A veces,
en medio del gentío…

A veces, en medio del gentío, en el mercado, en la silueta de una solitaria espalda que se aleja, o en el eco dé una voz que resuena a mi lado, me parece reconocer a Gastón. Entonces se me agita la respiración, estiro el cuello, las manos me sudan, el corazón se me desboca; echo a correr por la plaza, por el callejón, por la explanada, me acerco a la figura familiar, me planto ante su cara, le palmeo en el hombro o le agarro del brazo, ansiosa de vengarme. Pero nunca es él.

—Estás obsesionada —dice Nyneve—. Ha pasado ya un año y todavía sigues viéndole por todas partes. Tienes que acabar con eso, Leola…, acabar con eso dentro de ti. No puedes permitir que ese miserable te siga haciendo daño en la distancia.

Debe de tener razón, pero deseo tanto su muerte que no sé cómo matarle en mi recuerdo. Por eso sigo buscándole cada día en todos los hombres, con una perseverancia y un ahínco que nunca empleé en buscar a mi pobre Jacques.

Todas las tardes le llevo algo de comer a la ciega Alina, como quien alimenta a un perro callejero. Y, al igual que el perro apaleado, la muchacha va dejando que me acerque poco a poco, sin perder por completo su desconfianza. Por lo pronto, se ha quedado en la vecindad, al abrigo de las ruinas de un gallinero, a las espaldas de nuestra casa. Aquí está ahora, cubierta de mugre, con las uñas rotas, devorando lo que le he traído. A veces pienso que la cabeza no le rige bien.

Le he dicho que soy un hombre, le he dicho que soy el señor de Zarco, y Alina parece haber aceptado mi palabra y me ha pedido perdón por haber confundido mi condición. Lleva varias semanas instalada aquí y los vecinos ya se han acostumbrado a su presencia. Ni siquiera los niños la molestan: se ha convertido en algo tan poco visible como un canto incrustado en un muro de piedras. Es una más de la legión de mendigas que hay en la ciudad. En verdad no sé por qué ella me conmueve más que las otras; tal vez por su juventud, por su relativo misterio, por la magnitud de su desesperación. El suyo ha de ser un dolor muy reciente, para mostrarlo con tanta desnudez.

Compruebo, sin embargo, que Alina aún produce cierta curiosidad en los extraños. Esa mujer mayor que ahora nos observa desde la esquina del callejón lleva ya un buen rato mirándonos. No la conozco; no debe de ser de por aquí. ¿Acaso no ha visto nunca a una vagabunda? Su descaro empieza a irritarme: no nos quita el ojo de encima. Le devuelvo la mirada, retadora, para ver si se avergüenza y nos deja en paz. Pero no: ahí viene. Sí, la mujer se acerca. Justo en derechura hacia nosotras.

—Buen día nos dé Dios.

—Buen día —contesto con recelo.

Es una mujer de origen social inclasificable: demasiado bien vestida para ser campesina, demasiado pobre para ser burguesa. También su edad resulta confusa: posee una pálida cara arrugada y marchita, pero un cuerpo ágil y todavía prieto. Sin embargo, la expresión resulta simpática y su actitud es modesta y amable. Mira rápidamente a ambos lados de la calle, como para comprobar que estamos solas, y se inclina un poco hacia mí, que estoy acuclillada en el suelo.

—Perdonadme si me equivoco, mi rey, pero… ¿no sois vos esa persona llamada Leola?

Mi sobresalto es tan grande que me pongo en pie de un brinco. Miro a la mujer con inquietud y prevención: ¿cómo sabe quién soy? Y más cuando voy vestida de hombre.

—Te confundes… —le digo.

—No, no…, perdóname, Leola, pero creo que eres tú… No podemos perder tiempo, ahora que te he encontrado. Hemos recorrido medio mundo buscándote.

—¿Quién eres, qué quieres?

—Vengo de parte de Jacques…, de Jacques el de la casa de la higuera, cerca de Mende…

¡Mi Jacques! Las piernas se me doblan, temblorosas e infirmes.

—Pero… ¿cómo…? —balbuceo.

—¡El buen Jacques lleva años intentando encontrarte! Desde que os perdisteis tras aquella batalla. Pero ahora la guerra vuelve a incendiar la tierra entera, y Jacques ha sido herido gravemente… Justo ahora, que te hemos hallado. Está muy mal, está agonizando, ¡tal vez incluso ya haya muerto! No podemos perder tiempo. Ven conmigo y te lo iré contando todo por el camino… Lo he dejado a la entrada de Samatan, al abrigo del viejo molino, porque ya no podía seguir más. Debemos apresurarnos.

La culpa y la vergüenza. Mientras yo iba hilvanando egoístamente mi equivocada vida, él no me ha olvidado. Él me ha estado buscando. Y ahora se está muriendo.

—Pero ¿qué tiene, qué ha pasado?

—Los cruzados intentaron reclutarle. Escapó, y una saeta le ha atravesado el pecho. Ha perdido demasiada sangre. Por la Santísima Virgen, no nos entretengamos…

Tengo que avisar a Nyneve: tal vez ella consiga curarle. Pero Nyneve no está en casa.

—Cojamos el caballo. Iremos más deprisa, y, además, nos puede servir para traer a Jacques…

—No sé si podremos moverle… pero vamos —contesta la mujer.

Miro a Alina: está a medio levantar del suelo, con todo el cuerpo tenso, el cuello estirado hacia nosotras, su afilada cara hendiendo el aire, como intentando vernos a través de su olfato.

—Alina, tienes que hacerme un favor… Hazlo por mí… Vete a mi casa, ya sabes cuál es, y espera a que llegue una mujer… Nyneve. Dile que Jacques, mi Jacques, está malherido en el viejo molino. Que venga a buscarnos. ¿Te acordarás? Es muy importante.

La ciega tienta ansiosamente el aire hasta que encuentra mi mano y se aferra a ella. Qué extraño: siempre evita ser tocada.

—No vayas. Leo, no vayas —dice con voz ronca.

Es la primera vez que me llama por mi nombre.

—Tengo que ir.

—¡No vayas! —grita con angustia.

Doy un tirón y me suelto. ¿Y ahora qué le pasa? Está loca. O no: teme que no regrese y me necesita. Pobre alma perdida, se ha acostumbrado a mi ayuda y mi tutela.

—No te preocupes, Alina…, volveré. Vámonos.

Corro hacia el cobertizo de los caballos, seguida por la mujer.

—¿Cómo me habéis encontrado? —pregunto, mientras ensillo a Fuego.

—Cuando conocí a Jacques, él ya sabía que vestías como hombre y que te hacías llamar señor de Zarco. Pero aun así ha sido muy difícil.

—¿Y tú quién eres?

—Soy Mirábola. Molinera del pueblo de Fresne. Jacques apareció un día por allí, hace ya tiempo, y le di trabajo, porque soy viuda y mujer desgraciada y necesitaba la ayuda de unos brazos fuertes. El me contó que te buscaba y, cuando reunió suficiente dinero y se dispuso a seguir su camino, decidí ir con él para intentar encontrar a mi hijo, a quien perdí con las levas de la guerra. Mi hijo también se llama Jacques, y la perseverancia que tu Jacques mostraba en encontrarte avivó mi esperanza en recuperarlo.

Monto en el bridón y le alargo el brazo a la molinera, para ayudaría a subir a la grupa.

—Muéstrame el camino.

—Ya te digo que le he dejado en las ruinas del viejo molino. Salgamos de la ciudad por la puerta de la Bendita Ofrenda.

Mi Jacques desangrándose. Su generoso pecho atravesado por una flecha. Su corazón fiel latiendo quizá sus últimos latidos. Me mareo, me cuesta respirar, un sudor frío baja por mi espalda: siento que es mi olvido lo que le está matando. ¿Cómo he podido hacerlo? ¿Cómo he podido vivir dejándolo atrás? Y aún ahora, a pesar de mi culpa y mi congoja, me parece estar atrapada dentro de un mal sueño.

¿Quién es ese Jacques que me está buscando? No sé si le conozco. Hace casi veinte años que no nos vemos.

—¿Cómo es?

—¿Qué quieres decir?

—Cómo está, qué aspecto tiene…

—Es fuerte, es ágil, es bueno. Y no te olvida. Debería bastarte.

La voz de la mujer viene desde atrás, un susurro de reproche que se vierte en mi oreja y que me hace daño. Hemos llegado a la muralla, celosamente defendida por los soldados. Los cruzados están cerca y las puertas de la ciudad permanecen bajo estrecha vigilancia. Desde hace algún tiempo, todos los que entran o salen han de identificarse y justificar sus movimientos.

—¿Adonde vais, rey?

Por fortuna, los guardias nos conocen: las artes sanatorias de Nyneve han hecho de ella una celebridad, y a fin de cuentas yo soy un caballero. Aunque sea un caballero un tanto extraño que prefiere los libros a la espada.

—Vamos al viejo molino a recoger a un hombre herido. Es un viejo amigo y se encuentra muy grave.

—Está bien. Pero regresad antes del atardecer, o no podréis entrar.

Por supuesto: faltan aún varias horas para el ocaso. En la puerta, sin embargo, se agolpan ya varias familias campesinas que vienen a pasar la noche intramuros, para protegerse de la ferocidad de los papistas. La ciudad se llena todas las noches de esta agitada marea de hombres y mujeres despavoridos, de ancianos temblorosos y excitados niños que duermen unos encima de otros, para darse calor, junto al lienzo interior de las murallas. Nos abrimos paso entre ellos y seguimos al trote por la vereda del río.

—¿Cómo te las has arreglado para entrar en la ciudad?

—Pregunté por ti. Por el señor de Zarco. Y conté la verdad. Fue fácil. ¿Qué daño puede causar una pobre vieja como yo? Aun así, me palparon las ropas, para ver si llevaba algo.

Un pequeño pensamiento indefinido anda dando vueltas por el interior de mi cabeza, chocando contra las paredes de mi mente como un pájaro ciego. Es una vaga idea que no acabo de atrapar, un sentimiento de inquietud que no acierto a entender.

Súbitamente, tiro de las riendas de Fuego y contengo su poderosa zancada.

—¿Habías estado antes en la ciudad?

—No. ¿Por qué nos detenemos?

—Sin embargo, pareces conocer bien el lugar… La puerta de la Bendita Ofrenda… Sabías el nombre. Y has dicho el viejo molino…

—¿Y qué hay de raro en eso?

—¿Por qué el viejo molino y no un viejo molino? ¿Cómo sabes que no hay otro?

—Ya te he dicho que he tenido que explicárselo todo a los guardias… Les pregunté el nombre de la puerta, para saber volver, y ellos fueron quienes hablaron de un solo molino. No te entiendo, Leola… ¿Qué te ocurre? Apresuremos el paso o llegaremos tarde.

De nuevo la vergüenza, la confusión. Es eso: estoy demasiado desconcertada por lo que está ocurriendo. No acierto a pensar bien. No vayas, me decía la ciega. Ese grito loco que aún resuena en mis oídos ha llenado mi pecho de desasosiego. Pero es una pobre demente, una mendiga desquiciada. Arrimo los talones a los flancos de mi bridón, que piafa y mete los riñones, retomando su carrera. Conozco bien el camino: falta muy poco para llegar a las ruinas.

De pronto, el tiempo se detiene. En un vertiginoso instante lo veo todo. Y lo comprendo todo. Veo a los tres hombres armados y amenazantes que han salido repentinamente a la vereda, cortándome el paso. Tiro de las riendas mientras miro hacia atrás, sólo para comprobar lo que ya sé: también a mis espaldas han aparecido otros tres tipos. No llevan armadura, quizá para pasar inadvertidos. Pero en sus manos brillan las espadas desnudas, con el sombrío fulgor del hiriente acero. Los brazos de la falsa molinera se aprietan como un cepo en torno a mi cuerpo: también esto lo sabía antes de que pasara. Ya he vivido todo esto. Doy un tirón repentino y me inclino sobre el cuello de Fuego: la mujer pierde la estabilidad y cae al suelo. Estoy libre, pero antes de que pueda incorporarme los asaltantes se abalanzan sobre mí y uno de ellos taja con su espada el pecho de mi alazán. Fuego se alza de manos y yo también me caigo. Me levanto de un salto mientras mi bridón, enloquecido, patea y pisotea a su agresor. Sus cascos redoblan sobre la tierra, la sangre salpica, crujen los huesos del individuo con restallido horrible cuando se parten. Durante unos instantes, hombres y caballo formamos un confuso remolino; al fin, Fuego pasa por encima del cuerpo roto de su víctima y sale huyendo al galope. Desenvaino el puñal, la única arma que llevo, una pobre defensa frente a cinco hombres con espada. Nunca había tenido que luchar en un combate tan desigual. A mis espaldas, las impenetrables zarzas de la ribera, y ante mí los asaltantes, que se empiezan a desplegar en un medio arco. Aquí no sirven las enseñanzas de mi Maestro: no puedo ser un guerrero, sino un gato rabioso. Como un gato, no espero a que me ataquen: me concentro en volar, en ser veloz, en perder el peso y el bulto de mi cuerpo, me hago pequeña y dura y me abalanzo sobre el tipo de mi izquierda, que, sorprendido, intenta detenerme con un mandoble. Pero me agacho y siento que la espada corta el aire por encima de mi cabeza, mientras yo hundo mi puñal en su bajo vientre hasta que la punta choca con un hueso. El hombre berrea y se desploma, llevándose mi acero hincado entre sus carnes. Yo aprovecho la pequeña abertura que ha dejado y echo a correr por la vereda hacia la ciudad, soy un gato, soy rápida, mis pies apenas tocan el polvoriento suelo. Siento un latido de fuego sobre mi hombro izquierdo. Me han herido. Doy un salto lateral que despierta en mi espalda un dolor lacerante y me vuelvo para encarar a mi enemigo. Que está muy cerca de mí y levanta de nuevo el espadón, mientras los demás hombres se aproximan corriendo. Veo el brillo de sus ojos, huelo su sudor y su violencia. Así que éstas son las últimas sensaciones que percibe un guerrero: el centelleo movedizo de las espadas, el tufo del hierro y de la sangre. Estoy muerta. Pero no: mis enemigos colocan la punta de sus mandobles en mi cuello y se contienen. Quieren cogerme viva.

—¡Date preso!

De pronto, uno de los tipos se desploma. No entiendo lo que pasa. O sí: le han partido la cabeza con una piedra. Sus compinches le contemplan, desconcertados, y luego buscan con la mirada al agresor. Está parado en mitad del camino, grande y quieto. Un hombrón sólido y carnoso con una honda en su mano derecha y, en la otra, una maza de hierro. Mis asaltantes rugen de rabia y, olvidados de mí, se precipitan hacia él. Yo me inclino y recojo la espada del hombre abatido por la piedra. Tengo que morderme los labios para no gemir del agudo dolor que cualquier movimiento me produce. Quiero acercarme al combate, ayudar al extraño, pero advierto que no puedo dar un solo paso. Apenas consigo mantenerme en pie: me siento próxima al desmayo. Entre brumas, contemplo la confrontación, que es sorprendente y rápida. Con una precisión y una facilidad inusitadas, el gigantón hace un molinete con la larga maza y arranca las espadas de las manos de los dos primeros agresores. A continuación, dando una vuelta sobre sí mismo, golpea con la maza la espalda de uno de los hombres desarmados y lo arroja de bruces al suelo. Los otros dos asaltantes se detienen y nos miran. Yo intento enderezarme y mantener erguido el pesado mandoble con el último resto de mis fuerzas, para dar la sensación de que puedo ser aún un enemigo a batir. Las nubes detienen su correr por el cielo, los pájaros dejan de piar y todos permanecemos petrificados. Al cabo, los dos hombres rompen su quietud y salen huyendo. En el campo están los cuerpos de los otros cuatro, malheridos o muertos. De la falsa molinera no queda rastro: ha debido de escapar hace un buen rato. Clavo la punta de la espada en el suelo y me apoyo en la cruz para no derrumbarme. Mi brazo izquierdo está tinto de sangre. El gigantón se acerca.

—¿Por qué me has ayudado? —pregunto sin aliento.

Se encoge de hombros:

—Eran muchos.

Caigo de rodillas. Veo todo borroso. Un zumbido me llena los oídos.

—Mejor vámonos de aquí. Puede que vuelvan con refuerzos —me parece entenderle allá a lo lejos.

—Samatan…, la ciudad…, soy el señor de Zarco…, en Samatan —balbuceo.

Siento que unos enormes brazos me sujetan y me levantan en el aire. Siento que soy niña y que me acunan. Y luego llegan la noche y el silencio.