En primer lugar irán
León y Violante

Hemos decidido que en primer lugar irán León y Violante, ya que conocen el camino, junto con Filippo, Alina y cinco Perfectos. Luego iré yo con Guy, los otros cinco jóvenes albigenses y Nyneve cerrando el cortejo. Nos atamos al arnés y vamos siendo bajados al pozo de uno en uno en el orden acordado. Como en el pasadizo no hay lugar para congregarse, tenemos que ir avanzando por el túnel a medida que entramos. Chirrían las poleas, tintinean las cadenas del arnés, chisporrotean los hachones avivados por las ráfagas de viento. Nadie dice nada. Cuando Nyneve haya entrado, los guerreros desmontarán el trinquete, desharán el arnés y borrarán todo vestigio de nuestra fuga. No habrá manera de volver hacia atrás, por consiguiente. No tendremos más remedio que salir por la abertura que hay al pie de la roca.

Ha llegado mi turno.

—Ya sabes, Guy, ahora me toca a mi, y luego vas tú y yo te espero abajo… Estará muy oscuro, pero no tengas miedo. Esto es como un juego… ¿Te portarás bien? —exhorto por última vez a mi gigante.

Guy, muy serio y responsable, sacude afirmativamente su cabezota.

—De acuerdo. Vamos allá.

De pie sobre el brocal, atada a las correas, doy un pequeño pero angustioso paso hacia la negra boca. Llevo un fanal con una bujía encendida y, a su bailoteante resplandor, voy viendo las paredes del pozo mientras me bajan: muros húmedos y viscosos, largas barbas verdosas, olor a sepulcro. Es un descenso estrecho y opresivo. Estancado entre estos muros curvos y macizos, el aire resulta casi irrespirable. Debajo de mis pies empiezo a atisbar ya el siniestro reflejo de las aguas profundas. Siento que me asfixio, que me atenaza el pánico: ¿y si no me detienen a tiempo, y si caigo en el agua, y si me ahogo en esta tumba líquida? Estoy a punto de empezar a gritar y patalear cuando advierto que el chirrido de la cadena se ha detenido. Giro sobre mí misma, colgando en el vacío, y veo abrirse a mi derecha la boca del túnel. Me doy impulso en la pared y pongo un pie sobre la laja de piedra horizontal. Ya estoy en suelo firme… La entrada es bastante amplia, aunque Guy tendrá sin duda que agacharse. Me suelto rápidamente del arnés y doy un par de tirones para avisar. El cátaro que iba delante de mí hace una señal con la mano y se interna en el pasadizo. Estaba esperándome para comprobar que todo va bien. Yo aguardo la bajada de Guy mientras intento calmar mi desbocado corazón. Al poco escucho un gruñir furioso, un patear de toro al ser estabulado. Me asomo al pozo:

—¡Guy! Ánimo… Ya falta poco… Estoy aquí.

Aparece ante mí atado como un fardo y con una acongojada cara de enfado. Me echo a reír: deben de ser los nervios los que me provocan esta hilaridad fuera de sitio, pero mi risa actúa como un bálsamo con Guy, que también sonríe y se tranquiliza.

—Te dije que era como un juego…

Le ayudo a desprenderse del arnés y a entrar en el corredor, que ocupa entero con su enorme cuerpo. Aguardamos unos momentos más, hasta que la siguiente Buena Cristiana es descendida, y entonces echo a caminar por el pasadizo, agarrada a la soga que hay prendida a la pared para no perderme. Detrás de mí, muy cerca, Guy resopla y refunfuña.

El camino baja y baja, en empinada cuesta, por una senda a veces de roca viva, a veces arenosa, que discurre entre grutas y cavernas naturales. El pasadizo es, en general, bastante amplio, mucho menos agobiante de lo que imaginaba, y en un par de ocasiones salimos a cuevas tan grandes que los sonidos reverberan y la luz de las velas limita con una negrura interminable; como en estos tramos las paredes se pierden, la soga va clavada al suelo. También tenemos que atravesar estrechos pasos, escollos que León ensanchó con esforzado acierto, porque Guy apenas consigue salvarlos tal y como están. Llevamos un buen rato bajando, pero ahora el suelo parece empezar a nivelarse. Según contó Violante, esto quiere decir que debemos de estar cerca de la salida.

—¡Ssshhh! No hables alto… Y apaga esa candela.

Es León, que ha aparecido de repente entre las sombras. Apago la llama, como él me dice. Van llegando detrás de nosotros los demás, y a todos se les pide que extingan sus velas. Mis ojos empiezan a acostumbrarse a la oscuridad, o más bien a la penumbra, porque advierto que aún queda una bujía encendida en un rincón. A su débil resplandor compruebo que nos encontramos agrupados en lo que parece ser una gruta natural de mediano tamaño. Ahora llega Nyneve. Sí, estamos todos.

—Este es el final del pasadizo —susurra León—. Mirad esa pared de enfrente…, ese talud de arena que asciende hacia aquel agujero…, ¿lo veis? Ese hueco es la salida al exterior. Está tapado por un espeso matorral de retama… Pero de noche alguien podría ver desde fuera el resplandor de las velas.

Ahora observo que el hueco al que se refiere León destella muy débilmente en la penumbra, con una especie de halo difuminado y frío. Es la luz de la luna, sin lugar a dudas. Está casi llena, aunque por fortuna hay pasajeras nubes que apagan su fulgor.

—Ahora viene la parte más difícil —dice León—. Saldremos de uno en uno, en el orden que hemos acordado, todo lo deprisa que podamos… Enseguida, ya sabéis, os encontraréis en la pequeña plataforma de tierra… Cuidado con avanzar de frente, caeríais al precipicio. Recordad: hacia la derecha está el sendero que va por medía ladera y sube hacia la cresta del monte que hay detrás de Montségur… Según nos han dicho, es una ascensión difícil y muy peligrosa, prácticamente imposible en mitad de la noche. Hacia la izquierda está el sendero que desciende ladera abajo hacia el valle. Iremos por ahí. Pero mucho cuidado, no os equivoquéis, porque por la izquierda también se llega a la explanada donde está acampado el enemigo… Tenéis que tomar el sendero inmediatamente, nada más salir de aquí. Corred todo lo que podáis… No esperéis a nadie… Y no hagáis ruido.

—Espera —le digo—. Creo que sería mejor que todos echáramos antes un vistazo por el agujero de uno en uno, para tener una idea de la situación.

Menos León, Nyneve y Violante, que ya lo conocen, y Guy, en cuyo sigilo no confío, los demás subimos de modo sucesivo por el talud de arena y reptamos cautelosamente, con la barriga en el suelo, a través del agujero, hasta asomar la cara entre las ramas del matorral. Cuando me toca el turno siento el frío de la noche en las mejillas y mi vista se pierde en el profundo azul del valle frente a mí. Quisiera poder ser un gavilán para escapar volando sobre el abismo. La salida está en una pared casi vertical. Habrá que dar un salto o dejarse deslizar hasta el suelo. Un poco más allá, a la izquierda, algo que podría ser un sendero reluce con una blancura distinta entre las sombras. Por lo demás, no se ve nada, no se escucha nada. Regreso a la cueva.

—¿Ya estamos todos? —pregunta León al cabo.

Nadie contesta.

—Está bien —digo en un susurro—. Vámonos. Que Dios nos acompañe.

Tengo la boca seca y un zumbido de sangre en los oídos. Esto es peor que un combate a muerte. Apagamos la bujía que nos quedaba y nos acercamos a tientas hacia la boca de la cueva. También a tientas, palpamos a los demás y nos ordenamos de acuerdo con el plan previsto. Veo el sólido cuerpo de León interponerse en el pálido fulgor de la entrada. Una sombra, un siseo de ropas y de ramas y luego nada. Ya ha salido. Luego, el pequeño bulto de Violante. Filippo. Alina. Una joven Perfecta. Vamos atravesando el agujero deprisa y fácilmente y ya me toca a mí. Asomo de nuevo la cabeza al gran vacío azul, pero ahora hay que seguir. Retiro las cimbreantes matas con cuidado y me dejo resbalar por la pared de roca hasta llegar al suelo. Los cuarzos me arañan la palma de las manos. El cátaro que me ha precedido está desapareciendo a todo correr por el sendero… y ahí, a la entrada del camino, descubro a León agazapado, esperando a que salgamos todos. El, que dijo que no había que esperar a nadie. A su lado, casi oculta por el corpachón del herrero, veo a Violante. En vez de ir hacia ellos, me vuelvo para ayudar a Guy. Que ya está en el agujero.

—¡No puedo! —gime sonoramente.

—Ssshhh, calla…

Dios mío, se ha encajado. Mi pobre gigante, asustado y patoso, se ha quedado trabado en la salida. Empieza a manotear y gimotear.

—No hagas ruido —le susurro angustiada—. Ahora te libero…

Pero él se retuerce como un cerdo en manos del matarife. León se levanta y corre hacia nosotros.

—¡Alto! ¿Quién anda ahí? ¡Ayuda, por aquí! —grita alguien muy cerca, entre las sombras.

Las tripas se me aprietan. Nos han descubierto.

De un empellón, León vuelve a meter a Guy dentro de la cueva, y luego me alza y empuja a mí también por el agujero:

—Quedaos aquí y no os mováis.

Su mirada choca con la mía, se aferra a la mía. Veo destellar sus ojos en la penumbra, esos ojos grises y punzantes, insoportablemente intensos. Se escucha un tumulto de pasos y de voces, un entrechocar de armas y armaduras. Y León ya no está. Atisbo sus espaldas mientras se aleja: al pasar, alza a Violante de un manotón, la arroja como un fardo sobre sus hombros y desaparece a toda velocidad sendero abajo. E inmediatamente tengo que echarme hacia atrás, ahogar una exclamación, extender las retamas por delante de mí: la pequeña plataforma se ha llenado de soldados que llevan antorchas crepitantes. Sus cabezas están casi a la altura de la boca de la cueva. Gritan, dan órdenes confusas y unos cuantos se lanzan por el camino en persecución de León y los demás.

Muy lentamente, procurando no hacer el menor ruido, voy descendiendo por el terraplén hacia el interior de la cueva, donde mis compañeros me esperan espantados.

—Pero ¿de dónde han salido? —oigo decir a los cruzados.

—Explorad todo esto —ordena alguien.

Nyneve acaricia suavemente a Guy, que, por fortuna, permanece quieto y callado. Yo saco mi espada de su funda también muy despacio, para evitar el ruido; tendrán que pagar un alto precio de sangre para atraparnos, porque la entrada al pasadizo es tan angosta que sólo podrán franquearla de uno en uno. No hablamos, no nos movemos, apenas respiramos, agrupados en el interior de la cueva, mientras el tiempo va pasando y escuchamos el ruido de los pesados pies en el exterior, el golpe del metal contra las rocas, los gruñidos y resoplidos de los soldados. Es una espera agónica e interminable; no sé cuánto llevamos así, pero tengo todo el cuerpo agarrotado.

—No hemos encontrado nada, mi rey… Han debido de descender por el risco desde Montségur.

—Tendrían que ser cabras para haber hecho eso.

—El Gran Macho Cabrío Satanás puede haber socorrido a sus servidores.

—Bien dices, Bertrand… Con los herejes nunca se sabe. Que Dios nos proteja de sus malas artes. Aun así, dejad vigilancia.

—Sí, mi rey.

No nos han descubierto. Bendito sea Dios. Mis músculos están rígidos y helados y el cuerpo me duele como si me hubieran manteado. Me dejo caer al suelo con sumo cuidado para no hacer ruido; los demás siguen mi ejemplo y también se sientan. Vamos a dejar pasar un poco de tiempo, vamos a serenarnos y a permitir que el enemigo se tranquilice y se descuide, vamos a pensar qué podemos hacer. Hago señas a los demás: esperemos un poco. Ahora que me doy cuenta, advierto que veo mejor el rostro de los otros…, sus manos…, sus cuerpos…, los perfiles de la cueva. ¡Está amaneciendo! Una luz triste y lechosa penetra por el agujero y resbala por encima de las cosas. Sí, está amaneciendo… Probablemente tendremos que esperar aquí hasta que caiga de nuevo la noche. ¿Qué habrá sido de León y de los demás? Gritaría de preocupación y pena, pero debo controlarme y dar ejemplo. Aprieto las mandíbulas y mis muelas chirrían de tal modo que temo que los centinelas puedan oírme.

La luz se ha fortalecido lo suficiente como para permitirme ver el techo de la cueva, tiznado por una gruesa capa de hollín. La gruta ha debido de estar habitada en algún momento. Muchas hogueras han tenido que arder aquí dentro para manchar la piedra de ese modo. Vuelvo a sentir que me falta la respiración, que el corazón se me sale del cuerpo. Este techo me pesa, este techo me aplasta. Esta cueva es un sepulcro, es una tumba. La montaña nos ha devorado y ahora estamos todos atrapados dentro de sus entrañas minerales.

Un tenue gañido me sobresalta. Nos contemplamos los unos a los otros, intentando dilucidar quién ha sido. Vuelve a repetirse la queja ligerísima. Miro hacia la boca de la gruta, que es el lugar de donde proviene el ruido. A un lado, en la rampa de arena, hay un bulto oscuro, ahora claramente visible en la sucia penumbra. Asciendo con sigilo por el terraplén hasta llegar a él: por todos los santos, es el basilisco. O debe de serlo. Al menos es su jaula, cubierta por el paño habitual. León debió de arrojarla dentro de la cueva cuando me empujó para salvarme. Cubierto por su trapo, el basilisco gorjea suavemente. Me enternezco: sé bien lo que León aprecia a este pequeño monstruo. Rasco por encima de la jaula con mi dedo y el bicho enmudece.

Un estruendoso trompeteo rasga el aire y reverbera entre las montañas. Siento un escalofrío: es la señal de la rendición. El comienzo del fin. Las tropas cruzadas se disponen a entrar en Montségur. Estoy junto a la boca de la cueva y me arrastro un poco más por el talud hasta asomarme: en la plataforma sólo hay dos soldados. Les veo mirar hacia la explanada con curiosidad y desasosiego:

—Después de haber aguantado todo el invierno y el maldito asedio, no me gustaría perderme el espectáculo… —dice uno—. Subamos hasta aquel alto, aquí no hacemos nada…

Y se marchan. ¡Se marchan! Es nuestro momento. Lo haremos ahora, a plena luz del día.

—¡Vámonos! —bisbiseo.

Salgo la primera y ayudo luego a Guy. Tiene que extender los brazos por delante y pasar a continuación la cabeza y los hombros. Cae boca abajo, pero no se atasca. Todos los demás, o, mejor dicho, todas las demás, porque son cinco cataras, abandonan la gruta sin problemas.

—Tomemos el sendero que va ladera arriba —susurro—. A la luz del día, el otro es visible desde el campamento cruzado…

—Yo me he criado en Montségur y conozco las montañas…, puedo guiaros —dice tímidamente una de las muchachas.

—¡De acuerdo! Ve delante.

Subimos por la trocha de la derecha, que es áspera y dura y se desmiga en cantos sueltos bajo nuestros pies, amenazando una caída vertiginosa al abismo. Desde luego, jamás hubiéramos podido hacerlo a oscuras. Subimos y subimos, sin aliento, con el corazón reventando en el pecho, desollándonos las rodillas, los tobillos y las manos, trepando a cuatro patas en las zonas peores, intentando ayudar al pobre y torpe Guy, que está a punto de despeñarse un par de veces. Me desato el cinto y sujeto con él la jaula del basilisco a mi espalda. Porque, por supuesto, lo he traído conmigo. Cómo no iba a hacerlo. León no me lo habría perdonado.

La ruta es tan pina que en poco tiempo estamos muy arriba. Hemos cruzado por la cuerda entre las dos montañas y luego subido al risco que hay detrás de Montségur. Al doblar un recodo, el sendero nos coloca sorpresivamente encima del castro. Nos detenemos a mirar mientras los pulmones nos estallan. Desde aquí se abarca todo; los legos ya se han entregado y han salido, porque a la izquierda de la explanada se ve un puñado de gente prisionera. ¿Les liberarán de verdad, como prometieron? Pienso con melancolía en el pobre Alado, nuestro viejo tordo. Ojala lo traten bien y caiga en buenas manos. Un contingente de soldados está entrando en estos momentos en el castigado castro a paso de marcha.

—Ahí están… —musita Nyneve.

Sí, ahí están. Que la Santísima Virgen ayude a nuestros amigos. Los cátaros están esperándoles de pie en la plaza de Montségur. Quietos, desarmados y aparentemente tranquilos. Desde aquí arriba se les ve apiñados como corderos. Los conté, antes de salir del castro. Si no ha habido añadidos o deserciones, son doscientas veinticinco personas. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes. Los cruzados desembocan ahora en la plaza y los ven. Se detienen, desconcertados quizá por la silenciosa y serena presencia de los albigenses.

—Hace mil seiscientos años, cuando los bárbaros galos avanzaron triunfantes sobre Roma, los aterrorizados romanos evacuaron de la ciudad a las mujeres, los viejos y los niños, y luego se fortificaron en el Capitolio —dice Nyneve—. Pero los ancianos del Senado se negaron a huir. Sacaron sus sillas de marfil a la plaza y se sentaron allí, en el duro silencio de la ciudad abandonada, con sus bastones de mando en la mano, a la espera de la llegada de los bárbaros.

—¿Y qué pasó? —pregunto con la garganta apretada.

—Que los galos llegaron y los mataron a todos.

El efímero instante de duda ha terminado. Los cruzados se abalanzan sobre sus víctimas y las sacan del castro a empellones. Veo que los cátaros intentan ayudar a caminar a sus heridos y que se dirigen con docilidad hacia el exterior, desordenados en su manso avance por el nerviosismo de sus captores, que les empujan y arrean contradictoriamente. ¿Hacia dónde les llevan? Quiero irme, debo irme, no deseo seguir mirando. Pero las jóvenes Perfectas que nos acompañan han caído de rodillas y rezan sosegadamente el Padrenuestro. Detrás de Montségur, ahora me doy cuenta, hay una gran empalizada que antes no estaba. Han debido de levantarla esta madrugada. Hacia allí los dirigen. Alrededor de la empalizada y dentro del vallado, que Dios nos asista, grandes haces de leña. Ya están llegando allí los albigenses, pastoreados con rudeza por los soldados. Veo cómo los van metiendo a toda prisa en el cercado. Desde aquí no puedo distinguirlos, aunque esa personita que no puede caminar y que es medio arrastrada, medio llevada en brazos, debe de ser la pobre Esclarmonde, la hija enferma del señor de Pereille: reconozco su vestido amarillo. Escucha, se oyen cantos. El viento nos trae, entrecortadas, las voces musicales de las víctimas. Retazos de sus últimos rezos. Cuatro verdugos con teas en las manos están prendiendo la leña en los cuatro puntos cardinales de la empalizada. La hoguera arde con llamaradas feroces: deben de haber puesto mucha brea. El viento sigue transportando hasta nosotros fragmentos de los salmos, pero también las primeras bocanadas de picante humo. Muy pronto, el cercado entero se convierte en una pavorosa bola de fuego. ¡Y aún puedo oír las voces de los mártires! Una humareda espesa empieza a cubrir todo. Y el tufo nauseabundo, el olor indescriptible de la pira. El ejército cruzado se retira en desorden y desciende a toda prisa por la ladera, hasta situarse a una buena distancia de la hoguera: el calor y el humo deben de ser insoportables. Miro a las muchachas que nos acompañan: ya no rezan, al menos no en voz alta. De rodillas aún, observan las llamas en silencio. Pálidas pero dueñas de una calma terrible. Una bocanada de aire caliente y apestoso nos golpea la cara. Trae un olor dañino, un olor abominable y pegajoso que se te mete en las narices y en la boca, que te colma de náuseas la garganta. Pienso en la señora de Lumiére, en Esclarmonde, en Corba. Pienso en los jóvenes guerreros que combatieron con tanta bravura durante tantos meses, y que eligieron con impecable coraje esta muerte atroz. Les conozco bien a todos, fueron mis amigos. Son los últimos de una larga historia de lucha y resistencia, las víctimas finales de esta inacabable guerra de los cruzados. Aparte del pavoroso silbido de la inmensa hoguera, ya no se escucha nada. Extinguidos los cánticos, reina un silencio total, el pesado silencio de la represión. «Allí murió la hermosa juventud», decía Robert Wace en su Relato de Brut, llorando la carnicería de la batalla final del rey Arturo, que acabó con las vidas del rey y de los Caballeros de la Mesa Redonda. Los ojos se me llenan de lágrimas.

—¿Cuántas veces más tendrá que morir la hermosa juventud? —digo con una rabia seca que se me agarra a la garganta y casi me asfixia.

Nyneve me mira:

—También puedes contemplarlo desde el otro lado —contesta, los ojos enrojecidos, la expresión serena—. También puedes preguntarte cuántas veces más seguirá naciendo.

He perdido a León, al igual que antaño perdí a mi Jacques. Habíamos establecido un punto de encuentro en el manantial de Frontine, a una jornada de distancia de Montségur, por si nos desperdigábamos en la huida. Pero ni siquiera pudimos llegar al lugar de la cita, porque la zona estaba tomada por las fuerzas del senescal. Escapamos del castro sin haber elegido el derrotero: no sabíamos si dirigirnos hacia el Reino de Navarra o hacía la Lombardía, la comarca natal de León. Al herrero no le complacía demasiado regresar a su tierra, pero habíamos decidido amoldarnos al itinerario que, una vez fuera de Montségur, se nos mostrara más libre de enemigos, más fácil y expedito. Ignoro qué habrá sucedido con León y los suyos, y ni siquiera sé si siguen vivos. Ruego a Dios que así sea. En lo que respecta a nuestro grupo, hemos encontrado impracticable la ruta hacia Navarra y, con enormes riesgos y penosos esfuerzos, hemos ido avanzando hacia el Nordeste, más o menos en dirección a Cremona, escogiendo las zonas más despobladas, caminando por las noches, ocultándonos en los bosques durante el día. Nuestra situación es muy difícil; tras la caída de Montségur, el Papa y el rey parecen decididos a someter la región definitivamente. Los cruzados peinan los caminos, ponen controles, detienen e interrogan, mientras el Tribunal de la Inquisición va de pueblo en pueblo, arrancando confesiones, sojuzgando voluntades y atormentando cuerpos. El gran silencio de la represión va acompañado de los susurros de las delaciones. Las malas palabras matan y nadie se encuentra a salvo de los Domini canes.

Hostigados por los cruzados y los inquisidores, durante algunos días nos subimos a los altos de la Montaña Negra y vivimos escondidos entre las rocas, sorbiendo huevos de pájaros y masticando bayas. Pero sabíamos que no podríamos continuar así por mucho tiempo. Entonces Wilmelinda, una de las Perfectas, nos propuso un plan:

—Mi familia posee una torre fortificada en una zona montañosa próxima al monte Lozére, no muy lejos de aquí. Es un lugar agreste y apartado. Podríamos refugiarnos allí y permanecer escondidos unos cuantos meses, hasta que las cosas se calmen y nos sea más fácil continuar el viaje.

No sé si hacemos bien, no sé si hubiéramos debido seguir huyendo, mientras aún podemos; temo que, en mi decisión, haya influido demasiado el deseo de no marcharme sin saber qué ha sucedido con León. Y la esperanza de volver a encontrarlo, si no me alejo. Sea como fuere, hemos aceptado la idea de Wilmelinda y ahora nos dirigimos hacia allá. Lo más sorprendente es que nuestro itinerario nos obliga a pasar por tierras conocidas. Sin quererlo, y sin siquiera desearlo, he vuelto a mi hogar.

—¿Te acuerdas, Leola? Ese es el bosque de Golian, donde nos conocimos —dice Nyneve.

¿El bosque de Golian? No me lo puedo creer. Hace veinticinco años que no vengo por aquí. Mi vida peregrina y mis pies andariegos me han llevado por todos los confines, pero desde que huí del terruño donde nací no había vuelto a pisar estos viejos caminos. El destino es a menudo cruelmente simétrico: heme aquí de regreso, convertida de nuevo en fugitiva, con el fuego y la guerra a mis espaldas y el corazón partido por la pérdida insoportable del amado.

—Pero ¿dónde está el bosque, Nyneve? ¿Estás segura de que era por aquí?

—Sí…, seguro —contesta mi amiga, algo desconcertada—. Mira el perfil del horizonte… Y la roca aquella, que es como una gran nariz.

Avanzamos por las suaves lomas, pero, después de una primera línea de viejos y frondosos arces, ya no se ven más árboles. Donde antes se extendía una densa floresta, ahora hay campos y más campos ondulantes, algunos de labor, la mayoría de pasto. Pequeñas veredas recorren ordenadamente este territorio antaño salvaje, y un buen número de ovejas de abultadas lanas rumian en los prados. Nyneve lo contempla todo boquiabierta:

—No puede ser… Ya no queda nada del Golian… ¡Pero mira! Aquel grupo de rocas deben de ser el viejo manantial…

Corremos hacia allí. Desprovistas de la vegetación qué las protegía y que convertía el lugar en un bello y umbroso rincón de la espesura, las rocas del manantial me parecen mucho más bajas y pequeñas de lo que yo recordaba. Están blanqueadas por el sol y recubiertas de polvo; incrustado en la piedra, un caño metálico roñoso deja caer el agua sobre un pilón de madera que sin duda sirve de abrevadero para los animales. Y la pequeña poza y el riachuelo que antes formaba el manantial ya no existen. En lugar de la poza hay un lodazal pisoteado por pezuñas, y el agua sobrante del pilón está canalizada con acequias, a la manera de los sarracenos. Nyneve se deja caer sobre una piedra, desalentada. No termino de entender por qué le conmueve tanto la pérdida del bosque, después de tantas otras cosas como hemos perdido, pero voy hacia ella intentando encontrar algunas palabras de consuelo. Sin embargo, antes de llegar junto a Nyneve me detengo de golpe: por detrás de las rocas del antiguo manantial, ahora domesticado en fuente, acaba de aparecer una vieja monja. Lo cual es un peligro: la monja puede extrañarse de nuestra presencia, puede sospechar que somos fugitivos, puede interrogarnos. Aunque las Buenas Mujeres han consentido en ponerse ropas de colores, en vez de las vestimentas negras habituales de los religiosos albigenses, ninguna de ellas está dispuesta a renegar de su fe. Si alguien les pregunta, dirán que son cataras. El pulso se me acelera, y más cuando veo que la mujer se dirige en derechura hacia nosotros:

—¿No me reconoces, vieja chocha? —ríe la monja mientras mira a Nyneve.

Mi amiga la escudriña estupefacta:

—Pero… Eres tú. ¡Eres tú! ¡Eres la Vieja de la Fuente!

—Eso es —dice la religiosa, haciendo una pequeña cabriola sobre el suelo enfangado.

Lo absurdo de su comportamiento enciende ciertos ecos en mi memoria. Contemplo la redonda barriga de la monja, su nariz bulbosa y, sobre todo, sus ojos inquietantes y disparejos, el uno de color marrón y el otro azul. La Vieja de la Fuente, sí…, la antigua bruja que, supuestamente, había encantado a Nyneve, colgándola del árbol donde la encontré.

—Os he visto llegar y me he escondido… porque en estos tiempos nunca se sabe. Pero te he reconocido enseguida, Nyneve. Estás bastante mayor y mucho más fea, pero todavía se ve que tú eres tú —sigue diciendo la monja, con una sonrisa llena de amarillentos y retorcidos dientes.

—Pero ¿qué ha sucedido aquí? ¿Qué han hecho con tu manantial?

—Es cosa de los frailes…, de los benedictinos. Tienen un monasterio por aquí cerca. Un monasterio inmenso, con un poder casi tan grande como el del rey de Francia… Y se están quedando con todos los pueblos y las tierras de los alrededores. Talan los árboles, para que paste su ganado. Y también para que desaparezca el mundo antiguo. Sabes bien que los antiguos dioses y sus seguidores nos habíamos refugiado en los bosques salvajes y recónditos… Pero ahora los cristianos están destruyendo la floresta y acabando con el misterio, y de ese modo nos están echando definitivamente. Como es natural, también han cegado y canalizado los manantiales, que siempre fueron lugares sagrados en el viejo orden. A mí me han quitado mi casa, ya lo ves. Sigo viniendo por aquí todos los días, pero debo confesarte que he perdido todos mis poderes…

La Vieja de la Fuente ha dicho todo esto con rostro apesadumbrado y hondo sentimiento, pero ahora, de repente, vuelve a dar una cabriola y golpea con los nudillos a Nyneve en todo lo alto de la cabeza.

—Claro que, incluso sin poderes, siempre puedo atizarte un buen capón —dice entre risotadas.

—¡Estás loca, Vieja! Sigues igual de insoportable —gruñe mi amiga, echándose para atrás y frotándose la coronilla—. Y, además, ¿qué haces vestida de monja?

—Ah, eso… Es que me he metido en un convento, cerca de aquí. Es más seguro. Ya sabes, si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él.

—Es un pensamiento repugnante —dice Nyneve.

—Es posible… Pero es mucho más provechoso para la salud, te lo aseguro. En fin, veo que tú también sigues igual… De acuerdo, tú por tu camino y yo por el mío. Espero que tengas suerte y que no te quemen junto con tus amigas cataras, porque se ve que son herejes desde veinte leguas de distancia… Yo, mientras tanto, me conformaré con seguir siendo una bruja repugnante… pero viva.

Dicho lo cual, la Vieja de la Fuente nos hace una reverencia burlesca y se despide. La vemos alejarse, dando pequeños saltos y locos respingos, por el manso vacío que el bosque ha dejado.

Aunque llevo la espada y la daga al cinto, ocultas bajo la capa, voy ataviada de mujer. Vestir de caballero pero ir sin caballo y acompañado de media docena de mujeres y un gigante imbécil habría resultado raro y llamativo en estos momentos tan turbulentos. Así podemos decir que somos viudas, madres o huérfanas de guerreros muertos en la batalla; y que, pobres féminas desamparadas y solas, vamos a reunimos con nuestros familiares varones más cercanos, para ponernos bajo su protección. Por los caminos se ven muchos grupos de mujeres semejantes; tras la carnicería de la guerra, llega el tiempo de las hembras que lloran.

Hace horas que hemos entrado en las tierras del señor de Abuny. Mi antiguo amo. Aunque quizá ya no le pertenezcan. Voy buscando con mis pies el rastro que dejé en los antiguos senderos y con mis ojos el paisaje que conformó mi anterior vida, y no los encuentro. Memoria: juego de la imaginación, cuento de juglar, ensueño de un pasado que vivió otra persona a quien crees conocer, pero que ya no existe. Los montes parecen distintos, el río es menos caudaloso, hay un puente nuevo. Todo es más pequeño, más pobre, más feo que la imagen que guardo en mi cabeza. Hemos pasado junto al castillo de Abuny, que aún muestra las renegridas huellas del antiguo incendio y que, ahora lo veo, no es más que una deslucida y triste mansión fortificada. Y nos hemos acercado hasta mi antigua casa. Me ha costado encontrar el lugar, porque no queda nada. Espigas de centeno crecen en el rincón del mundo en que nací; y, sin embargo, allí me acunó mi madre entre sus brazos, y allí murieron después mi hermana y ella. Allí crecí junto a mi pobre padre y a mi hermano, a quienes no he vuelto a ver, de quienes no sé nada. Cómo siento ahora, súbitamente, el dolor irremediable de su ausencia. Tanta vida acumulada en ese pedazo de tierra, pero hoy no es más que un monótono sembrado, semejante en todo a cualquier otro.

Estamos detenidos en un recodo del camino, simulando descansar. Pero, en realidad, observo la modesta choza de techo de paja que acabamos de dejar atrás.

—Bueno, qué, ¿piensas ir? —pregunta Nyneve con cierta impaciencia.

—Pobre Leola, deja que se tome su tiempo para pensarlo —interviene Wilmelinda—. Es una decisión difícil…

En la parte de atrás han añadido una nueva habitación de adobe, una tosca joroba pegada a la cabaña. A un lado, un corral hecho de tablas, Un niño pequeño juega sentado en el suelo, ante la puerta abierta.

—Venga, ve… —me azuza Nyneve.

—Está bien.

Camino por el sendero hacia la cabaña. Voy despacio, como paseando. Como haciendo tiempo mientras mis amigas reponen sus fuerzas. Cuando llego lo suficientemente cerca el olor me golpea: humo de leña, potaje recalentado, rancio sebo quemado, el tufo poderoso del puerco que hoza en su pocilga. El antiguo olor del mundo antiguo. El niño levanta la cara y me mira. Está medio desnudo, descalzo, muy sucio.

—Hola, pequeño. ¿Cómo te llamas?

No me contesta. Debe de tener unos dos años. Con sólo tres más, comenzará a trabajar para ayudar en casa. Pero por ahora está jugando con algo que no alcanzo a ver…, sí, con un palo y un escarabajo.

—Buen día nos dé Dios…

Doy un respingo. En la puerta de la choza ha aparecido un hombre.

—Buen día…

La voz me tiembla. Y también las manos. Me las agarro con fuerza, para que no se note. El tipo es algo más bajo que yo y está bastante calvo. Su cráneo, requemado por el sol, está moteado de manchas. Tiene la espalda cargada y la cabeza encogida entre los hombros, lo que le da un aspecto de perpetua humillación. Parece un anciano, pero yo sé que no lo es.

—¿Puedo ayudaros en algo, mi reya?

Y ese tono modesto y servil. Me estremezco. Le miro a los ojos y él me devuelve la mirada con cierta extrañeza. Ya no hay en él ese chisporroteo vital que había antaño, la alegría animal. Pero sigue siendo una mirada sencilla y honesta. Este Jacques ya no es mi Jacques, pero estoy segura de que es un buen hombre.

—En realidad, sí. ¿Podrías decirme de quién son estas tierras?

—De Su Majestad el rey de Francia, mi reya…

Lo ha dicho ahuecando un poco la voz, hinchando el pecho. Al pobre Jacques le enorgullece patéticamente ser siervo del rey. Tal vez le parezca que supone un progreso desde su servidumbre con el señor de Abuny.

—¿De veras? ¿Del rey directamente?

—Bueno, Su Majestad no ha venido nunca por aquí. De cuando en cuando viene su administrador, el barón de Raspail, y se aloja en el castillo del rey Transparente…

Me quedo estupefacta:

—¿Cómo has dicho? ¿En dónde?

—En el castillo del rey Transparente. ¿Venís del Sur? Entonces seguramente habréis pasado por él… Es esa fortaleza cuadrada con…

—Sí, sí, lo he visto, pero… ese nombre tan raro, ¿de dónde sale?

—No sé, mi reya. Antes, hace tiempo, era el castillo del señor de Abuny, el antiguo amo de estas tierras. Pero Abuny perdió la guerra y lo perdió todo, incluso la vida. Después empezaron a llamar así a la fortaleza. Ignoro por qué, mi reya.

Su actitud hacia mí es tan deferente que me siento turbada. O, más bien, entristecida. ¿Y si le dijera la verdad? ¿Y si me diera a conocer? Pero la distancia que nos separa es demasiado grande… De repente, me horroriza que me vea transmutada en una dama. La sombra ominosa del rey Transparente nos cubre con sus alas. Es un mal agüero y me estremezco.

—Y, dime, ¿sabes qué fue de un buen hombre que vivía allí, en el hondón, al otro lado de la colina? Ayudó a mi padre en un momento de necesidad, hace muchos años, y desearía poder agradecérselo… Se llamaba Pierre. He pasado por allí, pero hoy sólo hay un campo de cebada…

—Oh, sí… Era muy buena gente. Nuestro antiguo amo, el señor de Abuny, nos llevó a la guerra, pero el rey nos protegió y pudimos volver todos con vida, aunque el hijo de Pierre, Antoine, perdió un ojo. Luego, hace ya bastantes años, Pierre enfermó y murió, y Antoine se marchó un buen día y no regresó. Entonces el barón de Raspail mandó derruir la cabaña y sembrar para el rey. Es uno de los campos que yo atiendo.

Mi padre muerto. Lo suponía, pero la certidumbre escuece. Algo me aprieta el pecho. Suelto un suspiro. Me gustaría poder decir que el rostro de mi Jacques se ha ensombrecido, que muestra un atisbo de emoción al recordar a la antigua Leola, pero lo cierto es que ni siquiera me ha nombrado y que habla con toda tranquilidad, sin alterar el gesto, porque para él este pasado perdido es una realidad próxima y constante, algo tan habitual como la aparición del sol por las mañanas. Ay, Jacques, mi Jacques… Aquí sigues, viviendo en la misma casa en la que te conocí. ¿No te moviste de tu pequeño rincón del mundo, siervo atado a la tierra? Si hubiera venido a buscarte aquí, te habría encontrado… Lo cierto es que fui yo quien huyó, yo quien se escapó. Quien se perdió. Las manos de Jacques están sucias y agrietadas, las uñas partidas, el cuello lleno de costras. El niño se pone en pie y, con paso incierto, se agarra pedigüeño a sus piernas. Jacques se inclina y le coge en brazos. Advierto que, al agacharse, mantiene la cerviz rígida, la posición forzada. Se mueve mal y tiene la espalda anquilosada.

—Es mi nieto —dice.

Su nieto. Dios bendito.

—¿Cómo se llama?

Jacques frunce el ceño:

—Todavía no tiene nombre… —contesta con expresión turbada.

No, claro que no: por si se muere. Mueren tantos niños en el campo, mueren tantos hijos de siervos, cuando son pequeños. Se me había olvidado la dureza extrema de esta vida.

—Es muy guapo —digo, azorada, mientras le acaricio.

—Gracias, mi reya. Sí que lo es… —contesta Jacques.

Y estrecha al pequeño entre sus brazos con ternura.

Ay, mi Jacques, mi Jacques. Respiro hondo y alzo la cabeza. Soy una dama y tengo que comportarme como una dama.

—Está bien. Gracias por la información… y toma, para tu guapo nieto.

He rebuscado en mi magra faltriquera y le doy un par de sueldos. Los ojos de Jacques se iluminan:

—¡Gracias, mi reya! Que Dios os bendiga…

Me despido con una leve inclinación de cabeza: tengo la garganta tan apretada que no podría articular palabra. Jacques sigue dándome las gracias y haciendo agarrotadas reverencias con su nieto en brazos. Que no es un niño guapo, sino cabezón, famélico, mugriento. Huyo de Jacques y de su gratitud, huyo de su servidumbre y su inocencia, y casi corro hacia donde mis acompañantes me están esperando, los pies ligeros y asustados, feliz de volver a escaparme, feliz de irme otra vez y, al mismo tiempo, con el corazón pesado como un plomo, cargado de una extraña sensación de culpa y de vergüenza.