Estoy en la espléndida
biblioteca del monasterio

Estoy en la espléndida biblioteca del monasterio, donde he pasado la mayor parte del tiempo durante las dos semanas que llevamos en la abadía. Me gusta el olor de este lugar: el ligero tufo polvoriento del pergamino, el penetrante aroma a cuero de las cubiertas. La altiva Matilde de Anjou, viuda de un príncipe inglés, decidió asilarnos durante algunos días, hasta que las cosas se calmaran y pudiéramos salir del monasterio y alcanzar los territorios controlados por el conde de Tolosa. Hoy ha venido a decirnos que ya es hora de irse. Esta noche, aprovechando la luna casi llena, nos marcharemos. La abadesa nos ha salvado la vida y su generosidad es indiscutible. Sin embargo, su sequedad y antipatía no han disminuido un ápice en todos los días que llevamos aquí. Tengo la sensación de que la irritamos; o tal vez se trate tan sólo de su forma de ser, de su talante altanero. A veces pienso que la abadesa sólo nos acogió para demostrar su propio poder, para humillar a los hombres de hierro por la rudeza de su atrevimiento. Pero no, seguramente estoy siendo injusta con ella y, sobre todo, desagradecida. Matilde de Anjou es sin duda una mujer de fuertes principios, aunque Dios no le haya concedido el don de la afabilidad. En cualquier caso, me alegro de poder irme.

Y me alegro a pesar de que estas semanas han sido muy provechosas. Esta biblioteca es un tesoro, y, además, aquí he podido conocer y tratar someramente a un par de mujeres fascinantes. Una de ellas, la menuda Herrade, está ahora aquí, sentada frente a mí, sumida en sus librotes. Pese a su edad, más que madura, posee una energía agotadora. Pero cuando lee, cuando piensa o cuando estudia, parece volcar toda esa energía para dentro, y se concentra con tal abismamiento que puedes romper un cántaro a su lado sin que pestañee. La contemplo con curiosidad, sin que ella se dé cuenta de mi mirada: un cuerpecillo enjuto, una barbilla extrañamente picuda, pequeños ojos negros penetrantes. Arrima mucho la cara al pergamino, porque no ve bien. Herrade de Landsberg, priora del monasterio de Santa Odile, en Alsacia, es una persona muy distinta a Matilde de Anjou. En su lejano convento, con sus monjas, lleva años entregada a la inmensa tarea de confeccionar un libro de todas las palabras y todas las cosas, una enciclopedia escrita en latín y titulada Hortus Deliciarum, que, si no me equivoco, quiere decir «Jardín de Delicias». Mi latín sigue siendo muy malo, aunque en los últimos años me he esforzado en estudiarlo; pero me ha bastado para poder hablar con Herrade, que me ha contado algunas de las cosas de las que trata su libro formidable. Que son todos los temas que pensarse puedan: astronomía, agrimensura, agricultura, botánica…, en realidad, en su descripción del temario sólo hemos llegado hasta la letra B. Esta mujercita laboriosa ha venido hasta aquí, tan lejos de su convento, para consultar unos libros que necesitaba para su enciclopedia. Su pasión por el conocimiento es contagiosa: de repente yo también he tenido la extravagante idea de hacer algún día una enciclopedia, pero escrita en lenguaje popular. Si lo pienso bien, lo descabellado de mi ambición me resulta risible: una pobre sierva, una campesina, intentando escribir el libro de todas las palabras… Y aun así, ¿quién sabe? La vida es tan extraña y me ha conducido ya a situaciones tan inesperadas y sorprendentes… Algún día, quizá.

—Me han dicho que os marcháis esta noche, Leola…

Una voz rompe mis pensamientos: es Eloísa, que acaba de entrar en la biblioteca. La famosa Eloísa, la otra notable mujer a quien he tenido el privilegio de encontrar aquí. También ella está de paso, pues pertenece al convento de Argenteuil. Se aloja en Fausse-Fontevrault como una simple etapa en su camino: oficialmente está buscando un lugar para hacer una nueva fundación de su convento, demasiado repleto de novicias atraídas por su celebridad. Sin embargo, tengo la sensación de que la fundación es sólo una excusa: es una mujer abrasada de inquietud y la vida conventual debe de ser una cárcel para ella. Qué extraños son los hilos de la Providencia… Eloísa es cultísima, refinada, brillante, una mujer verdaderamente sabia, pero se diría que carece de la sabiduría esencial, la de vivir. Mientras Herrade ha hecho una morada confortable de sus intereses intelectuales, Eloísa parece perseguida por sus conocimientos. Tal vez sea simplemente una cuestión del lugar que uno ocupa; esto es, de saber y aceptar cuál es tu sitio en el mundo. Herrade es una roca firme, Eloísa un alma errante. Y yo me reconozco en su insatisfacción, en su intranquilidad. Por eso envidio la obra de la priora de Santa Odile… Pobre de mí; quizá en mi deseo de hacer una enciclopedia no hay sino el anhelo de construir un nido de palabras en el que guarecerme y asentarme.

—Sí, Madre. En efecto, nos vamos.

—Me alegro por vosotras, pero yo lo lamento. Te echaré de menos.

En estos días hemos desarrollado cierta intimidad. Lo digo con orgullo; y con prudencia. Creo que Eloísa apresa en mí su misma condición indeterminada e inestable, y que le satisface tener un interlocutor que proviene de la vida exterior, del ancho mundo. Durante estos días hemos hablado de todo, de lo divino y de lo humano; pero nunca me atreví a preguntarle por Abelardo, ni ella lo mencionó. Es como un gran silencio que media entre nosotras.

—¿Te importaría acompañarme a dar un paseo por el claustro? No quisiera molestar a la madre priora… —dice Eloísa señalando con la barbilla a la pequeña monja alsaciana.

Sé que Herrade no nos prestaría la menor atención ni aunque le vociferáramos al oído: además de su capacidad de concentración, tengo la sospecha de que está un poco sorda. Pero yo también deseo salir a despejarme un poco.

—Cómo no, Madre. Es un honor para mí. Con mucho gusto.

Aparte del apresurado cruce ocasional de alguna hermana, el claustro está vacío. Hace un frío cortante y los rincones del jardincillo interior que no han sido tocados por el pálido sol están cubiertos de escarcha. Caminamos en silencio por el corredor a paso vivo, para entrar en calor. Nuestro aliento nos envuelve en pequeñas brumas de vapor. Sólo se oye el ligero piar de algunos pájaros, el roce de nuestros pies sobre las losas. Qué limpia sencillez, qué paz tan absoluta. De repente se me encoge el ánimo, me angustio, me entristezco. De repente pienso que no quiero marcharme. Quizá me estoy equivocando en todo lo que soy y lo que hago. Quizá debería hacerme monja.

—Te envidio, Leola —dice Eloísa abruptamente, como si hubiera escuchado mis pensamientos—. Yo también desearía poder irme. No, no es eso: desearía tener tu edad y tu libertad… Poder reescribir mi vida con renglones distintos.

Su voz suena acongojada. La contemplo a hurtadillas mientras paseamos: por lo que sé, debe de tener unos sesenta años, pero es una de esas personas de edad incalculable, uno de esos seres que parecen haber nacido siendo ya ancianos. Sus rasgos son regulares y, según dicen, en su juventud fue muy hermosa. Pero nada de aquel esplendor se trasluce ahora en su cara marchita y arrugada, en su gesto mortecino y melancólico.

—¿Y no podríais abandonar el convento, si de verdad lo deseáis?

—¿Para ir adónde, para hacer qué? No, Leola, no puedo escapar de mí misma. La mayor prisión es tu pasado.

No sé qué contestar, de modo que seguimos caminando en silencio durante cierto rato.

—¿Sabes que Abelardo ha muerto? —dice al fin.

Lo sé, pero me sorprende que lo mencione.

—Algo he oído. Pero fue hace ya tiempo, ¿no?

Eloísa suspira.

—Sí… Unos cuantos años. Nunca volvimos a vernos. Y apenas respondió a mis copiosas cartas. Mis largas, apasionadas, exquisitas cartas…

Eloísa ríe brevemente, sin alegría alguna.

—Lo mejor que soy son esas cartas, Leola. Empleaba días enteros en escribirlas. Supongo que Abelardo las habrá destruido. En fin, qué importa una pequeña destrucción más dentro de la total devastación…

¿De qué devastación me habla? En este mundo anegado por la sangre de inocentes, ahogado por el terror, abrasado por las hogueras de los verdugos, ¿la única devastación que le preocupa es la de su pequeña alma lacerada? ¿Cómo puede rendirse tan fácilmente una mujer tan bien dotada?

—Todas las mañanas, en el toque de laudes, y todas las noches, en el toque de vísperas, me reúno con mis monjas en la capilla para alabar a Dios. Creí que el rey me daría la paz; y que las paredes protectoras del convento serían como el vendaje que restaña una profunda herida. Pero no puedo, Leola. No me puedo creer mi canto de alabanza; no puedo ser paciente y resignada. Por mis venas corre un veneno amargo en vez de sangre. La ponzoña del aborrecimiento de la vida. He intentado ser una buena monja, una buena cristiana; pero Abelardo es para mí más importante que Dios. Sé que con esto me condeno. Y lo más terrible es que me da lo mismo.

Así es que esto es el amor. El absoluto amor que cantaban con finura los trovadores y que ensalzaban las damas en la corte de la reina Leonor. Pero si esto es el verdadero amor, es lo más parecido que he visto a una posesión demoníaca. Tanta paz en este claustro, y tanta amargura y desesperación en el alma obsesionada de Eloísa. No quiero volver a saber nada de los hombres. De los alquimistas traidores que te venden por una bolsa de oro, de los amantes tan absorbentes y tan intensos que pueden atraparte y deshacerte, como le ha sucedido a la sabia Eloísa. Los hombres son criaturas muy peligrosas. Yo quiero ser la dueña de mi mundo, como Herrade lo es de su vasto refugio enciclopédico, y no pienso volver a enamorarme.

En la abadía de Fausse-Fontevrault hice un inquietante descubrimiento. Era temprano en la mañana y me encontraba sola en la biblioteca, porque los monjes habían ido a la iglesia a celebrar el oficio de tercia. El día estaba despejado y el sol entraba oblicuo y generoso por los ventanales, proporcionando una luz perfecta para leer. Y, sin embargo, quizá por eso mismo, por la dulzura y el esplendor del día, o porque estaba intentando descifrar el difícil latín de un libro de Cicerón, no conseguía concentrarme. Dejé vagar la vista por la estancia y mis ojos cayeron sobre un arcón de madera reforzada con metal que estaba arrimado a la pared, entre las dos ventanas. Me había llamado la atención desde el primer momento, por su aspecto sólido y armado, por su exquisita manufactura y por los grandes candados que clausuraban su tapa. Pero ese día, para mi sorpresa, los candados colgaban de las argollas de hierro como bocas abiertas. Me puse en pie y me acerqué al arcón: en efecto, los pasadores no estaban cerrados. Permanecí allí un buen rato, contemplando la caja fuerte y aguantando el imperioso hormigueo de mi curiosidad. Me moría de ganas de darle una ojeada al contenido, y al mismo tiempo sentía que hacer tal cosa era una traición a la hospitalidad con que nos habían acogido. Al cabo, como todo delincuente, pensé que si me apresuraba nadie se daría cuenta de mi atrevimiento, y que si no se daban cuenta era como si el delito no hubiera existido. ¿A quién podría hacer daño sólo por mirar? Estiré la mano y saqué los candados de sus argollas, cuidando de no hacer ruido. Y después levanté la pesada tapa del arcón. Dentro había tres libros lujosamente encuadernados en piel, con los títulos estofados en oro y cierres de filigrana de plata. Me arrodillé junto al baúl y cogí el primero entre mis manos: era la Tabla de la Esmeralda de Hermes Trimegisto, la famosa obra esotérica que Gastón reverenciaba como un texto sagrado. Lo volví a dejar en el arcón con cierta repugnancia: el recuerdo de Gastón sigue siendo una herida abierta en mi memoria. Miré el segundo volumen con algún recelo: estaba encuadernado en cuero negro y tenía el aspecto de ser muy antiguo. Su título era raro y para mí desconocido, así como el nombre del autor: Necronomicon, de Abdul Alhazred. Volví a depositarlo en el arcón y levanté el tercero, y cuando vi la cubierta el corazón se me detuvo entre dos latidos: era la Historia del rey Transparente, como decían unas grandes letras doradas sobre un fondo de color sangre.

—¿Qué estás haciendo, Leola? De rodillas ante el arcón y aún aferrada al libro, volví la cabeza sobresaltada. Matilde de Anjou estaba a mi lado, enorme y rotunda, aún más enorme vista desde abajo y desde la congoja de mi indudable falta.

—Lo siento…, los candados estaban… Sé que no tengo excusa… —balbucí, sintiendo cómo la vergüenza me ardía en las mejillas.

Dejé apresuradamente la obra en su lugar y me levanté abochornada, a la espera del estallido de ira de la abadesa. Pero Matilde de Anjou se limitó a empujarme con brusquedad para que me retirara a un lado. Metió en el arcón otro volumen que llevaba entre las manos y cuyo título no alcancé a ver, y luego bajó la tapa, colocó los candados y los cerró con su gran manojo de macizas llaves. Después se irguió en toda su estatura, seria y pensativa.

—¿Has estado leyendo los libros?

—No, Madre. Sólo he visto los títulos.

Matilde de Anjou suspiró.

—Está bien. Es decir, no, está muy mal. Has traicionado mi confianza.

—Lo sé, Madre. El arcón estaba abierto y no he podido resistir la curiosidad. He hecho mal y os pido perdón.

—La curiosidad es el atributo de los sabios…, es el hambre de la inteligencia. Pero si la curiosidad no se domestica con una estricta disciplina, puede convertirse en mera necedad y en imprudencia. Eres una mujer cultivada, Leola. Deberías saber que hay libros peligrosos.

—¿Los hay?

—Tal vez me haya expresado mal. Puede que lo peligroso no sean los libros, sino lo que los humanos hacemos con ellos. La Tabla de la Esmeralda, por ejemplo… Encandilados y ofuscados por los tesoros que el libro promete, muchos alquimistas han errado el camino y han terminado convertidos en lo contrario de lo que ansiaban ser.

—Lo sé, Madre…, lo sé.

Debí de decirlo con tal convicción que, por un momento, Matilde de Anjou perdió su compostura hierática y me miró inquisitivamente. Su momentáneo interés la humanizó, hasta el punto de que me atreví a seguir hablando:

—Os pido nuevamente perdón por mi comportamiento y os aseguro que no volverá a ocurrir, pero… Uno de los libros me ha llamado mucho la atención y me gustaría poder saber algo más sobre él… Es el titulado Historia del rey Transparente

La abadesa agitó enérgicamente su mano en el aire, ante su cara, como apartando un humo inexistente.

—No te busques complicaciones innecesarias, Leola. Bastantes problemas tienes ya. Además, hay libros malos, como éste, que no se merecen que los recordemos. El olvido es su mejor castigo y nuestra mayor defensa.

Pensé en los anales mentirosos que Mórbidus redactaba en el castillo de Ardres y no pude por menos que darle la razón a la abadesa. Pero aun así insistí.

—Sí, Madre, pero…

—Escúchame bien: como buena cristiana que soy, creo en el libre albedrío…, es decir, creo en la libertad última del ser humano para escoger entre el bien y el mal y labrar su sino. Sin embargo, hay pueblos que creen en la fatalidad, que piensan que la vida de los hombres está escrita con tinta indeleble en grandes libros. Éste es uno de esos textos. Una historia antigua. Un libro del destino. Yo, ya te lo he dicho, no creo en esas cosas… Pero ya soy vieja, y en mi vieja vida he podido ver sucesos muy extraños. He visto, por ejemplo, cómo los hombres son capaces de precipitarse hacia aquello que más temen, como polillas atraídas por la llama. Y he visto cómo el mero hecho de creer en el destino provoca justamente que ese destino se cumpla. La Historia del rey Transparente es un texto poderoso que produce efectos porque ha sido creído por demasiadas personas durante demasiado tiempo. Al leer el libro puedes tener la debilidad de pensar que lo que lees ocurrirá de modo irremediable, y con ello, sin darte cuenta, lo estás convirtiendo en realidad. Cuando lo cierto es que, más allá de la muerte, no hay nada irremediable, salvo la propia cobardía. Los hombres suelen llamar destino a aquello que les sucede cuando pierden las fuerzas para luchar.

Esperanza: pequeña luz que se enciende en la oscuridad del miedo y la derrota, haciéndonos creer que hay una salida. Semilla que lanza al aire la sedienta planta en su último estertor, antes de sucumbir a la sequía. Resplandor azulado que anuncia el nuevo día en la interminable noche de tormenta. Deseo de vivir aunque la muerte exista.

He empezado a coleccionar palabras para la enciclopedia que quizá algún día escribiré. Lo cual es, en sí mismo, un perfecto ejemplo de esperanza. Estamos viviendo en Samatan, una ciudad que aún permanece bajo la autoridad del conde de Tolosa. Nos hemos instalado en una humilde casa campesina de suelo de tierra que Nyneve ha vuelto a decorar, en su interior, con el fabuloso trampantojo de sus palacios pintados. Escalinatas de mármol y espesas cortinas de brocado de seda adornan las paredes, y a través de los fingidos ventanales veo el castillo de Avalon, que ahora parece estar más cerca: es posible distinguir sus pendones flameantes y el plácido río que lame los cimientos de la torre del homenaje. Yo he vuelto a dar clases a los muchachos y Nyneve ha retomado sus mejunjes curanderos: investiga nuevos remedios, visita y cura enfermos con celo ejemplar y está todo el día fuera de casa, a lomos de su bridón, para repartir alivio y consuelo. Llevamos una vida simple y tranquila, una vida que casi podría ser feliz si no fuera por el angustioso ruido de la guerra. Los cruzados tomaron Carcasona en el mes de agosto y mataron al joven vizconde de Trencavel. Simón de Montfort, el carnicero, ha sido nombrado nuevo Vizconde por derecho de conquista. El mundo es cada día más pequeño, el mundo habitable, el mundo respirable, este mundo frágil en el que todavía se puede escribir sobre la esperanza. Fray Angélico tenía razón: la guerra nos va mal. Tenía razón, pero no tiene lengua: al menos he conseguido acabar con el Doctor Angelical y con su verbo venenoso y enardecido.

Oigo gritar a los niños en la plazuela cercana. Samatan está llena de bandadas de niños turbulentos. Sus padres han muerto, o han sido reclutados en el ejército del conde de Tolosa, o tal vez acaban de llegar a la ciudad huyendo del avance de los cruzados y ni siquiera tienen un lugar donde guarecerse. Solos y desquiciados, los niños lo llenan todo con el alboroto de sus travesuras. Tienen miedo y lo disimulan haciendo barrabasadas. Son como lobeznos arrojados fuera del cubil. Hace algunos días, unos cuantos entraron en casa en nuestra ausencia y revolvieron todo. Ahora ponemos un cerrojo cuando nos vamos. La destrucción es el signo de los tiempos.

El griterío aumenta. No sé qué están haciendo, pero empieza a inquietarme. Enrollo el pergamino en el que estoy escribiendo mi libro de palabras y lo guardo con cuidado en el arcón. Decido ir a la fuente a beber agua. Y de paso a mirar lo que sucede. La hora nona se acerca y el sol empieza a descender por la curva del cielo. Tengo la sensación de que hay menos pájaros que antes. Sabios y libres, han debido de emigrar a tierras más calmas para evitar el chirriante estruendo de las batallas, el tufo de la sangre y de las piras.

Salgo de casa, atravieso el callejón y desemboco en la pequeña plaza. Ya los veo: debe de haber una docena, los mayores de unos diez años, los menores con no más de cinco. Revolotean en torno a una mujer joven, a la cual acosan y persiguen. La mujer parece ser ciega: lleva una sucia venda cubriéndole los ojos. Con fino y cruel instinto, los niños han comprendido que la joven es aún más débil que ellos, y se divierten haciéndola objeto de sus burlas. La empujan, la pellizcan, le arrojan puñados de barro, corretean a su alrededor con excitados chillidos evitando ser atrapados por sus anhelantes manos. Es una empresa fácil: la víctima es torpe, está asustada, tropieza con los muros, manotea en el aire inútilmente. Me acerco al tumulto y agarro de la oreja al primer chico que me pasa cerca. El niño lanza un berrido y los demás moscardones se detienen.

—¡Ya está bien! ¿No tenéis otra cosa que hacer más que atormentar a esta pobre mujer?

Los chavales me miran en silencio, expectantes. Suelto la oreja de mi presa y toda la banda sale de estampida. Oigo sus risotadas mientras se alejan.

—Gracias, reya.

Estoy vestida de varón. Desde que Gastón me traicionó, no he querido volver a sentir la fragilidad de mi cuerpo de hembra, a pesar de las complicaciones que la guerra supone para un caballero: he tenido que invocar mi conflicto de lealtad con Dhuoda para no sumarme a las tropas del conde de Tolosa, y debo pagar un fuerte tributo por la ausencia de mi espada. Estoy vestida de varón, pues, pero la ciega ha sabido escuchar mi voz de mujer. Y, sin embargo, llevo muchos años educando mi tono, para que suene grave, y nadie parece dudar de mi condición cuando me mira. Tal vez sólo veamos aquello que esperamos ver. La ciega, en cualquier caso, no ha dudado.

—No ha sido nada. ¿Estás bien?

Ahora que la observo de cerca advierto que es muy joven. Una muchacha. Tiene el cabello largo, sucio y enredado, las ropas desgarradas y manchadas. Pero su vestido es de buen paño, está calzada y sus manos carecen de callos. Podría ser la hija de un artesano o de algún pequeño comerciante.

—Sí, reya. Estoy bien. Ya me voy.

Tiembla de congoja y mantiene la cabeza baja.

—¿Adonde vas a ir? ¿Cómo te llamas?

—Alina.

—Acompáñame a casa, Alina. Vivo aquí al lado. Te daré de comer.

—Gracias, reya, pero debo marcharme. No puedo ir con vos, aunque, si me trajerais un poco de pan, os estaría muy agradecida.

—¿Qué te ha pasado en los ojos? ¿Por qué los llevas cubiertos?

He alargado la mano y le he rozado la cara, y ese simple gesto desencadena una reacción inusitada: para mi sorpresa, la muchacha da un respingo y un salto hacia atrás, como sí mis dedos la quemaran. Se sujeta la venda con ambas manos y su gesto se descompone:

—¡No me toquéis! ¡Apartaos de mí! ¡Dejadme en paz!

—Alina, ¿qué sucede?

La chica retrocede atropelladamente hasta pegar la espalda al muro.

—No toquéis mi venda… Corréis peligro… —murmura con voz ronca.

Súbitamente inquieta, escudriño sus manos, su cuello, su cara. La piel está sucia, pero por debajo de los tiznones parece sana e intacta, carente de manchas o de llagas y sin esa textura cérea de los contaminados. Aun así, le pregunto:

—¿Acaso eres leprosa?

—No, no…

La voz se le rompe en un sollozo sin lágrimas:

—No soy leprosa, aunque sería mejor serlo. Por lo menos podría permanecer entre los míos…

—No entiendo: ¿qué te ocurre?

La muchacha gime:

—Reya, si de verdad queréis ayudarme, dadme algo para calmar el hambre y dejadme en paz. Tened misericordia de mí. Os lo pido por Dios y por la Santísima Virgen.

Su desconsuelo y su temor son tan evidentes que no me queda más remedio que aceptar su ruego y su secreto. Iré a casa y le traeré algo de pan, cecina, unas cebollas. He aquí una mujer desesperada. Una ciega sin luz en los ojos ni en el corazón. Y, sin embargo, me ha pedido comida. Hasta el más desgraciado quiere seguir viviendo.