Capítulo 9

Una tos muda irrumpió en la quietud; un recordatorio mordaz de que no estaban solos. Los hombres observaban. A ella. A él.

Rose Clarring alargó la mano para alcanzar un pequeño consolador de cuero que apenas era más grande que su dedo corazón.

—Quítese los guantes —le pidió Jack. La mano de ella se congeló—. Sienta lo que va a tener dentro de su cuerpo.

Ella comenzó a quitarse los guantes de cuero negro —el bolso bordado de azabache giró alrededor de su muñeca izquierda destellando fuego negro— y los guardó dentro del bolsillo de su abrigo.

Rose Clarring tenía unos dedos pequeños y delgados.

Con mucho cuidado, como si fuera un revólver cargado, levantó el puntiagudo consolador de cuero que medía unos diez centímetros de largo.

—Ése es para el ano de una mujer... o de un hombre —le advirtió Jack, con la esencia de las rosas quemándole el pecho.

Instantáneamente, ella levantó la mirada para encontrar la de Jack.

—¿Alguna vez ha...?

—¿Penetrado a una mujer con uno de ésos? —completó él en tono neutro, con la mirada de los otros hombres escaldándole la piel.

—No... ¿Alguna vez se lo han insertado a usted? —lo corrigió ella.

Un recuerdo lo asaltó.

—Sí —dijo de mala gana.

Una amante ingeniosa alguna vez le había mostrado muchas sensaciones eróticas.

Algunas de ellas las había compartido con la mujer que amaba. Otras no.

La mirada de Rose se oscureció. Por curiosidad, se dijo Jack; no por repugnancia.

Una pulsación saltó en la base de la columna de Rose y siguió por la ingle de Jack.

Liberando la mano del calor electrizante que la espalda de ella generaba, Jack alargó el brazo para alcanzar el vidrio suave.

Era mucho más largo y ancho que el falo que ella sostenía.

—Intente con éste —instruyó él, quitándole de los dedos sumisos el pequeño consolador de cuero.

Rose acunó el falo de vidrio en su mano izquierda. Era más largo que su palma.

Jack se le acercó aún más, con objeto de cerrar la brecha que había entre su cuerpo y el de Rose para que los otros hombres no pudieran ser testigos de la exploración erótica.

Ella acarició el vidrio transparente.

Fue como si acariciase el pene de Jack.

—El señor Whitcox se refería a éstos como los chupetes de las viudas —dijo ella en voz baja.

Se irritó al oír el nombre del esposo de su amante. Pero se tragó su irritación.

Él no quería saber nada de James Whitcox. Pero sí quería saberlo todo sobre Rose Clarring.

Sin mirarlo, Rose dijo:

—Usted acusó a la señora Hart y al señor Whitcox de aprender sobre la pasión leyendo sobre perversiones sexuales en los libros académicos.

El juicio seguía interponiéndose entre ellos.

—Pero, de hecho, señor Lodoun, estudiábamos las tales «perversiones sexuales» antes de que la señora Hart se uniera al club. Eran unas lecturas muy educativas. ¿Sabía usted que, en la Grecia antigua, la ciudad de Mileto era conocida por fabricar olisbos... consoladores? —Una corta y arreglada uña acechó el glande de Jack—. De todas maneras, era una industria lucrativa.

Jack lo sabía, pero porque lo había leído en los informes sobre el Club de Hombres y Mujeres.

—Muchos tratados antiguos hacen referencia a falos artificiales. —Rose acarició la roma punta del vidrio como si estuviera buscando la pequeña uretra que chorreaba la esperma dentro de una mujer—. Incluso la Biblia. Pero nunca los llamamos consoladores. Nunca llamamos pene al membrum virile. Nunca aplicamos lo que aprendemos a nuestras vidas, o incluso a nuestros tiempos. Luego, un domingo, el señor Whitcox trajo unas postales francesas.

El día que Frances Hart se había unido oficialmente al club.

La secretaria había tomado nota de la reunión del dieciséis de abril, pero no había descrito en las actas lo que la, imagen representaba.

—Era evidente que él las había traído para la señora Hart —dijo Rose Clarring, acechando el suave frenillo del pene con la punta del dedo—, para mostrarle la variedad de actos sexuales que lo excitaban.

Jack recordó la postal que él había examinado en la Librería Aquiles.

El hecho de pensar que compartía los mismos deseos sexuales que James Whitcox, que incluso habían compartido la misma mujer, hizo que Jack hirviera de rabia e indignación.

—En una de las postales una mujer estaba sosteniendo un consolador —dijo ella, mientras toqueteaba el consolador de vidrio, dejando el frenillo contra su palma—. Fue la primera vez que yo vi una de esas imágenes. Tenía las piernas abiertas. No había duda de lo que ella iba a hacer con él.

Rose dobló la palma de la mano, de manera que sus dedos delgados encerraron la circunferencia del falo de vidrio.

—Pensé en lo extraño que era —continuó ella con un tono suave y distante. Las puntas de los dedos tocaban... del pulgar al índice... del pulgar al dedo del medio— que un hombre encontrara placer observando a una mujer autocomplacerse.

Una mano invisible apretó el pene de Jack.

—¿Alguna vez ha visto a una mujer mas turbándose, señor Lodoun?

Rose Clarring se dirigió al consolador.

—Sí.

La respuesta le salió sin darse cuenta.

—¿Disfrutó del espectáculo?

Las imágenes lo asaltaron.

El cuerpo de una mujer. Pero él no podía recordar sus rasgos. El color de su cabello. El olor de su piel.

—Sí-dijo él.

—Éste es más pequeño que el de usted —observó ella, liberando el falo artificial.

Jack no respondió: ambos conocían el tamaño de su sexo.

Él esperó a lo que ella diría o haría ahora. Hervía de indignación al observar la lujuria de los hombres que los miraban con descaro.

Rose Clarring dejó a un lado el consolador de vidrio. Los dedos delgados sostenían en el aire un consolador de cuero de quince centímetros de largo... lo levantaban y lo pesaban.

De repente, el sexo de Jack se sentía lleno y pesado.

—La señorita Palmer compró uno como éste en la Librería Aquiles —dijo ella—. Para poder experimentar el consuelo de un hombre.

Jack visualizaba a la mujer de treinta y dos años cuyo rostro se había sonrojado, hasta quedar morado, cuando había sido interrogada, pero que había respondido impávidamente a cada una de sus preguntas.

El día anterior al juicio había confesado a la directora de la elegante academia de niñas en la que enseñaba que era miembro del Club de Hombres y Mujeres. Por supuesto, la despidieron. Y ella había testificado para salvar la reputación de la academia.

La revista Times había hecho público el nombre de la academia, arruinando tanto a la escuela como a la profesora.

Rose soltó el consolador de quince centímetros de largo y pasó sus pálidos dedos sobre un falo de vidrio que era aún más grande que la muñeca de Jack. Luego, su mano se posó sobre otro consolador de cuero.

Jack sentía que estaba cada vez más excitado.

—Éste es más grueso que el que escogió la señorita Palmer —anotó ella sin ninguna emoción en la voz—. ¿La mujer tuvo un orgasmo?

Jack sabía que se refería a la mujer sin rostro que se había introducido un falo artificial en el cuerpo mientras él la observaba.

—Sí —admitió él, respirando en medio del olor a lujuria masculina y rosas de primavera.

—El instrumento que ella usó... ¿era tan largo como éste?

—No lo recuerdo —dijo Jack.

Con cierta satisfacción, Rose notó que él se ruborizaba.

—En la Biblia, Ezequiel les dice consoladores a las imágenes de los hombres.

Rose dejó descansar el cuero marrón en su mano izquierda, puso un dedo en la base del falo y estiró la mano derecha.

El falo sobresalía varios centímetros más allá de su dedo meñique.

Jack sintió que la marca de esos dedos abiertos se extendía desde la base de su pene hasta la punta de su glande.

Rose Clarring atrapó la mirada de Jack.

—Me llevo éste.

Era el que él había pensado que escogería.

—¿Éste es el que quiere tener dentro de su cuerpo? —preguntó Jack, tenso.

No había duda en los ojos de ella, pero tampoco había deseo.

—Sí.

Jack sintió dos latidos.

Uno en el pecho. Otro en el pene.

—¿Está húmeda entre los muslos? —probó él.

—Sí —dijo ella.

—¿Está asustada?

—Sí.

Jack conocía el miedo. Y no era miedo lo que lo miraba fijamente.

Tomó el falo de cuero.

—Espéreme en la entrada.

Ella se quedó inmóvil.

—Pagaré mi compra, señor Lodoun.

—Hará que al vendedor le dé un ataque al corazón, señora Clarring.

Una sonrisa deslumbrante alejó momentáneamente la oscuridad de los ojos de Rose.

Jack se imaginó a Rose doce años antes, casándose con un hombre que la hacía sonreír de felicidad.

Inmediatamente, la sonrisa en los ojos de ella desapareció.

Inclinando la cabeza hacia abajo —el negro y el blanco le oscurecían la visión— Rose buscó dentro de su bolso y luego sacó tres florines.

Una sensación extraña se formó en la boca de su estómago.

Jack nunca había aceptado dinero de una mujer. Pero nunca había conocido a ninguna mujer como Rose Clarring.

Aceptó los tres florines. La plata de las monedas estaba tibia después de haber pasado por los dedos de Rose.

—Si es más caro dígamelo y le abonaré lo que falte —dijo ella, firmemente, subiendo la cabeza para encontrar la mirada de Jack.

—Sí —mintió Jack.

Todos los hombres del cuarto de atrás observaron cómo se iba: el movimiento ondeante de las plumas blancas que coronaban su sombrero. La postura orgullosa de su espalda, cubierta por lana negra. Su forma suave de mecer las caderas; curvas naturales realzadas por el movimiento.

La sensación ondeante en el estómago de Jack se convirtió en un nudo.

Durante dos años se había encontrado con una mujer en privado, detrás de puertas cerradas. Sin embargo, esta mujer conversaba públicamente con él en una tienda de pornografía.

—¿Eso es todo, señor? —preguntó el vendedor, más relajado al no tener que enfrentarse a una mujer.

—Una botella de Lubricante Rose —añadió Jack, siguiendo atentamente la desaparición de dos nalgas forradas de negro y una puerta que se cerraba detrás de ellas.

—Eh, viejo —eso le destrozó los nervios a Jack—. ¿No era ésa la vaca del periódico? ¿La del club sexual que usted dejó al descubierto?

Jack miró al joven miembro del Parlamento, unos pocos centímetros más alto que él. Tenía el rostro completamente sonrojado de lujuria.

Él también había mirado la puerta por la que Rose Clarring había salido.

—No tengo la menor idea de quién está hablando —dijo Jack, fríamente.

La confusión nubló los ojos del miembro del Parlamento. Miró a Jack y después a Rose Clarring.

—Esa mujer...

—Esa mujer no estaba aquí. —Jack sostuvo la mirada del joven—. Esta habitación, señor, no existe. Si existiera, algunos hechos saldrían a la luz.

El color rojo se desvaneció del rostro del viejo joven del Parlamento.

Recordó a la esposa que le había dado dos hijos. Recordó a las niñas jóvenes que satisfacían su lujuria.

Se tomó muy en serio la advertencia de Jack.

Por el momento, pensó Jack, pesimista.

Jack tomó el paquete envuelto en papel marrón que el vendedor le ofrecía y desapareció por la misma puerta por la que Rose había salido.

Un sonido metálico y discordante le atravesó la piel.

Alguien entró a la librería. O alguien salió de ella.

Lentamente, la luz cegadora se desvaneció para formar dos globos de gas.

Hombres respetables con sombreros de copa y mujeres con capas negras conservadoras y sombreros con plumas paseaban complacidos por entre los pequeños pasillos entre las mesas repletas de libros.

No había evidencia de la oscura sexualidad que descansaba detrás de las puertas cerradas.

Rose Clarring estaba de pie frente a la respetable fachada, dándole la espalda, con la cabeza inclinada hacia abajo. Mechones de cabello dorado tan fino como el de un bebé, le colgaban hasta la nuca.

Jack se le acercó para ver qué era lo que había capturado su atención.

Ella doblaba para delante y para atrás media página de La Bella y la Bestia, un libro infantil de la editorial Home Pantomime, que le daba a Bella su Bestia y luego se la volvía a quitar. Dar. Tomar. Dar. Tomar...

Sus dedos se detuvieron abruptamente. Se dio la vuelta y, extendiendo la mano desnuda, le sonrió a Jack. No había sonrisa dentro de sus ojos.

—Gracias —le dijo.

Pero Jack no renunció al paquete.

—Le haré señas a un coche para usted.

La oscuridad dentro de los ojos de ella parpadeó. Dejando caer la mano, Rose dijo, de nuevo:

—Gracias.

La mano de Jack se curvó en torno a su codo; los dedos tomando la forma de la lana suave y de la piel aún más suave.

Una campana sonó, una puerta se abrió frente a ellos... una puerta se cerró detrás de ellos.

La noche le apretó el pecho a Jack.

Las campanadas del tercer cuarto de hora maltrataron la luz de la calle: eran las ocho y cuarenta y cinco.

La noche había caído.

Bajó la mirada para observar a la mujer que tenía al lado.

Las plumas blancas meciéndose y el ala negra del sombrero le bloqueaban la visión.

Necesitaba ver a Rose Clarring, pero ella no levantó la mirada.

La tensión murmuró por entre sus huesos frágiles que se quebrarían fácilmente.

Por él. Por el Parlamento.

De mala gana, se concentró en la calle y en el zigzagueo de las luces de los coches mientras se mecían.

Jack levantó la mano. Un cabriolé pasó de largo.

El tercer cabriolé se detuvo, las riendas aseguradas con metal emitían un sonido agudo.

Rose subió el escalón de hierro y luego se dio la vuelta para recibir su compra. La plataforma de madera crujía, el caballo enjaezado estornudaba.

La luz de los faroles alumbró un pendiente y reveló un trocito del azul de sus ojos.

Jack pensó en lord Falkland, uno de los hombres cuya estatua se exhibía en el salón de St. Stephen. Había muerto a los treinta y tres años. Un hombre amargado y derrotado; sin embargo, el Parlamento le rendía todos los honores.

Cuando no es necesario tomar una decisión, es necesario no tomar una decisión: el antiguo hombre de Estado era citado a menudo.

Había llegado el momento de que Jack tomara una decisión.

Debía dejar ir a Rose Clarring. O debía seguir el camino que la necesidad les mostrara.

Con el consolador quemándole la mano a través de la bolsa de papel marrón, Jack se subió al coche.