Capítulo 24
En algún lugar de los bosques de Sologne, el marqués de Sant’Angelo estaba tan impaciente por el bajo ritmo que llevaban que hizo parar el carruaje y se cambió por el conductor. El cochero iba recostado dentro del carruaje, mientras el marqués, envuelto en un abrigo con capucha hecho a partir de las pieles de los lobos que había cazado en su finca, iba sentado arriba, haciendo restallar la fusta en las cabezas de sus cuatro caballos negros.
Estaba decidido a llegar al palacio de Versalles a tiempo para ver a la reina en la cena y asegurarse una audiencia con el conde Cagliostro. El otro carruaje, el que transportaba a los joyeros reales y su inestimable collar de diamantes, se había quedado atrás hacía ya mucho tiempo.
A medida que la luz se disipaba en el cielo invernal, el carruaje entró con gran estruendo en la ciudad, que había surgido únicamente para cubrir las necesidades de la Corte Real, que no dejaba de expandirse. Los campesinos iban correteando bajo el frío invernal, cargando vagones con barriles de vino y ruedas de queso. Se apartaron del camino de un salto cuando el marqués giró el carruaje hacia la amplia avenida que llegaba hasta el palacio, rodando por encima de los parterres y terrazas cubiertos de nieve y los campos de naranjos vacíos, y cruzando el puente ornamental sobre el Gran Canal. El palacio surgía a lo lejos, tras un inmenso patio delantero, como una gran tarta de bodas blanca con columnas y columnatas. Ya había antorchas y velas encendidas en cientos de ventanas de gente que se preparaba para los festejos de aquella noche.
Pero, en aquel momento, todas las noches había festejos.
En una ocasión, años antes, el marqués había pasado mucho tiempo en la corte, en compañía del rey y de su amante, madame Du Barry. Luis XV era conocido por su libertinaje, pero al marqués le parecía sincero y divertido, e infinitamente preferible al rey actual y a su corte de aduladores y dandis. La única razón por la que había pasado algún tiempo en Versalles en los últimos tiempos era por visitar a la reina. María Antonieta le había conmovido nada más verla por primera vez allí mismo, en 1770.
La delfina, como se la llamaba entonces, acababa de llegar como un paquete envuelto en papel de regalo directamente de la corte de Austria: una niña de catorce años, con rosas en las suaves y blancas mejillas y una hermosa melena rubia. Era asustadiza como un cervatillo, con grandes ojos azules y un esbelto y largo cuello, y el marqués se compadeció de ella por su difícil situación… una niña tímida que únicamente se sentía cómoda hablando alemán, entregada a una multitud de franceses que farfullaban, todos ellos compitiendo por una buena posición y por el favor de la próxima reina de Francia. Su futuro marido, el delfín de quince años, era un hosco gandul gordo en quien el marqués no habría confiado ni para que le limpiara los zapatos.
Y ahora era la mujer más famosa —y, en algunos círculos, vilipendiada— de Europa.
Cuando el marqués tiró de las riendas y frenó a los caballos, que tenían los bocados llenos de espuma, varios libreas del establo se apresuraron a abrir las puertas del carruaje y el cochero salió a trompicones, señalando al marqués e intentando enmendar la confusión. Sant’Angelo se rio, bajó y dejó que los sirvientes aclararan las cosas entre ellos. Subió la inmensa escalinata dando grandes zancadas, entró en el palacio, que zumbaba como un enjambre de ayudantes de cámara y doncellas que corrían de un lado para otro, y fue directo a los aposentos del barón de Breteuil, ministro de la Casa Real.
—¡Necesito ver al ventero! —exclamó el marqués mientras irrumpía en la sala, todavía llevando puestas las pieles de zorro, donde el barón estaba consultando algo con unos hombres con peinados elaborados—. ¡Quiero mis aposentos habituales!
El barón se apartó de inmediato de donde estaba y, dándole la mano a Sant’Angelo, dijo:
—Claro, claro, monsieur le marquis, pero no le esperábamos. —En voz más baja prosiguió—: Creía que los messieurs Boehmer y Bassenge habían ido a verle al Château Perdu… por cierto asunto.
Breteuil sabía todo lo que hacía todo el mundo en todo momento.
—Y eso han hecho. De hecho, deben de estar al llegar.
—Así que, ¿ha visto el collar?
Sant’Angelo agitó la cabeza con desdén.
—Una pieza chillona que la reina nunca se pondría, sobre todo sabiendo que, originalmente, se hizo con Du Barry en mente.
Breteuil frunció el ceño y asintió, como si aquello confirmara sus propias sospechas.
—Pero los joyeros eran tan persistentes… —dijo el barón.
—En su lugar, yo también lo sería. Invirtieron una fortuna en esa pieza. Si vuelven a Versalles esta noche, no los ponga en ningún lugar cerca de mí.
—Entiendo —dijo—. Y ordenaré que tenga sus aposentos listos inmediatamente.
—Bien —dijo el marqués, dándole una palmada en la espalda, en parte porque sinceramente apreciaba al barón, que también se preocupaba por la reina, y en parte porque sabía que aquella conducta suponía una gran falta de decoro en el elaborado protocolo de la corte.
En ocasiones como aquella, echaba de menos al rey anterior.
* * *
Para Luis XVI y María Antonieta, la vida en Versalles se vivía de manera pública. Desde que se despertaban por la mañana hasta que se retiraban por la noche estaban acompañados, ayudados, aconsejados, mimados, halagados, servidos y observados. El marqués no se imaginaba vivir en tal espectáculo y no creía que la joven Antonieta se lo hubiera imaginado así. La vida en el palacio real austriaco de Schönbrunn había sido, en cambio, sobria y solitaria.
En una de sus primeras tareas tras el matrimonio en Versalles —una ceremonia increíblemente extravagante que atrajo a seis mil de los ciudadanos más ricos y prominentes de Francia— la habían dirigido a sus aposentos privados seguida de cerca aún por un círculo sustancioso de sus criadas, incluida la princesa de Lamballe, que se convertiría en su confidente, y le habían mostrado las joyas reales. El marqués, en su papel informal de árbitro de todo lo elegante y artístico, había sido admitido en aquel augusto grupo y había observado cómo colocaban a aquella chiquilla —que se veía aún más pequeña con un vestido de brocados blancos con enormes miriñaques a ambos lados— en una silla para la ceremonia.
En Versalles, si Antonieta se quitaba una pestaña, aquello era una ceremonia.
Dos sirvientes de rodillas le presentaron una cómoda de terciopelo rojo de aproximadamente dos metros de ancho y uno de alto, con varias docenas de cajones y compartimentos, todos forrados de seda de color azul pálido. El obsequio que había en su interior era inigualable y el marqués no pudo evitar cuadrarlo todo en su cabeza mientras la delfina cogía y admiraba cada uno de los tesoros. Había pendientes de esmeraldas y collares de perlas que habían pertenecido a Ana de Austria, la princesa Habsburgo que se había casado con Luis XII en 1615, un conjunto de diamantes, tiaras, broches, diademas y un par de pulseras de oro recién elaboradas con las iniciales M. A. grabadas en los cierres con esmalte azul. El marqués incluso distinguió entre el inventario varias piezas que recordaba de Florencia, de hacía mucho tiempo, cuando adornaban a Catalina de Medici antes de marcharse para convertirse en reina de Francia.
Pero cuando la delfina sacó un abanico doblado con incrustaciones de diamantes e intentó abrirlo, las hojas permanecieron tenazmente cerradas.
La princesa de Lamballe intentó ayudar, sacudiendo el abanico, pero no tuvo mejor suerte.
Sant’Angelo sabía por qué: el joyero parisino le había pedido consejo con el diseño y el propio marqués le había sugerido un cierre secreto, perfectamente oculto tras un círculo de diamantes blancos.
—Erlauben Sie mich —dijo el marqués, acercándose. «Permítame».
La delfina se sonrojó ante el repentino acercamiento y varias cortesanas se retiraron impresionadas, pero cuando él cogió el abanico, abrió el cierre y, como cualquier mujer coqueta haría en la ópera, ladeó el codo y se abanicó con las hojas de seda, la delfina rio espontáneamente, lo que dio permiso a las otras para reír también. Siguiendo con la broma, dijo, elevando la voz:
—Es ist unertraglich heiß hier drinnen, denken Sie nicht? —«Hace muchísimo calor aquí, ¿no creen?».
Y Antonieta le había sonreído, agradecida no solo por su ligereza, sino por el gusto que había mostrado por su lengua nativa. El marqués había pasado muchos años en Prusia, y aún dominaba la lengua.
—¿Me puede decir su nombre? —le preguntó ella en alemán—. Creo que no nos han presentado.
—Este, madame, es el marqués de Sant’Angelo —se apresuró a incluirse para contestar el barón de Breteuil—. Un amigo italiano de la corte.
—Y también amigo suyo, espero —contestó el marqués. Aunque muchos de los presentes podían seguir lo básico de la conversación, el hecho de que fuera en alemán formó un vínculo especial entre ambos. Mirando a su alrededor a las damas presentes con exceso de colorete, Sant’Angelo se había acercado más aún y había susurrado:
—¿Había visto antes tantas mejillas del color de las manzanas? Esto parece un huerto.
Antonieta se cubrió los labios para evitar reírse. Era una costumbre en la corte francesa ponerse colorete en la cara como se le aplica la imprimación a una pared, y el marqués imaginaba que la joven aún no se había acostumbrado a la imagen chillona de las mejillas de color rojo vivo por todos lados. Las mujeres de los mercados incluso trataban de copiar el efecto utilizando pieles de uvas.
—Pero son los polvos —contestó ella, en voz baja, yéndosele los ojos instintivamente hacia una de las pelucas más empolvadas— lo que me provoca ganas de estornudar.
—Para eso es el abanico —dijo él agitándolo de nuevo antes de enseñarle dónde estaba oculto el broche y devolvérselo.
Él había tenido una hija, Madalena, en un lugar y un tiempo remotos, y la última vez que la había visto tendría más o menos la misma edad que María Antonieta.
Pero aquella era otra vida y, como había aprendido a hacer con los años, cerró aquella puerta rápidamente.
Hubo más regalos, algunos de ellos destinados a su séquito, como por ejemplo un conjunto de porcelana Sèvres para la princesa Starhemberg. Cuando acabó la ceremonia, la delfina extendió de nuevo la mano y, volviendo a utilizar el alemán por última vez, le dijo al marqués:
—Espero que seamos buenos amigos.
—De eso estoy seguro, su alteza.
—Y creo que me van a hacer falta aquí.
Era joven, pero quizás no tan ingenua como él había pensado.
En los siguientes quince años, Antonieta había aprendido rápido, adaptándose a los ritos y rituales, la pompa y la solemnidad, y a la corte más refinada de Europa. Él la había visto crecer desde que era una niña delicada hasta que había llegado a ser una mujer segura de sí misma e incluso imperiosa. Y aquella noche, cuando la vio en el Grand Couvert —donde cenaban el rey y la reina bajo un esplendor solitario, mientras docenas de espectadores los observaban—, la reina levantó la mirada por encima del salero de oro y esmalte y asintió en señal de saludo. Si supiera que él mismo había realizado aquel salero para el rey Francis en Fointainebleu en 1543…
Haciéndole un gesto con la mano a la princesa de Lamballe, que estaba a su lado, le susurró algo al oído y, un momento más tarde, la princesa llevó al marqués a un lado y le dijo:
—La reina le invita a reunirse con ella en el Pequeño Trianón esta noche. El conde Cagliostro estará allí y cree que le gustará verlo.
—Por supuesto que iré —dijo él.
El Pequeño Trianón era el refugio privado de la reina, un pequeño palacio aislado dentro del mismo terreno de Versalles donde nadie era admitido a menos que así lo ordenara la reina. Por lo tanto, las invitaciones a aquel salón eran increíblemente codiciadas y muy difíciles de conseguir; el marqués había oído que, incluso el rey, a pesar del hecho de que fue él quien se lo había entregado a ella, debía pedir permiso para cruzar sus puertas.
A las diez en punto, Sant’Angelo se acercó al palacio neoclásico, mucho menos recargado y extravagante que sus homólogos de estilo rococó, subió los escalones y cruzó varias habitaciones pintadas de un distintivo tono azul grisáceo apagado. Desde el Salon de Compagnie principal se oían un harpa y un clavicémbalo que interpretaban una canción escrita por el compositor favorito de la reina, Christoph Willibald Gluck. Supuso que era la propia reina, acompañada por un músico, quien estaba al frente.
Y, al entrar, comprobó que estaba en lo cierto. Antonieta estaba tocando el clavicémbalo, la princesa de Lamballe el harpa y alrededor de una docena de miembros de la nobleza estaban despatarrados en divanes tapizados y sillas doradas bebiendo coñac, jugando a las cartas o divirtiéndose con uno de los numerosos gatos persa o perritos que había por la sala. El marqués, que había visto más cortes imperiales de las que le correspondían, nunca había conocido ninguna que incluyera tantas mascotas. Había un loro posado sobre la repisa de la chimenea, a salvo de cualquier daño, mientras un mono blanco con una gran correa de piel exploraba la parte inferior de una consola de mármol.
El marqués esperó en el umbral a que la reina advirtiera su presencia, pero estaba tan concentrada en la música que no lo vio. Él reconoció a la condesa de Noailles, señora de la Casa Real, sentada con su triste marido junto a una mesa de faro; la vivaz duquesa de Polignac estaba reclinada junto a un hombre corpulento con una levita (las levitas se consideraban demasiado informales para la corte, pero en el Trianón se fomentaba su uso), y un oficial joven y gallardo llevaba un uniforme de la caballería suiza con galones dorados. Aquel era el conde Axel de Fersen, emisario de la corte francesa y, dicho por todos, el amante de la reina.
Cuando se acabó la pieza musical, María Antonieta levantó la mirada ante los aplausos y, al ver al marqués, se dirigió majestuosamente, como levitando, hasta él. En Versalles, incluso la forma de caminar de las mujeres, rozando con los pies el suelo como si apenas estuvieran en contacto con él, estaba prescrita y era completamente artificiosa.
Pero no había nada de falsedad en lo afectuoso de su sonrisa.
—¡Qué sorpresa tan maravillosa ha sido verle esta noche! —declaró—. Espero que pase muchos días con nosotros.
—Aún no tengo planes hechos —contestó él.
—¡Bien! Entonces los haré yo por usted —dijo ella, cogiéndolo del brazo y presentándoselo a varios invitados que no conocía.
Solo allí, en el Pequeño Trianón, podía ser tan vigorosa e informal. Había hecho de aquel lugar su refugio privado, un escape al protocolo agobiante y a la exposición pública del palacio principal; allí, incluso había dispuesto que los sirvientes se mantuvieran fuera de su vista, y en su tocador había instalado paneles que podían cerrar completamente las ventanas simplemente haciendo girar una manivela.
—Mañana —le dijo al marqués— tendremos una carrera de trineos en el Gran Canal, y luego una actuación en el teatro. ¡Lo organizaré todo! Y, esta noche, por supuesto, el conde Cagliostro demostrará sus poderes de mesmerismo y de lectura de la mente.
—Esperaba que estuviera ya aquí.
—Oh, siempre es muy misterioso —dijo Antonieta—. Le gusta hacer una entrada triunfal. Pero eso nos da tiempo para tocar algo juntos —dijo, llevándolo junto al clavicémbalo—. Siempre tenemos aquí su flauta.
—Me temo que no he tocado mucho últimamente —dijo el marqués recatado.
Pero Antonieta, haciendo un mohín, dijo:
—¿Ni siquiera para mí?
Cuando la reina de Francia hacía ese comentario, no estaba nunca claro, ni siquiera dada su amistad, si era una petición o una orden. Y, cuando sugirió que tocaran C’est mon ami, él supo que no admitiría una negativa por respuesta. La letra de la canción la había escrito el poeta Jean-Pierre Claris de Florian, pero la música era una composición propia de la reina, y estaba muy orgullosa de ella.
Se encontró con la flauta delante de él, ofrecida con una reverencia exagerada y una sonrisa traviesa por la princesa de Lamballe; estaba seguro de que ella notaba su reticencia. La flauta en cuestión había sido un regalo de María Antonieta, una forma de animarlo a ir al Trianón y acompañarla, y en aquel momento, mientras la reina se entregaba a la música entonando las palabras en un claro contralto, no tuvo más elección que agachar la cabeza y tocar la melodía de memoria.
—C’est mon ami, rendez-moi —cantaba ella con la cabeza estirada—, j’ai son amour, Il a ma foi —repitiendo el refrán.
Llevaba un vestido camisero vaporoso de color melocotón sobre un camisón de seda, sin miriñaque ni corsé, y en el pelo llevaba un simple penacho de plumas de garza blanca con un broche de zafiro. Estaba más llenita y el labio de los Habsburgo, desafortunadamente grueso y colgón, se había vuelto algo más pronunciado, pero su gracia y su porte no habían mermado en absoluto. Fersen, el conde suizo, la miraba embelesado, y el marqués se alegró de que la reina hubiera encontrado a alguien que le proporcionara la pasión que el rey, un hombre frío y desgarbado —con la misma mala reputación en asuntos de alcoba—, no podía darle; era parte del saber popular que tenía una deformidad física que hacía que el encuentro sexual le resultara doloroso.
Nada más terminar la pieza, el aplauso fue instigado por unas palmadas desde la entrada, donde había un hombre robusto y moreno con ojos ardientes y perfilados. Llevaba el pelo moreno hacia atrás con pomada, pero sin polvos, e iba vestido entero de negro, con un frac de seda adornado con escarabajos de marfil blanco y broches de ámbar con forma de gárgolas.
La Medusa, colgada de una cadena de plata, pendía de su cuello.
En el mismo momento en que Sant’Angelo se quedó embobado mirando al espejo, el conde Cagliostro clavó su mirada en él. Fue como si dos predadores se hubieran cruzado en el camino mientras cazaban y no supieran si seguir su rumbo o entrar en combate.
Los joyeros de la corte, sin embargo, estaban en lo cierto: aquella Medusa era igual que la del anillo del marqués.
Y no llevaba los rubíes en los ojos de la versión que había hecho para Eleonora de Toledo.
Aquel, por lo tanto, era el espejo que poseía el poder, el que le había robado el papa siglos antes. Sant’Angelo no era capaz de imaginarse de qué manera tortuosa había llegado a manos de Cagliostro… pero sabía que lo reclamaría antes de que acabara la noche.
—Me siento honrado —dijo Cagliostro acercándose y haciendo una reverencia con la cabeza— de conocerle al fin.
Cuando volvió a levantar la mirada, lo hizo con una expresión conmovedora, pero penetrante, y Sant’Angelo supo que estaba manteniendo las distancias.
Al igual que estaba haciendo él como respuesta.
—Llevo oyendo hablar de usted en muchos círculos muchísimo tiempo —prosiguió el conde, con un tono de voz que parecía puesto meloso a propósito… y difícil de ubicar. Había algo de italiano en él, pero también una entonación que parecía absolutamente del este—. El ojo que tiene para las cosas bellas es por todos conocido.
El marqués no supo si se refería, indirectamente, a la propia reina o al famoso collar de diamantes sin dueño. Sospechaba que la confusión formaba parte de la idea.
—Al igual que sus poderes en otras esferas —añadió.
Sant’Angelo no tuvo dudas, sin embargo, de a lo que aquella última agudeza se refería. Había adquirido la fama, allá donde fuera a lo largo de los años, de maestro de las artes oscuras. Nadie más, se decía, tendría la valentía de habitar en el famoso Château Perdu, ni habría podido adquirir tal riqueza y posición sin antepasados conocidos. Se rumoreaba que el marqués podía leer la mente y adivinar el futuro. Era una fama que ni respaldaba ni disipaba.
—Y su fama, conde, realmente le precede allá donde va —contestó el marqués—. La reina me ha dicho que nos hará uno de sus trucos esta noche.
Una oleada de ira cruzó el rostro de Cagliostro, pero pronto la disimuló.
—Por supuesto que haré lo que la reina desea, pero los trucos son competencia de los magos.
—Oh —dijo Sant’Angelo—, tenía una impresión equivocada, siento mucho si le he ofendido.
—En absoluto. —Tocó con sus dedos gruesos La Medusa que colgaba de la cadena—. No puedo evitar pensar que parece intrigado por mi medallón.
—Lo estoy —contestó el marqués—. ¿Dónde lo ha conseguido?
Notó cómo Cagliostro hacía cálculos rápidos.
—Fue un regalo —dijo finalmente— de su majestad.
Aquella noticia sorprendió al marqués. ¿Cómo sabía nada de aquello?
—Se lo envió su santidad, el papa Pío VI —continuó el conde, habiendo decidido, sin duda, que la verdad en aquel caso haría mucho más bien a su estatus que cualquier mentira—, al nacer su hijo, Luis Carlos. Para proteger a la madre y al hijo contra el mal de ojo.
—Il malocchio —dijo Sant’Angelo.
—Conoce a nuestros compatriotas —contestó Cagliostro—. La reina lo llevó en una recepción para el papa una noche, como mero gesto de cortesía, pero tuvo unos sueños muy desagradables y me pidió que me deshiciera de él el día siguiente. Pero estaba tan perfectamente labrado que no pude hacerlo.
—Qué afortunado —contestó el marqués.
—Aun así, la reina no tolera este tipo de supersticiones absurdas. Ya ha encontrado una baratija casi idéntica en las arcas reales, pero con ojos de rubíes, y la ha fundido para hacerse una hebilla para el zapato. Los rubíes se convirtieron en unos pendientes para una amiga.
Que cualquier persona, incluso si se trataba de la reina de Francia, hiciera tal uso de su trabajo le hacía hervir la sangre a Sant’Angelo.
Y, como si Cagliostro supiera que estaba irritando al marqués, levantó una mano lánguidamente hacia la princesa de Lamballe y dijo:
—¿Ve? Lleva los pendientes puestos.
Sant’Angelo intentó que no se le intuyera ninguna emoción. Sabía que aquel era el destino de gran parte de su obra: desmontarla sin tener ni siquiera consciencia de lo que se hacía o desvalijarla por sus partes valiosas. Pero descubrir que no uno, sino dos de sus amuletos, habían acabado en el mismo sitio —uno de manos de los Medici y el otro de manos del papa— lo había dejado completamente anonadado. Era como si las dos medusas se hubieran unido, a través del tiempo y el espacio, por una fuerza tan misteriosa, magnética e imparable como la de las olas del mar. Magia; o más que magia.
Solo daba gracias a Dios de que aquella pieza hubiera sobrevivido.
Levantándolo por la cadena como para evaluarlo, Cagliostro dijo:
—Se rumorea que tiene más de doscientos años; de hecho, es obra de Benvenuto Cellini.
—¿Ah, sí? —contestó el marqués.
Se había quitado a propósito el anillo idéntico y lo había dejado en el Château Perdu. Quería examinar la pieza más de cerca.
—No sabía que trabajara el nielado.
—Cellini trabajaba cualquier forma y tipo de acabado.
«En eso tenía razón, pensó Sant’Angelo; había puesto a prueba sus habilidades con todo. Pero se preguntaba si el conde habría destapado el secreto de La Medusa. Claro que habría destapado el espejo, pero, ¿le habría dado el uso correcto? Sant’Angelo se moría de ganas de arrancarle la pieza del cuello, pero no iba a empezar una gresca en el palacio de la reina».
—Me alegro tanto de que se hayan conocido —dijo la reina, acercándose con su amante suizo, Fersen, a su lado—. No podría pensar en dos mejores hombres talentosos para que se unieran a nosotros esta noche.
—¿Dos? ¿No tres? —dijo Fersen, inclinándose hacia ella, que se rio y le dio unos golpecitos con el abanico.
—¿Recuerda —le dijo en voz baja al marqués— cómo me enseñó a manejar adecuadamente esta arma?
Después de dejarse engatusar por De Lamballe y Polignac, el conde Cagliostro accedió a mostrar algunos de sus poderes, adquiridos, o eso decía él, de los maestros ancestrales de Egipto y Malta cientos de años atrás. Pero no hacía más que alardear. Según se decía, afirmaba haber restaurado la biblioteca de Alejandría a instancia de su amiga, Cleopatra, y haber empuñado la daga que mató a su consorte, Ptolomeo. Había viajado por toda Europa durante años ganando dinero y fundando logias para promulgar la sabiduría perdida de la masonería egipcia. Hasta donde el marqués sabía, las logias estaban vacías y los bolsillos del conde, llenos.
Complació entonces a los presentes con algunas de las típicas conjuraciones, haciendo aparecer imágenes en un vaso de agua —el marqués sabía que estaban hechas con una reacción química conocida por cualquier alquimista que se precie— o el movimiento de platería con piedras magnetitas escondidas en los puños del traje. Pero el plato fuerte, por lo que era conocido desde Varsovia hasta Londres, era uno de sus espectáculos de mesmerismo. Para prepararlo, pidió que atenuaran las luces y que todo el mundo orientara sus sillas y cojines hacia él. Fersen se sentó a los pies de la reina junto con sus demás perritos falderos.
Cuando todo el mundo lo hizo y se apagaron las risitas nerviosas, pidió voluntarios para el primer experimento y madame Polignac levantó la mano con presteza. Se adelantó, sonriendo, y se sentó en una silla que él había colocado. Cagliostro se irguió cuan alto era —el marqués estaba convencido de que había aumentado su altura real con plataformas en las botas— y se quitó cuidadosamente La Medusa del cuello. La levantó y la sostuvo en el aire.
Mientras los demás observaban en silencio, le dio instrucciones a la princesa de que atendiera únicamente al sonido de su voz y que mirara únicamente al medallón que él hacía oscilar lentamente de un lado a otro, una y otra vez. Sant’Angelo había visto exhibiciones parecidas en los salones de Franz Mesmer en Viena, y en cuestión de minutos, la fácilmente sugestionable joven estaba bajo su domino.
—Se encuentra en un profundo sueño —entonó—, un profundo y confortante sueño… pero cuando le indique que despierte, despertará y correrá a besar al hombre más viejo que vea en esta sala.
Durante una décima de segundo, el marqués se preguntó si iba a ser desenmascarado.
Pero cuando la duquesa salió del trance, miró alrededor, como si no supiera qué había pasado, y corrió hasta un viejo burgués elegante, relacionado remotamente con los Habsburgo y, rodeándole el cuello con los brazos, lo besó.
La sala estalló en risas y la duquesa, que se había sonrojado muchísimo, dio un paso atrás con la mano en los labios. El burgués extendió la mano juguetonamente, como pidiendo otro beso, pero Cagliostro lo sacó delante de todos. El hombre se sentó en la silla que la duquesa había dejado libre y el conde lo puso bajo su hechizo.
—Y cuando despierte —sugirió esta vez— se pondrá sobre una pierna y cacareará como un gallo cada vez que la reina toque el estribillo de «C’est mon ami».
Una oleada de alborozo acallado inundó la sala y Cagliostro levantó un dedo para silenciarlos. Hizo que el burgués recuperara la conciencia y dijo con voz lastimera:
—Lamentablemente, su voluntad es demasiado fuerte para mí.
—Debí de habérselo dicho antes de que se tomara tantas molestias —dijo el viejo refunfuñando orgulloso.
—No he podido hacer nada para dominarla —dijo Cagliostro, mientras la reina corría hasta el clavicémbalo y empezaba a cantar el estribillo de «C’est mon ami».
No le había dado tiempo de sentarse en su propia silla cuando, de repente, levantó una pierna y empezó a gorjear diciendo quiquiriquí. Estaba tan sorprendido de sus propios actos —¡y delante de la reina!— que se tiró, rojo como un tomate, en un sillón morado.
El marqués vio adónde quería llegar con todo aquello: el conde iba a hipnotizar a todo el mundo a la vez y hacer algo para dejar prueba de que lo había hecho, quitándoles y escondiendo todos los zapatos, por ejemplo. Mesmer, en una ocasión, les quitó a todos las joyas. No era más que un juego de salón y Sant’Angelo sabía que dependía de la renuncia a su voluntad que cada una de las personas de la sala estuviera dispuesta a hacer… un fenómeno que sabía que se podía extender con bastante facilidad entre un grupo íntimo.
Y cuando, efectivamente, el conde les pidió a todos que le prestaran atención e insistió en que todos siguieran sus instrucciones al pie de la letra y que oyeran solo su voz, le siguió el juego y bajó los ojos, y luego la cabeza en el momento justo. Pero tenía las manos dobladas en el regazo, como una flecha, y sus pensamientos se dirigían directos como un estoque hacia el conde.
De hecho, podía percibir cierto sigilo que denotaba duda en las palabras de Cagliostro.
El marqués levantó los ojos e incluso en la oscuridad notó que el conde lo estaba observando.
«Sí, conozco todos los trucos que guardas en la maleta», pensó Sant’Angelo.
Y, como un relámpago, le deslumbró una idea en la cabeza. «¿Todos los trucos?».
El marqués se tumbó hacia atrás en la silla, en estado de shock. Aquel tal conde poseía unos poderes mayores de los que había imaginado, poderes que Sant’Angelo creía que solo él poseía. El marqués no sabía nada sobre los masones egipcios con los que Cagliostro afirmaba haber estudiado, pero era obvio que había aprendido secretos increíbles. Lo que Sant’Angelo había adivinado de la stregheria ancestral de las brujas sicilianas, el conde debía de haberse imbuido de los sacerdotes coptos. Mientras las cabezas iban bajando y los brazos colgaban lánguidamente por toda la sala, Sant’Angelo y su adversario estaban bien despiertos y con todas sus facultades centradas el uno en el otro.
«Pero desafías los poderes de los faraones, amigo mío».
Para asombro de Sant’Angelo, las sombras de la habitación empezaron a moverse y tomar forma de pájaros —cuervos negros rollizos— que se arremolinaban por las paredes y el techo antes de acabar concentrándose inquietantemente. El respeto del marqués hacia los poderes de Cagliostro se iba haciendo cada vez más fuerte mientras se preparaba para un ataque.
El cual llegó en solo unos segundos.
Formando una horda silenciosa con las alas extendidas y los picos abiertos, los cuervos fueron hacia abajo en picado, y el marqués, instintivamente, levantó las manos para protegerse. Pero se contuvo enseguida —si se dejaba llevar por la ilusión, no haría más que fortalecerla— y dejó caer pausadamente los brazos a ambos lados del cuerpo.
Si dejaba que su adversario alterara su propia realidad, se convertiría en su esclavo.
Y Sant’Angelo no estaba dispuesto a permitir que aquello ocurriera.
El loro que estaba en la chimenea graznó alarmado y el mono blanco chilló. Los perritos ladraban con tonos agudos y salieron huyendo de la habitación mientras la reina se revolvía en la silla y Fersen farfullaba con nerviosismo.
«Sé por lo que ha venido», prosiguió el conde.
El marqués se reprochó a sí mismo haber dejado sus deseos al descubierto.
«Así que debe de ser más valioso de lo que creo».
Las velas de los candelabros chisporrotearon y algunas de ellas incluso llegaron a apagarse al entrar en la sala una pequeña corriente de aire desde el jardín y mover las cortinas.
«Vaya, cómo había subestimado a su oponente», pensó Sant’Angelo.
Pero también lo había hecho el conde.
El marqués respiró hondo para calmarse y concentró la mente. Podía sentir cómo Cagliostro trataba de abatirlo de nuevo pero, ya al tanto de las habilidades del conde, Sant’Angelo logró ahuyentarlo. Se imaginaba a sí mismo cómodamente instalado, rodeado, e incluso protegido, entre los altos muros del Château Perdu.
Otra corriente de aire irrumpió en el lugar y arrastró con ella la partitura sujeta al clavicémbalo.
Entonces, el marqués conjuró a un águila con sus amplias alas y afiladísimas garras desplegadas para que volara entre la bandada de cuervos sembrando la confusión entre ellos. Los cuervos se dispersaron, algunos cayeron en picado desde arriba con las alas rotas y desplumados, y otros desaparecieron.
Si lo que quería Cagliostro era una batalla de conjuraciones, el marqués se la proporcionaría de todas todas.
Pero aunque su águila causó estragos, otra figura aún más siniestra apareció en la pared para desafiarla. Tenía el tamaño y la forma de un hombre, pero con el hocico largo y las orejas puntiagudas de un chacal.
Sant’Angelo lo reconoció inmediatamente.
Era Anubis, el ancestral dios egipcio de la muerte, que se elevaba como un ángel vengador.
La criatura se expandió ante sus ojos, extendiendo el hocico hasta el techo, con las fauces abiertas y los dientes recortados como el borde irregular de una sierra…
Entonces, incluso Sant’Angelo sintió un escalofrío repentino. «Resiste», se dijo a sí mismo.
Las garras de la criatura parecían extenderse por las paredes y las largas uñas arañar la chimenea y los marcos de las ventanas.
«Por muy aterradora que sea, no es más que una ilusión».
Pero entonces, incluso para asombro del marqués, las garras del monstruo dejaron caer un jarrón de la repisa de la chimenea. Se hizo añicos en el suelo y la propia Antonieta gimoteó aterrada.
«Dios mío», pensó. Cagliostro era el enemigo más temible al que se había enfrentado.
Notó cómo se le estremecía la nuca ante lo que parecía el aliento ardiente del chacal, e incluso creyó notar la saliva gotear por las fauces llenas de babas.
«¿Te rindes?», oyó la voz del conde retumbar como desde el fondo de un pozo. «¿Doblegas tu voluntad ante la mía?».
Y, en respuesta a aquello —¿de qué servían las palabras?—, Sant’Angelo conjuró a un león enorme y feroz que rugía con rabia. Surgió del suelo y fue tomando forma a medida que se elevaba, con la melena erizada, tratando de atacar con sus fauces irregulares al chacal, que mantenía la cabeza erguida.
Un temblor retumbó por el suelo de parqué y la princesa de Lamballe, aún en trance, se desplomó en el suelo.
El león se elevó sobre sus patas traseras rugiendo, y el chacal empezó a retroceder.
Al levantar la mirada, Sant’Angelo vio al conde echarse hacia atrás, con el norte perdido y la confianza debilitada. La Medusa pendía lánguidamente de su mano.
Pero, lejos de relajarse, el marqués insistió sobre su ventaja.
«De rodillas», ordenó. Dio forma a sus ideas como si fueran balas y las disparó directamente a la mente de su oponente. «¡He dicho de rodillas!».
El conde se tambaleó y cayó lentamente al suelo, con su propia voluntad rota en aquella ocasión. La sombra de Anubis se redujo hasta quedar del tamaño de una rata… y salió corriendo.
«Y escucha, únicamente, mi voz». Lanzó las palabras como otra ráfaga.
Cagliostro sacudió la cabeza, como tratando de librarse de un dolor punzante.
«¡Abajo!», insistió el marqués. «¡Abajo!».
Y el conde cayó desplomado en el suelo.
Sant’Angelo se levantó de la silla y, abriéndose camino entre los durmientes atormentados, se colocó de pie delante del conde. Cagliostro se presionaba las sienes con las manos, como si le fuera a estallar la cabeza en cualquier momento; con un toque más, bien dirigido, podría partirlo en dos como a un cristal de cuarzo. Cagliostro se quejaba agónicamente.
La Medusa yacía en el suelo junto a él.
Sant’Angelo se agachó, la cogió y la agarró firmemente con el puño cerrado como si nunca fuera a dejarla salir de allí.
«Nunca, jamás, olvidarás quién te venció esta noche, conde».
El conde se retorcía y golpeaba con las botas el suelo de madera. El mono blanco, gritando de horror, intentó salir corriendo, pero Sant’Angelo lo agarró de la correa y le dio varias vueltas alrededor del cuello de su enemigo postrado.
«Pero nunca podrás hablar de ello». Sant’Angelo sabía que la mente se le iba a pudrir desde dentro como si fuera madera infestada de termitas.
Volviéndose hacia la reina y sus invitados, que seguían bajo los efectos del mesmerismo, el marqués les dio instrucciones de despertar únicamente al oír el sonido del reloj. Eso significaba solo un minuto antes de la medianoche.
Luego cogió su abrigo de piel de lobo y se marchó. Iba a mitad de camino hacia la puerta del Trianón cuando oyó —además de los gritos del mono y el gorjeo del loro— la conmoción de la reina y sus invitados al ir saliendo del trance. Hubo gritos de júbilo nerviosos, risas estridentes y murmullos de voces sorprendidas y en estado de shock.
Pero se preguntaba, no sin cierta satisfacción, qué habrían hecho al ver al mago postrado con un mono gritando atado al cuello.
No miró atrás. No había razón alguna para hacerlo. Con el sonido de sus botas retumbando en las piedras, dirigió la mirada hacia La Medusa, que había perdido tiempo atrás, pero que ahora sostenía con fuerza en su mano; se sintió más en paz de lo que se había sentido en siglos.