Capítulo 36
Cuando Ascanio condujo el coche a toda velocidad atravesando los carriles y pisó a fondo el acelerador por la salida de la autovía, Olivia soltó un grito de manera involuntaria y David se agarró con tanta fuerza al embellecedor de nogal que los nudillos se le pusieron blancos.
—¿Está loco? —gritó Olivia.
Pero Ascanio miraba por el espejo retrovisor mientras recorrían la vía de salida y al llegar al final detuvo el coche en seco, dejándolo al ralentí. Era un lugar solitario desde el que se veían tierras de labranza de tonos marrones y una granja blanca a lo lejos, y David tardó unos segundos en darse cuenta de que seguía agarrado al embellecedor.
—Tenía que asegurarme de que no teníamos compañía —dijo Ascanio.
—Bien, parece que hemos disipado esa duda —dijo Olivia—. Pero la próxima vez podría, por lo menos, avisarnos.
Dijo alguna palabrota en italiano, y Ascanio sonrió.
Entonces, giró el volante a la derecha para dirigirse a la ciudad de Cinq Tours. La carretera, parte de la red nacional, era más antigua y más estrecha y recorría un paisaje pintoresco de campos yermos y bosques. En un viejo robledal, David vio a varios jabalíes resoplando y golpeando con las pezuñas el suelo duro.
—Una especialidad local —observó Ascanio haciendo un gesto con la barbilla hacia los animales—. En su día, el marqués fue muy buen cazador.
—Pero ya no, imagino. —David había estado dándole vueltas a cómo conjurar la indiscreta pregunta, y aquel era un momento tan bueno o malo como cualquier otro—. ¿Cómo se dañó las piernas? ¿En un accidente?
Ascanio esperó a que un tractor avanzara pesadamente por un viejo puente de piedra, y luego lo rodeó.
—Un accidente de la historia —contestó—. Ocurrió durante la guerra.
La guerra. David estuvo a punto de reírse ante lo absurdo de aquello. ¿Qué guerra? Podía ser casi cualquiera, desde las campañas napoleónicas hasta la Segunda Guerra Mundial. El marqués podía haber sido mariscal de campo en Waterloo, y Ascanio su ayudante. Era una realidad alternativa ante la cual David seguía en proceso de asimilación, pero ya que era la única realidad que le ofrecía alguna esperanza para que su hermana sobreviviera, no estaba dispuesto a ponerla en entredicho.
Unos kilómetros más adelante, llegaron a una plaza adoquinada con una gran cruz blanca de piedra en el centro, algunas tiendas y una taberna, L’Auberge Sur le Carré, con el imprimátur verde y blanco: Logis de France. Ascanio aparcó justo delante, cerca de un solitario surtidor de gasolina.
—Podemos comer algo aquí —dijo—. Hacen un buen estofado de conejo con champiñones.
Pero David no quería esperar, y menos por un estofado de conejo.
—¿Por qué no seguimos? —dijo—. No puede quedar mucho para el château.
Todavía tenía la intención de coger un vuelo a los Estados Unidos aquella misma noche.
Ascanio abrió la puerta y se bajó del coche. Asomó la cabeza dentro del vehículo y dijo:
—De todas formas, tenemos que esperar a que se haga de noche. Y me gusta el estofado.
Cerró la puerta de un golpe y se dirigió a la taberna, dejándolos en el coche con los cinturones aún abrochados. David se volvió y Olivia, soltándose el cinturón, dijo:
—Tiene razón. Tenemos que comer. Vamos.
Encontraron a Ascanio en un reservado de madera al final de la taberna. Solo había otra mesa más ocupada por dos granjeros con petos. La dueña, una mujer regordeta y jovial con un delantal manchado de sopa, les llevó una botella del vino local y les tomó nota: tres estofados de conejo.
Cuando regresó con la comida, Ascanio ya había sacado algunos papeles, un mapa entre ellos, y estaba explicándoles el resto del plan que había diseñado inicialmente el marqués. Al mirar hacia abajo para hacer hueco para los platos, la mujer dijo:
—¿Necesitan que les indique?
Pero Ascanio, poniendo la mano encima de un esquema garabateado, dijo:
—Non, merci. Llevamos un GPS en el coche.
Hizo un gesto desdeñoso con la mano ante la idea.
—Mi marido también tiene uno de esos, pero nunca funciona bien. —Miró para asegurarse de que tenían todo lo necesario y continuó—. Bon appétit. —Y se fue a ofrecerles otra ronda a los granjeros.
David comía con el mismo gusto con que una máquina toma el combustible, y escuchaba a Ascanio contarles las complicadas hazañas que les quedaban por delante. Para David —un hombre dado a la reflexión, un hombre que invertía la mayoría de sus horas de trabajo en compañía de libros viejos, un hombre cuyo mayor reto, normalmente, era el de determinar el significado oculto de alguna cita enigmática— todo aquello había sido un despertar brusco y duro. Se sentía como podría sentirse un espía al asumir una nueva identidad.
Pero también había algo, ¿cómo decirlo?… estimulante en todo aquello. Algo que le agitaba la sangre y daba vigor a su empeño. En el mundo moderno, lo de actuar físicamente rara vez se hacía. Los conflictos se resolvían en los juzgados, y las discusiones, en sesiones de terapia. Todo se centraba en las emociones, en la interrelación y en llegar a un consenso.
Pero en Ascanio y en Sant’Angelo David no percibía nada de aquello. Estaba tratando con las certezas de otra época. En los tiempos de Cellini, una diferencia de opinión llevaba, directamente, a la pelea. Un insulto podía acabar en una lucha a muerte con espadas. Según su propia autobiografía, Cellini había matado a tres hombres en duelos y a infinitos más en el campo de batalla. De no ser por las dolencias que sufría, David estaba seguro de que participaría en el ataque que tenían por delante.
Cuando Ascanio les enseñó el esquema del château, realizado de manera experta de manos del marqués, y les explicó resumidamente la vía de acción que tenían planeada, fue como estar escuchando un relato fantástico sacado de Las mil y una noches. ¡Pero aquel era un relato en el que David y Olivia iban a jugar un papel decisivo! No fue hasta que Ascanio le contó a Olivia, mientras limpiaba lo que le quedaba del estofado, que se tendría que quedar en el coche mientras él y David iban a por La Medusa, cuando esta se quejó.
—Sin mi ayuda, ¡ni siquiera llegaréis allí! ¿Quién sabía lo necesario para seguir el rastro de Cagliostro? Ya estamos con la misma mierda paternalista de siempre. ¿Quién tiene más derecho que yo de unirse a esta lucha?
Pero a Ascanio se le tornó la expresión a enfado. Enrolló el mapa y los papeles, dejó un fajo de billetes en la mesa y dijo:
—Venid conmigo.
Salió furioso a la plaza y se detuvo frente a la cruz blanca de mármol. David y Olivia lo alcanzaron corriendo y, aunque se estaba haciendo de noche y la luz del día empezaba a disiparse, David consiguió leer la placa que decía que el monumento había sido erigido en memoria de los ciudadanos ejecutados, en aquel mismo lugar, por los nazis, el veinte de junio de 1940.
—El marqués fue quien donó este monumento.
Había unos doce nombres inscritos en la columna.
—Eran los empleados del château. Los mataron como represalia por la escapada del marqués.
Recorrió con los dedos las letras de un nombre: Mademoiselle Celeste Guyot.
—Nunca he tenido el valor de decírselo —dijo Ascanio—, pero debería poner madame.
—¿Estaba casada? —preguntó David.
—La noche anterior —contestó Ascanio, y por la expresión de su rostro, de enorme pena y rabia implacable, David pudo ahorrarse preguntar quién era el marido. Olivia no volvió a protestar ante sus instrucciones.
Ascanio fue hasta el surtidor, metió la tarjeta de crédito y repostó. Después llenó un par de garrafas y las metió en el maletero. David no preguntó para qué. Salió de la plaza con el Maserati, pasó varios semáforos que estaban poniéndose en ámbar en algunas de las fachadas y se adentró en la carretera que llevaba al Château Perdu.
La carretera era tan estrecha que, básicamente, se convirtió en un camino rural. Había postes con reflectantes rojos sobre ellos cada quinientos metros aproximadamente, pero a menudo estaban ocultos tras los arbustos y los árboles descuidados. Por primera vez, David comprendió lo adecuado que era el nombre del château; aquella era una región perdida, un lugar que no daba muestra alguna de ser habitable. Durante los siguientes kilómetros, únicamente los bosques oscuros servían de línea a ambos lados de la carretera. La luna se elevaba a poca distancia del suelo y asomaba por detrás de una línea de nubes que se movían rápidamente.
—La entrada —dijo al fin Ascanio, poniendo las luces de cruce.
David miró por su ventanilla y vio una casa de piedra cubierta de enredaderas y achaparrada como un hongo entre los árboles que sobresalían por encima de ella. No había ninguna luz en el interior, y daba la impresión de llevar años deshabitada. Ascanio pasó por delante lentamente con el coche, lo suficiente como para que David y Olivia localizaran la gran puerta de hierro y el camino que había al otro lado y que se perdía en la oscuridad.
—Y, ¿dónde está el château? —dijo Olivia, y Ascanio contestó:
—En el mismo sitio que ha estado los últimos ochocientos años. Junto a los precipicios.
Hasta que no habían pasado de sobra la entrada, Ascanio no volvió a encender las luces. Un muro de piedra de unos dos metros de alto recorría una larga distancia a un lado del camino e, incluso cuando se acababa el muro, una serie de enormes olmos viejos componían una barrera impenetrable.
—¿Cómo volvemos? —dijo David.
Ascanio señaló un claro entre los árboles donde había una cadena oxidada colgada entre dos troncos, junto con un letrero en el que se leía: «PROPIEDAD PRIVADA - NO PASAR». Para sorpresa de David, acercó la calandra del Maserati a la cadena y aceleró de repente. Se oyó el chirrido del metal contra el metal, un golpe y un estallido y se vio un flash de luz blanca al fundirse uno de los faros del coche; la cadena se rompió en dos.
Con un solo faro, recorrió con dificultad un camino descuidado y lleno de baches que dibujaba una ruta serpenteante entre los árboles hasta que, finalmente, se abría ante las vistas al río. Había un viejo muelle de carga de cemento resquebrajado y un gran embarcadero más allá de este que se expandía hasta las aguas onduladas del Loira. A David le parecía que aquel lugar también llevaba años sin usarse.
Cuando Ascanio detuvo el coche y apagó el motor, la noche lo engulló todo. El maletero del coche se abrió y Ascanio salió sin mediar palabra y empezó a darle a David sus cosas: una mochila llena de herramientas, una linterna y una de las garrafas de gasolina. Se colocó otra mochila igual en los hombros y, como si de un pirata se tratara, cogió la harpe —la espada corta con el filo tremendamente afilado— y se la colgó, aún envainada, en el cinturón. Cogió la otra garrafa de gasolina y le dijo a Olivia:
—Dale la vuelta al coche y espéranos. Si en unas horas no hemos vuelto, regresa a París.
—¡No os voy a abandonar aquí!
—No lo harás —dijo—. Estaremos muertos.
A David se le heló la sangre en las venas al escuchar la naturalidad con la que Ascanio lo había dicho, pero sentía que aquello era otra prueba más. Ascanio lo miró, esperando encontrárselo temblando de pánico, pero David no lo hizo. No había llegado tan lejos para abandonar entonces.
No cuando la vida de Sarah pendía de un hilo.
Ascanio dijo: «Vámonos, pues», y avanzó hacia los árboles.
Olivia agarró a David de la manga, lo besó con fuerza en los labios y le dijo:
—Estaré aquí.
David se giró y, acarreando la garrafa de plástico, emprendió su camino con la linterna a través del denso bosque. Lo único que veía de Ascanio era el haz de luz de la otra linterna que sujetaba cerca del suelo, y le costaba mucho trabajo seguir su ritmo. Aún no había señal del château, pero Ascanio guiaba el camino hacia la orilla del río. Desde allí, la recorrieron a lo largo, mientras las tierras de alrededor empezaban a elevarse hasta tomar la forma de escarpados precipicios. Las botas de David chapoteaban en el barro y la gasolina hacía ruido al chocar contra las paredes de la garrafa. Unos minutos más tarde, las nubes se apartaron de la luna y David pudo contemplar sobre ellos, como los dedos de una mano gigante que intentara agarrarlos, cinco torres negras.
—Lo veo —dijo David, y Ascanio únicamente asintió.
Movió la linterna de atrás adelante por la base del precipicio, revelando así una serie de cuevas y grietas excavadas en la piedra caliza a lo largo de los milenios.
—Busca cinco hendiduras verticales —dijo, haciendo el gesto del corte con la mano que sostenía la linterna.
David dirigió su linterna también al precipicio y empezó a caminar con cuidado por las rocas y los escombros, hasta que fue el primero en encontrar las profundas incisiones, parecidas a las marcas de límite en el fútbol americano, cinceladas sobre la entrada de una cueva que no parecía mayor que una rueda de furgoneta.
Ascanio se colocó la mochila más arriba sobre los hombros, agachó la cabeza y se metió en el agujero. David lo siguió rápidamente y se encontró al final de un hueco con escalones de poco más de diez centímetros de ancho excavados en la piedra.
Ascanio ya iba subiendo; David veía el resplandor de su linterna y le caían guijarros sueltos y polvo desde arriba. Tenía que mantener la cabeza doblada hacia abajo, los hombros metidos hacia adentro y los pies paralelos a los escalones para poder subir. Habría sido un ascenso difícil bajo cualquier circunstancia, pero al tener que cargar con la garrafa en una mano y la linterna en la otra, el balanceo que aquello provocaba no ayudaba en absoluto. Un mal paso y se vería cayendo de cabeza a lo largo de todo el pasadizo serpenteante.
El aire estaba húmedo y viciado, y cada vez que inspiraba era como si estuviera inhalando bajo el agua. Ascanio también tosía, pero la luz de su linterna seguía ascendiendo. Iban subiendo, penetrando en la tierra, y cuando Ascanio se detuvo y David llegó hasta él, en la parte superior, ambos estaban casi sin aliento y empapados por la humedad. La linterna y la garrafa de Ascanio estaban entonces en el suelo, y gesticuló hacia una losa de piedra redonda.
—Tenemos que mover eso —dijo, así que David también soltó sus cosas.
Estaban en un espacio de menos de un metro cuadrado y necesitaron menos de un minuto para hacerse la idea de cómo dividir el trabajo. Mientras Ascanio empujaba el borde de la losa, David tiraba de ella desde arriba. Se movió unos diez centímetros, y volvió a colocarse en su antiquísima posición.
—Otra vez —dijo Ascanio.
En aquella ocasión, la losa giró hacia un lado lo suficiente como para que Ascanio pudiera pasar por el hueco. La vaina de la espada pasó rozando por la piedra.
—Rápido —dijo, extendiendo el brazo hacia atrás—, dame mi mochila.
David lo hizo, luego le dio también la suya y se encogió, como si intentara atravesar un neumático, para pasar a un túnel rocoso. Había una fila de bombillas en el techo, todas ellas apagadas, y Ascanio estaba quitándole el tapón a la garrafa y haciéndole un gesto a David para que pasara delante de él.
En cuanto David hubo pasado, Ascanio se agachó, caminó hacia atrás y empezó a verter un reguero de gasolina tras ellos. Recorrieron el túnel sin detenerse, con David como guía en aquella ocasión, hasta que la garrafa de Ascanio se acabó. Estaban sobre una puerta de hierro y, cuando David dirigió la linterna hacia abajo, vio una gran caída y oyó, al final, el flujo y reflujo del agua del río.
Ascanio tiró a un lado su garrafa vacía, abrió la de David y siguieron avanzando, mientras Ascanio no dejaba de arrojar gasolina a su paso. Había botelleros a ambos lados, hasta que llegaron a unos escalones que conducían a una vieja antecocina; más allá, en la cocina, oyeron el sonido de una radio encendida. Ascanio se llevó el dedo a los labios al llegar arriba y con la harpe cortó el cable con las bombillas que pendía del techo a todo lo largo del túnel.
Después, se agazaparon detrás del último botellero y vieron por entre las botellas a una mujer con pelo canoso arreglado en una larga trenza trajinando de un lado para otro de la cocina, recogiendo el lugar. Limpió la encimera con un trapo, puso algunos platos en el lavavajillas y lo conectó.
Inspeccionó su entorno antes de terminar por aquella noche, y dijo: «Que fais-tu vers la haut là?» «¿Qué haces ahí arriba?» a un gatito que estaba subido en la mesa del centro de la cocina. Apagó la radio, se puso el abrigo y se metió al gatito en uno de los grandes bolsillos laterales. Después, se enrolló una bufanda bajo la barbilla y se fue, dejando la sala únicamente iluminada por una lamparita que había sobre la cocina y el resplandor rojo que desprendía un reloj de pared que anunciaba la marca Cinzano.
El reloj seguía haciendo tictac, los congeladores —había dos— emitían un zumbido y el lavavajillas hacía chocar suavemente los platos, pero no había más señal de actividad que aquella. Finalmente, Ascanio salió de detrás del botellero y, después de mirar por la puerta de la cocina, volvió y empezó a verter por el suelo las gotas que quedaban de gasolina. Cuando la garrafa se vació, la tiró bajo el fregadero, fuera de la vista de cualquiera. Se guardó la linterna en la mochila y, agarrando la empuñadura de la harpe, le susurró a David: «La Medusa», como si le estuviera ofreciendo una cerveza.
—Sí —dijo David, aliviado al descubrir que conservaba la voz firme y decidida.
Se limpió la suciedad de las gafas y se colocó las finas patillas con firmeza tras las orejas.
—La Medusa.