Durante unas semanas
hemos vivido un sueño
Durante unas pocas semanas hemos vivido un sueño. La hermosa virtud de la esperanza puede también ser, paradójicamente, la madre de la más punzante pesadumbre, cuando esa esperanza te llena la cabeza de ilusiones que luego, al incumplirse, se transmutan en hiel y sufrimiento. Debería añadir esta reflexión a la definición de la palabra en mi enciclopedia.
Durante unas pocas semanas hemos vivido un sueño del que, por desgracia, ya hemos despertado. Un día, Nyneve llegó a casa sin aliento y nimbada de luz, con el rojo pelo alborotado, toda ella palpitante y encendida:
—Ha habido una revuelta… El conde de Tolosa se ha unido al rey de Inglaterra… Están combatiendo a los cruzados.
La hija mayor del señor de Montségur, Philippa, está casada con un guerrero, el caballero Pierre Roger de Mirepoix. Siguiendo órdenes del conde de Tolosa, y mientras éste consumaba su alianza con Inglaterra, Pierre Roger y sus faydits se dirigieron a Avignonet, donde se encontraba a la sazón el Tribunal de la Inquisición itinerante, y mataron a dos inquisidores y destruyeron los archivos que guardaban los documentos procesales contra los herejes. Al conocer la nueva, toda la región se levantó en armas contra el Papa, el rey de Francia y la Inquisición. La guerra se reabría y los vencidos enseñaban los dientes, y durante algún tiempo nos pareció que todavía podríamos salvarnos.
Pero el espejismo ha durado muy poco. Los ejércitos rebeldes han sido aplastados con rápida eficiencia. Me lo confirmó pocos días después una Nyneve envejecida y mortecina, acongojado el gesto y eclipsado su brillo:
—No sólo hemos sufrido una derrota total; además, consideran que Montségur es la cabeza de la hidra, puesto que de aquí salió la partida de faydits que acabó con los inquisidores. Han formado un gran ejército cruzado, dirigido por el senescal real de Carcasona y vienen hacia aquí para borrarnos del mundo.
Podríamos intentar huir de nuevo, pero ¿hacia dónde? Ya no quedan refugios en la Tierra. El señor de Pereille está dispuesto a resistir. Tiene confianza en la posición inexpugnable de su castro, en el valor de sus caballeros.
Y piensa que si consigue entretener a los cruzados y aguantar lo suficiente, el conde de Tolosa podrá recuperarse y venir en su ayuda. El señor de Pereille no se rinde: quiere seguir luchando por sus ideas, y yo quiero creerle, puesto que no hay nada mejor en lo que creer. Por eso nos hemos quedado aquí. Somos unas quinientas personas, doscientas de las cuales son Buenos Cristianos. Sin contarnos a Nyneve y a mí, sólo hay quince caballeros y cincuenta escuderos. Apenas sesenta y cinco guerreros contra un ejército compuesto, al parecer, por varios miles de hombres. Pero luego están, a nuestro favor, las laderas escarpadas, las cumbres nevadas, las ventiscas, el frío, la vecindad de las plumosas águilas, el terreno imposible que nos circunda. Y nuestro feroz deseo de vivir.
Todos los días nos subimos a las atalayas y nos asomamos al vasto paisaje montañoso, para ver si llegan. Son tan hermosos y serenos los cerros azulados, las enormes rocas que dora el sol poniente, estas masas de piedra que Dios creó en el principio de los tiempos y que seguirán aquí aunque los cruzados arrasen Montségur. Todos los días nos subimos a las atalayas para ver si llegan, y la paz de las montañas es tan absoluta y abrumadora que resulta difícil imaginar la inminente invasión de los guerreros, el rechinar de los hierros afilados, el paroxismo de la violencia bélica.
Mientras tanto, existimos. Y qué bella es la vida cuando está amenazada. Leo, escribo, hago el amor con León, converso con Nyneve, me río con las bromas de Filippo y Alina, que juegan con Guy como si fueran niños. Somos un clan, somos una horda. Somos una familia. Juntos somos más fuertes, o por lo menos nos sentimos más fuertes, y eso basta. Ahora entiendo a Nyneve cuando decidió sumar su destino al mío: a medida que envejeces se va haciendo más dura la soledad. Vas necesitando cada vez más ser necesitada por los otros. Ahora Guy depende de mí, y eso me conmueve. Cuido del gigante inocente de la misma manera que cuidaría de un hijo. En realidad es mi niño, un niño monstruoso, el único bebé que podría parir la monstruosa doncella revestida de hierro que yo he sido. Le hemos preguntado sobre su padre, pero cada vez que tocamos el tema se echa a llorar: desazona imaginar cuál puede haber sido el destino de mi Maestro. Sólo nos falta él. Ojala estuviera Roland entre nosotros. Sobre todo por Nyneve. Porque hace mucho que mi amiga parece haber abandonado su gusto por los hombres. Ella, que antaño fue un trueno, lleva demasiado tiempo en la sequía.
Con Guy, con Filippo y Alina, con la leve y pizpireta Violante trepada a los hombros de León, con Nyneve, suelo pasear por los alrededores de Montségur, disfrutando del paisaje, todavía todo nuestro, y recolectando plantas medicinales, pequeños y raros vegetales que se aferran a las rocas en lugares inverosímiles y que son capaces de sobrevivir en el rigor escarchado de estas alturas. Son como nosotros, como los habitantes de Montségur, estas pequeñas plantas obstinadas y duras. No he conocido días más hermosos que éstos: es la culminación de mi existencia. Esto es ciertamente la plenitud. El esplendor de la flor, toda abierta, radiante y temblorosa, justo un instante antes de marchitarse.
También colaboramos en el acopio de víveres, en la reparación de las defensas y en la puesta a punto de las armas, Nyneve y yo nos hemos presentado al señor de Pereille; le hemos hablado de nuestro pasado; le he explicado que soy, que he sido, Mercader de Sangre y señor de Zarco; le hemos ofrecido nuestros brazos y nuestras espadas. Como es natural, dada su escasez de recursos, las ha aceptado con alegría y sin aspavientos. Asimismo, hemos ayudado a seleccionar a los mozos más capaces y decididos de entre los plebeyos, y les hemos armado como hemos podido. León ha martilleado muchos hierros al rojo y les ha extraído su filo más mortífero. Y hemos fabricado innumerables flechas. Los arcos son esenciales para defender una plaza sitiada.
Hace un par de días llegó a Montségur un buhonero. Venía con noticias que pensaba que podrían interesarnos y por las que esperaba recibir una recompensa y, en efecto, Pereille le pagó bien. Nos dijo que el ejército del senescal estaba como mucho a una semana de distancia; y él fue quien nos informó de que eran varios miles de soldados. Yo luego le ofrecí una cerveza; nos sentamos delante de nuestra casa, en los poyos de piedra de la calle, y charlamos un rato; me habló de lo que le ha sucedido a la Dama Negra, y de las piras que llenan de columnas de humo el horizonte, y de lo mucho que el mundo está cambiando. En un momento determinado, su sobrino, un joven esmirriado y con antiguas marcas de viruela, empezó a contar la historia del rey Transparente. Y yo no le hice callar. No sé qué me pasó; tal vez fuera el deseo de terminar de una vez, de saber qué ocurría en esa historia. Quizá preferí enfrentarme directamente a la desgracia, en lugar de seguir esperándola agónicamente. El caso es que el tipo comenzó a narrar, y yo aguanté la respiración y escuché atentamente:
—La historia del rey Transparente sucedió hace muchos, muchos años, en un reino ni grande ni pequeño, ni rico ni pobre, ni del todo feliz ni completamente desgraciado. El monarca del lugar estaba envejeciendo y no conseguía tener hijos. Había repudiado a diez esposas porque ninguna le paría un descendiente y empezaba a estar desesperado. Entonces decidió secuestrar a Margot, la Dama de la Noche, que era el hada más poderosa de su Reino, y obligarla a cumplir sus deseos. Para ello ideó un ingenioso truco.
Éstas fueron las últimas palabras que le oí. Una piedra llegó volando de la nada y se estrelló en la mitad de su frente, derribándole por tierra; y detrás de la piedra apareció a todo correr uno de los mozos a quienes estamos entrenando, consternado y pidiendo perdón por su mala puntería con la honda. El joven alfeñique no parecía estar gravemente herido; recuperó pronto la conciencia, pero se le veía desorientado. El buhonero lo montó en una mula y se lo llevó, junto con las demás palabras no dichas de la historia maldita. Luego pensé que habíamos salido todos bastante bien librados, como si la desgracia nos estuviera guardando para un dolor mayor.
Melancolía: aguda conciencia del latir de la vida en su carrera veloz hacia la muerte, turbadora emoción ante la belleza que se nos acaba. Si el buhonero está en lo cierto, apenas nos deben de quedar cuatro días hasta la llegada de los cruzados. Contemplo ahora las montañas impasibles desde el punto más alto del adarve. Qué absoluta quietud, qué aire tan transparente. Vuelan los buitres en lo alto, con sus grandes alas doradas, vibrantes y extendidas. Me pregunto si ellos podrán ver, desde allá arriba, el oscuro y refulgente avance del ejército. Me pregunto si se relamerán anticipando la sangre. Pero mientras tanto, mientras llega el final y el miedo y el sufrimiento, este hermoso mundo roza lo perfecto.
Cuentan que, envejecida y consumida por la amargura y el odio, y temiendo fallecer antes de haber podido cumplir su juramento de venganza, la Dama Negra retó a su hermano Pierre a un combate singular que pusiera fin a su larga historia de aborrecimiento mutuo. Y cuentan que el Barón, bastante mayor que Dhuoda e instalado ya en los primeros años de su ancianidad, aceptó sin embargo el reto, exasperado por la feroz persecución de la Duquesa y preocupado por pacificar y ordenar el feudo antes de transmitírselo a su primogénito. Además, Pierre había sido un notable guerrero y aún se mantenía, o creía mantenerse, en buena forma. Sus espías le habían informado de la decadencia mental y física de su hermana, y de todos modos nunca creyó que una mujer pudiera ser un contrincante peligroso.
Las negociaciones para la celebración del combate se prolongaron durante cerca de dos meses. Tenían que designar padrinos y jueces, escoger un terreno neutral, acordar armas, fecha, normas de lucha e incluso el número de guerreros y soldados que conformarían la comitiva de cada contendiente. Después de mucho discutir, los delegados de la Duquesa y el Barón convinieron que el encuentro sería en Beauville, antigua ciudad del feudo de Puño de Hierro pero ahora villa libre, justamente el lugar en el que Pierre intentó asesinar a su hermana, muchos años antes, por medio de una capa emponzoñada. Se enviaron emisarios a Beauville, se acordó un sustancioso pago a la ciudad por los inconvenientes y se fijó la fecha. Y luego sólo hubo que esperar a que llegara el día, mientras se bruñían los escudos, se engrasaban las cotas, se ajustaban los yelmos y se afilaban los odios y las armas.
El combate debía comenzar al despuntar el sol; era una lucha a muerte, por supuesto, y se celebraba en la intimidad. Los regidores de Beauville habían levantado un cercado de madera en la Plaza Nueva para evitar miradas indiscretas. Dhuoda y Pierre llegaron a la ciudad la tarde anterior, pero se las arreglaron para no verse. En la madrugada del día señalado, cuando el último soplo de la noche todavía inundaba el aire de negrura, los dos hermanos y sus acompañantes se dirigieron a la plaza. Cuentan que el silencio era opresivo, cuentan que sólo se escuchaba el restallar de la tierra escarchada bajo sus duros pasos. Llegaron al rectángulo de madera, donde ya les estaba esperando la corporación municipal. Dentro del vallado sólo pasaron los combatientes y sus padrinos, junto con el juez de la liza y los regidores de Beauville, que actuaban como notarios del enfrentamiento. Dhuoda y Pierre se situaron en sus posiciones, en el centro del cercado, y esperaron, porque la noche aún no había rendido su oscuridad al asedio del sol. La agitada luz de un par de hachones ponía reflejos de fuego sobre las armaduras, sobre el negro metal de la extraña coraza de la Duquesa, sobre el bruñido acero del Barón. Eran dos guerreros muy poco comunes, empezando por las lúgubres faldas de Dhuoda, que pendían por encima de sus calzas metálicas, y siguiendo por la escasa estatura de ambos, pues Pierre siempre había sido un hombre bajo y ahora la edad le había ido encorvando y menguando. Pero sus espadones desnudos tenían la medida justa de la muerte y eran tan grandes y temibles como el mandoble del caballero más fiero.
De pronto, un alboroto estalló en el aire helado: era el griterío de los pájaros, su frenética alabanza cotidiana al renacer del día. Cuentan que los hermanos se estremecieron, golpeados por la tensión y la inminencia del combate. Las sombras se retiraban rápidamente, como agua vertida que la tierra absorbe, y la luz se iba fortaleciendo por momentos. Unos instantes después, un resplandor rosado iluminó las casas de la plaza, cuyos pisos superiores asomaban por encima del cercado. Los padrinos apagaron los hachones. Y el juez ordenó que la justa empezara.
Se embistieron como carneros ciegos, tajando, amagando, golpeando, hendiendo. Eran buenos guerreros o lo habían sido, y durante largo rato pelearon con potencia y bravura, llenando el aire de un estruendo de golpes, de chasquidos de hierro y roncos bramidos de coraje y esfuerzo. A ratos la suerte parecía acompañar a Pierre, a ratos la victoria coqueteaba con Dhuoda, pero ni uno ni otra conseguían rematar sus rabiosos ataques. El tiempo pasaba, el sol avanzaba por el gélido cielo y los combatientes se cansaban. Empezó a costarles levantar la pesada espada y sus movimientos se fueron haciendo cada vez más lentos, cada vez más torpes. Sin embargo, siguieron peleando. Cuentan que al empezar la tarde estaban ya tan agotados y tan debilitados por las heridas que no podían ocultar lo que eran: un caballero anciano y una mujer madura y enferma. Tropezaban, caían de rodillas con tintineo de lata, se ponían de pie con agónico esfuerzo apoyándose en la cruz de sus espadas. La sangre rezumaba de sus muchos cortes, formando un sucio barrillo bajo sus pies, y angustiaba escuchar el sonido acezante de sus respiraciones. Por encima del vallado, desde las ventanas de las casas de la plaza, racimos de vecinos atisbaban el enfrentamiento. Tal vez Brodel, el rebelde regidor Brodel, siga ocupando un puesto de responsabilidad en Beauville; tal vez fue él quien convenció a los demás para que el combate se celebrara en la ciudad. Tal vez quiso ofrecer a sus convecinos ese espectáculo ejemplar por lo absurdo y patético, dos viejos nobles envenenados de odio y matándose mutuamente poco a poco, sin elegancia ni épica, con toscos y extenuados mandobles.
Llegó un momento en el que ambos contendientes estaban tan exhaustos y respiraban con tantas dificultades que parecían a punto de colapsarse. Se detuvieron, una vez más, clavando la punta de sus espadas en la arena y apoyándose, tambaleantes, en las empuñaduras. Se contemplaron en silencio durante largo rato; y después, al unísono, arrojaron las armas al suelo y se aproximaron con andares lentos y precarios.
Cuentan que ambos combatientes, Dhuoda y el Barón, vestían armaduras hechas a la manera bretona, con el ristre afilado hasta convertirlo en un temible punzón, un aguijón de alacrán que les salía del pecho, por encima de la tetilla derecha. Y cuentan que, cuando arrojaron las espadas al suelo y se acercaron renqueando, Pierre se inclinó un poco, para que la altura de su ristre coincidiera con el busto de la Duquesa. Entonces se tomaron de los brazos y se estrecharon fraternalmente, quizá como nunca lo habían hecho. Y apretaron y apretaron, cada vez más juntos, cada vez más cerca, mientras los duros pinchos agujereaban las corazas, y traspasaban los coseletes de cuero, y rasgaban las camisas y después las carnes blandas y marchitas, los dos hermanos aferrados con desesperada ansia el uno al otro, los dos empujando, los dos resoplando, los dos partiéndose mutuamente el corazón en el definitivo abrazo de la muerte.
Ya están aquí. Primero llegaron los conejos y las liebres de patas ligeras, los zorros silenciosos, las bulliciosas aves, las torpes perdices de pesado cuerpo, todas las criaturas salvajes que huían del asolador avance de las tropas. Después vimos el polvo, como una nube baja de color parduzco pegada a la línea del horizonte. Luego oímos el ruido, un creciente rumor de mar o de tormenta, un sordo retumbar que acabó convirtiéndose en fragor. Y al cabo, cuando nuestros ojos ya lloraban y ardían de tanto contemplar el paisaje con ansiosa fijeza, el ejército enemigo apareció, como una lengua oscura, por encima del lomo de los montes, y se desparramó frente a nosotros, y eran en verdad millares, una masa negra y pavorosa iluminada por las manchas carmesíes de los estandartes y el chisporroteo de las armas al sol. Tomaron las alturas y se detuvieron, y comenzaron a redoblar tambores, a tocar las trompetas, a golpear los escudos con el puño de sus innumerables espadas, a gritar con toda la fuerza de sus pulmones, para amedrentarnos con el ruido. Y el estruendo resultaba ensordecedor. Pero cuando callaron de repente, y entre ellos y nosotros sólo quedó el tenue y afilado silbido del viento, el silencio fue mucho más amenazador y más angustioso.
Ahora es de noche, pero pronto amanecerá y suponemos que los cruzados atacarán con las primeras luces. Frente a nosotros, agujereando la oscuridad, brillan los centenares de hogueras del campamento enemigo. He acostado a Guy y le he cantado una nana hasta que se ha dormido, aunque he tenido que prometerle que le daré una espada. Y lo haré, cuando los cruzados rompan nuestras defensas: a fin de cuentas el gigante inocente es un hombre muy fuerte y sabe luchar. Aparte de los niños, nadie duerme hoy en Montségur. Revisamos los parapetos y las provisiones, repasamos los planes defensivos. Los Perfectos rezan. Los guerreros nos preparamos. Después de haber pasado tantos años eludiendo el combate y sin comprometerme de manera directa en la larga guerra entre los cruzados y los occitanos, al fin entro en la liza. Dhuoda ha muerto, liberándome de mi juramento de fidelidad feudal. Y, además, quiero luchar con mis compañeros de Montségur, porque ahora no me cabe la menor duda de que mi sitio es éste. Como Aquiles, el héroe cuya historia cuenta la piel pintarrajeada de Filippo, me preparo lentamente para la batalla. En el sitiado castro no dispongo de una armadura completa, y tampoco sé si deseo vestirme nuevamente de hombre. De manera que, sobre mis ropas de mujer, me coloco un viejo peto de cuero, reforzado con grandes placas de acero. Me ciño el cinto con la espada y luego recojo el pico de las faldas y lo engancho por debajo del cinturón, para acortar la longitud y el vuelo y permitir mejor los movimientos. Embrazo el escudo y me dirijo a la zona de la atalaya que me han asignado. Dejo a mi lado, a mano, una larga pica, que puede serme muy útil si los enemigos llegan con escalas, y, sobre todo, el fuerte arco y una abundante reserva de saetas. Cubro mi cabeza con el pesado yelmo, en el que, a diferencia del yelmo del guerrero griego, no ondean las crines de ningún caballo. Así ataviada, a medio camino entre las sayas y los hierros, debo de parecerme un poco a la vieja Dhuoda. A mi izquierda se encuentra Nyneve, también con un arco, y a mi derecha León, armado con una maza, una pica y su honda. Entre sus pies, un montón de pedruscos. Acurrucada junto a nosotros está Violante, que se niega a separarse de su adorado León y que nos subirá más piedras y más flechas si las necesitamos. Filippo se ha quedado cuidando de Guy, mientras que Alina servirá de mensajera entre los defensores de la muralla. Doy la mano a Nyneve y luego a León, que estruja mis dedos con su palma callosa. Me alegra y consuela estar junto a ellos. Los guerreros nos hemos ido distribuyendo por grupos de familia y amistad a lo largo del perímetro de Montségur, porque de todos es sabido que combatir codo con codo con los seres que aprecias refuerza el valor de los soldados.
—Es como la Cohorte Sagrada tebana…, ya sabes, aquella cohorte militar del mundo antiguo… —dice Nyneve—. La que estaba formada por ciento cincuenta parejas de amantes. Como luchaban espalda contra espalda resultaban invencibles, porque no sólo combatían por sus propias vidas, sino también para salvaguardar la vida del amado.
Sí, recuerdo bien la Cohorte Sagrada. Y también recuerdo que, después de muchos años de victorias, perdieron una batalla. La primera y la última, porque fueron exterminados. Pero será mejor callar sobre ese punto. A veces no es bueno saber demasiado.
Hace tanto tiempo que no combato que no sé si estoy preparada para ello. No sé si estoy dispuesta a matar y a morir, dos hechos atroces que en realidad repugnan a la conciencia humana. Pero la experiencia me ha enseñado que, cuando la lucha comienza, todas estas consideraciones desaparecen, sepultadas bajo el repentino paroxismo de violencia. Sabré pelearme y venderé cara mi vida. Antes de subir a la atalaya, he comido y bebido, pues no sé cuándo podré volver a hacerlo, y he dado de comer y de beber a Alado, nuestro viejo bridón. Pero, al contrario que Janto, el caballo de Aquiles, Alado no me ha dicho si el día de mi muerte está cercano.
Crujen horriblemente los humildes techos al hundirse, restallan las reventadas vigas, gritan de pánico y dolor los numerosos heridos, mientras las grandes piedras atraviesan el cielo, ensombreciendo el sol como colosales pájaros de muerte. No hay nada que hacer frente al peligro aéreo, no hay modo de defenderse de la lluvia de rocas que vomitan sin cesar las catapultas. Hambrientos y ateridos, asistimos inermes a la destrucción de Montségur.
Al principio fue fácil rechazar al ejército enemigo. Pese a la enormidad de sus fuerzas, la aspereza del terreno les obligaba a atacar en menguadas columnas que los arqueros desbarataban cómodamente. Buenos estrategas, el señor de Pereille y su yerno, el fogoso Roger, instalaron un puesto avanzado en un ángulo de la montaña, una especie de nido de águila que, defendido por tan sólo diez hombres, conseguía crear un estrecho e inexpugnable paso por el que los enemigos tenían que deslizarse de uno en uno. En los primeros ataques frontales, los cruzados perdieron decenas de hombres y nosotros no sufrimos ninguna baja. Pronto aprendieron la lección y cambiaron de táctica: decidieron agotarnos por el mero asedio. De cuando en cuando amagaban un asalto al castro, nada verdaderamente serio, porque se retiraban antes de sufrir demasiados daños. Yo creo que lo hacían para mantenernos en tensión, para rompernos los nervios.
El sitio de Montségur comenzó a principios del verano y nosotros resistimos bien durante todo el estío, devorando nuestras provisiones y rezando para que empezara pronto el crudo invierno. Vino el otoño con sus lluvias y luego llegaron la escarcha, el granizo y la nieve. Los montes se pintaron de un blanco cegador y el aliento se nos empezó a congelar ante las narices, destellando en el aire como una pequeña nube de diminutos cristales. Pero los enemigos no se fueron. Ahí siguen, agazapados entre la nieve, como lobos hambrientos vigilando su presa. En los campamentos debía y aún debe de hacer mucho frío, pero en Montségur no estamos mucho mejor, sobre todo después de que se nos acabara la leña. Durante un tiempo seguimos alimentando las chimeneas con muebles, y luego con boñiga seca del ganado que guardábamos dentro del castro. Pero pronto empezamos a comernos las vacas, porque también se terminó el forraje para mantenerlas. Llevamos semanas con las lumbres apagadas y los mocos congelados como carámbanos. Y llevamos meses con la comida racionada. De guardia en las atalayas, la ventisca nos hiere el cuerpo con cuchillo de hielo.
Hace cosa de un mes, un ataque sorpresa hizo caer el puesto avanzado, el nido de águila en el pico de la montaña; los defensores lucharon con admirable bravura, pero fueron aniquilados. Expedito el paso, los cruzados accedieron a la explanada cercana y empezaron a montar sus catapultas. Desde hace varios días, esas máquinas infernales nos están destrozando.
—Y pensar que la catapulta fue inventada en Siracusa por el griego Arquímedes para luchar contra los romanos… —dice Nyneve.
—Me repugna que un gran sabio como él inventara este método cruel y cobarde para matar indiscriminadamente y en la distancia —digo, indignada, contemplando con lágrimas en los ojos los estragos producidos por los proyectiles, el cuerpo ensangrentado y exánime de un niño que ahora mismo están sacando de entre las ruinas de una casa, el dolor lacerante de su madre.
—Tienes razón —suspira Nyneve—. Y lo peor es que probablemente Arquímedes pensaba que estaba actuando bien. Quizá creyera que, con sus ingenios bélicos, conseguía tiempo y dinero para poder desarrollar sus otras ideas…, su Gran Obra, como decía Gastón. También nuestro alquimista estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de sacar adelante su trabajo…, con la diferencia de que el griego era un genio y Gastón, un cretino. Pero la vanidad y la ambición pueden igualar a sabios y necios. Por otra parte, también es posible que a Arquímedes le pareciera bien matar indiscriminadamente y en la distancia a los soldados romanos, que eran los enemigos de su patria. ¿Quién le iba a decir que su maldito artefacto estaría aplastando niños mil quinientos años después? Dios mío, Leola…, qué difícil, qué lento y qué costoso es el progreso del mundo…
Hay algo en el tono con el que Nyneve ha pronunciado las últimas palabras que me hace volver la cara a contemplarla: una vibración desesperada, un desaliento inhabitual en mi amiga, siempre tan combativa, siempre tan resistente y tan vital. Está sentada a mi lado, en el suelo, con la espalda apoyada contra el parapeto. La roja cabellera sucia y revuelta, entreverada de polvorientas canas. El cuerpo ensanchado y como rendido a su propio peso, con los hombros caídos hacia delante. Pálida y macilenta, bajo sus ojos han aparecido unas bolsas violáceas. Lleva puestos sus vidrios de ver y en sus manos, vendadas con trapos viejos para combatir el frío, tiene un libro sacado de la biblioteca de Pereille. Desde que empezó el asedio, Nyneve se ha sumergido en la lectura de un buen puñado de obras latinas antiguas que ha encontrado en casa del señor de Montségur. Va a todas partes con los pesados volúmenes, incluso se los trae a la muralla cuando le toca guardia. Dice que hay que aprender de los autores clásicos, que hay que leer y releer la historia, para saber que los humanos han atravesado por muchos otros momentos angustiosos, pero que la vida continúa, que las ideas retornan, que siempre hay esperanza. ¿Cree de verdad Nyneve en todo esto? Porque yo ahora la encuentro demasiado triste. La encuentro derrotada.
—¿No vas a ir a ver cómo está ese niño al que acaban de sacar de entre los escombros? —le digo para aguijonearla, porque su pasividad me inquieta.
—¿No has advertido lo descoyuntado de su cuerpo? Tiene roto el espinazo. Sé que está muerto —contesta lúgubremente.
Al menos las catapultas parecen haberse detenido por el momento. El aire está lleno del polvo de los derrumbes. Se oyen llantos y gritos. Hay muchos heridos, muchos enfermos, demasiados muertos. Nos encontramos debilitados y agotados, embrutecidos por tantos meses de ansiedad y privaciones. Nyneve, ayudada eficazmente por la señora de Lumiére, por Alina y Violante y algunas otras jóvenes cataras, se dedica a cuidar y curar los cuerpos lesionados. Pero las almas aterrorizadas y ateridas ¿quién puede curarlas? No podremos aguantar mucho más tiempo. Los meses pasan, la primavera se acerca, llevamos casi un año de asedio y el conde de Tolosa no ha venido ni vendrá en nuestro auxilio. Estamos solos. Y estamos acabados.
—No te dejaré. No me marcharé sin ti —llora Violante, ocultando su rostro entre las negras faldas de su madre.
—Mi pequeña… —musita la señora de Lumiére, mientras se inclina para abrazar a la enana—. Por favor, no me lo hagas más difícil… Sé que podría irme con vosotros, pero… soy vieja, os entorpecería, y, además, no quiero huir, no quiero ocultar mis creencias, porque para mí sería lo mismo que renegar de ellas. Prefiero morir por mi fe y dar testimonio en el martirio. Sé que dentro de muchos siglos se hablará de nosotros. Se hablará de la caída de Montségur. Y de los Buenos Hombres y las Buenas Mujeres que supieron vivir y morir cristianamente. No me asusta la pira, querida mía. Es la puerta que me conducirá al seno de Dios. A su Eterno Amor y su Belleza Eterna. Sólo será un tránsito muy breve y luego podré alcanzar un gozo infinito. Pero tú debes marcharte, porque no estás preparada para la hoguera. Y eso sí que me resultaría insoportable. Me rompería el corazón verte sufrir.
Diminuta como es, apretada entre los brazos de la señora de Lumiére y hundida en las crujientes sedas del oscuro traje materno, Violante parece una niña pequeña. Pero en realidad es una mujer adulta y capaz. La enana se seca las lágrimas con sus puñitos deformes y su delicado rostro adquiere una expresión de sombría determinación.
—Está bien, madre. Haré como dices.
Todos nos enjugamos los ojos al unísono porque todos lloramos abiertamente. Incluso León, siempre tan rudo y tan contenido en apariencia, tiene las carnosas mejillas humedecidas.
Aunque sólo somos unas cuantas docenas de guerreros, hemos logrado defender la plaza durante diez meses contra todo un ejército. Pero ahora, derrotados y deshechos, verdaderamente al final de nuestras fuerzas, hemos decidido rendirnos. El joven Pierre Roger ha ido a negociar las condiciones con el senescal de Carcasona. Los cruzados dejarán con vida a todos los que abjuren del catarismo. Aquellos que persistan en su herejía serán conducidos de inmediato a la hoguera y quemados vivos. El castro de Montségur será completamente derruido hasta que no quede piedra sobre piedra. Todas las posesiones del señor de Pereille y de los demás caballeros implicados pasarán a ser propiedad del rey de Francia.
Son unas estipulaciones muy duras, pero al menos Roger ha conseguido, no me imagino cómo, un pequeño aplazamiento de la condena: quince días de tregua antes de que se ejecute la rendición, con todo su acompañamiento de horror y de violencia. También ha logrado provisiones para estas dos semanas, de modo que durante medio mes hemos vivido en el más hermoso y conmovedor de los paraísos terrenales, en esa dolorosa plenitud de los últimos días antes de la llegada del fin de las cosas. Durante este tiempo, los padres han mimado a sus hijos y los hijos han honrado a sus padres; los amigos se han acompañado y consolado; los amantes se han amado tiernamente.
Los Buenos Hombres y las Buenas Mujeres han destacado por su alegría y su serenidad. No les asusta terminar en el atroz abrazo de las llamas. Hace dos días, es decir, tres jornadas antes de acabarse la tregua, una veintena de personas pidieron recibir el consolament, el único sacramento albigense, de manos de los obispos cátaros de Tolosa y de Razés. Se convirtieron de este modo en religiosos de la secta y se condenaron al martirio, del que podrían haberse salvado. La mayoría de los nuevos Buenos Cristianos son guerreros; algunos están acompañados de sus mujeres. Corba, la anciana dama de Montségur, esposa del señor de Pereille, recibió también el consolament, así como su hija Esclarmonde, joven y muy enferma por la dureza y las fatigas del asedio.
Asistí junto con los demás a la administración del sacramento. Es una ceremonia sencilla, una simple imposición de manos; pero, dadas las circunstancias, fue un gesto de enorme trascendencia. Ahí estaban esos caballeros, esos escuderos, esas damas, entregándose a la muerte y al suplicio sólo sostenidos por la coherencia de su voluntad y su fe. Hacía una fría y transparente mañana de marzo y a nuestro alrededor el castro ofrecía el desolado paisaje de sus ruinas. En el aire flotaba una vaga promesa de primavera, pero los guijarros del suelo estaban escarchados y las sombras eran densas y azules. Todos los habitantes de Montségur, todos los que no estaban demasiado heridos o demasiado enfermos, nos habíamos congregado en la estrecha plaza, bien para recibir el consolament, bien para asistir a la imposición. En el conmovedor silencio de la ceremonia recordé el refinado mundo de la reina Leonor y cómo me emocionaban aquellos maravillosos paladines del Gran Torneo de Poitiers, aquellos guerreros cortesanos en quienes yo veía la máxima representación de la nobleza. Pero la verdadera nobleza, ahora lo sé, es esto. Es caminar toda tu vida con pasos atinados, con pasos que te salen del corazón; es que tus actos estén de acuerdo con tus ideas, aunque el precio sea alto. Y no imponer esas ideas a nadie, y ser modesto y compasivo en tu grandeza. Mi viejo amigo San Caballero tenía razón: tus últimos días sobre la Tierra son el momento de la gran verdad. Un final decoroso confiere dignidad y sentido a una existencia entera.
Yo no tengo la fe de los Perfectos y, aunque sus pensamientos me parecen hermosos y sensatos, ni siquiera sé si creo verdaderamente en el Dios de los cátaros. Por eso no me siento impelida a inmolarme con ellos, un sacrificio que por otra parte nadie me pide. Sin embargo, sí me han pedido algo: que escolte y ponga a salvo a una decena de Buenos Cristianos a los que los albigenses quieren evitar la muerte.
—Que seamos gente de paz no quiere decir que debamos dejarnos exterminar como corderos —nos explicó Bertrand Marty, el obispo de Tolosa, cuando nos mandó llamar—. Hemos escogido a diez Perfectos y Perfectas de entre los más jóvenes de la comunidad, los más fuertes y los más sanos, para que salgan de Montségur y puedan seguir transmitiendo la palabra de Dios, además de dar testimonio de lo que aquí ha ocurrido… Queríamos pediros que les ayudarais a escapar. Que les ayudarais a llegar con bien al Reino de Navarra o tal vez a Cremona, lugares donde los nuestros siguen encontrando cobijo y apoyo.
Nyneve, León y yo aceptamos el encargo inmediatamente. ¿Cómo no hacerlo, si eso supone salvar de las llamas a un puñado de jóvenes? Y a Violante, que también vendría con nosotros. Alina y Filippo podrían quedarse para la rendición; al no ser guerreros o albigenses, sin duda les dejarían con vida. Pero ni la muchacha ni el eunuco consienten en separarse de nosotros. En cuanto a Guy, soy yo quien no quiere dejarle solo y atrás: también nos lo llevaremos. De manera que seremos nosotros seis, más Violante y los diez Perfectos.
Cuando Pierre Roger negoció la tregua, también tenía en mente esta posible huida. Necesitábamos ganar tiempo para intentar encontrar un túnel que, según una antigua leyenda, conectaba el castro de Montségur con la base del farallón de roca sobre el que está construido. El señor de Pereille había oído decir en su familia que la entrada del túnel se encontraba en uno de los pozos de Montségur, de manera que comenzamos a explorarlos. La intrépida y menuda Violante se hizo atar por debajo de los brazos con una larga soga, y León la bajó a pulso por los oscuros pozos. En uno de ellos, en el más estrecho y más limoso, pocos palmos por encima del agua negra y quieta, Violante halló una piedra plana y horizontal incrustada en el muro, y sobre ella una abertura suficiente como para permitir el paso de una persona. Se construyó un trinquete sobre el brocal y un arnés de cuero sujeto por cadenas con el que subir y bajar a las personas hasta el agujero. Como los lugares angostos me desasosiegan, decidimos que la exploración la hicieran León, Nyneve y Violante, y a esa labor han estado dedicando los últimos días. Al parecer el pasadizo comunica con un laberinto de grutas naturales; la enana, atada a una larguísima soga para no extraviarse, fue probando caminos hasta atinar con el verdadero. Anteayer consiguió salir a la superficie; la boca del túnel, cuentan, asoma al píe de la roca, a las espaldas de Montségur, y está perfectamente escondida por matojos. Un fácil salto de la altura de un hombre separa la salida de una estrecha plataforma que se asoma al abismo más vertiginoso; pero por ambos lados de la plataforma hay pequeños senderos desdibujados que recorren la ladera. Tras encontrar el camino, clavaron la soga a la pared del pasadizo para marcar la ruta de manera inequívoca, y luego León ha abierto con su maza aquellos lugares del túnel que le parecieron demasiado estrechos no sólo para su propia envergadura, sino, sobre todo, para el corpachón de Guy. Han terminado el trabajo justo a tiempo, porque mañana expira la tregua. Dentro de unas horas, en cuanto anochezca, nos escaparemos.
De manera que ahora es el tiempo de las despedidas. Y de las lágrimas. Lo tenemos todo preparado, pero de cuando en cuando el ánimo flaquea.
—Recemos, hija mía. Recemos, mis amigos. El amor de Dios y el Padrenuestro nos darán fuerzas y nos regocijarán… —dice la señora de Lumiére, atrozmente tranquila.
Comenzamos todos a rezar, pero yo, que Dios me perdone, necesito otro amor, otro milagro. Me muevo cautelosamente a través del grupo de personas hasta situarme a las espaldas de León, que no se ha dado cuenta de mi proximidad y sigue ensimismado en sus oraciones. Estiro el brazo y meto mi mano mutilada dentro de su cálida manaza, como un ratón herido que busca la protección de la madriguera. León da un pequeño respingo, pero no me mira. Sin embargo, cierra sus dedos en torno a los míos. Qué bien se está ahí dentro… Me arrimo al herrero. Pego mis piernas a su pierna, mi pecho a su costado. Apoyo mi cabeza en la parte trasera de su hombro. Mi nariz está a la altura de su axila. Carne mullida y olorosa, aroma a bosque y humo. León sigue sin volverse, pero advierto que echa su cuerpo hacia atrás, apretándolo contra el mío.
—Vámonos —le susurro en la oreja.
Salimos discretamente del círculo de fieles y echamos a andar sin soltarnos de la mano y sin saber muy bien hacia dónde ir. Nuestra casa, en el piso bajo de la torre Sur, se mantiene intacta, porque sus muros son demasiado sólidos como para ser derribados por las catapultas. Pero, al ser uno de los pocos lugares que aún quedan enteros en el castro, la torre está siendo usada como cobijo para los que se han quedado sin hogar. Ahora compartimos vivienda con un puñado de personas, y sin duda buena parte de ellas estarán allí en estos momentos.
De manera que caminamos de la mano y sin hablar por entre las rotas callejas de Montségur, intuyendo el vértigo de la próxima huida. Hinchadas nubes de atormentadas formas cubren el cielo y parecen pesar sobre nuestras cabezas como si fueran de piedra. Está atardeciendo rápidamente y hay una luz húmeda y gris, una lúgubre luz que ensucia cuanto toca. Sin decirnos nada, acompasamos nuestros pasos y nos dirigimos al sector Noroeste de Montségur, el más castigado por las catapultas. Aquí las casuchas están todas destripadas y con las techumbres hundidas, y el castro es un abigarramiento de escombros y ruinas. No se ve ni un alma entre tanto destrozo. Pasamos por encima de un montón de cascotes que antaño debieron de constituir una morada y nos guarecemos en una esquina de argamasa que, aunque sin techado, aún permanece en pie. Pienso en adecentar un poco el suelo, en retirar las piedras para poder tumbarnos, pero no tengo tiempo para hacerlo: León me toma entre sus brazos y me sienta en el muro medio derrumbado. Alza mis piernas felizmente cubiertas por las fáciles sayas y las coloca en torno a su cintura, y luego mete su abrasadora lengua entre mis dientes. Arde todo él, arde como si tuviera fiebre, y su calor seco y delicioso me protege del viento y la intemperie. Recostada contra el precario muro de una ruina, bajo las nubes negras, a horcajadas sobre las caderas de mi amante, noto cómo me busca, cómo me atraviesa y me hace suya. Y yo me dejo quemar en esta hoguera. Yo también me hago cenizas y subo al Cielo.