Desde que terminó sus
pinturas murales…
Desde que terminó sus pinturas murales habituales, los bellos trampantojos que iluminan la austeridad de las paredes de la torre con un mundo de magnificencia y fantasía, Nyneve está sumida en un mutismo y una pasividad tan poco comunes en ella que me siento bastante preocupada. Es verdad que, para no llamar la atención, procuramos salir poco de la fortaleza y de las tierras que la circundan. De cuando en cuando nos acercamos a la posada para recabar las últimas nuevas, pero, aparte de eso, apenas pisamos el pueblo más cercano, que dista algunas leguas de nosotros. De manera que, por primera vez en muchos años, Nyneve no ejerce sus funciones médicas de sabia sanadora, salvo para nuestra pequeña comunidad. Aun así, hay infinidad de cosas que hacer: recoger leña para el próximo invierno, fabricar velas, cuidar de los pocos animales del establo, trabajar en la huerta. Ella colabora en todo, pero con aire ausente; y, en cuanto puede, se sienta en una banqueta frente a sus pinturas y se pasa las horas mustia y quieta, con la mirada perdida en el hermoso castillo de Avalon, que ahora está en primer término y en mitad del paisaje, con sus airosas torretas redondas, sus estandartes de brillantes colores flameando al viento, dibujado tan grande y con tanto detalle que incluso se ven las ventanas labradas y las damas que se asoman a esas ventanas, lindos personajes de recamados trajes y rostros diminutos.
Desearía poder sacar a mi amiga de su ensimismamiento y de su acidia, pero no sé cómo hacerlo. Yo también siento, en ocasiones, la tentación de la tristura, sobre todo cuando me pongo a pensar en León. Me desespera no saber qué ha sido de él, y me tortura imaginar que los cruzados le hayan atrapado. Que le hayan quemado vivo con los otros Perfectos. Incluso es posible que le cogieran cuando intentó escapar y que le arrojaran a la pira colosal de Montségur. Quizá le estaba viendo arder, le estaba viendo morir, sin yo saberlo, cuando contemplaba aquella hoguera atroz. Me mareo, me asfixio, la boca se me llena de la espesa saliva de la náusea. No, no puede ser. Tengo que sacarme esta pesadilla de la cabeza. Sé que León está vivo. No sé por qué lo sé, pero es así. Tengo que aferrarme a esa esperanza.
La torre perteneciente al feudo de Wilmelinda es una pequeña pero sólida fortificación almenada situada al pie de un monte. Cuando llegamos, un feudatario con su mujer e hijos guardaba la torre para la familia. Reconocieron a Wilmelinda y nos agasajaron y acogieron. Pero una mañana, pocos días después, nos levantamos y descubrimos que estábamos solos: el caballero y los suyos se habían marchado, sin duda temerosos de ser atrapados junto a las Buenas Mujeres.
—Corremos el peligro de que nos delaten —me preocupé.
—No creo —dijo Wilmelinda—. El caballero está atado a mi familia por el juramento de lealtad. Y, además, le conozco, es un buen hombre.
Como desde entonces han transcurrido varias semanas y no ha pasado nada, supongo que Wilmelinda está en lo cierto. Loado sea Dios.
Y loado sea también por esta tarde tan tibia y tan hermosa. Estamos a principios de verano y aquí, en la montaña, el aire es luminoso y huele a miel. Qué plácido, qué sereno parece el mundo aquí y ahora. Con las sayas arremangadas y sujetas al cinto, trabajo en nuestro huerto. Heme aquí, tantos años después, doblando de nuevo el espinazo sobre la tierra, arrancando malas hierbas, plantando cebollas y rizadas matas de guisantes, sintiendo cómo el sudor resbala por mis sienes y cae sobre los bancales. Mis conocimientos campesinos nos han venido muy bien y, para mi sorpresa, siento un extraño placer, una calma balsámica, al destripar terrones con mis manos y fatigar mi cuerpo en estas labores que antaño detestaba.
—¿Sigues escribiendo tu libro de palabras?
La pregunta de Nyneve me sorprende. Me enderezo y la miro. Mi amiga, que también está trabajando en el huerto, descansa apoyada en la azada.
—Sí. ¿Por qué?
—Porque quería regalarte una palabra. La mejor de todas.
—¿Ah, sí? ¿Cuál es?
—Compasión. Que, como sabes, es la capacidad de meterse en el pellejo del prójimo y de sentir con el otro lo que él siente.
—Sí, me gusta. Pero ¿por qué dices que es la mejor?
—Porque es la única de las grandes palabras por la que no se hiere, no se tortura, no se apresa y no se mata… Antes al contrario, evita todo esto. Hay otras palabras muy bellas: amor, libertad, honor, justicia… Pero todas ellas, absolutamente todas, pueden ser manipuladas, pueden ser utilizadas como arma arrojadiza y causar víctimas. Por amor a su Dios encienden los cruzados las piras, y por aberrante amor matan los amantes celosos a sus amadas. Los nobles maltratan y abusan bárbaramente de sus siervos en nombre de su supuesto honor; la libertad de unos puede suponer prisión y muerte para otros y, en cuanto a la justicia, todos creen tenerla de su parte, incluso los tiranos más atroces. Sólo la compasión impide estos excesos; es una idea que no puede imponerse a sangre y fuego sobre los otros, porque te obliga a hacer justamente lo contrarío, te obliga a acercarte a los demás, a sentirlos y entenderlos. La compasión es el núcleo de lo mejor que somos… Acuérdate de esta palabra, mi Leola. Y, cuando te acuerdes, piensa también un poco en mí.
Hoy es el primer día de verdadero calor y el sol del mediodía calcina la tierra. Cantan las cigarras su monótono canto y un cielo blanquecino y sofocante pende abrumador sobre nuestras cabezas. Compasión: capacidad para sentir el sufrimiento del otro, el miedo del otro, la necesidad del otro. Entendimiento profundo del dolor de los demás que sólo se consigue tras haber entendido el dolor propio.
Por eso León es como es.
Chirría la pluma sobre el pergamino, como una cigarra más, en el silencio de la temprana tarde. A mi lado, el basilisco se rebulle agitado en el interior de su velada jaula. Siento pena de él. Siento, justamente, una gran compasión. Todos los días le doy de comer y de beber, pasando las viandas por debajo del paño. Y todos los días llevo varias veces la jaula al exterior y la tumbo con cuidado sobre la tierra, para que la criatura pueda hacer sus necesidades a través de los barrotes sin tener que destaparle. Pero León le sacaba de la jaula todos los días, y ahora vive en un constante encierro, en la soledad de su penumbra eterna.
Gruñe el basilisco, o más bien gime. Hoy se encuentra especialmente nervioso. Debe de ser este calor. Estiro la mano y toco la jaula. La criatura se aquieta. Pobre bicho. Meto un dedo por debajo del lienzo, entre los barrotes. Algo cálido y suave se frota contra mí. Y una lengua rasposa lame mi piel. ¿Qué puede pasar si le dejo libre? ¿De verdad va a fulminarme con la mirada? León decía que ya le había extraído gran parte de su malignidad… Y, además, yo no sé si creo de verdad en la capacidad mortífera de los basiliscos.
El pequeño cerrojo de la jaula se abre con un sonido rechinante y leve. Dios mío, ¿qué he hecho? Mis dedos han actuado antes que mi cabeza. Retiro la mano y me quedo contemplando el bulto tapado de la jaula. Estamos muy quietos, el basilisco y yo. Ni un movimiento, ni un ruido. De pronto, un roce, un chasquido, un susurro. El paño se hincha y se mueve, empujado por la puerta de la jaula al abrirse. Y enseguida aparece un nuevo bulto, una protuberancia redondeada. Que debe de ser la cabeza del monstruo. Pero ¿qué he hecho? ¿Y si, después de todo, fuera cierto que el aojo mata, y si el basilisco es verdaderamente un ser maligno y me fulmina? El bulto va moviéndose por debajo del paño hacia su borde… Va a salir. Va a aparecer. El monstruo sacará a la luz su horrible cabeza y me aniquilará con la mirada.
Es blanco y rojo y marrón y negro. Tiene unos colores extrañísimos pero, por lo demás, a mí me parece que es igual que un gato. Clava en mí sus penetrantes ojos amarillos y yo me estremezco, porque los reconozco. Son como los de aquel enorme jabalí que encontré en mi primera noche a la intemperie, unos ojos salvajes e indomables, una mirada sabia y montaraz que araña como las púas de los espinos y que trae un aroma a lluvia y a brezo. No temas, no voy a hacerte daño, me dicen estos ojos candentes: somos criaturas similares, seres anormales y perseguidos. Brinca de repente el basilisco o lo que sea, saliendo de su jaula y cruzando la estancia en un suspiro. En cuatro saltos se ha plantado sobre el poyete de la ventana abierta. Se detiene un instante, gira la cabeza y me mira de nuevo. León está vivo y me voy con él, pienso que me dice gracias por soltarme. Y desaparece en el vasto mundo, una mancha fugaz iluminada por la cegadora luz del sol, una brillante vibración de color rojo y marrón y blanco y negro.
El invierno se acerca con veloces pies helados y la Tierra entera se prepara para la llegada de los días oscuros. Las ardillas hacen acopio de provisiones, las marmotas se entierran a dormir, los árboles sueltan las hojas y se disfrazan de leña seca y muerta, a la espera del renacimiento de la primavera. Nosotros también tomamos nuestras medidas. Cosemos vestimentas abrigadas, cortamos leña, ahumamos carne, hacemos salazones y compotas. Ahora mismo me encuentro en la cocina, al amor de la lumbre, fabricando velas en compañía de tres cataras. Las religiosas rezan y yo pienso en silencio, mientras mis dedos calientan y derriten el sebo de carnero, cuelan la grasa para purificaría y sumergen una y otra vez la mecha, un tallo de carrizo o de junquillo, en el sebo licuado, añadiendo capa tras capa a medida que se va endureciendo. Pese al tufo y el pringue de la grasa y a las abundantes quemaduras que suele ocasionar esta labor, me gusta esta calma, el chisporroteo del fuego, trabajar con las manos mientras deja que mi cabeza vague de puntillas por los pensamientos. En los últimos meses han ido llegando a la torre, de manera desperdigada, seis Buenas Cristianas más, alguna de ellas de edad ya avanzada. Estamos felices de acogerlas con nosotros, pero si ellas han podido tener noticia de la existencia de nuestro refugio, entonces el enemigo también acabará por enterarse. Tenemos que salir de aquí, aunque ahora que somos más resulta difícil. Ahora bien, no voy a dejar abandonadas a su suerte a estas pobres mujeres. Ya lo he hecho demasiadas veces; ya me he marchado de muchas ciudades, en el transcurso de esta guerra, sin implicarme de verdad en el conflicto. Ahora han confiado a las Buenas Cristianas a mi cuidado, y las sacaré de aquí o moriré con ellas. Según nuestras informaciones, los caminos siguen estando en manos de los cruzados. Sin embargo, es necesario que nos vayamos. Pasaremos aquí el invierno, pero partiremos hacia Cremona en cuanto despunte la primavera.
—No sé si llegaremos… Las cosas están cada vez peor —dice Wilmelinda.
Tiene razón. La maquinaria de la represión va arrasando la Tierra. Después de doblegarnos en la guerra con la fuerza de la espada, llegó la Inquisición y su limpieza social; y ahora el siniestro mundo de los vencedores está siendo consolidado con leyes feroces. Y así, se han disuelto por decreto todas las asociaciones, ligas y coaliciones existentes, y se ha prohibido la creación de nuevas. Han empezado a perseguir a los judíos, y de ahora en adelante se les obligará a llevar un círculo amarillo cosido a sus ropas. Se están taponando todos los subterráneos, para acabar con los lugares clandestinos de reunión y también para extinguir los viejos cultos a la Tierra. Después de todo, la Vieja de la Fuente tenía razón. Pero lo más increíble y desfachatado es que las sediciones de los vasallos contra los señores serán consideradas, a partir de ahora, un sacrilegio… Al Poder Eclesiástico y el Poder Terrenal les ha ido tan bien luchando juntos en la cruzada contra la nobleza provenzal, que han decidido aliarse sin tapujos… De ahora en adelante, serán reos de excomunión no sólo aquellos que cometan delitos religiosos, sino también aquellos que atenten contra las tierras y las propiedades del rey y de la Iglesia.
Y no sólo eso: han quedado fuera de la Ley, por supuesto, las traducciones que los albigenses hicieron de los Libros Sagrados a las lenguas populares, y por añadidura han prohibido la circulación de los Evangelios enteros, incluso en latín: su contenido es juzgado tan peligroso que sólo los clérigos pueden abordarlo. Es el silencio, el gran silencio de la palabra humillada y encadenada, es el clamoroso silencio que siempre se produce cuando la única voz autorizada es la de quien detenta todo el poder. Están construyendo un mundo sofocante. A decir verdad, no me extraña que Nyneve ande alicaída. Aunque ayer se encerró en la alcoba que usa como laboratorio y se dedicó a sus raíces, sus hervores y sus experimentos, cosa que llevaba mucho tiempo sin hacer. Que yo sepa, ahí sigue metida: no sé si es que anoche no se acostó, o si se ha levantado con el alba, pero esta repentina actividad debe de ser un buen síntoma.
—Ah… Hola, Leola, ¿estás aquí?
—¡Nyneve! Justamente estaba pensando en ti ahora…
Mi amiga ha aparecido en el umbral de la cocina. Está muy pálida y unas profundas sombras azuladas rubrican sus ojos. Parece cansada, pero su expresión es, por otra parte, extrañamente serena.
—Yo también. Te estaba buscando. ¿Podrías venir conmigo un momento? Quisiera hablarte de algo.
Dejo el pequeño cazo donde derrito el sebo sobre el poyo de piedra del hogar, me limpio las grasientas manos con un paño y salgo detrás de Nyneve. Fuera de la cocina y de su alegre fuego, la torre está helada. Un viento afilado se cuela por el hueco circular de la escalera. Siento un escalofrío mientras sigo a Nyneve, que camina a buen paso delante de mí. Subimos unos cuantos escalones desgastados y llegamos a su laboratorio. Dentro, el aire es algo más tibio y huele a moho, y a algo picante pero no del todo desagradable que no acierto a identificar. Nyneve cierra la puerta detrás de nosotras.
—Tengo una cosa que decirte…
No sé por qué, su tranquilidad me inquieta.
—¿Qué sucede?
—No ha sucedido nada… todavía. ¿Te he hablado alguna vez del Elixir Ambarino? Probablemente no… Es uno de los saberes más ocultos. He pasado toda la tarde de ayer, y toda la noche, y toda la mañana, confeccionando el elixir según una fórmula antiquísima que no puede escribirse y que debe guardarse sólo en la memoria. Y he conseguido llenar todo este pomo.
Levanta una pieza de terciopelo oscuro que hay sobre la mesa y deja al descubierto una pequeña botella panzuda de vidrio opalino y translúcido. Desde dentro del lechoso recipiente lanza destellos un líquido anaranjado que parece fuego.
—Qué color y qué brillo tan extraordinarios… —me admiro—. ¿Y para qué sirve esta pócima?
Nyneve sonríe:
—Es la salvación. Es el camino que lleva a Avalon.
Y señala con la mano hacia el castillo dibujado en la pared, porque es aquí, en la estancia en la que ha instalado su laboratorio, donde Nyneve pintó los trampantojos.
—¿Qué quieres decir? No entiendo…
Mi amiga suspira.
—Sí, mi Leola, sí. Hay una manera de llegar a Avalon.
—Sigo sin comprender.
—Es fácil. Basta con beber un trago, un pequeño trago de este brebaje, y caerás sumida en un sueño… Un sueño tan profundo que semeja la muerte. Pero en realidad lo que queda de ti aquí es sólo un espejismo, una mera representación de ti misma, una cáscara vacía o aún menos que eso, un simple reflejo de lo que tú eres. Porque tu espíritu y tu verdadero ser atraviesan el éter hasta Avalon, hasta ese otro mundo latente y mágico donde la vida es justa y es hermosa.
Frunzo el ceño, intentando entender lo que me está diciendo. Y, al mismo tiempo, temerosa de entenderlo.
—Pero entonces… desapareces de este mundo, ¿no es así? Desapareces para siempre…
—Siempre es una palabra demasiado grande, mi querida Leola… Todo acaba volviendo, y tú, que naciste campesina, deberías saberlo. Deberías saber que la tierra endurecida y abrasada por el frío vuelve a romperse todas las primaveras por el empuje de las pequeñas hierbas.
Siento un espasmo de pena tan desordenado y tan agudo que casi roza el pánico:
—¿Por qué me cuentas todo esto…? ¿Por qué has fabricado la poción…? Piensas irte, ¿no es así?
Nyneve se frota la cara con expresión fatigada. Luego me mira:
—Sólo quiero librarme de la era invernal que se nos avecina. Quiero huir de las noches ventosas y las mentes sin luz. Estoy demasiado cansada y soy demasiado mayor; carezco del aliento suficiente para seguir luchando. Prefiero refugiarme en Avalon hasta que terminen estos años de plomo y las cosas mejoren… porque mejorarán, lo sé, de esto estoy segura. Ven aquí, mira por la tronera… Mira esas ramas secas y quebradizas, esos árboles que parecen muertos para siempre, estrangulados por el frío aliento del otoño. Y, sin embargo, dentro de unos meses la vida empezará a hinchar otra vez esas cortezas tiesas, y los enrojecidos botones de las hojas nuevas empujarán la madera hasta hacerla estallar. Así sucederá también entre los hombres, puedes estar segura; es inevitable, es la ley de la vida.
—No te vayas… Por favor, no te vayas…
—Vente conmigo… Hay bebedizo suficiente para todos nosotros. Para ti, para Guy, para las Perfectas.
No puedo hacerlo. No estoy preparada. No quiero marcharme sin León. Muevo la cabeza negativamente. La barbilla me tiembla.
—¿De verdad que no quieres? No insistiré… La decisión debe ser tuya. Pero no te preocupes, mi Leola…, en realidad no me voy muy lejos. El mundo de Avalon está aquí, muy cerca, incluso dentro de nosotros. ¿No has sentido alguna vez un escalofrío en una tórrida tarde de verano, como si alguien soplara suavemente sobre tu cuello sudoroso? Es el aliento de los otros, de los habitantes de Avalon. ¿Y no has tenido en algún momento la sensación de que algo se movía en el rabillo de tus ojos, como si hubiera una presencia que luego, al volver la cabeza, no has podido encontrar? Es el paso juguetón y fugaz de los otros, de los bienaventurados de Avalon. Escucha atentamente dentro de tu cabeza, escucha en el silencio de tus oídos, allí dentro, muy dentro: oirás un zumbido. Es el latir del otro mundo, es el murmullo paralelo de las conversaciones de Avalon, de todas las palabras libres que allí se pronuncian.
Las lágrimas caen por mis mejillas.
—No te vayas, Nyneve.
—No llores, Leola… La Cábala, que es un saber profundo y antiguo, dice que el mundo es una isla de infelicidad en un mar de gozo. Sólo estoy escapando de esta isla de infelicidad en la que ahora mismo estamos atrapados… Pero el gozo existe y es mucho más fuerte y más abundante. Regresaremos y seremos millones.
Le acaricio la mano. Está fría y un poco rígida. He visto muchos muertos en mi vida, y en verdad Nyneve parece estar muerta. Salvo, quizá, por el color de su piel, pálido pero luminoso. O por la expresión, tan limpia y tan serena. Tiene puesto su traje de gruesa lana azul. Eligió vestir ropas de mujer para marcharse. Se levantó muy temprano esta mañana, se despidió de Guy y de las Buenas Mujeres y luego ella y yo dimos una vuelta por los alrededores de la torre. Lo miraba todo: los ateridos gorriones en sus ramas, las hierbas quemadas por la escarcha, las nubes fugitivas en el cielo sombrío. Regresamos a su laboratorio y me abrazó:
—Te estaré esperando —dijo—. Ya sabes que aquí queda elixir suficiente para todos.
Destapó el pomo. Por la estancia se esparció un extraño olor a violetas y a fuego de encina. Se llevó la panzuda botella a la boca, dando un pequeño trago.
—Con un sorbo basta.
Volvió a cerrar el frasco y me lo dio. Echó su capa sobre el suelo, frente a la chimenea encendida, y se sentó sobre ella. Se abrazó las piernas y apoyó el mentón sobre las rodillas.
—Se está bien aquí —dijo, soñadoramente, contemplando el fuego—. Os echaré de menos. Gracias por estar a mi lado. Antes y ahora.
Enseguida pareció adormilarse. Se inclinó hacia atrás, tumbándose sobre el suelo cuan larga era:
—Es un viaje muy dulce… —murmuró. Fue lo último que dijo. Después se durmió, o se murió, o se fue. He permanecido junto a ella durante horas. Sin llorar. Escuchando el zumbido del interior de mis oídos. Ahora, a la caída de la tarde, para no llamar la atención, las Buenas Mujeres, Guy y yo hemos salido para arrojar el cuerpo, o la cáscara vacía de Nyneve, al río que pasa por detrás de la torre, al pie de la colina. Mi pequeño gigante ha acarreado con facilidad a mi amiga. O al espejismo de mi amiga. Un espejismo que pesa, sin embargo. Y que empieza a ponerse rígido. Ahora estamos en la ribera y Nyneve yace sobre el suelo, a mis pies. Cae la tarde con la abrupta rapidez de los primeros días del invierno y el aire está tan gris como el agua del río. Por aquí la corriente es rápida y profunda; unas cuantas rocas, junto a la orilla contraria, crean pequeños remolinos espumosos. La vida: un relámpago de luz en la eternidad de las tinieblas. Niños ciegos jugando a perseguirse alrededor de un pozo. Aprieto por última vez la mano yerta de Nyneve y luego envuelvo el cuerpo en la capa. Ayudada por las Buenas Cristianas, arrojo el bulto, la cáscara vacía, la apariencia de mi amiga, a la corriente tumultuosa. Al caer, salpica. El agua está helada. El cuerpo da unos cuantos tumbos, se hunde, vuelve a emerger, desaparece flotando cauce abajo. Rugen las aguas bravas, truena el río al estrellarse contra las rocas de la orilla opuesta. Hace tanto ruido que me impide escuchar el alegre bisbiseo de las palabras de Nyneve en Avalon.
Una hilacha de claridad entra por la tronera de la torre. El tiempo se me acaba: está amaneciendo. La pluma chirría sobre el pergamino y casi he terminado el pocillo de tinta. Me arrebujo en la manta de pelo de cabra: el fuego se ha apagado y hace frío, aunque el antiguo laboratorio de Nyneve, que es el lugar en el que me encuentro, esté orientado hacia el Sur y sea uno de los cuartos más abrigados de la fortaleza. Estiro la mano y rozo con la punta de los dedos el airoso caballito de hierro que me hizo León. Aparte de mis armas y de mi libro de todas las palabras, fue lo único que me llevé de Montségur. Las patas del animal se mueven y tintinean con un ruido ligero como de vidrios rotos. Mi amado León: estoy tan aliviada de saberte vivo. Hace una semana llegó hasta nuestra torre un faydit. Venía disfrazado de monje y, de primeras, nos dio un buen susto. Pero cuando aparecieron las Perfectas, el hombre las saludó con el melhorier cátaro. Le acogimos en nuestra fortaleza y pasó con nosotros un par de días; bajo los hábitos llevaba una espada resplandeciente, una armadura entera. Era un caballero vasallo del antiguo vizconde de Trencavel; venía buscando a su mujer y sus hijas, a quienes había perdido durante la guerra y la represión de la posguerra. Había oído hablar de nuestro refugio, y se acercó para ver si aquí encontraba a su familia. Para eso y para advertirnos:
—Vuestra existencia es demasiado notoria… Me topé con un contingente de cruzados como a tres o cuatro jornadas de aquí. Están limpiando la zona, y me temo que vendrán hasta este baluarte… Debéis iros cuanto antes.
Lo intentamos, Dios sabe bien que lo intentamos; pero una de las Buenas Mujeres estaba enferma y tuvimos que esperar a que se repusiera. Cuando quisimos partir, resonaban ya los atabales de guerra; casi nos dimos de bruces con los cruzados, que habían establecido un amplio cordón en torno a la torre, de modo que tuvimos que regresar a todo correr a la fortaleza. Y aquí estamos ahora, como ratones atrapados en la ratonera. En el final de todo.
Antes de marcharse, sin embargo, el faydit me hizo el mejor regalo de mi vida. En su empeño por encontrar a los suyos, el hombre había estado recabando información por todas partes y tenía más o menos localizadas diversas comunidades de vencidos, pequeños nidos clandestinos de faydits o de cátaros, como el nuestro.
—Sé que unos cuantos han buscado asilo en el Reino de Navarra… —explicó—. Tengo noticias de un grupo de occitanos y Perfectos que llegaron al valle de Baztán… Les conducía un tipo grande y fuerte que llevaba a una enana sentada sobre los hombros. Era una comitiva un tanto extraña: me han dicho que entre ellos también iba un hombrecillo feo como un demonio con todo el cuerpo dibujado con tinta. Pero eran bastante numerosos, y quizá mi familia esté con ellos… Si no las encuentro antes, iré hasta Navarra, hasta el Baztán. Allí han acogido bien a los cátaros, a quienes conocen con el nombre de agotes.
De manera que León se ha salvado. Él, y también Violante, y Filippo, y espero que Alina y los demás. Me sentí muy feliz al saber que está vivo y en lugar seguro, pero esa alegría fue enseguida devorada por el desasosiego, por la necesidad que mis manos tienen de tocarle y mis labios de besarle. Qué extraños somos los seres humanos: en cuanto logramos aquello que tanto ansiábamos, aquello por lo que hubiéramos dado nuestra vida entera, ese objetivo deja de sernos suficiente y pasamos a anhelar otra cosa más. Ahora yo moriría por poder volver a abrazar a León. Y sé que es imposible.
La débil luz del día se va colando por el estrecho tajo de la tronera como un reguero de agua sucia que va inundando el aposento poco a poco. La mayor parte de las velas se han consumido y apenas quedan tres o cuatro mechas aún encendidas haciendo bailar sus sombras en las paredes. Tengo miedo de la oscuridad, pero tengo más miedo de la luz. Porque con ella volverán los cruzados. Durante toda la noche, los cantos y los rezos de las Buenas Mujeres me han acompañado desde la estancia contigua. Les he ofrecido el Elixir Ambarino, pero han decidido no tomarlo. Quieren dar testimonio de su fe y prefieren el martirio. Ellas creen en su Dios; yo, que el rey me perdone, prefiero creer en la dulce Avalon. En una isla de gozo en un mar de tormentas.
No he dormido en toda la noche, pero estoy más despierta, más alerta que nunca. La premura del tiempo que se acaba llena de intensidad estos instantes, hasta el punto de que me siento mareada, como borracha, embriagada por la aguda conciencia de estar viva. Tengo cuarenta años; soy mayor que mi madre cuando murió, mayor que mi abuela, mayor que la mayoría de los hombres y mujeres de este mundo que ya han regresado al polvo del que salieron. ¿Por qué cuesta tanto morir, si no cuesta nacer? He visto cosas maravillosas. He hecho cosas maravillosas. Los días se han deshecho entre mis manos como copos de nieve. Qué poco dura el sueño de la vida. En la clarividencia de esta madrugada, me parece sentir el agitado y amontonado aliento de todos los que vinieron antes y a los que nadie recuerda. El estruendo de los antiguos imperios al derrumbarse no resulta hoy mayor que el crujido de este pergamino sobre el que estoy escribiendo.
Acabo de darle el elixir a Guy. Dado su tamaño sobrehumano, le he hecho tomar tres sorbos. Estaba durmiendo y le he despertado. Canoso y calvo, con el rostro abotargado y estragado por la edad, mostraba sin embargo, en la somnolencia del duermevela, una inocencia puramente infantil. Este viejo es un niño, era mi niño. Es lo más cercano a un hijo que he tenido, como yo debo de haber sido lo más cercano a una hija que ha tenido Nyneve. Le desperté y le llevé mi caballo de hierro.
—Te lo dejo un rato para que juegues, pero tienes que tomarte esta medicina.
Se tragó el elixir sin rechistar. Siempre fue muy bueno. Medio dormido aún, empezó a jugar con el caballo, que le encantaba. No preguntó por qué le levantaba tan de noche, por qué tenía que beberse la pócima, por qué me quedaba junto a él. Nunca preguntaba nada, mi manso grandullón. Al poco, se recostó en el lecho y cerró los ojos. El caballito cayó al suelo y resonó como una campana sobre la fría piedra. Un redoble de despedida.
Me parece que oigo algo. Un rumor opresivo de cascos y de pasos, un vaivén de voces, el pesado chirrido de las máquinas de guerra. Ya están aquí. Los vellos se me erizan y un anillo de plomo me cierra el estómago. Un tumulto de ideas se aprieta vertiginosa y desordenadamente en mi cabeza: no tendré tiempo para despedirme de Wilmelinda y las demás Perfectas, hoy no será necesario sacar agua del pozo, no veré florecer las lilas que planté con tanto cuidado en la linde del huerto, no conoceré jamás la historia completa del rey Transparente…, aunque tal vez me la cuenten en Avalon. Lamento sobre todo no haber sido capaz de terminar mi libro de todas las palabras. Pero aún puedo añadir una más. La última:
Felicidad.
No me puedo creer que vengamos a este mundo para ser desdichados.
Soy mujer y escribo. Soy plebeya y sé leer. Nací sierva y soy libre. ¿No es hermoso todo lo que la vida me ha dado? Me siento en paz dentro de mis ropas de mujer y de mi pellejo recosido por cicatrices. Esto es lo que soy, y no está mal. Miro a través de la estrecha abertura de la tronera y veo las ramas del árbol pelado que Nyneve me mostró antes de marcharse. Pero ahora su corteza reseca y rugosa como piel de lagarto se hincha y aprieta con el tenaz empuje de las hojas nuevas. ¡Dios mío! Un puño de hierro golpea en el portón. Ásperas palabras nos conminan a rendirnos. Rechinan los hombres metálicos a nuestros pies, preparando el ariete. Súbitamente, una algarabía ensordecedora: los pájaros cantando al sol que se eleva. Pronto se marcharán las aves, huirán de las proximidades de la torre en cuanto comience la violencia y retumbe la puerta bajo los golpes. Pero no importa, volverán. Esto es sólo el invierno de nuestra historia.
Cantan las Buenas Mujeres sus salmos consoladores y yo me dispongo a tomar el elixir. Vuelvo a olfatear, al destaparlo, su aroma a flor y fuego. Brilla como una joya y sabe a leche dulce. Tal vez sepa así la leche materna. Contemplo el fabuloso castillo de Avalon dibujado por mi amiga en la pared. Estés donde estés, palacio de la felicidad, hacia allá voy. Pero un momento… ¡Un momento! Me parece que hay algo diferente en la pintura, algo que antes no estaba… Me inclino sobre el trampantojo, arrimo el último cabo encendido de la última vela… Sí, ahí está, claramente visible, inconfundible, asomada a la ventana principal del castillo mágico, destacándose entre las demás bellas damas de la corte, sonriendo y agitando una mano, como si saludara o me llamara. Ahí está Nyneve, una Nyneve joven y delgada de cabellera llameante. Un grato sopor cierra mis ojos; me parece sentir sobre los párpados los ligeros besos con los que León me ayudaba a dormir en las noches inquietas. Me marcho a la Isla de las Manzanas, me voy con Nyneve, y con Morgana le Fay, la bella y sabia bruja. Con Arturo, el buen rey, que allí se repone eternamente de sus heridas; con la Hermosa Juventud, rescatada de la derrota y de la muerte. Pero no nos iremos muy lejos. Estaremos en las sombras que se deshacen cuando las miras de frente; en la inesperada brisa fría que, en verano, acaricia tu espalda sudorosa; en el poderoso zumbido de la vida que se escucha dentro del silencio de nuestras cabezas, en lo más profundo de lo que somos. Y regresaremos, y seremos millones.