Pese a su estado, la Duquesa
no ha querido quedarse

Pese a su estado, la Duquesa no ha querido quedarse ni un día más en Beauville y regresamos a casa en la jornada prevista. Ha recobrado el juicio, pero es evidente que se encuentra mal. Tiene fiebre y aferra las riendas de su palafrén con manos convulsas.

—¡Mi admirada reya! ¡Estoy tan consternado! ¡No sé cómo disculparme! ¡No sé qué deciros! ¡Pero la humilde ciudad de Beauville siempre os esperará con amor y alegría!

El alcalde y los regidores han venido a la puerta principal de la muralla a despedirnos. Dhuoda ni se molesta en contestarles. Oscuras ojeras enturbian su mirada y resaltan como la huella de un golpe en su rostro lívido.

El tiempo ha cambiado definitivamente y el invierno ha llegado. El gélido día está tan encapotado como nuestros ánimos y caen pequeñas y punzantes gotas de lluvia. Arrebujada en su capa de armiño, tiritando, Dhuoda da la orden de partir.

—¡Adiós, mi reya, adiós! ¡O mejor hasta pronto!

Formamos una triste compañía, todos cabizbajos y en tensión. Nyneve cabalga a mi lado. Incluso ella parece taciturna.

—Menos mal que te diste cuenta del peligro —le comento—. Fue casi milagroso que la Dama Blanca se salvara.

—El forro de plomo del arcón me resultó chocante… Pero, además, debo decirte que el hermanastro de Dhuoda debe de ser un hombre leído… O al menos debe de conocer los hechos de la corte de Camelot, tal y como los deformó o los inventó el bribón de Myrddin… Porque Myrddín dice que Morgan Le Fay, la gran bruja Morgana, la hermanastra de Arturo, intentó asesinar al rey con una capa emponzoñada… Todo esto es mentira, desde luego; a Arturo le quisieron envenenar los reyes sajones, y no con una capa, sino con un faisán contaminado. Pero la verdad, claro, no resultaba tan embelesadora y literaria. En cualquier caso, cuando apareció la capa recordé el cuento de Myrddin, y eso me hizo sospechar más fácilmente del supuesto regalo de Leonor.

—Lo que no acabo de entender es cómo pensaron los tres asesinos que podrían salir con bien de su crimen… El veneno era tan potente y tan veloz…

—Pero Dhuoda nunca se hubiera probado la prenda allí mismo… Eso no lo hacen las altas damas, es un gesto demasiado vulgar, Como mucho la hubiera tocado un momento, y con esa pequeña inoculación la ponzoña habría empezado a corroerla por dentro, sí, pero lentamente… Hubiera tardado horas en morir. Tiempo suficiente para escabullirse.

Los cascos de nuestros caballos vuelven a retumbar sobre los maderos del puente levadizo. Es un sonido triste y solemne, un redoble de duelo. El aguanieve pincha mis mejillas y mi nariz moquea. En los alrededores de la ciudad no queda nadie: ni un tenderete, ni un músico, ni siquiera un mendigo. Cuando cruzamos el foso y los animales empiezan a pisar la dura y baldía tierra, me vuelvo hacia atrás sobre mi silla para ver la ciudad. Encima de la puerta, tres de las picas muestran cabezas nuevas. Morand, asustado con lo sucedido, ha mandado hincar los despojos de los asesinos para intentar congraciarse con la Duquesa. El viento agita los largos cabellos pegoteados de sangre de las cabezas, y un cónclave de cuervos aletea ruidosamente alrededor, codo entusiasmo y gula. Los cuervos parlotean excitados; sus graznidos agujerean el aire. «Nos gusta la Duquesa», sé que están diciendo; «amamos a la Duquesa decapitadora». Uno de los pájaros baja en veloz vuelo, da una vuelta en torno a Dhuoda y vuelve a subir con poderosa remontada hacia el banquete. Ha venido a dar las gracias.

—Tenemos que marcharnos, Leo. Tenemos que dejar a la Dama Blanca. Es peligrosa —susurra Nyneve a mi lado.

Sus palabras me inquietan, pero no sé qué hacer con ellas. Las cosas son confusas en el ancho mundo. Antes la vida era tan dura, tan pobre y tan simple como el pequeño pedazo de árida tierra en el que mi familia y yo nos rompíamos las uñas escarbando. Todo estaba claro: la indiferencia de los poderosos, la crueldad del amo, nuestra indefensión pero también la unión que sentíamos entre nosotros, el trabajo embrutecedor, el esfuerzo y las penalidades, el alivio de haber vivido con bien un día más, la felicidad de poder comer y descansar. Pero ahora ya no sé quiénes son mis amigos, quiénes mis enemigos. No sé bien por qué Nyneve dice que Dhuoda es peligrosa, ni me acabo de creer todo eso que cuenta sobre Myrddin. De los belfos de mi caballo salen densas nubes de vapor. La vida es una niebla.

Dice fray Angélico, que ha venido al castillo a cuidar de su prima, que la Duquesa se está dejando arrastrar por el pecado de acidia, que es el vicio de la desesperación y de la abulia por falta de fe en la magnanimidad divina.

—¡Qué acidia ni qué pecado! Dhuoda está enferma, enferma de tristeza. Tiene un pozo negro dentro del corazón y a veces se le desborda —dice Nyneve.

Sé que Nyneve se compadece de la Dama Blanca, pero al mismo tiempo recela de ella e insiste todos los días en que nos marchemos. Está tan obcecada con la idea, y es tan excesiva en sus reproches, que esta mañana hemos mantenido una agria discusión. La primera desde que nos conocemos.

—Ya no tenemos nada que hacer aquí, Leo. Has leído todos los libros de Dhuoda, has refinado tus modales, has mejorado tu instrucción guerrera, has aprendido a comportarte como una dama…

—No me puedo ir ahora y abandonar a Dhuoda tal como está.

—Este castillo está encantado y la Duquesa es un veneno. No sólo ya no estás aprendiendo nada nuevo, sino que nuestra estancia aquí te está cambiando, te está hiriendo por dentro de una manera que no eres capaz de percibir.

—Eso no es cierto.

—Ya te digo que tú no lo percibes.

—¡Qué argumento tan simple y tan tramposo! Si no me muestro de acuerdo contigo, entonces es que estoy equivocada y ni siquiera soy capaz de darme cuenta de ello… Qué fácil resulta discutir así: no precisas demostrar tu razón. Pero tendrás que esforzarte más, Nyneve… Ya no soy la pequeña campesina ignorante que conociste.

—Es verdad, ya no lo eres. Entre otras muchas cosas, veo que has aprendido a debatir, y eso me alegra. Pero estás embelesada por Dhuoda y por el mundo de Dhuoda, y en la Duquesa hay mucha oscuridad. Recuerda cómo decapitó a aquel hombre.

—Había intentado asesinarla. Y, además, luego se puso enferma. Está apenada y angustiada por lo que hizo.

—La angustia de la Dama Blanca viene de mucho antes… Viene de sus demonios interiores. Te aseguro que no es la degollina lo que la ha enfermado. ¿O acaso crees que ésa es la única muerte que lleva la Duquesa en su conciencia?

—Mientes.

—Pregunta a los criados.

—Lo que sucede es que estás celosa.

—¿Celosa? ¿Por qué?

—Porque Dhuoda me prefiere a mí. Porque fray Angélico me prefiere a mí. Porque yo también empiezo a preferirlos a ellos.

—Exacto, ése es el problema. Te gustan demasiado. Careces de criterio frente a ellos. No ves la maldad que anida en sus capullos de seda.

—¿Y a ti qué te importa lo que yo pueda ver? ¿Por qué tenemos que irnos? ¿Por qué siempre las dos? ¿Por qué estás conmigo? ¿Por qué no te marchas tú sola, si tanto te incomoda este lugar?

Los oscuros ojos de Nyneve relumbraron como brasas avivadas por un fuelle. Frunció el ceño y me miró con dureza. Sentí que me desnudaba, que me medía.

—Está bien —dijo al fin—. Si eso es lo que deseas, así se hará. Piénsatelo bien: sí me vuelves a pedir que me marche, lo haré.

Me encontraba tan irritada con ella que estuve a punto de volver a decirle que se fuera, pero conseguí morderme los labios a tiempo. Nos contemplamos en silencio unos instantes y luego Nyneve salió del cuarto y me dejó sola y atormentada por mi carga de rabia.

Desde entonces ha transcurrido la mañana entera. He leído un rato, he jugado con los perros de Dhuoda, he almorzado sola, en las cocinas, un poco de conejo estofado. Pero estoy malhumorada e inquieta, pensando en que debería hacer las paces. Al fin he decidido salir en su busca y llevo un buen rato recorriendo el castillo con errar intranquilo. Al cabo, la encuentro. Aquí está, frente a mí, partiendo leña al otro lado del patio de armas. Quisiera pedirle perdón, aunque las palabras raspan en mi boca: sigo llevando en el coleto una almendra amarga de rencor. Pero hago un esfuerzo y me acerco a ella.

—Lo lamento —mascullo oscuramente, incomodada por mi propio orgullo.

—¿Qué lamentas?

Hago un vago gesto con la mano.

—La discusión… Todo.

Nyneve deja el hacha y se seca el sudor con la manga. Se sienta sobre un tronco y yo la imito.

—Soy muy mayor, mi Leo. Aunque no lo parezca. He vivido tantas vidas humanas como cabellos tengo en la cabeza. Antes, hace mucho tiempo, cuando era todavía joven y fogosa, compartí un sueño con otras personas. El viejo Myrddín era un mentiroso y un truhán, pero también era un bardo extraordinario, un narrador magnífico. Aunque sus historias sobre el rey Arturo no son verdaderas, la música de sus relatos sí lo es: la épica, la gloria, el esfuerzo de superación, el afán de justicia y de equidad, la fuerza de las mujeres, la búsqueda del caballero impecable, el sueño de construir en este pobre mundo un reino perfecto. Recuerda que la Mesa Redonda era redonda para que ningún guerrero tuviera preeminencia sobre otro, y que todos ellos estaban sentados al mismo nivel que el rey, porque ni siquiera Arturo poseía un poder absoluto: dependía del respeto y de la aceptación de sus caballeros. Así es el derecho normando, el derecho celta, en contraposición al derecho carolingio de nuestro despótico rey de Francia. La Gran Carta normanda lo dice bien claro: «Existen las leyes del Estado, los derechos que pertenecen a la comunidad. El rey debe respetarlas. Si las viola, la lealtad deja de ser un deber y los súbditos tienen el derecho a rebelarse». Cómo le gustaría este texto a nuestro amigo Brodel, el regidor de Beauville… ¿Cómo lo llamaba él? El poder del acuerdo y de las multitudes… Yo viví en mi juventud ese mismo sueño que ahora sueña Brodel. Y luego todo se deshizo, como un castillo de barro hecho por un niño bajo un aguacero. Todo se perdió y se borró, hasta el punto de que hoy algunos piensan que sólo son leyendas.

Nyneve calla durante unos momentos. Hace mucho frío en el patio de armas, pero su relato me interesa y no me atrevo a interrumpir.

—Ahora el mundo vuelve a vivir un momento de ilusión, un momento de renovación y de esperanza. Pero yo ya estoy muy vieja, Leo. Demasiado vieja para un tiempo tan joven. Hace mucho, cuando estaba en mis años y en mi fuerza, yo también deseé cambiar el mundo. Pero ahora me conformo con cambiar a una persona, a una sola persona. Es decir, con ayudarla a madurar y a ser mejor… Y tú, Leo, eres para mí esa persona. Pero tienes razón: puede que mi ayuda no te interese, e incluso puede que verdaderamente no te sirva para nada. Peor para mí, porque además te has convertido en mi única familia. En una vida de mudanzas, tú permaneces. De alguna manera, debo confesar que te necesito.

Sus explicaciones me conmueven. Siento que se me ablanda el corazón, que mi malestar y mi rabia se deshacen.

—Oh, Nyneve, yo también…

—Sssshhh, no digas nada. Las palabras emocionadas salen de la boca demasiado deprisa y suelen terminar diciendo cosas que no son del todo verdaderas. Y debemos ser respetuosos con las palabras, porque son la vasija que nos da la forma. Los tiempos crueles son siempre mentirosos y vienen preñados de palabras malas. El hacha del verdugo no cortaría y la hoguera de la intolerancia no quemaría si no estuvieran sustentadas por palabras falsas. Ya lo dice la Biblia: al principio fue el Verbo. Es la palabra lo que nos hace humanos, lo que nos diferencia de los otros animales. El alma está en la boca. Pero, para nuestra desgracia, los humanos ya no respetan lo que dicen. Escucha con atención a fray Angélico y descubre la ponzoña escondida en su verbo sedoso. Es como su maestro: a Bernardo de Claraval le llaman el Doctor Melifluo porque sus palabras son como miel. Pero las palabras no deben ser como la miel, pegajosas y espesas, dulces trampas para moscas incautas, sino como cristales transparentes y puros que permitan contemplar el mundo a través de ellas.

Volvemos a quedarnos en silencio. Está empezando a nevar. Copos muy blancos contra un cielo muy negro.

—En cuanto a la Duquesa… Ya conoces el viejo cuento de la rana y el alacrán…

—El alacrán que le pide a la rana que le deje montar sobre sus hombros para pasar el río, y que, cuando están en la mitad de la corriente, le clava el aguijón…

—Eso es… Y la rana, agonizante, le dice: «¿Por qué lo hiciste, loco? ¡Ahora tú también re ahogarás!». Y el alacrán, hundiéndose ya en las aguas, contesta: «No lo pude evitar. Es mi naturaleza». Sólo te digo esto, Leo: ten cuidado con la naturaleza de Dhuoda.

A veces las discusiones son tan profundas que dejan por detrás un rastro indeleble. Son como esas tablillas de cera negra en las que Nyneve me ha enseñado a escribir: en ocasiones, sobre todo al principio, mi torpeza en el manejo del punzón hizo que arañara la madera. Y eso no tiene remedio: puedo volver a extender cera virgen sobre la superficie, pero la tablilla está astillada. Siento algo parecido en mi trato con Nyneve. Me alegro de haber hablado con ella el otro día en el patio de armas; me conmovieron sus palabras y se deshizo el resquemor que me asfixiaba. Pero por debajo de la cera nueva, perduran aún las punzantes astillas.

Sé que le debo mucho. Aun así, exagera. Sabe infinidad de cosas, desde luego, pero, en ocasiones, sus pretensiones de gran bruja me sacan de quicio. En el año largo que llevamos aquí he aprendido mucho: ya no me quedo boquiabierta ante todo lo que cuenta. No voy a decir que sea una chiflada, como aseguraba aquella Vieja de la Fuente, pero tampoco tiene siempre la razón. Sigo pensando que está un poco celosa. Que se aburre aquí, porque se ve poco apreciada y sin lugar. Comprendo que ella quiera irse, pero yo no quiero. Me gusta este castillo, disfruto de esta vida deliciosa. Fuera ruge el invierno y los hielos muerden con dientes que matan. Pero el castillo de Dhuoda es un refugio, un pequeño paraíso, como Avalon. Acudo todos los días a la alcoba de la Duquesa. Que está pálida y lánguida, postrada en el lecho. No quiere ver a nadie, pero a mí sí. A veces, cuando se siente mejor, jugamos un poco al ajedrez. A veces le cuento historias bellas que he aprendido en sus libros. Y a veces está tan triste que no desea hablar ni que le hablen, y me quedo junto a ella, acompañándola en silencio durante largo rato. Le gusta mi presencia. Nyneve no conoce bien a la Duquesa; no entiende su refinamiento, su delicadeza. No es un alacrán, sino una paloma que a veces se disfraza de gavilán.

—Ah, mi joven Leo, estáis aquí…

Fray Angélico ha entrado en la biblioteca y su sonrisa ilumina la penumbra. El corazón me da un salto en el pecho: es tan buen mozo. Siento que mis mejillas se encienden y finjo ajustarme las botas para ocultar el rubor. Algún día acabaré por delatarme. El fraile se aproxima a mí. Huele a hierbas, a romero, a áspera carne de varón. Un olor poderoso y embriagante.

—Decidme, amigo mío, ¿os habéis ejercitado con las armas también esta mañana, a pesar de la nieve?

—No, esta mañana no —balbuceo.

Fray Angélico me mira desde su altura. Ojos negros que abrasan. Y los sonrientes labios tan carnosos, un nido de delicias entre la barba. Me observa de tal modo que temo que me haya descubierto. Está cerca, muy cerca. Extiende la mano y me palpa el antebrazo.

—Sois delgado, pero fuerte.

Siento el calor de sus dedos a través de mis ropas. Qué deleitoso brinco de los sentidos. Una parte de mi ansia que me siga agarrando. Sí, quiero que me agarre más. Quiero que me apriete entre sus brazos hasta dejarme sin aliento. Lo peor es que esa parte ardiente de mí misma desea delatarse. Me susurra al oído: ríndete, entrégale la piel y después todo el cuerpo. ¿Qué podría suceder? Él es fraile y ha hecho votos de castidad. Pero también los ha hecho de pobreza, y viste como un duque y vive como un rey. Suspiro, hago acopio de toda mi voluntad, me suelto de su mano con un pequeño tirón y doy un paso atrás. Es un esfuerzo que duele, como si me escociera la carne.

—Venía a buscaros porque la Duquesa quiere veros. Creo que se encuentra mucho mejor —dice el religioso.

Corro por el castillo, o más bien huyo, hacia las habitaciones de Dhuoda. Mis botas de gamuza apenas hacen ruido y mi cuerpo necesita esta carrera violenta. Llego a la alcoba toda arrebolada y sin aliento. Llamo a la puerta y entro sin esperar respuesta.

—Ah, Leo, pasa, pasa. Siéntate a mi lado.

La Dama Blanca está distinta. Es decir, vuelve a parecerse a la de siempre. Todavía se la ve más pálida de lo habitual, y demasiado delgada. Pero se encuentra sentada en la cama, con un espejo en la mano y un plato de almendras y orejones junto a ella.

—Esta mañana me he despertado y, para mi sorpresa, no he deseado estar muerta. Me parece que lo peor ha pasado, mi Leo.

—Es una gran noticia, Duquesa —digo entre jadeos.

—¿Has venido corriendo? Qué encantadora…

Dhuoda alarga la mano y me acaricia la cara suavemente con la yema de su delicado dedo índice, empezando por la sien y descendiendo hacia la barbilla. Cuando alcanza mi quijada, gira un poco el dedo y continúa su camino apretando contra la piel su afilada uña. Su aguijón de alacrán. Pero no, es un mínimo escozor, apenas una ligera molestia. No me muevo mientras me marca con el leve arañazo. Es su sello ducal de posesión. Sin duda está curada.

Dhuoda se recoloca en las almohadas, satisfecha. Sonríe, y yo también.

—Muy bien, mi hermosa guerrera… Nieva, pero también ha pasado ya lo peor del invierno… Cuando llegue la primavera iremos a Poitiers, a la corte de la Reina, a ver el Gran Torneo. Te lo prometí y te lo has ganado. Ya verás, mi Leo: será muy divertido.

Conoceré a la gran Leonor, conoceré al maravilloso Chrétien, entraré en la corte más importante y exquisita de la Cristiandad. La alegría aletea en mi pecho como un pájaro libre. Nyneve no sabe lo que dice. No me quiero marchar. Y no nos iremos.