Capítulo 39
Ascanio presionó el borde dorado de uno de los espejos y este se abrió, revelando una escalera de caracol que subía por la torre. Entonces, levantando un dedo para pedir absoluto silencio, pasó a la escalera, con David justo detrás de él. Los escalones subían serpenteando unos nueve o doce metros hasta terminar en lo que parecía una cortina de tela gruesa. Solo al mirarlo desde más cerca y a la luz de la linterna, David vio, por el bordado elaborado, que estaban viendo por atrás un enorme tapiz colgado de la pared.
Ascanio apagó la linterna y, con la misma cautela de siempre, echó a un lado uno de los bordes del tapiz. David vio por encima del hombro de Ascanio que estaban en una especie de antesala en la que había una silla para leer junto a una mesa de marquetería con licoreras de cristal y una lámpara de bronce encima. El dormitorio principal estaba un poco más allá. Se oía música clásica, y una ducha y voces de fondo.
Linz y su esposa.
—Ava, dame las pastillas.
—¿Cuántas piensas tomarte?
—Tú dámelas.
David vio a Ava, completamente desnuda, saliendo del baño con aire despreocupado y con la palma de la mano abierta.
Lo único que veía de Linz eran las piernas, con un pijama de seda negro y unas zapatillas sobre sus blancos tobillos.
—Ponte algo —la reprendió—, por decencia.
—Estaba a punto de darme una ducha. El agua ya está caliente.
Él cogió las pastillas y ella volvió a desaparecer caminando hacia el baño con porte atlético y despreocupado. David oyó cerrarse la puerta del baño.
Ascanio se santiguó, puso la mochila en el suelo y la abrió. Luego, sacó la guirnalda plateada.
David había comprobado sus poderes unas horas antes, en la privacidad de la casa de Sant’Angelo. Más que nada de lo que había visto o le habían contado, aquella demostración lo había convencido de las afirmaciones del marqués. Si le quedaba algún ápice de duda, ver desaparecer al marqués ante sus ojos lo había disipado por completo.
Con los ojos fijos en David, Ascanio se colocó el objeto en la cabeza.
Y, en unos segundos, había desaparecido por completo.
El faldón del tapiz se levantó y volvió a caer al salir Ascanio desde detrás. David se quitó una telaraña que le colgaba de las gafas y se quedó mirando atentamente… pero, ¿qué iba a ver?
Las zapatillas de Linz se movían al ritmo de la música. Pero, de pronto, como si hubiera escuchado algo que nadie más podía escuchar, o percibido alguna amenaza que nadie más había detectado, las zapatillas dejaron de moverse. Se irguió de repente en la cama, rodó hacia un lado y rebuscó en el cajón de la mesita de noche. En un instante, había sacado una pistola y disparado al aire.
Se oyó un grito —¡era Ascanio!— y una ola de sangre explotó en el aire como un globo. Linz volvió a disparar, y la segunda bala atravesó el tapiz y se alojó en la pared, sobre la cabeza de David.
Un momento después, David vio a Linz derrumbarse hacia atrás en la cama, como si lo hubiera golpeado un tren de carga. David salió corriendo para ver a Linz con la bata roja luchando en el suelo contra su asaltante invisible.
Pero fue en aquel mismo momento cuando también vio, balanceándose en el pecho desnudo de Linz y pendiendo de una cadena plateada, La Medusa.
Aún agarraba con la mano la pistola, pero esta se disparaba repetidamente hacia la cama y, de una fuente invisible, salía sangre que se derramaba en la alfombra. Linz luchaba por conservar la pistola y, cuando consiguió liberarse el brazo, David vio claramente cómo la culata impactaba contra algo sólido. Un segundo más tarde, la guirnalda salió rodando y se quedó girando en el suelo como un plato.
—¡Lo tiene en el cuello! —le gritó Ascanio a David, mientras volvía a ser visible—. ¡Cógelo!
Pero en ese momento ya tenía el cañón de la pistola apuntándolo, y David se agachó justo cuando el siguiente disparo impactó contra la luz del techo, provocando una lluvia de fragmentos de cristal. Estaba forcejeando para quitárselo cuando oyó un grito tremendo y el sonido de unos pies mojados por el suelo. Un cuerpo desnudo, ágil y fuerte saltó sobre su espalda, atrapándole con las piernas la cintura y con los brazos la garganta para estrangularlo.
David se tambaleó hacia atrás, viéndose a sí mismo en el espejo de la cómoda —con la cara de Ava, que gruñía y dejaba ver los dientes apretados, sobre sus hombros—, mientras intentaba liberarse a sacudidas. Pero ella lo agarraba con mucha fuerza y hacía que se moviera hacia atrás a trompicones, apenas pudiendo mantenerse en pie. Con las gafas colgándole de una oreja, chocó contra un gran aparador. La oyó resoplar y quedarse sin aire, y lanzó la cabeza con fuerza hacia atrás, golpeándola en la barbilla. Se alejó unos pasos del armario y volvió a correr hacia él de espaldas para golpearla de nuevo contra él.
—¡Cabrón! —dijo con un grito ahogado entre los dientes manchados de sangre, aunque intentando aún mantenerse colgada de él como un águila arpía.
Con el aliento que le quedaba, David estiró las manos hasta detrás de la cabeza para intentar agarrarla del pelo y quitársela de la espalda; pero ella le mordió los dedos y las manos. Él se giró y se tiró al suelo de espaldas, como si estuviera ardiendo. La mujer lo soltó, David volvió a coger aire y la golpeó con el codo en la cara. Sintió cómo le hacía pedazos la nariz y cómo todo el cuerpo quedaba lacio, como sin vida.
Al soltarse, se puso de pie con dificultad, pero Linz lo volvió a derribar al salir corriendo de la habitación, con los faldones de la bata roja al aire.
—¡Síguelo! —dijo Ascanio, derrumbándose en la cama y sacando la espada—. Yo no lo podré alcanzar.
Tenía los pantalones rotos y le salía sangre de la pierna a causa de la herida de la bala.
David se puso de pie de golpe, se volvió a encajar las gafas, y Ascanio le puso en la mano la harpe.
—¡Ahora sabes quién es! —gritó, fijando la mirada en los ojos de David—. ¿No?
Pero David, tambaleándose, simplemente asintió confuso. Su mente no podía procesar algo tan descomunal… y terrible.
Se oyó un golpe que vino de la antesala al derribarse la mesa con la lámpara.
—¡Deberíamos habértelo dicho! Pero ahora depende de ti acabar con ese cabrón, ¡de una vez por todas!
David sintió cómo sus dedos agarraban la espada como si fueran los de una persona completamente distinta.
—¡Ve!
David se giró y corrió hacia la puerta de la antesala; la había abierto de golpe y la alfombra del pasillo estaba arrugada debido a la huida precipitada de Linz. David oía sus pasos girar a toda velocidad en las cuevas de la escalera.
Salió tras él bajando los escalones de tres en tres y pasó por una serie de salas oscuras y abarrotadas de cosas, donde las cortinas se movían tras el paso de Linz y había muebles tirados para bloquear a su perseguidor.
Linz se dirigía, según averiguó David, hacia la gran escalera, y las pisadas de sangre en el suelo lo confirmaban.
Como también lo hacían sus gritos ahogados: «¡Rigaud! ¡Por amor de Dios, Rigaud!».
Pero cuando David pasó por el pasillo donde había visto por última vez a Rigaud, su puerta estaba completamente cerrada y no salía luz por debajo de ella.
Sobre la escalinata, David avistó las zapatillas negras de Linz rodeando la parte baja de la escalera y dirigiéndose hacia el pasillo de las armaduras. Intentaba gritar, pero tenía la voz ronca y apenas se le oía.
David bajó los escalones a toda prisa, casi perdiendo el equilibrio en una mancha de sangre fresca, hasta que entró derrapando en el pasillo y se giró.
Ya no veía a Linz, pero sabía en qué dirección había ido y corrió tras él agarrando aún con la mano la pequeña espada cuando, de pronto, algo largo y afilado le arañó el brazo e impactó en el marco de madera de la puerta.
Linz estaba en mitad del pasillo, inclinado tras haber arrojado la lanza, jadeando y con las manos sobre las rodillas. Se le contrajo el rostro de la ira, los ojos se le salían de las órbitas y una mata de pelo castaño, que llevaba corto por los lados, le caía por la frente. Le temblaba el brazo izquierdo, como a causa de una parálisis, y David tuvo la horrible sensación de que había visto aquella cara anteriormente.
Y Ascanio había dicho: «Ahora sabes quién es, ¿no?».
Linz soltó algunas palabrotas y se dio la vuelta; agarró un hacha de guerra y un escudo de la pared. Con la bata abierta, y La Medusa colgándole del cuello, había dejado de correr, y ahora se acercaba a David.
—Sie denken, sie können mich toten? —«¿Crees que puedes matarme?», le dijo con tono desafiante mientras David esquivaba con destreza el primer hachazo.
David dio un paso atrás y el siguiente impactó contra una armadura, derribándola de su pedestal y esparciendo las piezas por el suelo.
Intentó parar el golpe con la pequeña espada, pero Linz la tiró de un golpe con el escudo. Bajo la luz de la luna que entraba por las ventanas, David pudo ver la furia en sus ojos y la chispa maníaca… del placer.
—Niemand kann mich toten! —«¡Nadie puede matarme!», exultó.
Linz corrió hacia él con el escudo levantado e intentó derribarlo, pero David esquivó el ataque y el hacha impactó en otra armadura.
—Ich will tausend Jahre leben! —dijo con un estallido: «¡Viviré mil años!», y David se quedó completamente helado.
Era la voz que había oído en los documentales, chirriante, amplificada y repleta de odio. Era la cara, con los ojos centelleantes y la barbilla levantada desafiante, que había enardecido a una nación y sumido al mundo en la guerra. El loco que había invocado los fuegos del holocausto.
En aquel mismo instante, David comprendió qué criatura había salido a escondidas de su bunker de Berlín para reclamar el don de la inmortalidad. Y por qué, por miedo a que le faltara coraje o que su confianza decayera, no se lo habían dicho.
Pero ahora lo sabía, y sentía como si una corriente eléctrica le recorriera las venas, le bajara por los brazos y llegara hasta la espada que sostenía. Cuando el monstruo volvió a atacar, David se apartó ágilmente y, antes de que el hombre pudiera darse la vuelta, dirigió el borde afilado de la espada a su nuca.
El monstruo se plegó y un géiser de sangre emanó a borbotones del cuello, pero la cadena de La Medusa había evitado que se lo cortara de cuajo.
«Acaba con él», oyó David en su cabeza, «tienes que acabar con él».
Sujetando la espada con una mano y tirando hacia atrás de la cabeza con la otra —incluso entonces le hervían los ojos en ira y le salía baba caliente de la boca—, volvió a asestarle un golpe. Pero la cabeza aún estaba adherida al cuerpo.
«Acaba con él».
Agarró la cabeza de un mechón de pelo manchado de sangre y la colocó como si fuera una rama rígida. Y aunque era él quien blandía la espada, era como si esta actuara por sí misma, hambrienta de completar alguna tarea ancestral. Con otro golpe más, el cuerpo cayó desplomado al suelo.
David sintió como si se hubiera parado el tiempo. Lo único que oía eran los fuertes latidos de su corazón retumbando como un bombo. Le ardía el aliento en la garganta. Sostenía a su premio ensangrentado —la boca abierta y los ojos desorbitados— por el pelo. Fue, gradualmente, volviendo en sí como si hubiera estado en un trance. La espada cayó al suelo resonando, y la cabeza después.
Se agachó y salvó de la piscina de sangre en expansión aquello por lo que había llegado tan lejos. Se colocó La Medusa alrededor del cuello, se levantó —como Perseo, con un pie sobre la gorgona masacrada— y se dirigió a recuperar a su acompañante y contarle que, al fin, había acabado con él.