He tomado el baño
purificador

He tomado el baño purificador y he vestido después la túnica blanca, la clámide bermeja, las botas marrones, el cinturón ritual. Me he ajustado las espuelas doradas y he velado la espada, la daga y la maza en la capilla durante toda la noche. Que el rey me ayude en este tiempo de dolor y desconcierto. Que la Virgen mitigue mi vergüenza.

Cuando vienen a buscarme, el primer aliento del día, débil y plomizo, empieza a iluminar los vidrios de las estrechas ventanas. Cuelgo del cinto el puñal y la maza y llevo en la mano la espada, enfundada en su vaina. Abandono la iglesia en pos del paje y nada más cruzar las puertas me estremezco: los muros del castillo están entelados con colgaduras negras. Pared tras pared, la ciudadela entera ha sido recubierta con lienzos de duelo. Reina un silencio sobrecogedor y la servidumbre con la que me cruzo baja la cabeza con expresión contrita. Dadas las especiales circunstancias de esta ceremonia, no se celebrará el banquete habitual con el que el nuevo caballero debe agasajar a sus conocidos, y tampoco entregaré los ricos presentes que se espera que el neófito reparta a manos llenas. La ceremonia de investidura siempre es una fiesta, pero ahora, mientras atravieso el castillo enlutado y fúnebre a la pobre luz de la amanecida, más me parece dirigirme a mi ejecución que a mi ennoblecimiento.

Para mi sorpresa, pasamos sin detenernos por delante del salón ducal, que es donde yo pensaba que se llevaría a cabo el nombramiento. Atravesamos unos cuantos corredores y al fin desembocamos en el patio de entrada Unas pocas personas nos están esperando: Nyneve, con los caballos dispuestos y la impedimenta ya cargada; sir Wolf, media docena de soldados, el capitán de la guardia… y Dhuoda. Su aspecto me impresiona: la Dama Blanca viste de negro de la cabeza a los pies y está tan pálida que se diría que carece de color: su rostro es un jirón del mismo aire gris e incierto que nos rodea. Lleva el pelo suelto, largo y despeinado, sobre los hombros. Una cabellera tan oscura como su ropa de duelo. Me detengo ante ella y le entrego mi espada.

—Arrodíllate —ordena con voz fría y distante.

Obedezco. Sé que tengo que inclinar mi cabeza hacia el suelo. Veo los delicados pies de la Duquesa, también enlutados, asomando por debajo del ruedo de la falda. Escucho el rasgueo de la hoja de acero al salir de su vaina y por un momento pienso que Dhuoda va a decapitarme. Cierro los ojos.

—Por el poder que me confieren mi dignidad y mi nobleza, yo, Dhuoda, duquesa de Beauville, te ordeno caballero y te nombro, además, señor de Zarco. Que los presentes sirvan de testigos de la legitimidad de la ceremonia.

Siento sobre mi nuca el leve espaldarazo, asestado por Dhuoda, como es preceptivo, con la mano derecha. Me estremezco.

—Ahora tu juramento —dice.

Abro los ojos y la miro. Su cara es una máscara carente de emociones. Extiendo el brazo derecho y toco la empuñadura del arma, que Dhuoda aún sujeta.

—Por la cruz de esta espada, que representa la Sagrada Cruz de Nuestro rey Jesucristo, juro fidelidad eterna y vasallaje a vos, mi señora Dhuoda, duquesa de Beauville. Que Dios guíe mi mano a vuestro servicio —digo, repitiendo las palabras que me enseñaron anoche.

—Sé bien lo que valen tus promesas —susurra Dhuoda con tono envenenado y sardónico—. Puedes levantarte.

—Duquesa…

—¡Levántate, te digo!

La negra Dama Blanca envaina la espada y me la da para que me la ciña. Luego me entrega unos pergaminos enrollados y lacrados.

—Esto es la carta de ennoblecimiento y los demás documentos acreditativos de tus posesiones. Te he regalado un remoto fragmento de mis tierras. Un peñascal reseco sin siervos ni edificaciones. Enhorabuena: ahora eres el amo de las piedras… Una propiedad que va con tu talante. La ceremonia ha terminado. Podéis marcharos, señor de Zarco.

Recojo torpemente los legajos y repito:

—Duquesa…

La tersura de su borroso rostro se descompone. Sus labios tiemblan.

—Ssshhh… Silencio —me interrumpe con voz estrangulada—. Ya no quedan palabras que decir, ni lágrimas que llorar, ni sentimientos que sentir. Me quitas lo mejor que yo soy.

Alarga su pobre mano, lacerada por los múltiples cortes que la sangre seca ha ennegrecido, y me acaricia la mejilla levemente.

—Laedar nímé sasine… Laedar nimé —susurra con ternura en ese idioma extraño que sólo ella conoce.

Luego se yergue, se endurece, cierra la expresión en un gesto sombrío y pavoroso:

—Eres el ladrón de la dulzura. Recuerda bien lo que te digo: a partir de hoy solamente habrá desolación y muerte.

Y abandona el patio como un viento furioso.

Todo el mundo calla. Nyneve y yo montamos en nuestros bridones mientras las poleas del puente levadizo comienzan a rodar y el gimiente estruendo de las cadenas retumba en el silencio. Al fin, tras un tiempo que se me antoja eterno, el puente desciende y la puerta queda expedita. Saludo con una inclinación de cabeza a sir Wolf y salgo del castillo, con Nyneve a la zaga. Descendemos por la ladera con lentitud y sin mirar atrás, cabalgando cansinamente al paso; puede que nuestros caballos se encuentren aún fatigados por el regreso de Poitiers, pero yo siento que se trata de otro tipo de agotamiento, del desfallecimiento de todas las cosas, como si el mundo hubiera envejecido de repente.

Al aproximarnos a la linde del bosquecillo encontramos los cuerpos: están colgados de los primeros árboles, bien visibles, sin duda a modo de advertencia. Son cuatro, todos hombres, con las manos atadas a la espalda y los rostros amoratados y deformados por una mueca horrible. Reconozco al joven del pelo rizado: sus piernas descoyuntadas por la rueda cuelgan extrañamente blandas y torcidas. Cuando nos acercamos, los cuervos que ya les están picoteando alzan el vuelo, felices y locuaces como los invitados a un banquete. Al banquete de mi investidura. Amamos a la Duquesa sangrienta, están diciendo; adoramos a la Duquesa decapitadora y ahorcadora. Antes de internarme en la floresta percibo con toda claridad la mirada de Dhuoda sobre mi nuca. Es una mirada poderosa, un aguijón de fuego que me incita a volverme para contemplarla. Pero aprieto las riendas de mi caballo, hundo la cabeza entre los hombros y me resisto. La veo con los ojos de mi mente, la imagino en lo alto de la almena, el negro pelo al viento, toda ella oscura y aleteante como un pájaro de mal agüero. La Reina de los Cuervos. Entramos en el bosque y la presión de los ojos de la Duquesa desaparece.

Ahora estamos solas. Tengo diecisiete años y acabo de ser nombrada caballero. Pero soy mujer y nací sierva. Lo único auténtico y legítimo es mi título: todo lo demás es impostura.

Soy un Mercader de Sangre. Pertenezco al grupo de guerreros más despreciados y degradados de la Cristiandad. Aquellos a los que todos aborrecen.

Hay caballeros faydits, como mi Maestro: hombres de hierro que han caído en desgracia, que han roto las leyes del vasallaje y a los que sus señores feudales o sus reyes han arrebatado título y posesiones, condenándoles a vagar por los caminos en rebeldía. Hay caballeros jóvenes y belicosos, segundones airados que se buscan la vida en los torneos, que intentan casar bien o, en su defecto, raptar y desposar a la fuerza a una dama rica, que conspiran para asesinar a sus hermanos y arrebatarles el título, que a menudo acaban convertidos en bandoleros. Hay caballeros bajos de sangre turbia y orígenes inciertos, tan pobres que a veces tienen que empeñar armas y caballo; suelen ganarse la vida asolando pueblos, robando a los viajeros, asaltando a campesinos y mercaderes. Todos ellos, faydits, segundones y bachilleres, violan mujeres, destripan comerciantes y decapitan ancianos. Si extreman su violencia, son perseguidos por la ley e incluso, en ocasiones, ajusticiados, pero aun así mantienen intacto su orgullo de guerreros y se consideran caballeros hasta el último eslabón de sus armaduras.

Sin embargo, yo soy un Mercader de Sangre y estoy más allá de las normas, más allá de las lindes admisibles. Los pequeños pueblos arrasados por los caballeros bajos, los comerciantes temerosos de ser atracados en sus viajes, los campesinos hastiados de la persecución de los hombres de hierro nos contratan a menudo, a mí y a otros mercenarios como yo, para que combatamos en su defensa. El nombre por el que se nos conoce es infamante y somos la mayor abominación dentro de la caballería, pues no se concibe que un guerrero se deje comprar por los plebeyos para luchar contra otros caballeros. Incluso el segundón que acabara de robar y degollar a una indefensa familia campesina escupiría en mi rostro con soberbio desprecio.

Sé que ejerzo mi oficio con coraje suicida. Despierto cada día pensando que es el último, tan despreocupada por mi propia suerte que ni siquiera me sorprende no sucumbir. Un raro desapego me separa de todo. Hiberno en el hielo de mis sentimientos como un oso, porque la acidia es una inundación de pena fría. Así, con las emociones congeladas, no duele recordar el rostro de las víctimas, la sangre de esos pobres campesinos a los que atravesé. Al albur de las demandas de protección, hemos recorrido distancias tan largas que hubiéramos debido llegar al horizonte. Hemos estado en París y en Ruán. Hemos visto el gélido y ventoso mar de la Bretaña y el azulado y tibio mar del Sur. Vivimos en el camino, como los leprosos, los juglares, los mendigos. Nos hemos convertido en vagabundas, aunque yo le saque brillo a mi armadura. Y así se acumulan los días y los rostros, así pasan los paisajes y las estaciones, y todo viene a ser la misma soledad, el mismo cansancio.

Hierve mi cuerpo con la fiebre. Y mis piernas pesan como troncos caídos. Mi costado palpita, ahí donde he recibido la estocada. Inclinada sobre mí, Nyneve limpia y cuida mi herida, como limpió y curó las anteriores. Le dejo hacer, lejana y ausente. No me interesa el estado de mi cuerpo. No me interesa vivir. Lo que más aprecio de la calentura es el oscuro torpor en el que te sumerge. Es algo semejante a no existir.

—¡Oh, calla ya, me tienes harta! —gruñe súbitamente Nyneve junto a mí.

¿Cómo? ¿Acaso la fiebre me ha hecho hablar en voz alta? ¿Por qué me grita?

—¿He dicho algo?

Malhumorada, Nyneve recoge los vendajes sucios de la cura y se pone en pie.

—No es cierto que desees morir —masculla—. Luchas como un león en todos los combates. Mejor dicho, luchas como una alimaña, sin desdeñar ningún truco para vencer. Y, cuando resultas herida, te aferras a la vida y a la salud como la sanguijuela se prende a la yugular. Tú no sabes lo que es querer morir de verdad. Yo sí lo sé. Lo he visto. Pero tú sigues siendo una campesina: tienes esa tenacidad, esa resistencia. Eres como la mala hierba, o como el cornezuelo que asola la cebada. No reniegues de ello: ciertamente es un don.

Intento enderezarme y responderle, pero el costado duele. Dios, sí, cómo duele. Me dejo caer de nuevo sobre la manta, sin aliento. Por encima de mi cabeza, los álamos se agitan y frotan sus hojas. No sé dónde está Nyneve. Ha salido de mi vista, después de aporrearme con sus palabras. Porque me siento así, como si me hubiera golpeado…, y probablemente con razón. Sí, lo que ha dicho escuece y, sin embargo, es cierto. ¿Cómo no lo he visto antes? Siempre lucho hasta el fin de mis fuerzas para salvarme. No es lo que uno esperaría de quien desea morir.

Los ojos me arden, resecos por la fiebre. El cielo es demasiado azul, demasiado brillante. Tuerzo la cabeza y observo el suelo, la tierra parduzca que hay más allá del jergón de helechos sobre el que me encuentro. Algo sucede con mi vista: de pronto distingo cada brizna de hierba, cada hormiga de acorazado abdomen, cada grano de arena espejeando al sol. Las hierbas tiemblan en su esfuerzo por crecer, las hormigas consagran sus minúsculas vidas a transportar un pedazo de hoja, los granos de arena guardan la memoria de la roca que un día fueron. Dicen los que saben que la Tierra es redonda; Gautier de Metz, en su enciclopedia Imagen del Mundo, un libro que leí en el castillo de Dhuoda, cuenta que el hombre puede dar la vuelta al mundo del mismo modo que una mosca da la vuelta a una manzana; y también explica que las estrellas están tan increíblemente lejos de nosotros que una piedra arrojada desde ellas tardaría cien años en llegar hasta aquí. Tumbada sobre la dura tierra, percibo la redondez del mundo bajo mis espaldas. Lagartos y moscas, mirlos y ranas, víboras y saltamontes me rodean, tan agitados y llenos de necesidades como yo, igualmente aferrados a la arrugada piel de la gran bola aérea. Siento que estoy saliendo de mi desesperación, como el bebé sale de entre las sangrientas membranas de la placenta. El cuerpo me duele y estoy viva.

Llevo tanto tiempo siendo un Mercader de Sangre que apenas recuerdo que existen otras maneras de vivir. He perdido dos dedos de la mano izquierda, el meñique y el anular, rebanados por el hacha de un energúmeno, y tengo el cuerpo roturado por las cicatrices de las heridas que Nyneve ha cosido con milagroso acierto. Sin ella, lo sé, hubiera sucumbido varias veces. Sin embargo, hace tiempo que ya no me tajan, al menos gravemente. Al principio peleaba como un animal acorralado, pero ahora hace bastante que procuro idear mil añagazas para no tener que llegar a combatir. Hay muchas maneras de proteger a un viajero y las mejores armas están en la cabeza. La previsión y la precaución hacen milagros: cambiar los itinerarios, estudiar el recorrido con anterioridad, evitar los lugares propicios a emboscadas, difundir el rumor de un trayecto falso, hacer que tu presencia sea muy visible y llevar siempre un bridón fuerte y brioso, armas de calidad y una buena cota de malla resplandeciente, para dar la impresión de potencia guerrera. Como los perros antes de una pelea, intento infundir miedo en la distancia: encrespo mucho el lomo, abro las fauces. Y es una medida que funciona. Por otra parte, la huida a tiempo del defendido y el defensor tampoco es un recurso desdeñable: a fin de cuentas, un Mercader de Sangre no tiene ningún honor que preservar. Nyneve supone una ayuda fundamental: su pericia como arquera es prodigiosa.

Tengo veintitrés años, o quizá veinticuatro: en los primeros tiempos de mi desesperación perdí la cuenta y los días no eran más que un aturdimiento en la memoria. Sigo siendo doncella. Al principio, en lo más profundo de la acidia, ni siquiera podía pensar en la carne. Después, cuando fui recuperando la vida y el cuerpo con cada cicatriz y cada herida, no conseguí encontrar la manera de comportarme como una mujer, siendo como soy un caballero. Entre las anchas caderas de Nyneve, en cambio, hay una madriguera siempre acogedora: ella no tiene dificultades con su disfraz. Pero yo no acabo de saber dónde empiezan y dónde terminan mis ropajes fingidos.

Un día, escoltando junto a otro mercenario a un grupo de mercaderes a través de una zona boscosa, nos salieron al paso cuatro hombres de hierro. A pesar de la inferioridad numérica, la escaramuza se solventó enseguida. Nyneve, que viajaba embozada en una capa como si fuera un comerciante más, sacó el arco que llevaba oculto y atinó a hincar una flecha en el cuello de un atacante. Lo inesperado de nuestra defensa desbarató a los caballeros, que salieron huyendo sin apenas haber cruzado espadas con nosotros. Cuando íbamos a reemprender el viaje, uno de los mercaderes se me acercó con gesto preocupado:

—Rey, os han herido.

Al principio no entendí. Luego seguí la línea de sus ojos y miré hacia abajo: y vi que la silla y las gualdrapas de mi caballo estaban teñidas de rojo. Pero no era una herida: era mi flor de sangre, un menstruo inesperado.

—No os preocupéis —improvisé—. Ni siquiera me han rozado. Es sólo una lesión reciente, que ha debido de reabrirse con la refriega, Pero está casi curada y no hay por qué alarmarse.

Y proseguimos nuestro camino, mientras yo maldecía mi cuerpo de mujer. Este pobre cuerpo prisionero, que pugna por salir y derramarse.