Estamos nuevamente
en guerra
Estamos nuevamente en guerra, como de costumbre. A veces son guerras grandes, a veces pequeñas. La de ahora es de mediana dimensión. En ocasiones, hay guerras subsumidas en conflictos mayores. O varias a la vez en distintos sitios. Cuando arrecian las guerras el negocio flaquea, porque los caballeros se dedican a matarse entre ellos, en vez de asolar a los plebeyos. De manera que últimamente nuestra bolsa anda magra. Aun así, hemos decidido alojarnos esta noche en una posada. Estamos fatigadas y, además, queremos enterarnos de las últimas noticias. Y ya se sabe que no hay como pernoctar en una posada para ponerse al día sobre el estado de las cosas. Así fue como conocimos, hace ya algún tiempo, las desventuras de Leonor de Aquitania. Que han sido el origen de esta nueva confrontación bélica que ahora padecemos. Dicen que, por ambición política, o por despecho ante el desamor de su marido, o por ambas razones e incluso alguna más, Leonor conspiró contra su esposo, el rey Enrique, y que intrigó hasta que tres de sus hijos, entre ellos Ricardo, el preferido, acudieron a la corte del rey de Francia para combatir contra su padre. Y el monarca inglés, naturalmente, contestó con las armas, comenzando la contienda en la que estamos. Por añadidura, Enrique encerró a Leonor en la fortaleza de Chinon. De esto hace ya algunos años y allí sigue presa, cuentan que en condiciones de extrema dureza. Asimismo han caído en desgracia Chrétien, Chapelain y los demás integrantes de aquella corte maravillosa de artistas, músicos y poetas. De ese mundo de brillo hoy sólo queda polvo.
También hemos tenido noticias de Dhuoda. La Dama Blanca se ha transmutado en la Dama Negra, un nombre que se ha hecho tristemente famoso en todo el Reino. Combatir se ha convertido en su pasión y dicen que está acabando con su patrimonio, como antes hizo Puño de Hierro, para pagar los elevados costes de su belicosidad. Ha hecho de su castillo una fortaleza inexpugnable y mantiene un ejército mercenario de piqueros suizos, los soldados más caros y eficientes del mundo. La Duquesa Capitana, como también se la conoce, lleva años luchando contra su hermanastro, el conde de Brisseur. Es una guerra feroz, dentro de la guerra general. Cuentan que Dhuoda dirige las batallas ella misma, subida a un enorme bridón de color rojo fuego. Pienso con desasosiego en que la enseñé a combatir; y en sus pobres siervos, que deben de estar soportando asfixiantes tributos para sufragar ese constante entrechocar de espadas.
La posada en la que nos hemos detenido se encuentra en un cruce de caminos importante. El lugar está lleno, pero por fortuna hemos conseguido un lecho. Después de instalar a los caballos en el establo y adquirir forraje para ellos, vamos a la sala común para comer. Es una estancia enorme, oscura y mal aireada. Está repleta de gente y huele a cerveza agria, a sudor, a verduras fermentadas y sebo rancio. Las posadas son unos lugares desagradables, guaridas de ladrones, nidos de piojos, cunas de enfermedades. Si no te roba el mismo posadero, intentará desvalijarte algún truhán, y sin duda saldrás llena de ronchas por la mañana. Pero brindan fuego y calor en el frío, techo en la lluvia, carne recién asada y espumosa cerveza, un jergón seco y más o menos blando para los huesos entumecidos. Y sobre todo ofrecen, ya está dicho, el rumor del mundo. Como siempre, buscamos un lugar discreto en un rincón y nos instalamos en el extremo libre de una de las largas mesas.
—Os digo que es un prodigio digno de verse —está diciendo, o más bien farfullando oscuramente, un mercader añoso tan enjuto como una paja—. Está a tres jornadas de aquí hacia el Sureste.
Al mercader le faltan todos los dientes, de ahí su penosa manera de hablar. Mientras los demás comensales devoran grandes platos de carne, él sólo come pan desmigado en vino. Con esfuerzo consigo desentrañar lo que está diciendo: cerca de aquí, en una cueva, han encontrado el cadáver momificado de un hombre de hierro. Debe de llevar mucho tiempo muerto, pero su carne ha permanecido incorrupta, lo cual es una de las mayores pruebas de santidad.
—Sí, la ausencia de podredumbre puede ser un signo milagroso, pero ¿no decís que también su caballo está incorrupto? Que yo sepa, Dios, en su Bondad Infinita, todavía no ha concedido la santidad a los jamelgos —argumenta con sorna un hombre joven y algo contrahecho que está sentado junto a mí.
El mercader desdentado se enfurece:
—¡Si hubierais estado allí, no os reiríais!… En la cueva se notaba la espiritualidad y el alma se elevaba a Dios…
Como ignoran el nombre del guerrero momificado, los lugareños han empezado a llamarlo San Caballero, y al parecer han convertido la cueva en un lugar de culto.
—Está tan hermoso el Caballero… Con las manos cruzadas sobre el pecho, con un crucifijo entre los dedos, verdaderamente tan sereno como un santo… —farfulla el mercader, lanzando pizcas de pan y de saliva a su alrededor como si su boca fuera una catapulta.
—Sin embargo, mi querido amigo, incluso los espectáculos que conmueven y elevan el espíritu pueden ser astutas trampas del Maligno.
Quien así ha hablado es un religioso de aspecto cultivado y vestimentas costosas y limpias.
—Es Evervin de Steinfeld, el preboste del monasterio de Steinfeld…, un hombre poderoso —me susurra el joven vecino de mesa.
Yo no le contesto: tenemos la prudente costumbre de huir de toda intimidad con los extraños.
—Hace un par de años pude asistir, cerca de Colonia, a la ejecución de unos herejes —sigue diciendo Evervin—. La muerte, como es natural, era por fuego, pues sabéis bien que la herejía es una pestilencia del espíritu, y las pestilencias sólo se combaten con las llamas. Eran unos doscientos, hombres y mujeres, algunos muy jóvenes, a decir verdad casi unos niños. Llevaban largas vestiduras blancas y subieron a la hoguera sin dar la menor muestra de flaqueza, rezando el Padrenuestro con voz firme y sonora. Se dejaron atar a los postes como corderos y fueron tan valientes como los primeros mártires de la Cristiandad. Rezaron y cantaron mientras ardían, y uno de ellos, cuando sus ataduras se abrasaron y le dejaron los brazos libres, bendijo entre las llamas a la multitud. Debo confesar que quedé sobrecogido, impresionado. Eran esos herejes que llaman cátaros, o albigenses, o tejedores. Ellos a sí mismos se llaman Pobres de Cristo. Para mí fue tan turbador el espectáculo de su coraje y su aparente espiritualidad que, Dios me perdone, empecé a dudar. Por fortuna escribí al gran Bernardo de Claraval, contándole sobre la hoguera de Colonia y sobre mis congojas, y él me contestó con su sabiduría pastoral, disipando por completo mis inquietudes. Por supuesto que parecen heroicos: porque el Maligno ayuda a sus adeptos a soportar el fuego sin que les duela. Todo es una pura trampa demoníaca. De modo que ya veis, mi querido amigo, cuan fácil puede uno ser engañado por Satán.
Mi vecino de mesa, el joven algo chepudo, no hace más que mirarme. Lo percibo con el rabillo del ojo, pues finjo no prestarle atención. Pero él me observa atentamente. Demasiado atentamente. Puede que haya descubierto la superchería de mi masculinidad. Alguna vez ha sucedido: unas cuantas personas han tenido sospechas sobre mi identidad, aunque, por supuesto, nunca les permití comprobación alguna. Miro a mi alrededor: todos los clientes que abarrotan la estancia son varones. Es natural, porque las pocas mujeres que viajan y se alojan en las posadas no suelen acudir a la sala común, siempre tan bulliciosa y turbulenta al calor de la cerveza y del áspero vino. Hoy sólo hay una fémina en todo el comedor y es la criada del posadero, una chica alta y robusta capaz de llevar cinco jarras de cerveza en cada mano. Su rostro me ha llamado la atención, porque tiene medía cara horriblemente quemada, con el ojo perdido y sepultado en un pliegue de piel deforme y escarlata. La otra media cara, en cambio, es fresca, delicada y muy bonita. De perfil, y según qué parte del rostro ofrezca, la posadera puede parecer un ángel o un demonio.
La gran chimenea tira mal y escupe vaharadas de humo. Los ojos se me llenan de lágrimas; con la excusa de enjugarlos, atisbo discretamente a mi vecino. Debe de tener más o menos mi edad. Es delgado, menudo, con el pecho hundido y los hombros demasiado cargados y desiguales. Lleva unos larguísimos cabellos, oscuros y lacios, recogidos en una coleta sobre su espalda. Desde luego no es un hombre de acción: en primer lugar por su curvado espinazo, pero, además, porque ningún guerrero, ningún soldado llevaría una coleta así, pues podría servirle de asidero al enemigo en un combate. Tiene la piel muy blanca, una barbita breve bien recortada y un rostro pequeño y desagradablemente apretado, también un poco desequilibrado, como su pobre espalda. Una mirada negra y profunda resbala por debajo de sus largas pestañas. Sus ojos son muy hermosos, pero quizá taimados.
—¿Puedo preguntaros hacia dónde os dirigís, caballero? —me dice el joven, que parece haberse dado cuenta de mi interés.
Hago un gesto vago.
—Mi escudero y yo viajamos hacia el Norte.
—Lástima. Yo voy al Sureste. Podríamos haber compartido camino, sí mi presencia no os incomodaba demasiado…
Sonríe y en sus pálidas mejillas se dibujan dos hoyuelos encantadores. Vaya. Ahora que me fijo bien, su rostro no me parece ni tan crispado ni tan irregular. Y sus labios son gruesos y bonitos.
—Me llamo Gastón de Vaslo y me dedico al estudio —se presenta.
—Yo soy Leo, señor de Zarco. ¿Al estudio de qué?
—De la Gaya Ciencia. Soy filósofo.
Ignoro lo que es la Gaya Ciencia y me apetecería proseguir la charla con Gastón, pero veo la mirada de aviso que Nyneve me dedica y opto por callarme. Vuelvo a prestar atención a la conversación general que mantiene la mesa. Por lo que colijo, alguien le ha preguntado al preboste Evervin su opinión sobre Pedro Abelardo, cuya escandalosa historia recorrió las posadas hace algunos años. Abelardo es un teólogo famoso; fue profesor en París, en la Universidad de Notre-Dame. Fulberto, el canónigo de la catedral, le contrató para que diera clases privadas a Eloísa, su sobrina, una doncella de viva inteligencia. Abelardo tenía treinta y seis años cuando se conocieron; Eloísa, dieciocho, Heridos fatalmente por el dardo del amor, se fugaron a las tierras que Abelardo tiene en la Bretaña. Dicen que se casaron y tuvieron un hijo, Astrolabio. Pero Fulberto, para vengarse, contrató a unos matones, que entraron de noche en casa de la pareja, inmovilizaron por la fuerza al teólogo y lo castraron. Abelardo no murió de las horribles heridas, pero su tristeza fue tan honda e incurable que decidió meterse monje, aceptando la mutilación como justo castigo a sus pecados. También Eloísa entró en un convento y así están ahora, separados sus cuerpos para siempre. Abelardo, que continúa dando clases, se ha labrado una reputación de verdadero sabio. A Evervin de Steinfeld, sin embargo, no parece gustarle demasiado:
—He aquí otro buen ejemplo de cuan cautivador puede ser el Mal. No os negaré que Pedro Abelardo posee una mente poderosa y que es un formidable polemista, pero utiliza esos dones del rey para hacer daño…
Mi vecino, el joven Gastón, acaba de arrimar bruscamente su pierna a la mía. El sobresalto me hace perder el hito de las palabras del preboste. Me deslizo un poco sobre el banco para perder el contacto, pero él también se mueve y vuelvo a tener su muslo pegado a mi muslo… aunque entre ambos se sitúe mi cota de malla. Qué loco. Me pregunto si sabe lo que hace. Me pregunto si está viendo en mí al varón que represento o a la mujer que soy. Sé que hay hombres a los que gusto como hombre; en estos años he topado con algunos, y me ha costado quitármelos de encima.
—Y así, ha caído en gravísimos errores teológicos que no voy a entrar a enumerar porque vosotros, mis queridos amigos, no sabéis ni tenéis por qué saber de esta materia —sigue explicando Evervin—. Pero baste con deciros que Bernardo de Claraval ha acusado a Abelardo ante el Concilio de Sens, y ha conseguido que se le condene. Y si el gran Bernardo ha actuado así, será por algo.
Gastón de Vaslo acaba de levantarse de la banca para coger una hogaza de pan de la mesa de enfrente. Le miro con estupor: su espalda está derecha, sus hombros se alinean rectos y armoniosos, su cuerpo es delgado pero ágil. ¡Qué sorpresa! El retorcimiento que mostraba debía de ser cosa de su postura, porque no es un hombre en absoluto contrahecho. Incluso puede decirse que es hermoso. Regresa el joven a su sitio y descubre mi mirada fija y atónita. Sonríe y se vuelve a sentar. Cerca de mí. Muy cerca.
—¿Y de Eloísa qué opináis? —pregunta Nyneve a Evervin con gesto inocente—. Dicen que es una mujer de una cultura y una inteligencia extraordinarias… Sabe teología, filosofía, griego, hebreo, latín… Y ahora es la abadesa de su convento.
—Desconfiad de las mujeres machorras, señor —contesta el preboste—. Todos esos conocimientos y esos talentos viriles no son sino perversiones de la naturaleza femenina. Esto, como norma general. En cuanto a Eloísa, su caso es más grave, pues ha tenido un maestro peligroso. Dicen que la tal Eloísa sostiene argumentos que se avienen mal con el decoro inherente a una dama… Se le ha oído decir cosas como «Amorem conjugio, libertatem vinculo praeferebam»… «Prefiero el amor al matrimonio y la libertad a la esclavitud». Como veis, se trata de un pensamiento vergonzoso.
—Sin duda Su Eminencia sabe que se trata de una cita de Cicerón, el sabio clásico… —dice Nyneve.
—Clásico o no clásico, peca contra el pudor y la decencia —gruñe el preboste.
Es una frase digna de la antigua corte de Leonor y del libro que estaba escribiendo Chapelain. Pero la Reina está encerrada en un sórdido castillo, la flor del Fino Amor se ha marchitado y ya nadie juega los juegos de las damas. Mi vecino de mesa también parece preferir el amor al matrimonio. Está tan pegado a mí que siento el calor de su aliento sobre mi oreja. Su osadía me asombra: a fin de cuentas, soy un hombre de hierro y estoy armado. A estas alturas todos nos encontramos ya un poco bebidos y podría responderle violentamente. De hecho, siento algo parecido a la violencia dentro de mí. Un deseo de abofetearle. De apretarle entre mis brazos. De dejarme apretar. Pero me inquieta no saber qué es lo que está viendo cuando me mira… Creo que me desea, pero ignoro qué es lo que desea.
A mi lado, Nyneve hace un ruido extraño, algo así como un resoplido. La miro y me alarmo: está toda en tensión, desencajada. Contempla fijamente algo en la distancia y yo sigo la línea de sus ojos. Observa a un grupo de hombres que acaba de entrar en la posada. Un puñado de bribones. He aprendido a reconocer a los rufianes a primera vista de tanto vivir en los caminos. Siento que mis músculos se tensan, que me pongo en guardia.
—¿Qué sucede? —susurro.
Nyneve baja la cabeza y la esconde entre los hombros. Se diría que tiene miedo. Pero no puede ser, porque en todos los años que llevamos juntas jamás la he visto asustada.
—No pasa nada, pero vámonos.
Llama a la camarera de la cara quemada:
—¡Muchacha! Enséñanos dónde está nuestro lecho…
Los bribones se han sentado lejos de nosotras. Son cuatro o cinco, pero uno de ellos se ha quedado de pie y nos está contemplando. Es alto, fuerte, un poco barrigudo pero sin duda un tipo duro. En el cinto, el oscuro relumbre de varios puñales. Hay algo repugnante y peligroso en su retadora postura de matón, en su cara feroz de rasgos demasiado grandes.
—Vámonos, Leo —repite mi amiga.
Sí, seguramente será mejor que nos retiremos. Me pongo de pie con cierta torpeza ebria y le echo una rápida ojeada a Gastón. Que, a su vez, me está mirando. Casi agradezco la irrupción de los bribones, e incluso el inquietante sobresalto de Nyneve, porque eso me permite, o, mejor, me obliga a huir. Huir, sí, hurtar el cuerpo, esconder la necesidad de la carne, no ponerse en riesgo. ¿Para qué complicarse la vida? Pero tengo la boca seca, la espalda agarrotada, las manos sudorosas… Y no creo que sea por los rufianes. Cuánta desazón puede llegar a producir el roce del muslo de un varón.
—Éste es el cuarto, mi rey…
La voz de la muchacha me saca del torbellino de mis pensamientos. Hemos subido al piso superior de la posada y la chica ha abierto la puerta de una pequeña estancia en la que hay tres lechos. En uno roncan ya dos personas desconocidas para mí; en el otro distingo la cara emaciada del viejo mercader que comía sopas de pan, y el tercero está libre y es el nuestro. Por fortuna somos dos: sería mucho más incómodo y arriesgado tener que compartir la cama con cualquier extraño. La camarera nos abandona, tras dejarnos el cabo de una vela de sebo. Me quito la sobreveste, la armadura y la almilla guateada y me quedo en camisa. Nyneve ya está acostada. Me meto en la cama. El jergón es de paja y los cobertores están tejidos con linaza áspera y rasposa: pero el lecho resulta cálido y mullido para un pobre esqueleto acostumbrado a dormir sobre la dura y siempre húmeda tierra. Apago la vela de un soplido e intento adaptarme a la fetidez del ambiente y al clamor de los ronquidos de los compañeros de cuarto, que parecen heraldos locos tocando desordenadamente sus trompetas.
—Nyneve, ¿duermes? —susurro.
—Sí.
—¿Qué ha pasado? ¿Quién era ese tipo malencarado y grande?
—No ha pasado nada y no era nadie.
—Pero tú le conoces…
—Sí. Por eso te digo que no es nadie. Déjame dormir.
Callo, rumiando las respuestas de Nyneve, su extraña reticencia a hablar, su tensión palpable. Yo también me siento desasosegada. Por la inquietud de mi amiga, y por ese raro joven tan buen mozo a quien yo creí ver feo y contrahecho.
—Nyneve…, ¿qué es eso de la Gaya Ciencia?
—Son los alquimistas… Ya te he hablado de ellos. Pretenciosos y estúpidos. Pero ahora déjame, que estoy cansada.
Yo también quisiera dormir, pero no puedo. Siento toda la piel erizada, como un gato en mitad de una tormenta. La puerta del cuarto chirría al abrirse y en el quicio aparece el llamado Gastón. Encogido sobre sí mismo y nuevamente con apariencia de jorobado. Lleva una vela encendida en la mano y se acerca con cuidado a cada uno de los lechos, buscando un lugar libre en el que acostarse. Cuando se aproxima a nosotras, aprieto los párpados y finjo respirar pesadamente desde el hondón del sueño; pero en cuanto se aleja, vuelvo a vigilarle a través de las pestañas. Ha descubierto ya su cama, que es la misma del mercader desdentado, y ha empezado a desvestirse. De pronto, se estira, se yergue, endereza las espaldas y parece que crece. Sale del disfraz de su fealdad como una mariposa de su capullo. Ha vuelvo a transmutarse. Veo la gracia con que mueve ahora su cuerpo ágil y flexible, su cuerpo ligero de gato sigiloso. Se ha quitado la camisa y solamente lleva puestas las ajustadas calzas. La luz de la vela, que ha dejado en el suelo, distribuye extrañas y temblorosas sombras sobre su piel. Su piel atirantada sobre los suaves músculos, su piel pálida encendida por el fuego de la pequeña llama. Al final de su espalda, justo por encima del calzón, me parece atisbar dos o tres rizos oscuros. Gastón empuja al viejo mercader para que se mueva y le haga sitio, se mete en el lecho y apaga su bujía. La oscuridad nos traga. Siento ganas de gritar. Aprieto entre mis dedos la espada, que está guardada dentro de su vaina. Siempre duermo aferrada a mi espada: tomé esta costumbre hace años, para evitar que me la robaran y para tener el arma a mano en caso de necesidad. Ahora, no sé por qué, recuerdo a Tristán e Isolda. Cuando Tristán e Isolda se enamoraron fatalmente, huyeron al bosque. Agotados, se acostaron el uno en brazos del otro pero sin desvestirse, y pusieron en medio de los dos la espada desnuda del joven, pues no querían profanar con su amor carnal el respeto que le debían al rey Marc, esposo de Isolda y señor de Tristán. El rey, que les perseguía, les encontró mientras estaban dormidos. Conmovido al verles tan bellos y tan puros, les perdonó la vida y, en vez de cortarles la cabeza, como pensaba hacer, se marchó sin despertarlos. Pero antes cambió la espada de Tristán por la suya, para que supieran que el rey había estado allí. Y para que los enamorados comprendieran que debían sus vidas al monarca y que, de algún modo, los dos eran hijos de su punzante acero. Pienso en todo esto ahora, en la oscuridad, abrazada una noche más a mi viejo mandoble. Pienso en Tristán, en los amores imposibles, en cuerpos hermosos e intocables separados para siempre por afilados hierros.