Capítulo 33
Al fin solo, el marqués echó otro leño al fuego Y se quedó observando cómo se avivaba.
¿Podría ser posible? ¿Podría Caterina seguir viva? ¿Podría haber estado viva todos aquellos siglos?
Sintió a la vez una gran sensación de angustia en el corazón, la angustia de los años perdidos, y la llama de la esperanza, una llama que no había sentido en siglos. La expresión de David Franco había desvelado la verdad más elocuentemente de lo que podrían haberlo hecho las palabras.
Aunque Sant’Angelo pensaba entonces que los informes de su propia muerte y su entierro la habrían convencido a ella de que, realmente, había dejado aquel mundo, ¿cómo se había dejado engañar después él de aquella manera?
¿Qué estupidez, qué insensatez, qué amarga desolación le habían llevado a creer las noticias de su fallecimiento? Sabía que las fuentes que contaron el suceso tenían razones para decir lo que dijeron y para jurar lo que aseguraban. Y arremetió contra sí mismo por su credulidad, su ceguera y su desesperación. ¿Había creído su muerte porque no soportaba la idea de pensar que la había condenado al mismo sino que él había soportado?
Y, ahora, ella quería recuperar el espejo. Quería recuperar La Medusa, a cualquier coste. Pero, ¿por qué? ¿Para usar su magia en otra persona? ¿O para ver si, al destruirlo, podía deshacer la maldición que se había echado a sí misma aquella fatídica noche en su estudio?
Acercó una silla al fuego —era en aquel momento de la noche cuando más le dolían las piernas— y se sentó, Debía pensar, debía trazar un plan. Debía decidirse a luchar por un futuro. Aquella noche había aprendido que había más que una razón para existir, había una razón para vivir.
Recostó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y sintió cómo el calor del fuego le recorría el cuerpo.
Pero, primero, debía enfrentarse al mayor fracaso de su vida, aquel del cual nunca se había recuperado. Tenía que superar un miedo que, incluso a él, al inmortal Cellini, le aterrorizaba hasta el mismo tuétano de sus huesos fracturados. Una única vez en su vida se había enfrentado a un enemigo tan poderoso y con tales recursos oscuros que los suyos propios habían palidecido ante ellos. Durante décadas, se había conformado con conseguir un empate al enfrentarse a aquel funesto adversario, empate con el que su adversario también parecía estar conforme. Sant’Angelo se imaginaba a ambos como dos boxeadores destrozados hasta quedar irreconocibles, pero aún así respetuosos y cautelosos ante el poder del otro. Ambos sabían el poder que La Medusa confería, además del elevado precio que había que pagar por ello, pero mientras el marqués estuviera al tanto de dónde andaba su enemigo y seguro de sus limitaciones, estaba dispuesto a esperar al momento oportuno.
Ahora, ese momento había llegado. Si con el hecho de recuperar, por fin, el espejo, podía recuperar el gran amor de su vida… si podía compartir aquella sentencia con la única mujer en el mundo que lo entendería… entonces, el empate tenía que romperse. El destino le había hecho estar aquella noche en el Coliseo con el doctor Strozzi, el mismo destino que le había enseñado cómo crear La Medusa, y el mismo que le había llevado como una peonza de un país a otro, durante cientos de años. Ahora, el destino le había traído a aquellos dos aventureros hasta su puerta, cada uno con su propio objetivo. Pero el principal objetivo que cumplirían sería el suyo. Tendrían que entrar en la mismísima boca del lobo, un lugar hasta donde sus piernas fracturadas no lo podían llevar y donde su sola presencia haría saltar todas las alarmas. Una vez allí, tendrían que derrotar a una criatura más sanguinaria que ninguna gorgona que hubiera habitado el inframundo, una criatura cuya reputación era tan aterradora que era, precisamente, lo que no quería revelar.
Tiró de la corbata suelta y la dejó caer al suelo como si, en su mente, rememorara el verano de 1940… y la caravana de coches blindados que habían subido por el serpenteante camino privado que llegaba al Château Perdu. Todavía podía oír el sonido sordo de los motores.
Había estado cazando con su guardabosques, el viejo Broyard, cuando los oyeron avanzar por el largo camino que daba al castillo. Había ascendido rápidamente por la colina y, cambiándole a Broyard el rifle por los prismáticos, se había subido a un árbol. Apartó las ramas con una mano y vio a un grupo de cuatro coches blindados, seguidos por un gran Mercedes negro subiendo, a toda prisa, por el bosque. Banderines nazis ondeaban sobre el guardabarros delantero de la limusina.
—¿Alemanes? —preguntó Broyard nervioso.
—¿Quién más tiene gasolina?
«Así que había llegado, pensó. Era inevitable». Los nazis habían invadido Francia a principios de mayo, habiendo tardado solo unas semanas en romper la línea Maginot y, para el catorce de junio, sus tanques habían estado rugiendo triunfantes en los Campos Elíseos. Solo había sido cuestión de tiempo que el marqués recibiera una comisión tan poco grata como aquella.
—¿Cuántos? —preguntó el guardabosques, mientras Sant’Angelo se bajaba del árbol.
Lo dijo como si estuviera pensando cuántas balas iban a necesitar para matarlos a todos.
—Demasiados —contestó el marqués, dándole una palmada en el hombro envejecido.
Tan rápido como se lo permitían las piernas del viejo guardabosques, recorrieron con dificultad la cima de la colina, con el denso bosque a un lado y el río Loira al otro, algo más lejos bajo ellos. Al acercarse al château, había un gran terreno abierto en la ladera de la colina, un prado inclinado donde las ovejas pastaban, pero desde donde, se temía el marqués, serían avistados con más facilidad por los intrusos que aún iban subiendo por el camino. Manteniéndose agachado cerca del suelo, corrió hacia una gran cantera de piedra circular. Construida por el caballero normando que había erigido el château en el siglo XVI, la cantera se había usado para atraer a animales como osos, lobos y jabalíes con cebos. Varios escalones de piedra descendían algunos metros en la tierra hasta llegar a una jaula con barrotes. Tiró con todas sus fuerzas hasta que, finalmente, consiguió abrir la puerta oculta y, agachándose más aún, entrar dentro.
—Mantente alerta desde la cresta de la colina —dijo Sant’Angelo— y no hagas nada que llame la atención.
Broyard asintió y cerró la losa de piedra tras el marqués.
La oscuridad era absoluta, pero el marqués se buscó en los bolsillos y encontró un paquete de cerillas. Aparte de un túnel que llevaba hasta la orilla del río, solo había otro modo de salir de allí. Encendiendo una cerilla tras otra, fue avanzando lentamente con la única compañía del chapoteo de las botas y del chillido de alguna que otra rata. El túnel —la ruta de escape secreta del caballero— iba incluso más allá del foso, y los muros de piedra aún conservaban las cadenas que antiguamente habían amarrado a los prisioneros allí retenidos.
Pero cuando el marqués notó la bota chocar contra una rejilla de hierro, supo que la mazmorra, la misma a la que arrojaban a los condenados, estaba justo debajo de él. Los más afortunados morían a causa de la caída; los otros, morían de hambre lentamente.
Sant’Angelo fue avanzando cuidadosamente por el borde antes de, finalmente, salir hacia arriba, a la espalda de un viejo botellero. Lo empujó —las bisagras crujían— y, una vez en el interior de la bodega, encendió la única cerilla que le quedaba.
Celeste, una bella y joven criada, estaba tan asustada que tuvo que taparle la boca con la mano para evitar que gritara. Estaba pasándole botellas polvorientas a Ascanio.
—Me estaba preguntando dónde andarías —dijo Ascanio enfadado.
El marqués apartó la mano y Celeste se dejó caer aliviada sobre el pecho de Ascanio.
—¿Cuántos hay? —preguntó Sant’Angelo, mientras se quitaba el polvo y las telarañas de la chaqueta de caza.
—Diez o quince. Todos de las SS.
—Más —dijo Celeste con los ojos abiertos de par en par.
—¿Qué quieren?
—En este momento quieren vino. —Ascanio se colocó otra botella bajo el brazo—. Estaba intentando elegir las botellas que se habían agriado.
El marqués sonrió y dijo:
—No hagas nada imprudente.
—¿Te refieres a algo como matarlos?
—Me refiero a algo que desemboque en que se nos eche encima el Tercer Reich al completo.
Luego, subió por las escaleras traseras a su habitación, donde se puso la chaqueta de pata de gallo y los pantalones de señorito —moda que había adoptado cuando vivió en Inglaterra— antes de bajar la gran escalinata hasta el salón principal… donde reinaba la confusión.
Soldados de las SS con uniformes de color verde manzana dirigían las bocas de sus pistolas hacia todos lados, ordenándole al personal de servicio del marqués que abrieran todas y cada una de las puertas, que vaciaran todos los armarios y retiraran todas las cortinas.
En el centro de la sala, supervisándolo todo, había un hombre de pie, claramente reconocible gracias a cada uno de los noticiarios y periódicos de Europa: Heinrich Himmler, el Reichsführer. El segundo al mando de Hitler y jefe de la temida Gestapo. En persona, era incluso más larguirucho y flaco de lo que parecía en las secuencias de las noticias, que estaban, obviamente, cuidadosamente manipuladas. Lucía un uniforme de color gris perla con botas que le subían hasta las rodillas; la aterradora totenkopf, o cabeza de la muerte, resplandecía sobre la visera negra del sombrero. Estaba limpiándose las gafas de montura fina con un pañuelo cuando el marqués se acercó.
Un soldado se interpuso en el camino inmediatamente, pero Himmler le hizo un gesto con el pañuelo para que se apartara.
—¿Herr Sant’Angelo?
—Oui —contestó el marqués, quedándose a una distancia suficiente como para evitar un apretón de manos.
—Sin duda sabe quién soy —dijo en alemán, volviendo a ponerse las gafas.
—Ich mache —«Lo sé».
—Pero dudo que conozca a mi asesor.
Un hombre corpulento y con la cabeza cuadrada dio un paso adelante. Llevaba puesto un abrigo loden, demasiado cálido para el tiempo que hacía, decorado con la medalla al mérito en la guerra y el requerido brazalete nazi; portaba bajo el brazo un maletín abultado.
—Este es el profesor Dieter Mainz, de la Universidad de Heidelberg.
Mainz hizo una reverencia con la cabeza y chocó los talones de las botas.
—Estaba deseoso, como todos nosotros, de conocerle.
El marqués expresó sorpresa.
—Llevo una vida tranquila, aquí en el campo. ¿Cómo he llamado la atención de nadie?
—Se lo explicaré encantado —dijo Mainz, con un tono de voz que parecía encajar mejor retumbando en una sala de conferencias—. Tenemos razones para creer —buenas razones, basadas en mis propias investigaciones— que su antepasado, de quien desciende su título, era un hombre de un talento extraordinario.
—¿Y eso? —contestó Sant’Angelo, sabiendo perfectamente que aquel antepasado se encontraba, justo en aquel momento, delante de ellos.
—Mis investigaciones —le confió— indican que era un hombre bastante versado en lo que se denomina común e imprudentemente artes ocultas.
Sant’Angelo volvió a fingir no saber nada.
—Vengo de una familia larga y distinguida, pero debo decir que no sé mucho sobre eso. ¿Está seguro de que han venido al lugar apropiado?
—Bastante —dijo Mainz—. Bastante seguros.
Himmler lo miraba entrecerrando los ojos.
—Aparte de sus sirvientes, ¿hay alguien más presente? —preguntó de manera cortante.
—No. No tengo familia.
—¿Ni invitados?
—No.
—¿Alguna mujer? —preguntó, ladeando su cara pálida y anémica—. ¿Algún hombre, quizás?
Sant’Angelo entendió lo que quería decir, pero no se dignó a contestar.
—Entonces no le importará —siguió diciendo el Reichsführer— que continuemos con nuestra inspección.
Sin esperar respuesta, gritó varias órdenes, y media docena de soldados subieron en estampida por ambos lados de la escalinata. Sant’Angelo no pudo evitar darse cuenta de que todos ellos eran altos, rubios y con ojos azules. Había oído que a Himmler, el arquitecto del programa de reproducción nazi, le gustaba escoger personalmente uno a uno a sus reclutas.
«Irónicamente, pensó Sant’Angelo, el Reichsführer nunca habría podido encajar en su propio criterio».
Un edecán le susurró algo al oído a Himmler y ambos se dirigieron a la salle d’armes, o armería, la habitación contigua donde Sant’Angelo vio que estaban montando apresuradamente lo que se podría llamar un puesto de mando. El armamento medieval que solía cubrir las paredes se veía entonces abrumado por la cantidad de equipamiento de comunicaciones moderno: aparatos de radio, máquinas descodificadoras y antenas destartaladas, desparramadas por toda la sala. Un soldado estaba subido en la mesa del refectorio para enganchar un cable en la lámpara de araña, mientras otro había abierto una de las ventanas con postigos para fijar un receptor al marco.
—Siento muchísimo las molestias —dijo el profesor Mainz inclinándose—, pero tienen mucho trabajo ahora mismo. —Lo dijo como si hablara de unos cuantos burgueses locales que se preparaban para la visita del alcalde—. Esta noche, como ya sabrá, es el solsticio de verano.
«Efectivamente», pensó el marqués, «¿y qué?».
—Es una de las celebraciones ancestrales que hemos vuelto a consagrar —aportó Mainz—. Sustituye a todas esas paparruchas judeocristianas. De hecho, he escrito un libro sobre este tema: Arische Sonne-Rituale, «Ritos solares arios». Si lo quiere, estaría encantado de mandarle una copia dedicada para su biblioteca privada.
Sant’Angelo asintió, como en señal de gratitud.
—Soy un bibliófilo —confesó Mainz—. Tengo tantos libros en mi casa que mi mujer dice que llenaría también la bañera de ellos si me dejara.
Ascanio y Celeste entraron, con varias copas y una botella de vino en un carrito.
—Pero usted también debe de haber heredado una gran colección.
Sant’Angelo se encogió de hombros, como si no le importaran aquel tipo de cosas.
—Ay, no sea modesto. Los libros hacen la casa, ¿no cree?
—Eso he oído decir.
—Pero, ¿dónde tiene su biblioteca? —preguntó Mainz, mirando a su alrededor como si la hubiera pasado por alto.
«Ah, conque era allí adonde quería llegar».
—Me temo que le decepcionará —contestó el marqués.
—Bueno, deje que eso lo diga yo. Puede que comparta con usted cosas de sus antepasados que nunca llegó a saber. De hecho, creo que cuando le hable del conocimiento arcano adquirido por sus antecesores, va a quedar usted encantado y lleno de asombro. Ahora —dijo, cogiendo a su anfitrión por el codo y dirigiéndolo de nuevo a la escalinata—, quizás pueda enseñarme esos libros, ¿no? ¿Está arriba, quizás? ¿En una de las torres? Tenía entendido que estas torres de pimentero fueron destruidas en el siglo XVI. Me pregunto cómo se escaparon estas.
Sant’Angelo se soltó del agarre con destreza.
—Quizás fue alguna especie de trampa mágica de sus antepasados.
Iban por la mitad de las escaleras cuando el marqués oyó la primera explosión afuera.
Se detuvo y estuvo a punto de bajar corriendo, pero Mainz dijo:
—Es solo una medida de precaución. No provocaremos ningún daño importante. Ahora, veamos esa biblioteca.
No fue una petición, sino una orden. Sant’Angelo guio al torpe profesor por varios salones y pasillos llenos de muebles y tapices descoloridos hasta la biblioteca principal de la casa, un espacio grande y oscuro con estanterías que iban desde el suelo hasta el techo y una escalera de madera con ruedas que servía para llegar a los libros de la parte superior. Allí, el marqués tenía una amplia colección, con todo desde Marco Aurelio hasta Voltaire, todos con elegantes cubiertas y los títulos impresos con letras doradas en los lomos. La mayoría de los libros los había adquirido al viajar por todo el mundo, y como resultado de aquello estaban escritos en muchas lenguas distintas: italiano, inglés, alemán, francés, ruso, griego. El profesor dejó su maletín abultado en la mesa de lectura del centro y empezó a caminar despreocupadamente por la sala, silbando.
—Fantástico —dijo—. Simplemente fantástico.
Muchas veces se detenía en algún lugar de la colección y cogía de una estantería, con el mayor cuidado posible, un volumen antiguo.
—Las historias completas de Plinio el Viejo —dijo maravillado. Hojeando otro volumen, dijo en tono triste—: Las Filípicas de Tácito. Mi copia se quemó en un incendio en Heidelberg.
Varias veces vio Sant’Angelo tan absorto a Mainz que pensó que podría irse de allí sin que lo echara de menos. Se oyó otra explosión de dinamita y Sant’Angelo escuchó el estruendo de varios árboles al desplomarse.
Pero después de examinar varias docenas de libros, e incluso inspeccionar los de los estantes superiores, Mainz se detuvo y dijo:
—Pero aquí no es donde realiza usted su trabajo.
—¿Trabajo? —contestó Sant’Angelo, poniendo un tono altanero—. No estoy muy seguro de saber de qué habla.
Mainz recorrió la habitación haciendo un gesto con la mano.
—No falta ni un libro de ningún estante. No hay ni un papel ni un bolígrafo en la mesa. Y estos —dijo, señalando a los miles de volúmenes expuestos— no son el tipo de libros que sé que posee a ciencia cierta.
Bajó de la escalera y, con una sonrisa glacial, le dijo:
—Quiero ver la colección privada.
Al no contestar Sant’Angelo, Mainz siguió hablando.
—Puede enseñármela, o puedo hacer que mis soldados la encuentren, incluso si eso implica que tengan que echar abajo cada una de las puertas de este lugar. Vamos —dijo, con el mismo tono de camaradería—, ¿cada cuánto tiempo se cruza con alguien como yo, alguien capaz de apreciar el verdadero valor de todo esto? —Se dirigió a la puerta y se giró únicamente para decir—: ¿Hacia dónde vamos, marqués?
Sant’Angelo empezaba a plantearse si no habría sido mejor haberlos matado, como había dicho Ascanio. Pero ya había poco que hacer con el mismísimo Himmler y las SS dispersados por todo el château y sus terrenos.
Lo dirigió por el pasillo; luego bajó las escaleras de caracol hasta llegar a su estudio privado, situado en la parte superior de la torre este. No habían hecho la instalación eléctrica allí y, al estar anocheciendo, el marqués tuvo que ir parándose para encender las lámparas de gas que había colocadas en apliques por las paredes. El aire de la habitación también estaba viciado, y abrió las cristaleras que daban a la terraza y salió para comprobar qué destrucción había sufrido su propiedad.
El aire estaba impregnado del olor a madera quemada y al llegar al final del parapeto y mirar al prado donde pastaban las ovejas, vio que los alemanes habían hecho saltar por los aires todos los viejos robles que recorrían la cresta del altozano y estaban usando sus coches acorazados para arrojar colina abajo los troncos que previamente habían reducido a astillas.
Antes de que le diera tiempo a plantearse por qué estaban haciendo aquello, oyó a Mainz desde la habitación exclamar algo.
—Como yo, ¡es usted un hombre del Renacimiento! —dijo el profesor cuando Sant’Angelo volvió a entrar. Tenía en la mano una copia de la autobiografía de Cellini, con la impresión original realizada por Antonio Cocchi en 1728—. ¡Pero también tiene este libro en otra media docena de idiomas! Junto con sus tratados sobre orfebrería y escultura. Por lo que debe de admirarlo tanto como yo.
—Sí, supongo.
—Entonces, también sabrá que no era solo un gran artista. También era un gran ocultista. Seguro que recuerda su relato sobre la conjuración de demonios en el Coliseo.
—Le fascinaban demasiado esos cuentos chinos, en mi opinión.
Mainz negó con la cabeza enérgicamente.
—No, no era ningún cuento chino como usted lo llama. De hecho, el cuento no estaba entero, de eso estoy seguro. A principios del siglo XVI, era demasiado peligroso contar toda la verdad sobre aquellas cosas. Algún día —dijo, devolviendo el libro cuidadosamente a su estante— descubriré el resto del cuento.
Entonces, miró a su alrededor, examinando la sala despreocupadamente —un pentágono con librerías de madera de cerezo, que alternaban con espejos que llegaban hasta el suelo—, y dijo:
—Le envidio por esta atalaya. —Se quitó el abrigo de loden dejando al descubierto una camisa blanca que llevaba pegada al cuerpo a causa del sudor y lo dejó en una silla—. En su propia casa, para poder tener un poco de paz y tranquilidad. ¡Yo debería trabajar en una despensa!
Caminó por la habitación tocando los libros —que trataban temas desde la stregheria hasta la astrología, desde la numerología hasta la nigromancia— y pareciendo cada vez más extático. Aquello, o eso denotaba su expresión, era lo que había estado buscando. Las yemas de los dedos regordetes recorrían el borde de la mesa en la que un busto dorado de Dante con la cabeza rematada por una corona plateada ocupaba el lugar de honor. Sant’Angelo tuvo cuidado de no dejarse embelesar por la pieza.
—Qué pena que mi italiano sea tan malo —dijo el profesor—. A veces se me escapan los encantos infinitos de la Divina comedia.
—Es una pena. Fue el mayor poeta que el mundo ha conocido.
Pero Mainz se rio.
—Eso diría usted, ¿no? A juzgar por su nombre, es usted italiano. Y aun así su familia ha vivido en Francia desde hace siglos. ¿A qué se debe esto?
Sant’Angelo se encogió de hombros y dijo:
—Historia antigua.
El profesor se detuvo, fue hasta su maletín y desató la correa de piel.
—Ah, pues la historia antigua es mi especialidad. —Empezó a hurgar dentro y sacó una pila de papeles—. Hace solo una semana, encontramos cierta información bastante interesante en los Archivos Nacionales. —Apartó el busto de Dante a un lado, casi dejando caer la corona que tenía en la frente, para hacer hueco en la mesa—. Yo mismo hice las fotografías. Creo que las encontrará… curiosas.
Eran fotografías hechas meticulosamente en las que aparecían páginas con texto e imágenes a mano, realizadas en italiano.
—El amanuense que realizó los dibujos y notas originales trabajaba para Napoleón. Las palabras se copiaron de las paredes de una celda en el castillo de San Leo, a las afueras de Roma. También fuimos allí, por supuesto, pero no quedaba mucho. Así que todo lo que tenemos son estas transcripciones.
Sant’Angelo, de pronto, comprendió lo que hacían allí los nazis.
—Me imagino que se hace una idea de quién era el ocupante de la celda —dijo Mainz.
—El conde Cagliostro.
¿De qué valía seguir haciéndose el tonto? Las propias palabras, acompañadas de símbolos egipcios y signos, parecían incoherentes, pero hacían mención, en varias ocasiones, a Sant’Angelo y a un castillo perdido. El Château Perdu. El viejo charlatán había sido debidamente advertido de no decir una palabra de lo que sabía, pero parecía que aquello no había evitado que lo escribiera. Al final, podía incluso haberles dado a los nazis un mapa de carreteras.
—Así que ya sabe por qué queríamos hacer esta visita. El Reichsführer Himmler muestra un gran interés por el conocimiento más arcano. Allá donde vamos, lo acabamos desenterrando, como las trufas —dijo, resoplando como un cerdo.
Sant’Angelo estaba bien al tanto de las predilecciones de los nazis. La propia esvástica era un antiguo símbolo sánscrito de la paz, girado sobre su propio eje para significar una cosa completamente distinta.
—Obviamente, el conde, el maestro de las logias masónicas, estaba bastante familiarizado con su predecesor —dijo Mainz con una sonrisa fría—. Pero yo no iría tan lejos como para decir que eran amigos. Rivales profesionales, los llamaría yo, ¿no?
El marqués se contuvo el impulso de replicar que los poderes del conde habían sido sobrevalorados.
—Cagliostro parecía creer que el Château Perdu guardaba ocultos algunos secretos ciertamente poderosos.
—Puede ser —contestó Sant’Angelo—, pero en tal caso, siguen sin descubrirse.
Habría dicho más, pero se dio cuenta de que el profesor había desviado la atención; sus oídos habían captado, como un perro de caza —y el marqués podía oírlo también—, el repiqueteo sordo del motor de un aeroplano en la distancia.
—Venga —dijo Mainz, saliendo a toda prisa al balcón—. ¡Ya llega!
«¿Quién viene?», pensó Sant’Angelo, siguiéndolo afuera. Estaba anocheciendo y, por el oeste, vio las luces rojas de las alas de un avión pequeño acercándose al château, como si estuviera huyendo de la puesta de sol. Volaba bajo, y entendió por qué los soldados habían derribado los robles; habían estado despejando una pista de aterrizaje. Por toda la extensión de la pradera había coches blindados colocados en líneas paralelas, con los faros encendidos, y soldados con banderas posicionados en el terreno que acababan de despejar.
Las ruedas del avión tocaron la hierba, rebotaron y volvieron a tocar tierra, mientras los alerones se desplegaban para reducir la velocidad. Incluso desde el parapeto, Sant’Angelo vio la insignia nazi en el fuselaje, junto con el número 2600, el número que el Führer creía que poseía algún poder místico y que insistía en que colocaran en todos los aviones de su flota privada.
¿El mismísimo Hitler había venido a su château?
Los soldados agitaban las banderas en el aire como si fueran luciérnagas, mientras el avión iba dando tumbos a lo largo de la pradera. Parecía que iba a salirse e impactar en el denso bosque cuando se paró en seco, tan bruscamente que el morro se agachó y la cola se elevó como si fuera el aguijón de un escorpión.
Cuando los motores pararon, dos hombres de las SS corrieron hasta las puertas de babor del avión, situadas justo detrás de las alas, y desplegaron las escaleras. Los demás, Himmler entre ellos, se pusieron en posición de firmes en línea recta, mirando hacia el avión.
Bajo la oscuridad que se cernía, el marqués vio aparecer una figura en la puerta. Llevaba puesto un uniforme de batalla de color mostaza, con pantalones bombachos, botas y una gorra con visera. Incluso desde el balcón, su cara, con los ojos tristes y bigote de cepillo, era inconfundible.
Sant’Angelo se dio cuenta de pronto de que el profesor, que estaba justo a su lado, al igual que los demás hombres de las SS que estaban en el campo, había levantado el brazo firme, realizando el saludo nazi.
El saludo fue devuelto con un golpecito desganado —solo desde el codo— de su maestro, mientras caminaba hasta la puerta principal del château seguido de varios oficiales y agregados.
—Se le está concediendo un gran honor —dijo Mainz—. El Führer pasará la noche bajo su techo.
Sant’Angelo le daba vueltas a la cabeza.
—Así que, busquemos algo que enseñarle.
Como si de un colegial esperando la visita de su enamorada se tratara, Mainz corrió adentro y empezó a ojear las fotografías.
—Por ejemplo —dijo, agitando una fotografía y pasándosela a Sant’Angelo—, en esta Cagliostro garabateó: «El pequeño palacio», y dibujó este jeroglífico debajo.
Era un cuervo con las alas extendidas.
—Parece un cuervo.
—Sí, claro que sí —dijo Mainz con impaciencia—. Y las tres líneas verticales que hay debajo indican que está batiendo las alas. Pero, ¿le dice algo esto? ¿Está este diseño en algún lugar del château, o en la cota de armas familiar, quizás?
«El pequeño palacio». Sin duda se refería al Pequeño Trianón, pensó Sant’Angelo, aunque no compartió aquella reflexión con el profesor.
—Y este jeroglífico que hay debajo —dijo Mainz, enseñándole otra fotografía, una en la que se veía a un chacal con la cabeza hacia atrás, como si tuviera el cuello roto—. Hay escrito: «El maestro del castillo perdido se impone». ¿Pero sobre qué se impone? ¿Sobre Anubis, el dios egipcio de la muerte?
Sant’Angelo recordaba perfectamente la batalla psíquica en el escondite de María Antonieta. Al parecer, el buen conde también se acordaba, a pesar de que tras aquello le había sobrevenido la locura.
Mainz sacó varias fotografías más de las transcripciones. Aun sin entender el significado de lo que había grabado en la pared de la celda, el amanuense francés había hecho unas interpretaciones bastante acertadas y precisas. Pero el marqués percibía que el profesor esperaba encontrar más ayuda para descifrarlas.
—Y, entonces, nos encontramos con esto —dijo cogiendo delicadamente una hoja de papel amarillenta que no era una fotografía, con algo hecho con carboncillo gris y lo que debió de haber sido vino tinto—. Aunque admiro enormemente los Archivos Nacionales franceses —dijo Mainz—, me dio la impresión de que esto era una obra de arte, y precisaba ser analizada más detenidamente en el original.
Era un imponente boceto de la cabeza de la gorgona como suspendida de unas cadenas. La leyenda decía: «Lo specchio di eternità, ma non ho visto!», «El espejo de la eternidad, ¡pero yo no lo vi!» El profesor se tiró del cuello de la camisa empapado para despegárselo del ancho cuello.
—Al parecer, el conde era un dibujante bastante bueno. Pero, ¿ha visto alguna vez algo así? ¿Un espejo, quizás, o un amuleto, con la cara de Medusa en él? Creo que perteneció a su antepasado.
Sant’Angelo pensaba frenéticamente. El espejo, como siempre, colgaba bajo su camisa en aquel mismo momento.
—Se ve que Cagliostro le puso mucho interés —añadió Mainz—. Durante cuatro años, escribió en las paredes de su celda con una piedra con picos o con un trozo de carbón. Pero esta imagen la pintó utilizando su propia sangre en la única hoja de papel que tenía.
Así que era sangre, no vino… y el conde, al final, había descubierto el poder de La Medusa. Sin embargo, y a juzgar por la inscripción, no había comprendido su secreto hasta que lo había perdido ante el marqués cuando, por supuesto, había sido demasiado tarde. ¿Fue la amargura de saber aquello lo que lo había llevado a la locura?
—Vamos —dijo Mainz engatusándolo—, no hagamos como que es usted un neófito en estos temas. Solo esta biblioteca confirma que es un estudioso de las artes oscuras. Quizás, incluso un maestro. ¿Por qué no unimos nuestras mentes? Seguro que podemos enseñarnos muchas cosas el uno al otro.
Oh, sí, claro que había muchas cosas que al marqués le habría gustado enseñarle justo allí y en aquel mismo momento, pero el profesor se había dado la vuelta otra vez y se había sonrojado de pronto. Retumbaba el eco de voces por las escaleras, acompañado del golpeteo de unas botas pesadas. Mainz se giró y a pesar de lo cálida que estaba la noche, se volvió a poner el abrigo verde con las dos insignias.
Los primeros en entrar en el estudio fueron un par de guardias de las SS que portaban las runas irregulares, como truenos resplandecientes en sus charreteras. Se apartaron rápidamente para dejar hueco a Himmler, que sostenía un vaso de vino en una mano mientras examinaba pacientemente las paredes de espejos y las estanterías abarrotadas, la reluciente mesa con el busto de Dante, las fotografías de los archivos franceses. Realmente, olfateaba el aire, como si quisiera detectar cualquier amenaza potencial —¿o poder latente?— que acechara en la sala. Al marqués le dio la impresión de que estaba haciendo un último control de seguridad antes de permitir que su maestro se aventurara a entrar.
Pero apenas miró a Sant’Angelo.
—¿Qué hemos sacado en claro? —le dijo al profesor.
—En realidad, acabamos de empezar —contestó Mainz—. Le he estado enseñando al marqués…
Himmler resopló al oír el título.
—… parte del material que acabamos de adquirir.
Himmler le quitó al profesor el boceto de la mano, lo analizó y se lo puso delante a Sant’Angelo, sosteniéndolo con dos dedos.
—¿Alguna vez lo ha visto?
—La de Medusa es una de las imágenes más comunes de la Antigüedad.
—Pero esta es exactamente igual que una hecha por el nigromante Cellini, un diseño para una duquesa Medici. —Himmler empujó bruscamente el busto de Dante para sentarse en el borde del escritorio, y al hacerlo la guirnalda cayó al suelo. Para alivio de Sant’Angelo, nadie le prestó atención, ya que rodó hasta debajo de la silla, apartada de la vista de cualquiera de ellos—. Y, ¿en qué lugar dejado de la mano de Dios —le preguntó Himmler a Mainz— encontró usted el otro dibujo?
—En la Laurenciana. Entre los papeles de los Medici.
—Ah, sí, en Florencia. Yo no lo termino de entender, pero al Führer le vuelve loco esa ciudad. Le gusta el viejo puente.
Sant’Angelo se fijó en que el cuello del uniforme de la Gestapo era demasiado grande para su escuálida anatomía, y la medalla al servicio que llevaba prendida de él hacía que se notara aún más el hueco. La guerrera gris estaba adornada con otra serie de galones e insignias militares.
—Cuesta creer que un objeto tan notorio, que hizo Cellini, Cagliostro se apoderó de él, y que Napoleón codiciaba, haya podido desaparecer sin más —dijo Himmler, con los ojos pequeños, pálidos y mezquinos brillantes tras las gafas.
Fue entonces cuando Sant’Angelo decidió que «podría matarlo». O, mejor aún: «podría esperar a tener la oportunidad y matar a su maestro. Estamparle la serpiente en la cabeza». Ojalá hubiera tenido su harpe a mano; la podría haber usado, como Perseo, para cercenar la cabeza del monstruo. Pero había otras formas de hacerlo. Había reducido a Cagliostro a un cobarde pusilánime y llorón, y desde entonces, a lo largo de los siglos, aunque sus poderes artísticos habían mermado, sus facultades ocultas se habían desarrollado. Como un buen vino, habían madurado. Y, a pesar del riesgo, ¿qué mejor ocasión iba a tener para desplegar tales armas?
—El boceto —Himmler continuó— sugiere que debió de haberse usado a modo de collar.
Se acariciaba con los dedos huesudos su propia medalla. Ladeó la cabeza hacia uno de sus soldados, que se acercó inmediatamente a la mesa, desenfundando la pistola, y la presionó con firmeza contra la sien de Sant’Angelo.
—Ábrele la camisa —le dijo el Reichsführer al otro guardia.
El segundo, un hombre con aspecto de bruto, pelo rubio, y altísimo, abrió la camisa del marqués de un tirón haciendo saltar el botón por los aires y buscó la cadena para sacársela por la cabeza.
—¿Ve? —le dijo Himmler a Mainz—. Siempre es preferible la acción directa.
El guardia le puso en la mano La Medusa a Himmler, donde este la dejó pender de la cadena entre los dedos.
—No parece especialmente poderoso —dijo Himmler, sopesándolo en la mano—. ¿Lo es?
Sant’Angelo rezaba para poder recuperarlo antes de que los nazis comprobaran su verdadero poder. Pero la Luger todavía le rozaba el cráneo, y apenas se atrevía a respirar.
—Ahora, puede bajar eso —dijo Himmler, y el guardia obedeció de inmediato y dio unos pasos atrás, pero con la pistola aún en la mano—. No queremos que explote la cabeza de nadie mientras aún haya algo valioso en el interior. —Una sonrisa fría se dibujó en su boca—. Ahora —le dijo a Sant’Angelo—, conteste a mi pregunta.
—Es solo un amuleto de buena suerte que ha acompañado a mi familia desde hace muchos años.
—¿Ha funcionado? —le preguntó Himmler con tono de duda.
Antes de que Sant’Angelo pudiera pensar una respuesta, se oyó un grito cortante: «¡Heil, Hitler!», desde la parte baja de las escaleras, y vio cómo una larga sombra recorría el hueco de la escalera… y subía por la torreta.
Himmler se levantó a toda prisa del escritorio y los guardias se pusieron firmes. Mainz se limpió el sudor de la frente y se lo secó en la manga.
La sombra se hacía más grande, se acercaba cada vez más, y las paredes de espejos del estudio parecieron acortarse repentinamente. Incluso el marqués sintió la inminencia de algo poderoso… y malvado.
—¿Quién es capaz de respirar en este sitio? —oyó al Führer quejarse al entrar en la sala—. Abran esas puertas del todo.
El guardia con apariencia de bruto se dirigió a las cristaleras y las abrió.
El Führer recorrió rápidamente la habitación con la mirada captando todos los detalles y moviendo la cabeza tan solo unos grados. Su uniforme de batalla era más modesto que el de Himmler, decorado únicamente con un brazalete rojo y una cruz de hierro pasada de moda en el bolsillo izquierdo del pecho, aquella que tenía grabado el año 1914 y se le había concedido a los veteranos de la Primera Guerra Mundial. Contemplando los múltiples espejos, dijo:
—La vanidad es una debilidad. Aquí trabajó un hombre débil.
Nadie lo contradijo.
—Y, ¿por qué, estando tan arriba, no corre nada de brisa?
Sant’Angelo tenía la impresión de que le estaba echando la culpa a todos de la falta de aire.
Se quitó el sombrero adornado con el águila imperial dorada, lo dejó boca arriba en el escritorio y se arregló el pelo de la parte de atrás de la cabeza con una mano izquierda temblorosa. Tenía los ojos de color azul hielo y el pelo muy corto por los lados. Por delante, le hacía una gran curva desde la raya que llevaba peinada hacia el lado. Solo el hirsuto bigote estaba teñido esporádicamente de gris. Fijándose en La Medusa, que Himmler seguía sosteniendo en la mano, dijo:
—Sostienes esa bisutería como si fuera importante.
—Lo es, mein Führer.
—Dados los problemas que me ha ocasionado, más vale que lo sea.
Hitler lo cogió con la mano derecha —Sant’Angelo se dio cuenta de que había colocado la izquierda detrás de la espalda— y le echó una mirada de interés, pero con escepticismo. Primero observó la cara de la gorgona que miraba fijamente, luego le dio la vuelta y gruñó al ver la cubierta de seda negra. La retiró con un dedo y dejó el espejo al descubierto.
Sant’Angelo rezaba por que se mantuviera alejado de la luz de la luna, que ya empezaba a asomar por la terraza.
—Así que es un espejo de mujer —dijo, apartando la mirada del objeto—. Y no uno especialmente bueno; parece que el cristal tiene imperfecciones.
Sant’Angelo estaba deseando que lo soltara; pero en vez de eso, se enrolló la cadena despreocupadamente entre los dedos y agarró firmemente La Medusa en la palma de la mano.
—Creemos que hay más de lo que se ve —dijo Himmler, aunque con gran deferencia.
—Sí, claro que sí —espetó el profesor Mainz—. Creo que hay un manuscrito, quizás en este mismo château, que explica cómo se hizo, así como los poderes que puede conceder.
Hitler dirigió la mirada hacia Sant’Angelo.
—¿Bien? ¿Sabe hablar?
—Sí.
—Pues hágalo. No tengo toda la noche.
—Ya ha captado bastante bien su poder —contestó Sant’Angelo, con un tono deliberadamente tímido—. No es más que un espejo pequeño, no muy bien realizado, sin ni una piedra preciosa que lo haga destacar.
—Ah, ¡pero es precisamente así! —dijo Mainz, incapaz de contenerse—. ¡Las cosas que albergan los mayores poderes siempre van disfrazadas!
Mientras siguió con una disquisición enardecida sobre lo oculto y sus fenómenos físicos, el marqués juntó suavemente las manos en un gesto inocente y bajó la mirada. Sabía que lo había subestimado —juzgado y encontrado deficiente por Hitler—, y eso era justo lo que esperaba.
Centró sus pensamientos completamente en el Führer… los concentró en él, como lo había hecho años antes en un conde italiano, un farsante. Si iba a destruir la mente de aquel monstruo, primero debía encontrar la forma de entrar en ella.
La discusión seguía a su alrededor: Mainz divagaba sobre una lanza del destino, Himmler parloteaba sobre un antiguo rey llamado Heinrich, el cazador de aves, pero Sant’Angelo dejó de prestarles atención y, como si estuviera ajustando la radio, se concentró en una única señal… la que venía del Führer.
Pero apenas la acababa de encontrar, alta y clara, cuando sintió cómo un viento gélido le recorría los huesos. Incluso en aquella habitación sofocante, sintió un frío glacial. Lejos de reunir sus pensamientos, se encontró con que se esparcían en todas direcciones como hojas muertas arrastradas por un campo de escombros.
«Concéntrate», se dijo a sí mismo. «Concéntrate».
Pero era como vagar por el campo de batalla después de la masacre.
Se preparó de nuevo, intentó desprenderse de la escena desolada, y lo volvió a probar. Con cada ápice de energía que consiguió reunir, hurgó en el cerebro del Führer.
Pero en aquella ocasión —en aquella ocasión especial—, vio la cabeza de Hitler echarse hacia atrás. La mano izquierda que tenía paralizada —¿estaba aquel hombre enfermo?— volvió a atusarse el pelo por detrás mostrando lo que fue, claramente, un tic nervioso.
Había encontrado el punto de entrada, y ahora el marqués penetraba más profundamente, más firmemente. Sentía punzadas en las sienes por el esfuerzo. Parecía como si los hombros del Führer se dejaran caer y las rodillas se combaran.
—Claro está que no hemos hecho un interrogatorio en condiciones —decía Himmler, como si Sant’Angelo no estuviera presente para oírlo—. Este tal marqués no puede ser tan ignorante como afirma.
Sant’Angelo tenía cuidado de no mover ni un músculo ni llamar demasiado la atención sobre sí mismo mientras llevaba a cabo su tarea.
—Pero, a mi juicio, el château al completo es una fuente de poder —añadió el profesor—. Lo sentí desde el momento en que cruzamos la puerta de entrada. Deberíamos rebuscar debajo de cada piedra.
Caía sangre por la cara del Führer y se tambaleaba. La mano se le sacudía con más vehemencia, y Himmler se dio cuenta de pronto.
—Mein Führer —dijo—, ¿está bien?
Hizo un gesto hacia la silla del escritorio —un trono esculpido de manera recargada— y uno de los soldados la acarreó alrededor de la mesa como si estuviera hecha de palillos de dientes y tiró de ella. Himmler guio a su líder tembloroso hasta el asiento de terciopelo.
—¡Traigan al doctor! —gritó Mainz, y el soldado que había junto a la puerta bajó corriendo las escaleras.
Gotas de sudor salpicaban la frente de Hitler.
El marqués se concentró más aún. Como si de un topo se tratara, iba haciendo túneles hasta los lugares más recónditos de la mente del monstruo, y allí, cuando estuviera justo en el núcleo, crearía tal tormenta que haría que los ojos del Führer quedaran ciegos, los oídos sordos y que la sangre le hirviera bajo la piel. Para los nazis que ocupaban la habitación, aquello sería un ataque, un ataque fatal, del tipo que puede aquejar repentinamente a cualquiera… incluso al amo del todopoderoso Tercer Reich. Y nadie entendería nada.
Pero, entonces, llegó la sacudida. El contraataque.
Sant’Angelo no había sentido nunca antes una embestida tan potente. Eclipsaba los poderes de Cagliostro.
El Führer, que tenía la barbilla contra el pecho y cuyo brazo izquierdo seguía temblando, no mostraba ninguna emoción, pero la onda expansiva regresó, sacudiendo al marqués con tanta fuerza que estuvo a punto de perder el equilibrio. Le asombraba que nadie lo hubiera notado.
Se recuperó, se inclinó hacia adelante y colocó las manos en el escritorio para prepararse, pero en aquel momento vio a Mainz, arrodillado junto a la silla, mirándolo sospechosamente.
—¿Qué está haciendo?
Sant’Angelo no podía contestar; necesitaba concentrar su atención. Hitler se desplomó en la silla, mientras Himmler permanecía de pie junto a él sin poder hacer nada.
—¡Contésteme! —Mainz se levantó con los puños cerrados y las venas sobresaliéndole del cuello—. ¿Qué está haciendo?
Sant’Angelo reunió toda su fuerza haciendo que la tormenta azotara el interior de la cabeza del Führer con furia reconcentrada; un tornado rugiente de sangre bombeada y vasos sanguíneos congestionados, de descargas eléctricas y oleadas químicas que lo arrastraban hacia el borde de un ataque o de un derrame fatal. No le importaba cuál de los dos.
Pero Mainz lo había descubierto, y agarraba al marqués y forcejeaba con él.
—¡Dispárale! —le gritó al guardia corpulento—. ¡Dispárale en la jodida cabeza!
Al caer los dos hombres al suelo, en pugna, el marqués sintió otro contraataque potente, como si le hubieran golpeado con un martillo en el pecho. El poder del Führer era tan grande que parecía estar canalizando al mismísimo demonio.
El guardia buscaba el momento para tenerlo a tiro, pero Sant’Angelo y el profesor estaban tan enredados que le era imposible.
Y entonces fue cuando el marqués consiguió coger la guirnalda de debajo de la mesa.
Las manos robustas de Mainz lo agarraban de la garganta, pero Sant'Angelo le dio un puñetazo en la barbilla tan fuerte que dio con la cabeza debajo de la mesa. Mientras asimilaba el impacto del golpe, el marqués se liberó y se colocó el aro plateado en la frente.
Estaba agachado en el suelo entre las cristaleras cuando la banda hizo su efecto. El marqués veía en las paredes de espejos cómo su propia imagen ondulaba, se debilitaba… y desaparecía. Una bala de la pistola del guardia impactó en el espejo que tenía a su espalda, mientras Hitler levantaba la cabeza con los párpados caídos y los ojos empañados para buscar a su enemigo. Tenía en el rostro el resplandor demoníaco de una caldera.
Himmler, que llevaba toda la vida buscando exactamente la magia que el marqués estaba desplegando, se quedó boquiabierto, mientras Mainz y el guardia, aún con las pistolas en alto, se habían quedado petrificados, sin saber qué hacer.
Antes de que pudieran recuperarse, se puso de pie y se echó a un lado.
—¡Dispare a donde estaba! —gritó Mainz, y un segundo después la madera estalló hecha astillas.
—¡Bloquee la puerta! —gritó Himmler, y el otro soldado corrió a bloquear el paso a las escaleras.
Solo había un modo de salir y, cuando Sant’Angelo cayó en la cuenta, Mainz también lo había hecho.
El marqués salió corriendo al balcón, y cuando estaba a punto de trepar por la reja y bajar por la enredadera, sintió las manos del profesor buscando desesperadamente a tientas por el aire, hasta que, finalmente, lo cogió del cuello. Sant’Angelo se libró del agarre, pero Mainz parecía tener un sexto sentido para saber dónde estaba y lo volvió a atrapar.
—¡Ya te tengo, cabrón! —dijo alardeando, con el pelo empapado de sangre y los labios salpicados de espuma, mientras tiraba de él y lo apartaba de la balaustrada—. ¡Te tengo! —gritó escupiendo en el aire de la noche.
Y Sant’Angelo lo agarró del abrigo de loden y lo hizo girar en redondo tan violentamente que Mainz tropezó con su propio pie mientras no dejaba de intentar atrapar a su presa invisible.
—¡Te tengo! —bramó, mientras el marqués le daba la vuelta una vez más, antes de dejarlo ir.
Mainz se dirigió a toda velocidad hacia la balaustrada y se quedó allí tambaleándose unos instantes, con los brazos extendidos, hasta que, de pronto, el marqués invisible lo empujó con las dos manos en el pecho y lo tiró por la barandilla.
—¡Disparen en todas direcciones! —gritó Himmler, y el soldado vació su Luger haciendo un arco, tirando casi a cada punto del balcón.
—¡Vivo! —gritó el Führer.
Se había levantado de la silla y estaba apoyado contra el marco de la puerta; el brazo izquierdo le temblaba descontroladamente.
—¡Lo quiero vivo!
Una docena de soldados subieron corriendo por las escaleras, con los rifles preparados.
Y fue entonces cuando Sant’Angelo, colgado como un acróbata de la barandilla, saltó a las ramas del roble más cercano. Al chocar contra las ramas, las piernas se le doblaron y se le rompieron al caer por el árbol hasta que, finalmente, como si de un milagro se tratase, se quedó suspendido como ayudado por una mano celestial. Por encima del suelo, en la oscuridad de la noche, había quedado resguardado entre las gruesas ramas y las hojas.
Pero el dolor que sentía en las piernas no era nada comparado con el dolor que padecía en el corazón. De una sola vez había perdido la oportunidad de matar al Führer… y también había perdido La Medusa.