Capítulo 3

Para David, la noche de los domingos siempre había sido para ir a cenar a casa de su hermana Sarah, a las afueras. Y, durante años, esperaba aquella noche cada semana.

Pero aquellos días felices y sencillos habían terminado. Desde hacía un año o algo más, aquello se había convertido en una situación cada vez más tensa.

Sarah había estado luchando contra un cáncer de mama, al igual que su madre lo había hecho y, como su madre muchos años antes, estaba perdiendo la batalla. Había pasado por eternas sesiones de radioterapia y de quimio y, aunque solo era cuatro años mayor que David, parecía como si estuviera a las puertas de la muerte. El pelo castaño y ondulado, del mismo tono que el de David, había desaparecido por completo y lo había reemplazado por una peluca que nunca se quedaba muy bien puesta. Tenía las cejas pintadas y la piel era de un translúcido pálido.

Y él la quería más que a nadie en el mundo.

Su padre se había ido a la francesa cuando él no era más que un niño de unos dos añitos y, cuando su madre sucumbió a la enfermedad, fue Sarah la que lo crio. Se lo debía todo a ella y, ahora, no podía hacer nada por ayudarla.

Parecía que nadie podía hacer nada.

Se estaba quitando la nieve de las botas cuando ella abrió la puerta. Alrededor de la cabeza llevaba otro nuevo pañuelo de seda con estampado de cachemira. No era una maravilla, pero cualquier cosa era mejor que aquella peluca.

—Me lo ha dado Gary —dijo ella, como siempre, leyéndole el pensamiento.

—Es bonito —respondió David mientras ella se alisaba la seda hacia el lado.

—Sí, bueno —dijo Sarah, haciéndole pasar—. Creo que odia la peluca incluso más que yo.

Su sobrinita, Emme, estaba jugando al tenis con la Wii en la sala de estar, y cuando vio a David le dijo:

—¡Tío David! ¡Atrévete a venir aquí y jugar conmigo!

Le recordaba a Sarah cuando era niña, pero notaba que a Emme no le gustaba mucho que dijera eso. ¿Era una muestra de su fuerte independencia o un signo de algún miedo subliminal, pero justificado? ¿Era consciente de la experiencia tan terrible por la que estaba pasando su madre e intentaba distanciarse de una visión similar? ¿O se estaba imaginando todo aquello?

Reconocía que las niñas de ocho años escapaban a su ámbito de conocimiento.

Unos minutos más tarde, justo cuando David acababa de perder las dos primeras partidas, llegó Gary del garaje con un montón de folletos para la fiesta que daba al día siguiente. Gary era agente inmobiliario y, a decir de todos, uno muy bueno, pero en el mercado no se vendía nada en aquellos tiempos. Incluso cuando conseguía un acuerdo exclusivo, normalmente era con comisión reducida.

También traía un pastel que había recogido en Bakers Square.

—¿Es de crema de chocolate? —preguntó Emme.

Cuando el padre se lo confirmó, ella contestó con un gritito estridente.

Durante la cena, Gary dijo:

—Es internet lo que se está cargando el negocio inmobiliario. Todo el mundo está convencido de que, hoy en día, pueden vender ellos mismos sus casas.

—Pero, ¿hay compradores ahí afuera?

—No muchos —dijo Gary, sirviéndose otra copa de vino y ofreciéndole la botella a David, que la dejó pasar—, y los que hay, nunca ven el precio lo suficientemente bajo. Quieren seguir haciendo una contraoferta tras otra hasta que el trato acaba yéndose a pique.

—¿Toca ya la tarta? —preguntó Emme por décima vez.

—Cuando hayamos terminado el pastel de carne —dijo Sarah, instando a David a que cogiera otro trozo.

Tenía unas ojeras oscuras que la luz cenital no hacía sino empeorar. David cogió otro trozo para dejar a su hermana contenta.

—Guarda sitio para la tarta —le susurró Emme aparte, por si acaso a alguien se había olvidado de la tarta en los últimos cinco segundos.

Cuando se acabó la cena, y el postre, y David estaba ayudando a recoger la mesa, Gary se fue al garaje otra vez. Cuando volvió, traía un árbol de casi dos metros de alto.

—¿Quién quiere decorar un árbol de Navidad? —anunció.

—¡Yo! ¡Yo! —gritó Emme saltando—. ¿Podemos hacerlo esta noche?

—Para eso ha venido tu tío David —dijo Gary—, para ayudarnos a poner las luces. ¿Te importa? —le preguntó a David, que contestó que estaría encantado de hacerlo.

—Espero que no estés empezando a sentirte como un jornalero —dijo Sarah, mientras cogía un plato al que David acababa de limpiar los restos y lo metía en el lavavajillas.

—De alguna manera me tengo que ganar estas cenas.

—Lo haces a diario —dijo Sarah con sinceridad—. Sin tu ayuda, no sé cómo ninguno de nosotros habría llegado hasta aquí.

David le frotó el hombro con delicadeza, preguntándose no cómo habían llegado hasta allí, sino si todo aquello acabaría alguna vez. Había pasado por la mastectomía y por todo lo demás, pero, ¿qué pasaba después? Él sabía que cuando a su madre se lo diagnosticaron, todo había ido de mal en peor muy rápidamente —murió a los dieciocho meses—, pero aquello fue entonces y esto era ahora. Seguramente los pronósticos y los resultados habrían mejorado desde entonces.

Gary sacó una caja de luces y adornos de Navidad y, mientras David mantenía el árbol recto, él lo colocó en la base y lo atornilló por tres lados. Emme ya intentaba colocar algunos adornos y su padre tuvo que decirle que esperara hasta que las luces estuvieran puestas. Gary tenía las luces antiguas que a David le gustaban, bombillas grandes y gruesas de color verde, azul y rojo, con forma de velas —nada de esas exuberantes lucecitas blancas que parpadeaban—, y los dos empezaron a envolver el árbol con los cables, colocándolos por delante y por detrás. Cuando terminaron, Gary le dijo a Emme: «¡Adelante!», y ella empezó a colocar los adornos tan rápido como podía poner con los dedos los ganchos en las ramas.

Sarah, que observaba desde el sofá, sorbía una taza de té y daba las instrucciones habituales: «Sepáralas, cariño. Tienes que cubrir un árbol entero».

David y Gary se ocuparon de la parte superior y, cuando David cogió una estrella plateada de cartón piedra, paró y se la enseñó a Sarah. Era la estrella que había hecho en primaria y que siempre ponían en lo más alto del árbol. Estaba un poco arrugada y David la estiró con delicadeza antes de ponerla en su sitio.

—La hice en clase de la señorita Burr —dijo.

—Y yo la hice cuatro años después, pero, ¿qué pasó con mi adorno?

—Un misterio sin resolver —dijo Sarah.

Era la misma conversación de todos los años, pero no podía haber unas Navidades sin ella.

Cuando se acabaron los adornos y el espumillón quedó bien repartido, Gary dijo: «¿Estamos listos?», y Emme corrió a apagar todas las luces de la habitación menos las del árbol. Las hojas del árbol perenne brillaban en la oscuridad y las ramas desprendían un fuerte aroma a naturaleza. David se sentó junto a su hermana, le agarró la mano y entrelazó los dedos con los de ella.

—¿Sabes cuántos años llevamos reciclando esa estrella? —dijo Sarah.

David calculó rápido.

—Veinticuatro.

—El año que viene deberíamos celebrar sus bodas de plata.

—Sí, deberíamos —contestó David, ansioso por dar alguna esperanza para el futuro.

—¿Cuándo se ponen los regalos? —preguntó Emme impaciente.

—Ese es trabajo de Santa Claus —dijo Gary, y Emme hizo una mueca.

—Me gusta más cuando Santa viene pronto —dijo, de manera que dejaba ver que el truco de Santa Claus ya no colaba más.

—Se vuelven tan cínicos, tan pronto —dijo Sarah, sonriendo compungida—. Yo creía en Santa Claus hasta secundaria.

—¿Te acuerdas de cuando te subiste en el regazo de Santa Claus en Marshall Fields y después no querías bajarte?

Asintiendo, dijo:

—Me acuerdo de Marshall Fields, punto.

Ambos se ponían nostálgicos con los retales de la historia de Chicago, como los grandes almacenes, que habían desaparecido como tales con los años. Fields se había convertido en Macy's y, para David y su hermana, la magia se había perdido.

Pero la magia de un árbol de Navidad iluminado, engalanado con adornos caseros y tiras de espumillón, era más potente que nunca, y Gary se dejó caer en el sillón con un suspiro. Incluso Emme estaba echada en la moqueta, con la barbilla apoyada en las manos y mirando fijamente el árbol. Quitándose las gafas que había empezado a llevar ese mismo año, dijo:

—Oooh, es incluso más bonito. Todos los colores se mezclan. Prueba, tío David.

Se quitó las gafas de montura fina y dijo:

—Ajá, es mucho mejor.

Y las limpió con la camiseta.

—Las vas a rayar —dijo Sarah.

—Pero si es tela de gran calidad, Old Navy —dijo David.

—Te regalé pañuelos por tu cumpleaños. ¿Qué has hecho con ellos?

David no podía contestar a esa pregunta. Seguramente estarían en algún lugar del tocador, debajo de los pijamas que nunca se ponía o de los chalecos pasados de moda que había jubilado. Pero le gustaba que Sarah le preguntara, posiblemente tanto como a ella le gustaba estar encima de él con todo.

Cuando, finalmente, Sarah le dijo a Emme que era hora de irse a la cama, David la ayudó a levantarse del sofá. Sarah siempre había sido alta y esbelta, como su hermano, pero ahora era como levantar a una aparición. Se agarró a David con los brazos ya endebles.

—No te hemos preguntado por el trabajo —dijo—; ¿no dabas una conferencia dentro de poco?

—Ajá, y fue bien.

—Ay, ojalá hubiera podido ir —dijo ella.

—La próxima vez —dijo, aunque solo de pensar que tendría familia allí se ponía más nervioso que nunca.

—¿De qué iba?

—Tenemos una nueva copia de Dante, muy antigua y muy bonita. Hablé sobre eso.

Nunca daba demasiados detalles sobre su trabajo; sabía que Sarah estaba orgullosa de sus logros, y eso era suficiente. Mientras que él había sido siempre el soñador, el que estudiaba, ella había sido la práctica. No tuvo mucha opción.

—Te llevo en coche —dijo Gary, estirando los brazos sobre la cabeza y levantándose del sillón—. Te vas a morir de frío esperando el metro.

—Estaré bien —dijo David, aunque tenía la sospecha de que Gary quería hablar con él en privado.

Normalmente usaba estos viajes en coche para contarle a David cómo iba realmente la cosa con lo de Sarah.

Se subieron al Lexus SUV, con todos sus complementos y, aunque David sabía que el coche era políticamente incorrecto —un ostentoso vehículo que tragaba mucha gasolina—, tenía que admitir que el paseo estuvo muy bien y que el asiento con calefacción era muy cómodo. Le había explicado en una ocasión que debía alquilar uno nuevo cada año o dos años porque llevaba a los clientes y, si parecía que estaba pasando por una mala racha, pronto la tendría de verdad.

—¿Te animarás alguna vez a comprarte otro coche? —le dijo Gary bromeando mientras se dirigían hacia el sur por Sheridan Road.

Era una broma continua de la que David no tenía escapatoria.

—Puede —dijo David—, sobre todo desde que parece que voy a ascender.

—¿En serio? ¿A qué?

—Director de Adquisiciones.

A David no le solía gustar hablar de esas cosas hasta que no eran seguras, pero sabía que Gary se lo comentaría a Sarah y eso, quizás, le proporcionaría un momento de placer. Y, después de la buena acogida que había tenido la conferencia, creía que la doctora Armbruster, que ya se lo había dejado ver, seguramente lo acabaría haciendo.

—Así que vas a estar nadando en la abundancia —dijo Gary.

—Sí, exacto. Justo cuando acabe de pagar mis préstamos y el alquiler que, por cierto, acaba de subir.

—Supongo que ayudaba que tu novia lo tuviera a medias contigo —dijo Gary, mientras buscaba a tientas un paquete de Dentyne en la consola que había entre los asientos—. ¿Quieres uno?

—No, gracias —dijo David.

Sabía que lo que de verdad quería Gary era un cigarro, pero había dejado de fumar el día que a Sarah le diagnosticaron el cáncer. Ahora intentaba sobrellevarlo con chicles y Nicorette.

—De todos modos, Linda estaba normalmente sin blanca.

—Pero, ¿es definitivo?

Para David, aquello era meter el dedo en la llaga, pero sabía que Gary no pretendía hacerle daño al preguntar.

—Sí, es definitivo. Está saliendo con un tío que se dedica a las finanzas.

Gary silbó e hizo un gesto con la cabeza.

—Sé que a tu hermana nunca le gustó demasiado.

Activó el limpiaparabrisas para quitar un poco de nieve.

—Pero si no te importa que lo diga, era un pibón.

—Gracias por recordármelo.

—No hay de qué.

Fueron en cordial silencio varios kilómetros, escuchando un CD de jazz que Gary había puesto. Cuando pasaron por delante del cementerio de Calvary, David dijo:

—Cuando éramos niños, Sarah siempre aguantaba la respiración cuando pasábamos por un cementerio.

—Qué bueno, ella dice que eras tú el que hacía eso.

—Creo que había muchas cosas que hacíamos igual.

—Y todavía las hacéis —comentó Gary—; como dos gotas de agua.

Había veces, pensaba David, que le daba la impresión de que Gary estaba un poquito celoso del estrecho lazo que unía a Sarah y a David, la historia de ambos que solo ellos compartían, la capacidad que tenían de leerse la mente el uno al otro y comprender al instante los sentimientos del otro.

Gary era un tipo normal, amistoso: seguía a los Chicago Bulls y a los Chicago Bears, jugaba al póquer todas las semanas y le gustaba hacer barbacoas de salchichas alemanas en el patio. Su padre era el propietario de la compañía inmobiliaria y Gary se había visto metido en ella sin darse cuenta, pero lo que solía ser ganarse la vida fácilmente ya no lo era. Sabía que habían estirado el capital familiar… y eso antes de que las facturas médicas empezaran a llegar en avalancha.

—Emme crece muy rápido —dijo David, mirando las calles vacías y heladas—. Seguro que es más de cinco centímetros más alta que hace seis meses.

—Sí, cualquier día va a superar a su madre —dijo Gary— e incluso también a mí. Pero toda esta… situación le está afectando mucho.

—Claro que sí.

Gary resopló, como si no quisiera hablar de aquello, aunque David sabía que sí quería hacerlo.

—Tiene una mirada —dijo como pensando en alto—, en concreto cuando mira a su madre, como si le diera miedo lo próximo que va a pasar, como si no quisiera perderla de vista. Me da la impresión de que Emme cree que debe protegerla de alguna manera, pero no sabe cómo.

—Sé cómo se siente.

—Y yo.

Bajó la ventana, escupió el chicle y se metió otro en la boca.

—Y anoche tuvo otra pesadilla, una de esas extrañas de las que se despierta gritando.

David no sabía nada de las pesadillas.

—¿Tiene pesadillas?

—A veces.

—¿Habéis pensado en llevarla a un terapeuta? ¿Un especialista en niños?

—Sí, lo he pensado —dijo Gary—, y lo voy a hacer. Pero, Dios mío, no sé de dónde va a salir el dinero.

—Dejadme ayudar. Recuerda que voy a estar nadando en la abundancia.

Se sentía tan mal por haber mencionado su precario capital.

—Olvídalo, no lo he dicho para eso. Puedo afrontarlo —dijo Gary—, el mercado tiene que tocar fondo en breve. Se va a empezar a vender otra vez.

—Exacto, y en ese momento es cuando me devuelves el dinero —dijo David, aunque sabía que no aceptaría ni un solo centavo.

—Sí, bueno, ya veremos —dijo Gary para dejar el tema—. Si lo necesito, te lo diré.

Al parar frente al edificio de apartamentos de David, de piedra roja y deprimente, en Rogers Park, Gary dijo:

—Hogar, dulce hogar. Ahora búscate otra novia. Al Gore está hasta arriba, va a ser un invierno frío y vas a necesitar mantenerte caliente de alguna manera.

—Veré lo que puedo hacer —dijo David—. Gracias por traerme.

Gary se despidió de él con la mano pero, cuando David se empezaba a alejar, le dijo:

—Espera.

Y sacó algo del bolsillo del abrigo. Era una bolsa de plástico con algo dentro envuelto en papel de plata.

—Sarah quería que te diera esto.

—¿Qué es? —dijo David, aun imaginándose bastante bien lo que era.

—Un sándwich de pan de carne. Dice que estás muy delgado.

David cogió la bolsita.

—Hay que ver, a mí nunca me dice que estoy muy delgado —dijo Gary, subiendo de nuevo la ventanilla.

David vio al Lexus cambiar de sentido para volver por Evanston, luego entró en el vestíbulo, sacó el correo del día anterior del buzón de metal que chirriaba y subió cansinamente las escaleras. Aparte del zumbido del fluorescente del descansillo, el edificio estaba tan tranquilo como lo estaría su reducido apartamento.

Pero al meter la llave en la cerradura, se sintió sobrecogido, y no era la primera vez, al imaginarse el mundo sin su hermana. Para él era un panorama tan triste y espantoso como cualquiera de Dante; e incluso más, porque este iba a ser sin duda muy real.