Llevo mucho tiempo
escondida

Llevo mucho tiempo escondida tras unos matorrales, manchada con el pringoso azúcar de las jaras, mientras el mundo ruge y arde a mi alrededor. A lo lejos, el aliento de las llamas pinta en la noche un resplandor de infierno. Estoy en una zona agreste de monte bajo. El bosque me hubiera proporcionado un refugio mejor, pero no me he atrevido a entrar en su oscuridad aborrecible, en la amenaza de sus viejos misterios: los bosques antiguos son la morada de los antiguos dioses, de seres demoníacos y genios malignos, de las bestias incomprensibles que habitaron la Tierra antes que nosotros. Ha salido la luna, redonda y casi llena, tan fría contra el calor del fuego. Bajo su luz helada he visto pasar soldados y caballeros que parecían fantasmas, con las armas brillando con un fulgor de plata. Pero ahora ya hace rato que todo está callado y que sólo escucho mi corazón. No sé qué temo más, si la presencia de los hombres de hierro o esta ausencia de ahora, esta soledad mía tan completa y desnuda en mitad de la noche. La luna pone un halo lívido a las cosas y los espíritus de los muertos danzan en las sombras con bárbara alegría.

El silencio está poblado de rumores, de chasquidos de ramas, del siseo escurridizo de pequeños bichos que se arrastran. Súbitamente, los matorrales se agitan a mi izquierda. Es un ruido violento, un fragor de chubasco, la intuición de algo grande que se acerca. Me quedo sin respiración, segura de no poder soportar lo que imagino: que las ramas se abren y aparece la calavera luminosa y horrenda de un espectro. Y, en efecto, Dios mío, la hojarasca se vence y asoma junto a mí una cabeza demoníaca, negra como la pez, con los ojos amarillos del Maligno. El aire se me escapa de los pulmones con un grito. Creo morir, o quizá quiero morir, con tal de no ver. Pero el tiempo transcurre sin que suceda nada y al fin veo. La luz iridiscente de la luna me permite reconocer los contornos hirsutos, los lustrosos colmillos, el hocico prominente e inquisidor. Es un jabalí. ¿O quizá es Satán disfrazado de puerco? No, es un verdadero jabalí. Huelo el tufo de su aliento y percibo su miedo. La bestia me teme, igual que yo a ella. Durante unos instantes permanecemos quietos, contemplándonos. Sus ojillos brillantes me atraviesan con una mirada feroz pero más compasiva que la mirada verde del caballero. Podría desgarrarte con mis colmillos, pero no quiero, me parece entenderle; los dos estamos solos, pequeño escuerzo humano, los dos somos criaturas perseguidas en la noche. De pronto, ya no está. Su cabezota ha desaparecido y sólo queda el rumor de las ramas al enderezarse. Me llevo la mano al pecho, intentando calmar mi corazón. Mi cuerpo está agitado, pero mi mente, cosa extraña, está más serena de lo que estaba antes de la aparición del animal. Ahora creo saber lo que voy a hacer. He tomado una decisión. El miedo puede ser un antídoto del miedo.

Entonces me levanto. Camino ligera y sigilosa por los montes plateados. Atravieso las eras roturadas del amo y llego a nuestra pequeña tierra. Y entro en el vecino y abandonado campo de batalla. El olor estancado de la carnicería me inunda las narices y la garganta, y espesa mi saliva con un sabor a náusea. A la luz de la luna, los cuerpos rígidos de hombres y jumentos parecen rocas retorcidas de un paisaje fantástico. Camino entre los cadáveres intentando no pisar con mis pies desnudos las piltrafas de carne, los cuajos de sangre. Intentando no pensar en lo que estoy haciendo. El caos y la urgencia del final del combate han impedido que los vencedores recojan el botín; sin duda regresarán mañana a la luz del día para desnudar a los vencidos, pero por ahora los muertos siguen conservando todas sus armaduras y sus armas. Procuro no mirarles a la cara, pero a veces les veo y parecen gritarme. De sus bocas abiertas y crispadas pueden salir en cualquier momento sus ánimas malditas, dispuestas a perseguirme y atormentarme. Me detengo y vomito. El aire también parece coagulado, este aire apestoso y mortífero que envenena mis pulmones. Rebusco durante un rato intentando respirar lo menos posible, y al cabo encuentro un cuerpo que parece ser de mi tamaño y cuya armadura se halla en buen estado. Tiene el yelmo hendido por un tajo que le parte la cara hasta la mejilla; el corte es de una negrura tenebrosa bajo la luz lunar, un fulgor de seca oscuridad que ocupa todo el lado izquierdo de su rostro, el lugar donde antaño existió un ojo. El otro lado es suave y delicado bajo los tiznones de la sangre: es un guerrero muy joven. Con pulso tembloroso le desato el cinturón de caballero, del que todavía penden la daga y el hacha de guerra, e intento abrirle los dedos engarriados para liberar la espada de su mano. Tardo muchísimo. Aún me demoro más para sacarle la desgarrada sobreveste, bordada con pequeños tréboles azules sobre un fondo amarillo. No sabía que me iba a costar tanto trabajo desnudarle: el cuerpo está rígido, encogido sobre sí mismo, petrificado en la postura de un niño que duerme. Le arranco las manoplas, las espuelas, las botas de cuero y las brafoneras que cubren sus piernas. Tengo que estirar sus brazos con un sordo chasquido para poder extraer la larga cota de malla. Desato las lazadas de su almilla acolchada y se la quito. Por la camisa abierta se entrevé su pecho blanco y suave, carente de vello, cruzado por los oscuros verdugones de los golpes. No puedo aprovechar el casco ni el almófar de malla que protegen su cuello y su cabeza porque están partidos por el tajo y sus rebordes se han hundido en el cráneo. Busco a mi alrededor y encuentro otro cadáver al que le falta un brazo, pero que conserva el yelmo intacto: es un hombre barbudo de ojos desorbitados. Le pelo la cabeza como quien pela una naranja, mientras intento mirar para otro lado. Recojo mi botín venciendo las arcadas y salgo del campo de batalla a trompicones, corriendo y tropezando, tambaleándome bajo el peso de mi carga.

Me detengo en el pequeño pedazo de tierra pedregosa que hace unas horas araba con mi hermano y comienzo a vestirme. Las medias de malla, las botas, que me vienen un poco grandes y que aun así son un tormento para mis pies desacostumbrados al encierro; el gambax: acolchado, que coloco encima de mi camisa; la pesada loriga metálica, larga hasta las rodillas; la sucia cota de armas con sus bordados heráldicos de tréboles. Me ciño el cinturón y encajo la espada en su vaina labrada. Lo cual es muy difícil, porque la espada es grande y la vaina es estrecha. Saco la daga del cinto y me corto los cabellos a la altura de la nuca: mi hermosa y larga melena se enrosca en el suelo como un animalejo malherido. Con cierta repugnancia, me ajusto la cofia de tela que le he quitado al barbudo, y luego introduzco mi cabeza por el largo y frío tubo del almófar. Después me calo el yelmo, que me queda holgado, y meto las manos en los guanteletes. Ya está. Ahora soy en todo semejante a un caballero. Avanzo unos pasos, la espada se me enreda entre las piernas y casi doy de bruces. Recoloco el cinturón intentando dejar la zancada libre y suspiro para disolver la opresión de mi pecho: cuesta respirar con tanto metal encima. La cota de malla tira de mi cuerpo hacia la tierra, como si llevara sobre mis hombros todo el peso del cielo. Por fortuna soy fuerte, por fortuna soy alta: será más fácil que mi impostura triunfe. Escondida dentro de mis nuevos ropajes, me siento más segura, protegida, porque es una desgracia ser mujer y estar sola en tiempos de violencia. Pero ahora ya no soy una mujer. Ahora soy un guerrero. Un terrible gusano en capullo de hierro, como le oí cantar un día a un trovador.

Voy por los caminos buscando a mi Jacques. He bebido en una fuente recubierta de musgo. He comido un poco de pan y de cebolla que han compartido conmigo unas campesinas, asustadas al verme aparecer toda cubierta de hierro. Me he sentido agradecida por su ofrenda, pero, sobre todo, me he sentido poderosa. Un sentimiento confortable y un poco sucio. Pobres mujeres: me senté junto a ellas en la fuente y se apresuraron a ofrecerme su magra comida. Ahora llueve y llueve. Se diría que lleva diluviando toda la vida. Los caminos están atestados. Campesinos que fluyen, soldados en desbandada, caballeros sin caballo, como yo. El castillo del señor de Abuny está en llamas. Dicen que el amo ha muerto y que su hijo se ha lanzado a un combate suicida para vengarle. Los hombres de hierro caminan arrastrando los pies, heridos, sucios, abollados, sin cascos, sin manoplas, con las mallas enmohecidas por la lluvia. También mi armadura se está herrumbrando. Rechino al caminar y todo me pesa. El agua se cuela entre los anillos metálicos de la loriga y empapa el acolchado de mi almilla. Tengo hambre y tengo frío. Me dirijo a la fortaleza del conde de Gevaudan, donde se está preparando una gran batalla. Espero encontrar allí a mi padre y a mi hermano. Espero, sobre todo, recuperar a Jacques.

En medio del tumulto y del aguacero casi nadie me mira, pero un clérigo barrigón montado en una mula lleva demasiado tiempo cerca de mí. Aunque me adelantó por primera vez hace ya un buen rato, luego me lo volví a encontrar. Estaba detenido a un lado del camino, una pausa aparentemente sin sentido bajo la lluvia; y, cuando le sobrepasé, se puso nuevamente en marcha detrás de mí. Tengo la sensación de que me está siguiendo y no me gusta. Es un tipo redondo y malencarado; una cicatriz le parte la ceja y lleva un gran cuchillo atado a la cintura. Me detengo de repente, para ver qué hace y porque no quiero llevarle a mis espaldas. El clérigo pasa a mi lado sin pararse pero me lanza una mirada oblicua y penetrante. Le observo desaparecer camino adelante, mecido por el cansado paso de su mula. Estoy viendo visiones, me digo; me estoy asustando sin razón. Pero el miedo aprieta mi estómago vacío. La negra y peligrosa noche se aproxima, la noche de mi primer día como caballero. Tengo que buscar donde dormir.

—¡Raymond!

Un grito desgarrado me sobresalta. Un grito desesperado de mujer. Miro alrededor y la descubro: es una dama mayor de pelo gris que viene en dirección contraria en un carro entoldado.

—¡Raymond! —vuelve a llamar, mientras intenta descender de la galera antes incluso de que el cochero pare.

La robusta sirvienta que la acompaña salta con premura de su mulo y la ayuda a bajar. La dama se desembaraza de su apoyo solícito y echa a correr pisando los charcos embarrados. Echa a correr, ahora me doy cuenta, en dirección a mí. La sorpresa me paraliza. Ella se acerca con los brazos extendidos, la expresión anhelante. Llega frente a mí y se detiene en seco, como si hubieran golpeado su frente con un mazo. Sus brazos descienden lentamente en el aire. Su barbilla tiembla.

—Tú no eres… —la boca se le frunce, ahogando sus palabras.

Sus ojos son dos agujeros negros en los que puedo caerme. Guardo silencio.

—Entonces…, entonces mi hijo ha muerto.

La sirvienta nos ha dado alcance; junta sus anchas y estropeadas manos y empieza a lamentarse sonoramente.

—Ay, reya, ay, reya…

—¡Calla! —ruge la dama con voz perentoria, una voz plena y segura, aunque en sus mejillas las lágrimas se confunden con las gotas de lluvia.

La sirvienta encoge la cabeza entre los hombros y continúa gimiendo quedamente, como un perro apaleado por su amo.

—Llevas sus armas, llevas nuestros colores.

Sin poder evitarlo, me miro la ropa: la sobreveste amarilla bordada de tréboles.

—Sabía que había muerto. He sentido el frío en el corazón. Porque ha muerto, ¿verdad? —insiste con una pequeña chispa de esperanza en los ojos, apenas una brizna de luz, un destello loco.

Recuerdo la cabeza partida del muchacho y asiento sin despegar los labios.

La dama aprieta los párpados y se tambalea. La sirvienta alarga su manaza para sostenerla, pero la reya vuelve a rechazarla y se endereza. Escruta mi rostro con ojos suspicaces y duros. Mi rostro manchado de hollín y de barro.

—Has robado a mi hijo…, has saqueado su pobre cuerpo… Dime, ¿lo has hecho?

Sigo muda, aterrada. De pronto, la dama se relaja. Sus hombros se hunden. Su espalda se encorva. Ahora parece una anciana.

—No… Veo por tu aspecto que eres noble. Entonces eres tú quien lo ha matado.

La mujer confunde mis rasgos femeninos con la finura de la buena cuna. Si le hubiera matado en combate, tendría derecho a quedarme con su armadura. Muevo la cabeza afirmativamente con un sabor a sangre entre los labios.

La dama ahoga un sollozo.

—Dime…, ¿murió bien? ¿Fue valiente? ¿Luchó hasta el final? ¿Hizo honor a su nombre?

Hago un esfuerzo por recuperar mi voz, escondida en lo más profundo de mis entrañas. No necesito fingir un tono grave: las palabras me salen rasposas, estranguladas.

—Fue un gran guerrero. Rápido y templado. Causó gran mortandad. Peleó en el lugar más peligroso. Nunca retrocedió. Murió de un tajo en la cabeza, fue instantáneo. Y no tenía otras heridas, porque sabía combatir.

Me asombro de lo que digo. Mis palabras salen ligeras y atinadas de mis labios, palabras que nunca he pronunciado, palabras de un mundo que no es el mío, como si me las dictara esta cota de malla que me envuelve.

—Entonces todo está bien —dice la dama; pero llora y llora como si todo estuviera mal—. Hemos salido a buscarle. ¿Dónde está?

—En el campo de batalla de Abuny.

—Era su primera guerra tras haber sido nombrado caballero… Con esa misma espada, nuestra espada, que ahora llevas al cinto.

Me la saco con singular torpeza de la vaina y se la ofrezco. La dama la rechaza con gesto desvaído.

—No… Ya no queda nadie que pueda llevarla. Raymond era el último de nuestra estirpe.

Vuelve a contemplarme fijamente, ahora, cosa extraña, con una mirada casi afectuosa. Me estremezco.

—Era parecido a ti…, debéis de tener la misma edad… Por lo menos tu madre no tendrá que llorarte.

—Mi madre murió —contesto con voz ronca.

—A mí me queda el honor… pero eso es bien poco para pagar a un hijo.

Da media vuelta brusca y se aleja hacia el carro, seguida por su lacrimosa criada. Las veo partir en dirección a Abuny, con las ruedas chirriantes dando tumbos por los hoyos lodosos. Sigo mirándolas hasta que desaparecen a lo lejos, y luego retomo mi camino con el ánimo aterido. Me quito el guantelete y acaricio con los dedos mojados mi pecho de hierro. Raymond, te llamabas Raymond. Siento que la cota de malla es una piel.

Las espesas nubes han adelantado el crepúsculo. Hay muy poca luz. Doy paso tras paso con esfuerzo inaudito, porque las piernas apenas me responden. Un rayo parte el cielo y el mundo se ilumina con resplandores lívidos. A cierta distancia me parece ver un grupo de árboles. El trueno retumba en mis oídos y acalla por unos instantes el tintineo metálico de mis movimientos. Un viejo soldado con peto de cuero que camina junto a mí me guiña un ojo:

—Noche de ánimas, mi rey. Vayamos a los árboles a buscar cobijo. Podemos pernoctar allí. Llevo galletas y algo de tocino.

Me siento tan cansada y tan agradecida por su amabilidad, tan deseosa de compañía ante la noche negra, que no me detengo a pensar y le sigo. Salimos del camino y subimos por la suave cuesta de un campo enfangado. Otro soldado se nos ha unido. Joven y algo cojo, con la frente estrecha y las cejas unidas en un solo trazo de pelambre. Me sonríe, obsequioso. No me gusta que venga, pero no sé qué hacer. Ni qué decir. Callo y continúo avanzando por la ladera. Un poco más adelante veo la silueta oscura de otro hombre parado. Se diría que nos está esperando. Me pongo nerviosa: olfateo el peligro. Intento retrasar mis pasos y distanciarme, pero el soldado joven está justamente detrás de mí. Un nuevo relámpago enciende la penumbra y a su luz reconozco al tercer tipo: es el clérigo de la cicatriz y lleva en la mano su cuchillo.

—Vaya, vaya, nuestro caballerito… Tan joven y ya ha ganado sus espuelas. ¿O se las has robado a alguien?

El clérigo sonríe mientras habla. Los soldados se han desplegado en torno a mí. Soy el centro de un triángulo compuesto por los tres hombres y todos ellos han sacado sus armas. Yo extraigo mi espada de la vaina, aunque pesa tanto que ni siquiera soy capaz de mantenerla erguida. La punta de la espada se inclina hacia el suelo y tiembla en el aire. Agarro la empuñadura con las dos manos: como no sé manejarla, por lo menos la utilizaré como una pica.

—Ya lo creo que las has robado… ¡Pero mirad cómo coge la espada! No es más que un gañán, un maldito plebeyo…

Un nuevo rayo, un trueno. Doy vueltas sobre mí misma con la espada entre las manos, para no perder detalle de los hombres que me rodean. Pero sé que estoy muerta. La certidumbre del fin chupa mis energías y me llena de un miedo frío que agarrota mi cuerpo. Desfallezco y siento la tentación de abandonarme, de ofrecer el cuello a los asesinos y que todo acabe cuanto antes. Sin embargo, algo me hace apretar de nuevo la empuñadura y seguir vigilante. Me espolea el loco sueño de poder volver a ver el sol de mañana.

—Venga, hermanitos… Mirad qué hermoso mandoble, qué buena loriga. Y el hacha de guerra. Es un buen botín…

Diciendo esto, el clérigo hace ademán de adelantarse. Yo amago con la espada. El tipo ríe:

—Tú no eres enemigo para nosotros…

—Él puede que no, pero yo sí.

La voz ha resonado baja y grave, extrañamente calma y peligrosa. Un guerrero enteramente armado y subido a un bridón está junto a nosotros. La luz fantasmagórica de los relámpagos agranda su figura y hace fulgurar su espada desnuda.

—¿Quién eres? ¿Qué quieres? —balbucea el clérigo, asustado.

—Quiero que os vayáis —responde el caballero.

Y espolea su caballo y se lanza sobre ellos. Pega al viejo soldado un espadazo plano en lo alto de la cabeza y el hombre se derrumba, echando sangre por la nariz. El joven cejijunto intenta atacar al caballero por detrás, pero éste se revuelve y le da un mandoble de revés que le taja profundamente el antebrazo. El clérigo ha echado a correr; su figura rechoncha se pierde en la distancia. El soldado joven también huye, sujetándose el brazo hendido hasta el hueso. El otro sigue sobre el suelo, quieto y desvanecido o tal vez muerto. El hombre de hierro permanece impávido vigilando la retirada de los ladrones. Luego se vuelve hacia mí y me dice:

—Sube.

Envaino mi bella e inútil espada, me agarro de su mano y, embarazada por la pesada armadura, monto con gran dificultad a la grupa de su caballo. Echamos a caminar sin decir palabra y subimos hasta casi lo alto de la loma, a una zona de berrocales que queda muy próxima al grupo de árboles, apenas a medio tiro de arco. Allí el caballero tiene dispuesto un tenderete al abrigo de una peña, con unos cuantos palos y una lona encerada. Un modesto fuego humea a punto de apagarse.

—Maldita sea…, con lo que me ha costado prenderlo. Cuida tú de Sombra.

Desmontamos y el tipo corre hacia la hoguera. Yo descincho al destrier, le quito la pesada silla con sus largos estribos triangulares, las riendas, el bocado. Miro interrogante al caballero.

—Ahí está el cabezal.

Sujeto al bridón con los correajes, me lo llevo a una cercana zona de hierba y lo dejo atado a una piedra con cuerda suficiente para que pueda moverse y alcanzar una pequeña poza que el agua de la lluvia ha formado en las rocas. En su día debió de ser un buen animal, pero ahora veo que es muy viejo. Tiene las barbas canosas y punzantes, los ojos fatigados.

Regreso al tenderete. El fuego ha renacido y el caballero está sacando víveres de una alforja. Se ha quitado el cinto con las armas, el yelmo y las manoplas. Me detengo en el borde de la lona.

—Pasa, pasa. Por lo menos aquí se está seco.

El suelo es de roca y la pendiente hace que el agua se escurra. Es un buen refugio. Paso dentro y me siento, porque no hay altura para estar de pie. En el bosquecillo cercano se ve un par de hogueras. Unas cuantas personas han acampado allí, protegidas por burdas techumbres de ramas mal cortadas. Les miro con aprensión.

—No te preocupes —dice el hombre—. No son peligrosos. Sólo son comerciantes de Mende. Y es bueno y más seguro dormir en compañía. Aunque son unos estúpidos, porque todo el mundo sabe que los rayos se sienten atraídos por los árboles. Han elegido un mal cobijo.

El espacio cubierto por la tela encerada es angosto y estamos muy cerca el uno del otro. El guerrero se arranca la malla que le recubre la cabeza. Por debajo de la cofia salen disparados unos cuantos pelos blancos. Él también es muy viejo. La nariz aguileña, el rostro delgado y surcado por profundas arrugas que parecen tajos. En la frente, una cicatriz y el hueso hundido, huellas de un antiguo golpe tan formidable que hubiera podido acabar con cualquier hombre.

—Gracias, mi rey. Me ha salvado la vida —le digo, intentando poner la voz grave y que no se noten mi miedo y mi desamparo de doncella.

—¿Por qué no te quitas el yelmo?

—Estoy bien así.

El guerrero me observa atentamente con sus ojos acuosos.

—¿Cómo te llamas?

—Raymond.

—No es cierto. ¿Cómo te llamas?

—Leo… lo. Leolo.

—¿Por qué robaste la armadura, Leolo?

Decido confesar la verdad. O casi.

—Para protegerme.

—¿Mataste a alguien para conseguirla?

—No.

—¿Y por qué querías protegerte?

Me callo. Siento unos terribles deseos de llorar.

—Quítate el casco.

Me lo quito. El viejo caballero se inclina hacia mí y me arranca el almófar. Luego coge un pico de mi empapaba sobreveste y me limpia la cara. Me contempla con gesto de duda. Alarga su mano manchada por la edad, la mete por debajo de la tela heráldica y me palpa los pechos a través de la malla de hierro.

—Eres una mujer. Una chiquilla.

—El señor de Abuny se ha llevado a mi padre y a mi hermano. Se ha llevado a mi Jacques. Estoy sola en el mundo. Le quité la armadura a un caballero muerto.

El guerrero suspira y remueve el fuego con una ramita.

—Corren tiempos malos. Pero créeme si te digo que siempre ha sido así. La vida es un tiempo malo que no termina. ¿Sabes que si te encuentran vestida de hombre podrías acabar en la hoguera?

Digo que sí con la cabeza, aunque no lo sabía.

—Bueno. Tampoco importa tanto. No eres la primera mujer que se disfraza de varón. ¿Y qué piensas hacer?

—Quiero ir en busca de mi Jacques.

—Supongo que Jacques es tu amado… Está bien, muy bien. Todos los caballeros deben tener una empresa gloriosa a la que dedicar sus vidas…, con eso ya empiezas a parecer un buen guerrero. Pero mírate, estás hecha una pena. Esa buena armadura tan descuidada… Desnudémonos. Hay que untar bien de grasa la cota de malla, para que no se llene de orín.

Nos despojamos de nuestra envoltura metálica y nos quedamos en camisa. Ponemos a secar las gruesas almillas y frotamos cuidadosamente nuestras ropas de hierro con un bloque de grasa de oveja que el caballero ha sacado de una bolsa. El humeante fuego me irrita los ojos, pero va calentando mi cuerpo entumecido. El aguacero amaina y las gotas dejan de redoblar sobre la cubierta de nuestro refugio. En el renacido silencio de la noche se escuchan las voces de nuestros vecinos del bosquecillo. Están contando historias.

—Y entonces Merlín se enamoró de Viviana, que era joven y bella. Y como Merlín, además de ser mago, era a la sazón un viejo tonto, enseñó a la muchacha todas las brujerías que sabía, incluso los conjuros perdurables, que son los que no se pueden deshacer. Y un día Viviana, que fingía amarle, pidió a Merlín que construyera una cueva maravillosa, y que la llenara con todos los lujos de la Tierra. Y eso hizo el viejo tonto en su tontuna: creó la…

Un nuevo trueno ahoga las palabras del narrador.

—Un rayo seco, sin lluvia —comenta el caballero, mientras engrasa su yelmo—. Son los peores.

—Y cuando Merlín entró en la cueva, Viviana hizo su conjuro y le dejó ahí encerrado, dentro de la montaña, para siempre jamás.

Ya hemos terminado de adecentar las armaduras. El anciano recoge la grasa sobrante, la envuelve con pulcritud entre hojas verdes y la guarda en la bolsa. Se limpia las manos en la pechera de su camisa y reparte la comida: carne seca, queso, un puñado de pasas y un mendrugo de pan duro como las piedras.

—Cómete tú todo el pan. Yo ya no tengo dientes.

Devoro con hambre de lobato, como si no hubiera comido en toda mi vida.

—Es mi turno —dice una voz de hombre en el vecino bosquecillo—. Os voy a contar la historia del rey Transparente.

El viejo guerrero se atraganta, tose, se demuda, pierde su tranquila gravedad.

—¡No! ¡Detente, desgraciado, esa historia no! —ruge, medio ahogado.

Intenta ponerse en pie, pero tiene las articulaciones agarrotadas y no lo consigue. Parece fuera de sí y su miedo me asusta. No entiendo lo que pasa.

—Había una vez un reino pacífico y feliz que tenía un rey ni muy bueno ni muy malo… —está diciendo el vecino.

Un estallido blanco dentro de los ojos. Me he quedado ciega. Alguien me tira del cabello, de todos los vellos de mi cuerpo, mi piel parece quemar. Un estruendo espantoso. Aturdimiento. Llamas crepitantes. Algo está ardiendo: mis ojos empiezan a distinguir las cosas. Es uno de los árboles del bosquecillo. Un rayo. Ha caído un rayo sobre el árbol. Los comerciantes gritan aterrados. A la luz de las grandes lenguas de fuego les veo correr de acá para allá. Parece que todos están bien, incluso el hombrecillo que contaba la historia, que era quien se encontraba más cerca del árbol abatido.

—¡Dios misericordioso! Hemos tenido suerte. Hubiera podido ser mucho peor —musita el guerrero.

—¿Qué ha pasado?

—Ya lo has visto. Ha caído un rayo.

—Pero ¿por qué no debía contar la historia del rey Tra…?

El caballero agita las manos frenéticamente:

—¡Ssshhh, cállate, ni lo nombres! Hay cosas que es mejor no mencionar.

—Pero ¿por qué?

—Hay palabras malas que desbaratan el mundo.

Quisiera saber más, pero me contengo. La lluvia vuelve a redoblar sobre nuestras cabezas. Mejor: tal vez así se evite que las llamas se propaguen a los otros árboles. Los vecinos están recogiendo sus cosas apresuradamente. Les vemos partir ladera abajo en mitad de la noche, apiñados como ovejas. Nos hemos quedado solos. Lo lamento. Me siento un poco más indefensa. El mundo oscuro se aprieta alrededor, cargado de embrujos y misterios. Si por lo menos estuviera aquí mi Jacques. Él me abrazaría, me protegería, me contaría sus bonitas historias para tranquilizarme. Siempre ha estado en mi vida. No sé vivir sin él.

—Sigue comiendo, Leolo. ¿O debo decir Leola? El fuego va menguando. No creo que se extienda. Además, aquí no corremos ningún peligro.

Mastico lentamente las hilachas de carne.

—Mi rey…

—¿Sí?

—¿Podéis decirme vuestro nombre?

El guerrero suspira.

—Soy el señor de Ballaine. O más bien lo era. Hasta que mis hijos decidieron que era un viejo acabado y mi primogénito me arrebató el señorío. Yo preferí marcharme y no enfrentarme a ellos. No quise obligarles a que me mataran. Y si hubiéramos combatido, sin duda lo habrían hecho. Me habrían vencido. Los dos son buenos guerreros. Les he enseñado yo —dice con orgullo.

Luego se encoge de hombros y escarba con un dedo entre los pocos dientes de su boca, buscando una brizna de comida mal encajada. Al fin la atrapa, la saca, la mira de cerca y se la vuelve a comer.

—Además, es cierto que soy viejo.

—Pero sois muy fuerte y combatís muy bien. Acabasteis enseguida con los tres asaltantes.

—Ah, esos bribones… Eso apenas cuenta, eso fue muy fácil. Pero cada día estoy peor. Llegará un momento en que ni siquiera podré subirme al caballo. Si es que mi pobre y viejo Sombra no se muere antes.

Seguimos masticando en silencio otro rato, contemplando las llamas menguantes del árbol herido.

—No sobrevivirás mucho tiempo así vestida, Leola, si no sabes utilizar las armas que llevas. Tienes que aprender a combatir. Sé que las mujeres pueden hacerlo. Mi hermana lo hizo. Era bastante buena. Luego se casó con un bastardo y se murió de parto al cuarto hijo.

Una pequeña esperanza me sube a los labios:

—Mi rey…, ¿no podríais enseñarme vos?

El hombre agita su cabeza despeluchada.

—No, no. Imposible. Te repito que estoy muy viejo. Y, además, eso iría en contra del propósito al que he consagrado mi vida. Ya te he dicho que todo caballero debe tener una empresa gloriosa que ordene sus actos.

—¿Y puedo preguntaros cuál es vuestra empresa?

—Morir bien, hijita. Morir bien.