Capítulo 1
Chicago
Presente
Mientras los invitados iban tomando asiento, David Franco sintió esa oleada de ansiedad que notaba cada vez que tenía que dar algún tipo de discurso. Había leído en algún sitio que uno de los miedos más comunes resultaba hablar en público, pero eso no le era de mucha ayuda en aquel momento. Echó un vistazo a sus notas por enésima vez, se dijo a sí mismo que no había nada por lo que estar nervioso y se volvió a ajustar la corbata.
La sala —el salón de exposiciones de la biblioteca Newberry— la habían decorado con mucho gusto para el evento. Había vitrinas iluminadas con los manuscritos más insólitos de la colección de la biblioteca, y un conjunto clásico con instrumentos antiguos acababa de parar de tocar. Al fondo del salón había un atril con monitor sobre una tarima.
—Que empiece la función —le susurró al oído la doctora Armbruster.
Era la maternal administradora jefe; iba vestida con sus típicas falda y chaqueta grises, pero las había animado para la ocasión con un broche en forma de libro abierto decorado con estrás. Se dirigió con diligencia hacia el atril y dio la bienvenida a todos al evento.
—Y gracias, especialmente —añadió—, por haber venido en un día tan frío.
Se oyó un murmullo de agradecimiento seguido de algún que otro carraspeo y el ruido de las sillas al sentarse las treinta o cuarenta personas presentes. La mayoría eran de mediana edad o mayores, adinerados y amantes de los libros de éxito y amigos de la biblioteca. Los hombres tenían, casi todos, el pelo canoso y llevaban pajarita, trajes de tweed y pantalones de franela; sus esposas llevaban perlas y bolsos de Ferragamo. Aquel era el dinero del viejo Chicago, de la Costa Dorada y de los barrios residenciales de las afueras, en la orilla norte, junto con algún que otro académico del noroeste y Loyola. Los profesores eran los que llevaban pantalones y chaquetas de pana arrugados. Después serían los primeros en atacar el bufé; David había aprendido a no interponerse nunca entre un profesor de universidad y una albóndiga sueca.
—Y en nombre de la Newberry —decía la doctora Armbruster—, uno de los emblemas de Chicago desde 1883, quiero agradecerles a todos su apoyo constante. Sin su generosidad, no sé qué haríamos. Como saben, somos una institución privada y dependemos de nuestros amigos y colegas para mantener la biblioteca en todos los sentidos, desde la adquisición de material nuevo hasta, bueno, simplemente pagar la factura de la luz.
Un anciano bromista de la primera fila levantó un talonario y se oyeron unas risas educadas.
—Puede guardar eso por el momento —dijo la doctora Armbruster—, pero téngalo a mano.
David cambiaba el peso de un pie al otro esperando nervioso su momento.
—Sé que la mayoría de ustedes conoce a David Franco, que no es solo nuestro miembro más joven, sino también el más diligente. Licenciado summa cum laude por la Universidad de Amhrest, David consiguió una beca Fulbright para Italia, donde estudió el arte y la literatura renacentistas en la Villa I Tatti. Hace poco, ha completado el doctorado en nuestra Universidad de Chicago, y todo esto —dijo volviéndose a David— antes de, ¿qué edad? ¿Treinta?
Muy ruborizado, David dijo:
—No exactamente, cumplí treinta y uno el viernes pasado.
—Oh, vaya, en ese caso —dijo la doctora Armbruster volviéndose de nuevo a la audiencia— debería darse prisa.
Hubo una gran oleada de risas.
—Pero como pueden ver —prosiguió—, cuando recibimos, como regalo anónimo, la copia 1534 de la Divina comedia de Dante, impresa en Florencia, supimos que había una única persona a la que entregársela. David ha supervisado la restauración física —no imaginarían nunca cómo estaba la cubierta cuando lo adquirimos— y también ha introducido el texto completo y las numerosas ilustraciones en nuestro archivo digital. De esta manera, estarán accesibles para estudiosos e investigadores de todo el mundo. Hoy nos va a enseñar algunas de las imágenes más bellas e intrigantes del libro y creo que también —dijo mirando a David de modo alentador— nos hará un breve recorrido por la imaginería de la naturaleza en el poema.
David asintió y el estómago le dio un vuelco repentino cuando la doctora Armbruster se apartó del micrófono.
—David, es todo tuyo.
Se produjo un aplauso comedido mientras David subía un poco el micrófono, desplegaba sus papeles sobre el atril, le daba un sorbo al vaso de agua que habían puesto para él y dio las gracias a todos, otra vez, por haber venido. Le salió la voz tensa y elevada. Luego dijo algo sobre el frío que hacía afuera, antes de recordar que su jefa ya lo había comentado. Miró la sala llena de caras expectantes, se aclaró la garganta y decidió dejar la charlita e ir directamente a su discurso.
Al hacerlo, las luces se apagaron y, a su derecha, se desplegó una pantalla.
—Dante, como deben saber, tituló originalmente su libro La comedia de Dante Alighieri, un florentino de nacimiento pero no de carácter. El título Divina comedia vino después, cuando el libro se empezó a considerar una obra maestra. Es una obra que puede ser abordada de mil maneras distintas, y así se ha hecho durante siglos —dijo, ganando fuerza en la voz una vez en terreno firme y conocido—. Pero hoy nos vamos a centrar en la imaginería del poema relacionada con la naturaleza. Y esta edición florentina donada recientemente a la colección Newberry, y que creo que la mayoría habrá podido ver en la vitrina central, es una forma especialmente acertada de hacerlo.
Tocó un botón en el panel electrónico del atril y la primera imagen —un grabado de un tupido bosque con una figura solitaria con la cabeza inclinada adentrándose en un sendero angosto— apareció en la pantalla. «A mitad del camino de la vida, en una selva oscura me encontraba porque mi ruta había extraviado». Levantó la mirada y dijo:
—Con la posible excepción de El cochecito leré, no hay otro verso más famoso y más fácil de identificar que este. Y se darán cuenta de que, justo aquí, al comienzo del poema épico que sigue, tenemos una visión del mundo natural tanto realista —Dante pasó una noche horrible en aquel bosque— como metafórica.
Mirando al grabado, explicó con más detalle algunas de sus características más notables, incluyendo los animales que animaban el borde: un leopardo moteado, un león y un lobo que merodeaba con las fauces abiertas.
—Al verse ante estas criaturas, Dante pone pies en polvorosa y corre hasta que se topa con una figura, que por supuesto resulta ser el poeta romano Virgilio, y le ofrece ser su guía: «Y he de llevarte por lugar eterno, donde oirás el aullar desesperado, verás, dolientes, las antiguas sombras, gritando todas la segunda muerte».
Apareció otra imagen en la pantalla, de un río amplio, Aqueronte, con la muchedumbre de los muertos apiñados en las orillas y, en primer plano, un Caronte envuelto en ropajes señalando con un dedo huesudo hacia una gran barca. Era una imagen especialmente buena y David vio varias cabezas asintiendo con interés y un leve murmullo de comentarios. Ya se había imaginado que ocurriría. Aquella edición de la Divina comedia era una de las más impactantes que había visto y había convertido en su misión particular descifrar quién fue el ilustrador. Las páginas del título del libro habían sufrido tantos daños por el agua y el humo que no se podía identificar ningún nombre. El libro también debía de haber sido tratado de manera intensa por el moho y muchas de las ilustraciones tenían manchas imposibles de borrar de color verde y azul y el tamaño de la goma de un lápiz.
Pero para David, aquellas imperfecciones y signos de la edad hacían que los libros y manuscritos que estudiaba fueran aún más valiosos y enigmáticos. El simple hecho de que aquel libro, de casi quinientos años de antigüedad, hubiera pasado por tantas manos desconocidas y tantos lugares distintos sencillamente le daba un aire de misterio y grandeza. Cuando lo sostenía en las manos, se sentía conectado a esa cadena de lectores de los que no había constancia y que ya habían pasado antes las mismas páginas… quizás en un palazzo de la Toscana, una buhardilla de París o en una casa solariega de Inglaterra. Todo lo que sabía del origen del libro era que fue donado a la Newberry por un coleccionista local que quería asegurarse de que fuera correctamente restaurado y estudiado, y que sus tesoros se pusieran al alcance de todos. David se había sentido honrado de que se le confiara tal tarea.
A medida que hablaba, se sentía no solo más relajado, sino también muy entusiasmado por la oportunidad de compartir algunos de los descubrimientos que había hecho sobre la metodología que Dante había empleado en el uso de la imaginería de la naturaleza. El poeta, a menudo, incluía animales en los textos, pero también hacía un uso regular del sol (un planeta, según el sistema ptolemaico del tiempo) y las estrellas, el mar, las hojas de los árboles o la nieve. Aunque la sala estaba muy poco iluminada, David se esforzaba por mantener el contacto visual con la audiencia mientras aclaraba estos puntos y, en mitad de todo esto, se fijó en una mujer vestida entera de negro, con un gorrito negro y un velo sobre la cara, que entró en la sala y se sentó cerca de la puerta. El velo fue lo que le llamó la atención. ¿Quién seguía llevando ese tipo de cosas, ni siquiera de luto? Por un momento, perdió el hilo de lo que estaba diciendo y tuvo que bajar la cabeza para echar un vistazo a las notas y recordar por dónde iba.
—El significado que Dante le concede a estos elementos naturales cambia según pasamos del «Infierno» al «Purgatorio» y al «Paraíso».
Prosiguió con su tesis, pero desviaba la mirada de vez en cuando a la misteriosa mujer del fondo y, por alguna razón, se le ocurrió que podía ser quien había donado el libro, y que estaba allí para ver qué había sido de él. A medida que iban pasando las imágenes en la pantalla que tenía a su derecha, David se encontró comentándolas como si estuviera hablando, principalmente, para la señora oculta bajo el velo. Estaba completamente quieta, con las manos juntas sobre el regazo y las piernas enfundadas en medias negras, y a David le resultaba imposible imaginarse nada sobre ella… en concreto, su edad. Había momentos en los que pensaba que tenía unos veinte años, y que iba vestida para una fiesta de disfraces siniestros, y otras veces en las que sospechaba que era una mujer más madura, sentada de manera remilgada en el borde de la silla.
Cuando hubo enseñado la última ilustración —un torbellino de hojas que contenían las profecías de la sibila de Cumas— y dado por terminada la conferencia con la invocación final de Dante al amor, «aquel que mueve el sol y las estrellas», estaba decidido a presentarse. Pero cuando se encendieron las luces de la sala, un montón de manos se levantaron para hacer preguntas.
—¿Cómo lo hará para determinar el ilustrador de este volumen? ¿Tiene ya alguna pista?
—¿Fue Florencia un foco de publicaciones tan prominente como lo fueron Pisa o Venecia?
Y de un académico del fondo:
—¿Qué tiene que decir del comentario de Ruskin acerca del fluir de conciencia fundamental de la falacia patética en lo que a la Comedia respecta?
David hizo todo lo que pudo para sortear las preguntas, pero también sabía que había estado hablando durante una hora y que la mayoría de la audiencia estaría deseando levantarse, estirarse y beber algo más. En el vestíbulo que había justo al salir de la sala de exposiciones, veía a los camareros con corbata negra sosteniendo bandejas plateadas con copas de champán. Llegaba el olor de los aperitivos calientes por la calefacción central.
Cuando, finalmente, bajó de la tarima, algunos miembros de la audiencia le estrecharon la mano, varios de los caballeros más mayores le dieron una palmada en la espalda y la doctora Armbruster le dedicó una sonrisa radiante. Sabía que la doctora esperaba que lo bordara y tenía la sensación de que lo había hecho. Aparte de la ansiedad del principio, no se había saltado nada.
Pero lo que realmente quería hacer era encontrar a la mujer de negro, que parecía haber salido ya de la sala de exposiciones. En el vestíbulo habían puesto largas mesas de caballete con manteles de damasco y fuentes plateadas. Los profesores ya estaban en fila, codera con codera, con su pila de platitos.
Pero no veía a la mujer de negro por ningún lado.
—David —le dijo la doctora Armbruster cogiéndolo del codo para llevarlo frente a una pareja elegante y mayor con sus copas de champán—, no sé si conoces a los Schillinger. Joseph también es un hombre de Amherst.
—Pero mucho antes que usted —dijo Schillinger dándole un firme apretón de manos.
Era como una vieja grúa elevada y tenía la nariz afilada y el pelo blanco.
—Me ha gustado mucho su charla.
—Gracias.
—Y me encantaría estar al tanto de su trabajo con el libro. Viví en Europa bastante tiempo y…
—Joseph está siendo modesto —interrumpió la doctora Armbruster—. Fue nuestro embajador en Liechtenstein.
—Y comencé mi propia colección de pinturas de los antiguos maestros. Aun así, no he visto nunca nada igual. Las versiones de los círculos del infierno son especialmente macabras, por decirlo de manera sutil.
David nunca se dejaba impresionar por los credenciales ni los antecedentes de la gente que conocía en los actos de la Newberry, y estuvo todo lo concentrado y educado que pudo con los Schillinger. El exembajador incluso le dio su tarjeta y le ofreció ayudarle en la investigación todo lo que pudiera.
—Cuando se trata de tener acceso a archivos privados y cosas así —dijo— todavía puedo mover algunos hilos.
Pero durante todo el tiempo que estuvieron hablando, David se mantenía alerta en busca de la mujer de negro y, cuando por fin se pudo liberar, se volvió a encontrar a la doctora Armbruster y le preguntó si sabía dónde podría haber ido o quién podría ser.
—¿Dices que vino en mitad de tu charla?
—Sí, y se sentó al fondo.
—Vaya, pues entonces no la he podido ver; estaba supervisando la comida.
Pasó un camarero con una bandeja plateada en la que quedaba un único aperitivo de queso.
—Me pregunto si habrá suficiente —dijo, antes de excusarse—. Esos profesores comen por cuatro.
David dio unos cuantos apretones de manos más, eludió unas cuantas preguntas y, cuando los últimos invitados se estaban yendo, se escabulló por una escalera trasera hasta su despacho, un cuchitril atestado de libros y papeles, y colgó la chaqueta y la corbata detrás de la puerta. Las tenía allí para esas ocasiones puntuales, como aquella conferencia, para las que tenía que disfrazarse. Luego cogió el abrigo y los guantes y salió por una puerta lateral.
El exembajador Schillinger y su esposa estaban entrando en la parte trasera de un BMW Sedán negro mientras un chófer calvo y fornido les sujetaba la puerta. Un par de profesores en plena conversación estaban aún en corro junto a las escaleras. Lo último que quería David era que le vieran y se les ocurriera alguna otra pregunta críptica, así que se puso la capucha del abrigo y se fue andando por el parque.
Conocido como Bughouse Square, o «plaza de los chiflados», debido a su atractivo para los oradores públicos, el parque estaba desierto en aquel momento, lo cual era comprensible. El cielo a última hora de la tarde era de un color gris peltre y el viento casi se llevaba por delante los bastones de caramelo falsos que había en las farolas. Las Navidades estaban a la vuelta de la esquina y David todavía tenía que hacer las compras. No es que tuviera mucho que hacer; estaban su hermana, el marido, su sobrina y listo. Su novia Linda se había ido hacía un mes. Por lo menos, tenía un regalo menos del que preocuparse.
Después de cruzar Oak Street, fue hacia al norte por Division y, al acercarse a la estación, escuchó el chirrido de los frenos de un tren acercándose a la parada. Subió las escaleras de tres en tres —había estado en el equipo de atletismo del instituto y todavía mantenía un buen ritmo— y cruzó las puertas correderas en el último momento. Se dejó caer en el asiento sintiéndose victorioso y, mientras se desabrochaba el abrigo y esperaba a que las gafas se le desempañaran, se preguntó por qué le había entrado esa prisa. Era sábado y no tenía planes. Mientras el tren cogía velocidad y el conductor anunciaba la siguiente parada, se recordó a sí mismo poner el lunes por la mañana un Post-it en el ordenador que dijera: «Vive la vida».