Capítulo 20
En el invierno de 1785, la escarcha cubría el valle del Loira como una sábana blanca arrugada. Los huertos de manzanas no daban frutos, los campos estaban desiertos y la carretera por la que se transportaba el correo postal se había convertido en una línea serpenteante de hielo y nieve. Por mucho que los pasajeros quisieran llegar al Château Perdu antes del anochecer, poco más podía hacer el conductor del carruaje. Si apremiaba demasiado a los caballos, podían resbalar en el hielo y romperse una pata, o una rueda podía atrancarse y salirse del eje. Ya había ocurrido una vez, y solo gracias a la ayuda de dos guardias armados —uno delante del carruaje y el otro detrás— habían conseguido repararlo lo suficiente como para, por lo menos, poder seguir el viaje.
Charles Auguste Boehmer, el joyero oficial de la corte de Luis XVI y María Antonieta, empezaba a arrepentirse de haber emprendido aquel viaje. Quizás él y su acompañante, Paul Bassenge, que estaba recostado en el asiento de enfrente, podrían haber convencido a la reina para que fuera el marqués el que viajara a Versalles en su lugar. Habría sido mucho más fácil y, dada la naturaleza de lo que transportaban, mucho más seguro. Pero sabían que el marqués de Sant’Angelo hacía siempre lo que le apetecía, y no tenía ganas de viajar hasta Versalles aquellos días. Boehmer sospechaba que era la presencia en la corte del infame mesmerista y mago, el conde Cagliostro, lo que lo mantenía apartado de allí. Boehmer tampoco soportaba al conde, pero mientras les proporcionara entretenimiento a la reina y a su séquito iba a seguir siendo una parte integrante allí.
Al llegar al cruce, el carruaje paró en seco y Boehmer se colocó la bufanda alrededor del cuello y sacó la cabeza por la ventana. El cuerpo atrofiado de una vaca muerta yacía en medio del camino, y tres campesinos vestidos con harapos lo estaban despedazando con un despliegue muy variado de cuchillos y hachas. Levantaron la mirada hacia el carruaje, con sus guardias montados, sin apenas ocultar su hostilidad hacia ellos. Toda la campiña pasaba por una gran hambruna —el invierno había sido especialmente duro— y Boehmer sabía que la rabia, que llevaba años fermentando en Francia, podía terminar cualquier día en una gran rebelión.
Le parecía increíble que el rey y la reina no se dieran cuenta de aquello.
—Pardonnezmoi, monsieur —dijo Boehmer al que llevaba un gorro largo rojo y que se había puesto de pie con el hacha en la mano—, pero, ¿podría decirme cuál de estos caminos llega al Château Perdu?
El hombre no contestó, sino que, en vez de eso, se acercó al carruaje dando pisotones con unos pesados zapatos de madera. Admiró descaradamente el elegante brillo lacado y los dos caballos negros bien cuidados que lo llevaban. El aliento de los caballos hacía vaho en el aire mientras estos piafaban nerviosamente en el camino cubierto de hielo. Boehmer metió la cabeza instintivamente dentro del carruaje, como una tortuga, y uno de los jinetes armados acercó su montura al coche de caballos.
—¿Se trae negocios entre manos con el marqués? —dijo el hombre, con más insolencia de la que se había atrevido a usar en años.
—Asuntos oficiales de la corte —dijo Boehmer, para poner al campesino en guardia.
El hombre se puso de puntillas para inspeccionar el interior del carruaje, donde estaba Boehmer con una manta de cachemira en el regazo y donde Bassenge llenaba con tabaco una pipa. Asintió, como si lo que veía le sirviera para explicar a los guardias armados, y dijo:
—¿Le está esperando?
—No creo que eso sea de su incumbencia —dijo Boehmer, con un tono de voz más convincente del que realmente sentía.
—El marqués hace que sea de mi incumbencia. Aprecia su privacidad, y yo le ayudo a mantenerla.
Bassenge, dejando la pipa en el asiento, pareció darse cuenta de lo que estaba ocurriendo antes que su acompañante. Se sacó varios francos del bolsillo, se inclinó hacia la ventana y se los dio al hombre del hacha.
—Agradecemos su ayuda, ciudadano.
El hombre cogió las monedas, las removió dentro del puño cerrado, y dijo:
—Cojan el camino de la izquierda. Unos tres kilómetros más. Verán la torre de entrada. —Miró hacia el cielo, que empezaba a oscurecerse—. Pero yo que ustedes me daría prisa.
Boehmer no entendió exactamente lo que la discreta advertencia implicaba, pero tampoco se preocupó de averiguarlo.
—Si usted y sus amigos pudieran despejar el camino, se lo agradeceríamos.
—¿Nos lo agradecerían? —contestó el hombre.
Bassenge, sacudiendo la cabeza ante el poco ingenio de Boehmer, le dio algunos francos más.
Cuando quitaron el cuerpo del animal muerto de la carretera y el carruaje pudo seguir su camino, Bassenge, un hombre alto y delgado con voz sepulcral, dijo riéndose entre dientes:
—Pensar que aún no sepa lo que hace girar la rueda.
—¿De qué habla?
—Del dinero, amigo mío. El dinero hace girar la rueda del mundo.
Y Boehmer se dio cuenta de que tenía razón. Durante toda su vida, Boehmer había hecho de su negocio el ser educado y amable, abierto y justo, con cualquiera con quien se cruzara, y aún se le hacía raro vivir en un país donde la desconfianza y la enemistad prevalecían. Como su compañero, Bassenge, siempre había sido extranjero —un judío suizo en tierra cristiana francesa—, pero gracias a sus habilidades y a su diplomacia, había conseguido el puesto de joyero de la corona y se le permitían todos los privilegios en la corte que cualquier persona con sus orígenes habría soñado alcanzar.
El carruaje siguió su camino y pasó por una ciudad diminuta —no más que una taberna, una serrería y una herrería desierta—, luego atravesó un canal de molino, donde la rueda se quedó atrancada en el agua helada, y de nuevo se adentraron en el bosque tupido, cuyos árboles aprisionaban el coche de caballos desde ambos lados del camino. A veces, algunas ramas retorcidas arañaban los laterales del carruaje como dedos huesudos quejumbrosos, y las ruedas chirriaban al pasar por los surcos helados. «El Château Perdu —el castillo perdido— tenía un nombre muy apropiado», pensó. Aunque nunca antes había estado allí —de hecho, no conocía a nadie que hubiera estado—, sabía que lo había construido, casi trescientos años antes, un caballero normando que acababa de llegar de saquear Tierra Santa. Oculto en el rincón más remoto de una gran propiedad y colocado sobre un acantilado que dominaba el valle del Loira, había sido concebido como una fortaleza, no como un palacio, y a lo largo de los años había adquirido una reputación muy desagradable, con rumores de que se habían realizado acciones terribles y sacrílegas allí. Finalmente, se había convertido en poco más que ruinas.
Y, en aquel momento, lo habitaba el misterioso noble italiano, el marqués de Sant’Angelo.
Al desacelerar el carruaje, Boehmer volvió a mirar por la ventana y vio una torre de entrada de piedra con un farol encendido en el interior. Un hombre mayor cojo salió renqueando, habló con el jinete que iba a la delantera, abrió las puertas, y el carruaje pasó por la entrada. Todavía no se veía el château, solo un matorral denso de árboles sin hojas alrededor, con los troncos tan cerca los unos de los otros que parecían estar luchando por conseguir sitio donde seguir creciendo. El cielo crepuscular estaba colmado de cuervos que acechaban y graznaban como una bandada de heraldos. Había partes en que la nieve era tan densa que el carruaje tenía que ir muy lentamente para no caer en un agujero que no estuviera visible. En más de una ocasión, Boehmer vio sombras oscuras moverse rápidamente por entre los árboles, siguiendo el progreso de los humanos con brillantes ojos amarillos. Se preguntaba qué podrían encontrar, incluso los lobos, para comer en un lugar tan desolado como aquel.
El camino se elevaba poco a poco, los árboles empezaban a disiparse y, allí donde el viento había apartado la nieve, las ruedas del coche de caballos pudieron agarrarse a la gravilla y al polvo compacto. Boehmer aún miraba por la ventana y Bassenge, fumando de la pipa, dijo:
—¿Ve algo ya?
—Sí… pero solo…
Al principio, era solo un diminuto destello de luz que parecía arder en el aire, pero según se acercaba el carruaje, la luz resultaba ser una antorcha que ardía sobre una torreta negra y delgada, culminada por su distintivo pimentero afilado. Las dimensiones del Château Perdu iban tomando forma gradualmente en la oscuridad del anochecer: un muro de piedra almenado, salpicado por cinco torres redondeadas, elevado a tanta altura sobre la tierra que cualquiera podía ser avistado desde, al menos, un kilómetro de distancia. Incluso en aquel momento, Boehmer sabía que estaban siendo observados.
La tierra y el hielo del camino dejaron paso finalmente a una superficie uniforme de adoquines, y el coche cruzó con gran estruendo un puente levadizo sobre un enorme foso verde, también congelado en su superficie. En el momento en que las ruedas pasaron traqueteando por la puerta poterna y bajo la verja levadiza —con los extremos afilados apuntando hacia abajo como puñales—, la rejilla bajó de nuevo y se oyó el ruido de las cadenas al caer. El coche y los jinetes se detuvieron en un patio de piedra rodeado por muros grises de pizarra y por las ventanas iluminadas del château.
Boehmer se estiró la ropa —había sido un viaje largo y arduo— y le dijo a Bassenge:
—¿Por qué no hace los honores?
Bassenge vació la pipa, se acercó a un compartimento secreto bajo el asiento y sacó el cofre de nogal que contenía la preciada carga.
Un lacayo del château estaba abriendo la puerta y bajando los escalones del carruaje cuando Boehmer salió. La noche había caído por completo, con tanta presteza como cae el telón en la ópera francesa, y el viento frío aullaba en las dimensiones del patio. Al final de un tramo de escaleras de piedra, dos puertas de madera maciza tachonadas con aros del mismo material estaban abiertas, y se veía justo detrás de ellas una hoguera atrayente. Doliéndole cada articulación y hueso de su cuerpo a causa del viaje, Boehmer estaba deseando ponerse delante de aquel fuego y entrar en calor.
Otros sirvientes se dirigieron diligentes a descargar el coche y llevarse a los caballos al establo. Los jinetes armados fueron conducidos hasta las dependencias de los empleados, mientras Boehmer y Bassenge subieron los escalones tan rápidamente como se lo permitía la idea de salvaguardar su propia seguridad y entraron en el recibidor. El marqués en persona, a quien ya habían visto en la corte alguna vez —más de una, del brazo de la propia María Antonieta—, iba bajando la gran escalinata con un par de perros lobo a ambos lados. Iba vestido, como era su costumbre, no con las galas de la corte, sino con pantalones de montar de piel y botas también de montar. Sus ojos oscuros destellaban ante la luz de la hoguera, y tenía un aspecto robusto como el de un cantero. Boehmer, cuyo contorno considerable le hacía caminar tambaleándose como un pato, envidiaba su porte. «No todos los nobles tenían aquella pose tan aristocrática», pensó. El mismo rey daba una impresión un tanto desafortunada.
—Estaba a punto de mandar a una partida de búsqueda —dijo el marqués, con un leve acento italiano—. Los forajidos son más atrevidos cada día.
—No, no, nada que ver con eso —dijo Boehmer, aceptando su mano extendida con un fuerte apretón—, sino que los caminos están helados y perdimos una rueda.
—Haré que mis hombres se encarguen de las reparaciones.
Bassenge le dio las gracias y, mientras les llevaban las bolsas a sus habitaciones, el marqués dirigió a sus invitados por la salle d’armes, donde las paredes estaban llenas de armamento medieval, hasta el refectorio, donde el artesonado desprendía un brillo dorado a la luz de doce candelabros. Allí, les sirvieron una cena abundante con cerdo asado y lucio fresco, acompañado todo de varias botellas del sancerre local. Era el mejor vino que Boehmer había probado en su vida, y había probado muchos.
El marqués era un muy buen anfitrión, pero no dejaba de rodearle un halo de misterio inescrutable. Su fortuna parecía ser enorme, pero nadie en la corte había sido capaz de descubrir los orígenes de su familia ni de dónde había salido el dinero. Aunque el rey anterior, Luis XV, lo había recibido en la corte, había entrado en disputa con su consabida amante —había tenido algo que ver con un retrato— y, en poco tiempo, se había convertido en un aliado de la actual reina, cuyo desprecio hacia Du Barry no era ningún secreto.
María Antonieta había llegado a confiar en el gusto de aquel italiano atrevido en muchos asuntos, especialmente en cuestiones relativas a las bellas artes, la arquitectura, el mobiliario, las cortinas… la decoración; pero, sobre todo, en cuestiones relacionadas con la joyería. Era por deferencia a su ojo exquisito que los joyeros habían hecho su peregrinación al Château Perdu. Si conseguían una recomendación de la pieza que habían traído —recomendación escrita del puño y letra del marqués—, aquello bastaría para convencer a la reina.
Durante la cena, la conversación se encaminó de una manera muy natural hacia las joyas reales —muchas de las cuales las había creado Boehmer— y el marqués preguntó, con tono despreocupado, mientras descorchaban otra botella de sancerre, si había salido a la luz alguna nueva baratija. Los cofres reales eran profundos y Sant’Angelo mostraba un especial interés por la plata antigua, quizás con el acabado en niel, ya pasado de moda. Boehmer se sintió halagado por la pregunta, pero, realmente, ¿quién era más de confianza para la reina que el marqués?
—Como sabe, la reina favorece… resultados más resplandecientes —dijo, allanando delicadamente el camino para lo que vendría después.
No fue hasta después de servir el brandy, junto con fuentes de fruta confitada y un aromático Feuille de Dreux —un queso suave cubierto con una capa de castañas—, cuando Bassenge, el menos bebedor de los dos, le hizo una señal a su compañero y colocó la mano sobre la caja de nogal, que no había apartado de su lado en ningún momento. El marqués tampoco pasó inadvertida la señal.
—La luz será mejor en el salón de arriba —dijo—. Vengan.
El marqués los dirigió por la gran escalinata, de la que ascendían dos tramos de escalones blancos desde el recibidor, y después por un pasillo largo flanqueado por tapices gobelinos (a Boehmer nunca le fallaba el buen ojo) que ondulaban con la corriente de las ventanas con parteluces; afuera soplaba fuerte el viento, haciendo resonar el hierro de los marcos de las ventanas y silbando entre las rendijas. Al final del pasillo, una luz tenue centelleaba, y Boehmer, seguido por Bassenge, entró en el salón, que nada tenía que envidiarle a la Galería de los Espejos de Versalles.
Las paredes se componían de cristal moldeado y bronce dorado, cada uno de los espejos lo suficientemente amplio como para reflejar a un hombre completamente, alternando con estanterías llenas de volúmenes con grabados muy elaborados. El coste de aquella sala —de forma pentagonal, bastante extraña— debía de haber supuesto una fortuna. Una araña de techo enorme con cristales colgando que brillaban bajo la luz de no menos de cien velas de cera blanca colgaba sobre ellos. El suelo estaba cubierto de alfombras de Aubusson de diseño intrincado y, en una mesa ovalada que había en un rincón de la habitación, un sirviente robusto colocaba una tetera de plata y tazas de porcelana.
—Pensé que les apetecería una taza de chocolate caliente —dijo el marqués—; yo me he vuelto muy aficionado a él.
A Boehmer también le gustaba, pero sabía que Bassenge nunca estaba muy interesado en nada de comer o beber. Ya se había acercado a los libros y ladeado la cabeza para leer los títulos.
Boehmer aceptó una taza de chocolate espeso y aromático y se la llevó hasta las cristaleras que daban afuera, donde estaba todo negro bajo la implacable oscuridad de la noche. Tuvo que acercar la cara al cristal y protegerla con las manos para ver su reflejo.
Estaban en la parte superior de una de las torres, y afuera había una terraza de pizarra; más allá, consiguió distinguir las cumbres de algunos robles muy altos y ancianos que se mecían en el viento. Detrás de los árboles había un acantilado escarpado que daba al Loira, el río más grande de Francia. La superficie del agua brillaba débilmente bajo la luz de la luna, como una gran serpiente negra extendida sobre la tierra. Boehmer imaginaba que la vista desde allí mismo debía de ser espectacular de día, pero en aquel momento era vertiginosa y extrañamente inquietante.
—¿No ha cargado con esa caja ya demasiado tiempo? —le dijo el marqués a Bassenge, que, de hecho, aún la llevaba agarrada bajo el brazo.
Bassenge se apartó de los libros para acercarse al escritorio con patas de garra que había en el centro de la sala, de donde habían quitado un busto de Dante para hacer hueco. Boehmer miró a su compañero para asegurarse de que era el momento apropiado, y dijo:
—Ábralo, Paul.
La caja tenía el tamaño de un tablero de ajedrez y estaba sellada con seis cierres de latón. Cada uno emitió un clic al abrirse, y Bassenge levantó la tapa reluciente, metió la mano con tanta delicadeza como si estuviera cogiendo algo vivo y sacó un collar de diamantes que emitía un brillo tan incomparable que podía competir con el impresionante candelabro que tenían sobre sus cabezas. Boehmer no se imaginaba una mejor manera de que las piedras capturaran y reflejaran la luz.
Los dedos huesudos de Bassenge lo sostenían en el aire por los extremos de la lazada superior —había tres en total—, con exactamente seiscientos cuarenta y siete diamantes de los más perfectos de África, algunos grandes como avellanas, seleccionados del inventario de vendedores de Amsterdam, Amberes y Zúrich. De dos mil ochocientos quilates y acentuados por lazos de seda roja, era el collar más costoso, elaborado y único del mundo, una pieza que solo la realeza podía permitirse poseer o regalar.
Lo cual había sido su intención original. Boehmer y Bassenge lo habían creado para Luis XV, como un regalo para su amante. Pero el rey había muerto antes de que estuviera terminado, antes de poder dárselo a madame Du Barry y, muy importante, antes de que lo pagara nadie… convirtiéndolo en la obra maestra más valiosa, pero también más desamparada, de todo el mundo.
Boehmer vio cómo el marqués recorría la pieza con la mirada, evaluándola, y se preguntó si estaría tan sorprendido por el atrevimiento y la ejecución de la obra como él esperaba. ¿Le causaría tan buena impresión como para recomendárselo a María Antonieta? ¿La convencería para que ella misma comprara el collar? Dos millones de libras francesas era demasiado, incluso para la reina de Francia. Pero si no lo compraba ella, ¿a quién más podrían esperar Boehmer y Bassenge vendérselo?
—¿Queda algún diamante en el mundo? —dijo el marqués finalmente, y Boehmer sonrió.
—Ninguno que iguale la calidad de estos.
—¿Puedo? —dijo Sant’ Angelo.
Lo cogió entre las manos y lo sostuvo en el aire a la luz, girándolo para un lado y para el otro con suavidad, estudiando la manera en que sus miles de caras capturaban y reflejaban la luz de las velas. Boehmer vio que el marqués llevaba un anillo sencillo de plata con el diseño de Medusa. Bassenge también debió de verlo.
—Como el del conde Cagliostro —le dijo a su compañero en voz baja.
—¿Qué es lo que dice del conde Cagliostro? —dijo el marqués, con la atención aún concentrada en el collar.
—Está bastante de moda últimamente en Versalles —dijo Boehmer.
—Eso me han dicho —contestó el marqués con desdén.
—Y lleva un medallón muy parecido a su anillo —explicó Bassenge.
El marqués se detuvo, como si hubiera quedado congelado un instante, y acabó diciendo:
—¿Lo lleva actualmente?
Boehmer asintió.
—¿Saben?, yo mismo hice este anillo.
—Tengo entendido que su excelencia era competente en nuestro oficio —dijo Boehmer, lo que no quería decir que entendiera el porqué. ¿Un noble que también era orfebre? Pero también sentía el propio rey pasión por la cerrajería. ¿Quién podía entender sus rarezas?
—¿Y dicen que se parece a esta Medusa? —dijo Sant’ Angelo, sosteniendo con una mano el collar y con la que portaba el anillo en alto para que pudieran verlo desde más cerca.
—Sí, son idénticas, me atrevería a afirmar —dijo Boehmer.
—¿Con ojos de rubíes?
—No —dijo Boehmer—, a menos que se los hayan quitado. La verdad es que es bastante sencilla.
El rostro de Sant’ Angelo no desvelaba expresión alguna, pero dejó cuidadosamente el collar en la caja forrada de terciopelo y les ofreció rellenarles las tazas de chocolate de la tetera aún caliente.
—¿Por qué voy únicamente a escribir una carta? —dijo, sirviendo otra taza a Boehmer—. Les acompañaré a Versalles mañana.
—¿Y hablará personalmente con la reina acerca del collar? —dijo Boehmer, contentísimo.
La venta podría realizarse y podrían recuperar la fortuna invertida en la obra maestra.
—No puedo prometer nada —contestó el marqués—, pero claro que hablaré con ella sobre el collar.
* * *
Aquella noche la pasó el marqués de Sant’ Angelo andando de un lado para otro, ansioso por que amaneciera. Si hubiera podido tirar del sol con sus propias manos, lo habría hecho.
Boehmer y Bassenge se habían ido a la cama, pero él se había quedado en la sala de los espejos, saliendo de vez en cuando al balcón, donde el frío viento mecía las mangas de su camisa y le peinaba hacia atrás el cabello moreno. Las ramas desnudas de los robles chirriaban como bisagras, y una manada de lobos que iba de cacería por las orillas del Loira aullaba a la luna. El cielo estaba claro y las estrellas titilaban blancas y brillantes como los diamantes del collar que le habían enseñado horas antes.
Pero no era el collar lo que ocupaba sus pensamientos. La reina sabía que había sido creado originalmente para su rival, Du Barry, y por aquella razón, por muy hermoso que fuera, nunca lo compraría.
No, lo que ocupaba sus pensamientos era La Medusa… que parecía estar adornando al mayor charlatán de Francia, un hombre que afirmaba tener tres mil años. Un claro farsante que presumía de conocer la sabiduría del antiguo Egipto.
¿Cómo demonios se había hecho con él?
Y, ¿conocía —o había descubierto— su secreto?
Durante más de doscientos años, el marqués de Sant’ Angelo —como él mismo se había titulado la noche que abandonó Florencia— había estado buscando el espejo. Pero desde el día en que el duque de Castro se lo había arrancado del cuello para dárselo al papa, este se había desvanecido de la faz de la tierra sin dejar rastro. Sus espías destinados al Vaticano no habían conseguido averiguar su paradero, y el marqués, finalmente, había asumido que, como muchos otros tesoros papales y muchas otras grandes obras suyas, la pieza había sido fundida o desmontada…, destruida por alguien que nunca habría podido imaginar el poder latente que poseía.
Caterina —su modelo, su musa, su amor— lo había experimentado. Lo había descubierto por casualidad… y para gran desgracia suya. Pero, como le había confiado un criado del papa hacía años —ante la punta de la daga de Cellini—, ella había muerto en un naufragio mientras huía de los inquisidores del duque de Castro. Como prueba de aquello, el hombre le había enseñado el manifiesto y la lista de pasajeros del barco, que había partido de Cherburgo. Ella se había cambiado el nombre, pero Cellini había reconocido sin problema su peculiar letra, apenas legible.
En su momento, habían circulado muchos rumores sobre la destrucción del barco.
Quizás el mar le había concedido la bendición.
Había ocasiones en las que se preguntaba si no habría estado mucho mejor ocupando aquella tumba en la basílica de la Santísima Anunciación. Durmiendo allí, en silencio, hasta el segundo Advenimiento.
Pero, ¿por qué motivo iba a creer que Cristo iba a volver? ¿Por qué motivo iba a creer en nada?
Un halcón con un roedor entre las garras se posó sobre una rama que se balanceaba y se dispuso a devorar a su presa, que no paraba de chillar.
«Así funciona el mundo», pensó. Cualquier criatura viviente acababa siendo un banquete para otra. Y nunca nadie había visto más que él de aquel espectáculo espeluznante e interminable.
A lo largo de los siglos, había descubierto secretos que ningún otro hombre había conseguido conocer. Había ahondado más profundamente en temas arcanos que nadie, incluso que el sabio doctor Strozzi. Y había escapado a la muerte un centenar de veces; pero, ¿a qué precio?
Había descubierto que la vida conocía sus propios límites. Cuando se debía cortar el hilo, se cortaba… y todo el tiempo que seguía a ese momento no era más que una ley vacía sobre cosas que nunca deberían haber sucedido.
Oh, había vivido, pero cuando había llegado a su periodo mortal —los setenta, setenta y cinco, lo que Dios hubiera dispuesto—, su vida se había convertido en una enorme mentira, como la de Cagliostro.
Se preguntaba si era aquello por lo que siempre había albergado tal odio hacia aquel hombre.
Levantó las manos, aún retorcidas de sus días como gran y elogiado artesano, y se preguntó adónde, precisamente, se había ido el genio. La noche en que el viejo mendigo había sido enterrado en su tumba, parecía que sus dones también habían sido enterrados. Sabía esculpir y moldear, pero no mejor que cualquier aprendiz básico lo habría hecho en su tienda, como cualquiera que tuviera diez dedos y dos ojos podría hacerlo. No era capaz de crear obras dignas del artista que había sido y, por aquello, con el paso del tiempo, había desistido de seguir intentándolo. Era demasiado doloroso, demasiado degradante, producir figuras que no poseyeran nada que se acercara a la belleza trascendente.
Pensaba que las aguas de la eternidad y la luz de la luna ancestral, aunadas en La Medusa, le aseguraban el don que buscaba. Pero el regalo que le otorgaban era un recipiente vacío. Era una vida sin utilidad y un destino sin un final certero. Se habría reído si no hubiera sido él al que habían engañado.