere que se cuestione la sexualidad de su esposo —dijo Jack, secamente.
—¿El esposo cumple con sus labores conyugales? —preguntó el empleado
Jack se sentía incómodo hablado con otro hombre, aunque fuera el honrado Nathan, de la vida sexual de Rose.
—No.
—El abandono también es argumento para la separación.
—El abandono se define por la cohabitación, señor Dorsey —dijo Jack, tajantemente—, no por el coito matrimonial.
—Tal vez a un juez se le pueda convencer de lo contrario, señor —sugirió el empleado, calmada y silenciosamente—. Si un hombre le niega a su esposa la posibilidad de tener hijos...
Jack indagó en los ojos verdes del empleado durante largos segundos.
Él no tenía la habilidad de persuadir a un juez, decía la mirada de Nathan Dorsey, todavía guiado por el idealismo de la ley en lugar de la realidad. Pero Jack, que desde hacía tiempo había cambiado el idealismo por el pragmatismo, sí podría hacerlo.
—Ella ya no vive en su casa —dijo Jack, con tono neutro.
La ley requería que la mujer que solicitaba el divorcio viviera con su esposo.
—Tal vez, señor —dijo el empleado—, el esposo mantenga otro domicilio en el que ella pueda vivir temporalmente.
Pensar que Rose Clarring viviera en una propiedad de su marido le revolvió el estómago a Jack.
—Tal vez —dijo Jack mirando las cartas—. Traiga al ministro.
El empleado se movió preparándose para darse la vuelta, al igual que Rose Clarring había movido las caderas contra el sofá.
Una pregunta asaltó de pronto a Jack. ¿Retomaría el club sus reuniones ahora que el juicio había terminado?
Rose Clarring era una mujer apasionada.
¿Sería capaz de reunirse con esas personas para hablar de sexo utilizando analogías frías y clínicas, mientras el deseo recoma todo su cuerpo? ¿Sentiría Rose el mismo deseo que a él lo estaba devorando?
¿Ya habría vuelto con su esposo, que la «perdonaba» por querer algo más que unos hijos?
Un hombre corpulento con el cabello gris oscureció el umbral de la puerta de entrada al despacho.
El empleado cerró la puerta, dejando solos a un hombre que había sacrificado todo junto a un hombre que ofrecía todo.
—Lodoun, viejo amigo. —Un cuello blanco y almidonado empujaba hacia arriba un rollo de grasa; Blair Stromwell se dejó caer sobre la silla de cuero que había frente a Jack y arrojó dos diarios sobre el escritorio de roble repleto de papeles. Recostándose en respaldo de cuero, sacó un cigarro del abrigo de lana marrón oscuro—. ¿Quieres uno?
—No. —Jack ocultó su disgusto.
—Ah, la Biblia. El viejo asintió afablemente, señalando con la cabeza el libro encuadernado en cuero negro que sobresalía de debajo de una pila de cartas—. Lectura interesante, ese libro. Particularmente, me interesa Job: «El ojo del adúltero está aguardando la noche, diciendo: "No me verá nadie": Y esconde su rostro».
El sol de primavera que calentaba el cabello de Jack de repente se torno frío como el invierno.
Unos párpados inflados ocultaban la mirada de Stromwell. Tenía las pestañas cortas y rectas.
Una cerilla brilló.
—En los últimos cinco años has perdido como cinco casos contra James Whitcox, ¿no? —El humo gris salía como una nube por la pequeña boca del viejo miembro del Parlamento y se curvaba hacia arriba y alrededor de una nariz protuberante y venosa. Sin previo aviso, las pestañas rectas se abrieron y unos iris de un marrón pálido a causa de la luz perforaron a Jack.
Blair Stromwell sabía la cantidad exacta de los casos que Jack había perdido contra Whitcox.
Jack también lo sabía.
—Sí.
—Ésos han sido los únicos casos que has perdido —dijo el viejo, punzante. Una bocanada de humo ácido invadió el rostro de Jack—. En todo este tiempo.
No se esperaba una respuesta. Así que Jack no respondió.
El viejo miembro del Parlamento apagó la cerilla de un soplo.
—Un récord excelente, pese a todo. —La agudeza cortante que brillaba en los ojos del viejo adquirió el tono de una amabilidad complaciente. Mientras el cuero crujía bajo su cuerpo, el ministro se inclinó hacia delante y dejó caer la cerilla quemada dentro de un cenicero color rubí—. Como para sentirse orgulloso.
El torpe dolor que pulsaba en la ingle de Jack viajó hacia arriba y se le instaló en la sien izquierda.
—¿Está aquí para consolarme por mis derrotas, señor ministro, o para felicitarme por mis victorias? —preguntó secamente.
—Usted no es como Whitcox, viejo amigo. —Un anillo de humo gris hizo un círculo alrededor de la cabeza calva del ministro, y se disipó como la frágil confianza de una mujer—. Él es un abogado. Usted es un político. A los que son como Whitcox no les importan los valores de este país. Yo recuerdo que el padre de él...
Un hombre que también había sustentado la misma posición que su hijo, fiscal general del Estado.
—¿En qué puedo ayudarlo —interrumpió Jack, fríamente— que no podía esperar hasta esa tarde?
Cuando se reunía la Cámara de los Comunes, quiso decir Jack.
La cordialidad en los ojos del viejo miembro del Parlamento se esfumó.
Un golpe suave rebotó de las comisas del roble y las paredes forradas con seda beige.
Stromwell no apartó la mirada de Jack. Jack no apartó la mirada de Stromwell.
La puerta se abrió, entró una brisa fría.
—Su brandy, señor Lodoun. —La voz del empleado cortó el pulsante silencio—. Señor ministro.
El líquido resplandecía. El cristal brillaba.
Cuando el empleado se movió para dejar sobre la mesa un decantador con bordes de oro, Jack le hizo señas.
La puerta se cerró rápidamente.
El ministro evaluó a Jack durante varios segundos.
—No regresó a la Cámara anoche después de la cena. Si lo hubiera hecho, habría estado presente cuando el primer ministro leyó una petición de esas hermanas gritonas y los hermanos cantores. Esta tarde habrá una tercera lectura. Como miembro del partido, es mi deber asegurarme de que los miembros del Partido Conservador atenderán a esa lectura y de que permaneceremos unidos. No apoyamos el sufragio femenino, ¿verdad?
Jack se aferró a la copa de brandy, redonda como los senos de Rose Clarring. A diferencia de la carne, el cristal era frío y quebradizo.
—¿Alguna vez le he sido desleal al partido?
—Hace dieciséis meses lord Salisbury se vio obligado a renunciar.
—Seis meses después regresó a la oficina —dijo Jack.
—Sólo porque el Partido Liberal se dividió.
—Lord Salisbury es el primer ministro porque Gladstone no escuchó a la opinión pública —corrigió Jack, agudamente.
—Lo que nos trae de vuelta a usted, Lodoun.
La tensión que bailaba sobre la piel de Jack se concentró en el viejo miembro del Parlamento.
El ministro hizo una pausa, tragando deliberadamente el líquido color ámbar, con los ojos marrones brillando sobre el borde del cristal.
Las campanas del primer cuarto de hora sonaron en la distancia: eran las dos y cuarto. Fuera, tras las puertas cerradas de la oficina de Jack, sonó un corto repique.
El ministro bajó la copa, los labios mojados de brandy le brillaban, como si estuvieran cubiertos del sexo de una mujer.
—A los miembros del Parlamento les permitimos tener ciertas libertades, siempre y cuando sean discretos. —Un movimiento dramático de su mano disipó el humo gris—. Las esposas de algunos hombres, estará usted de acuerdo, ruegan justamente por ser folladas.
El latido en la ingle y la sien izquierda de Jack se esparció hacia su pecho y sus testículos.
—Pero nosotros no ensuciamos nuestro propio jardín. —Los ojos castaños del ministro estudiaron a Jack por entre una nube de humo gris—. El núcleo de este país es patriarcal. El matrimonio y los hijos son nuestros derechos que nos han sido otorgados por Dios. Ricos. Pobres. Una mujer y un hijo son propiedades que un hombre puede adquirir. Es lo que une a los hombres. Esto es lo que une a este país: los hombres.
El cuero rechinó.
Dándole una chupada al cigarro, marrón como el consolador con el que Rose Clarring se había rellenado la vagina, y encerrándolo entre tos labios húmedos, el ministro se estiró y arrojó un diario a través del escritorio.
Instintivamente, Jack miró hacia abajo.
Vio su nombre.
—Cuando usted arrebata los asuntos familiares de las manos de los hombres a quienes pertenecen —esa frase cortó los rayos inclinados del sol—, pone en peligro toda nuestra forma de vida. ¿Qué será de nosotros si las mujeres llegan a tener los mismos derechos que los hombres? Pronto querrán servir en el Parlamento. Las mujeres no son iguales que nosotros. Los hombres razonamos, las mujeres sienten.
Una imagen de los ojos azul claro de Rose Clarring, despojados de inocencia, apuñaló a Jack.
Y supo con repentina claridad que ella había leído la Pall Mall Gazette.
Jack la había forzado a enfrentarse a su sueño de pasión. Luego, él lo había reducido a un acto solitario de satisfacción.
Mientras él la observaba. Y no le decía nada. Su carne derramaba las lágrimas que ella no había derramado.
Ahora ella habría leído ese artículo, ajena a las maquinaciones del Parlamento.
—Eso no significa que no merezcan justicia. —Esa frase apartó a Jack de sus pensamientos—. Simplemente quiere decir que las mujeres no pueden actuar en nombre de la razón. Y eso es la ley: razón. Nadie necesita entender más esto que un lord de apelaciones —concluyó Jack.
—Muy bien. Sus declaraciones a la Pall Mall Gazette nos han parecido bien. Y eso es lo que queremos ver de usted en el futuro. —El cuero rechinó. El Standard, el diario conservador por excelencia, aterrizó encima de la Pall Mall Gazette—. No esto.
El reportero de la Pall Mall Gazette había preguntado en privado las motivaciones de Jack para renunciar a ser fiscal general del Estado. El reportero del Standard había especulado públicamente que había una rivalidad personal entre Jack Lodoun y James Whitcox.
Jack había hecho algunos aliados en el Parlamento, pero también había hecho algunos enemigos.
Si un reportero decidía excavar, desenterraría polvo.
—¿Entiende, Lodoun?
Jack miró fijamente los dos diarios.
Una advertencia clara y cortante se desprendía de los ojos de color marrón traslúcido.
El partido conservador no permitiría más indiscreciones decían claramente esos ojos.
No más amoríos. No más controversias.
No más pérdidas.
—Perfectamente —dijo Jack. La pulsación de la sien se disipó, Jack entendía perfectamente lo que debía hacer.
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