Capítulo 2
Incluso para alguien tan hastiado como Phillip Palliser, había sido un día muy extraño.
Habían mandado un coche a su hotel y el conductor —un francés llamado Emil Rigaud que tenía aspecto de haber pasado más de unos añitos en algún tipo de servicio militar— los había llevado rápidamente a un aeródromo privado a las afueras de París, donde se habían subido a un helicóptero y habían volado hacia el sur hasta el valle del Loira. Palliser, un hombre que había pasado buena parte de su vida volando por todo el mundo, todavía guardaba algún resentimiento hacia los viajes en helicóptero. El ruido que había en la cabina era insoportable incluso con los auriculares puestos y, como parte del suelo era transparente, no podía evitar ver el paisaje que se extendía bajo sus pies. Primero, los barrios periféricos de la ciudad —un revoltijo horroroso de bloques de cemento y carreteras concurridas, parecido a los barrios deprimidos que rodean muchos centros metropolitanos—, seguidos de los plácidos campos y granjas nevados y, una hora después, bosques oscuros y tupidos y valles.
Al sobrevolar la ciudad de Chartres, Rigaud se había inclinado y, por los auriculares, había dicho: «Esa es la catedral, justo debajo de nosotros. Le dije al piloto que nos avisara».
Y, cuando Palliser miró hacia abajo, realmente parecía como si las aspas del helicóptero fueran a cortar los chapiteles gemelos de la catedral. Le entró una sensación de desazón en la boca del estómago y cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo unos segundos después, Rigaud lo estaba mirando fijamente, con una sonrisa dibujada en la cara.
«El hombre era una especie de sádico», pensó Palliser.
—No queda mucho —dijo Rigaud ante las reacciones negativas.
Pero su tono transmitió menos consuelo que pesar por llegar al final del suplicio.
Palliser apartó la vista y se concentró en respirar hondo y a un ritmo regular. Durante casi diez años, desde que dejó la Sociedad Internacional por la Recuperación del Arte, había realizado encargos privados como aquel que lo ocupaba. Pero ninguno iba a ser tan lucrativo. Si encontraba lo que su misterioso cliente le había pedido que encontrara, podría disfrutar finalmente del retiro con el que soñaba e, incluso, quizás comenzar en serio su propia colección de arte. Estaba cansado de ser siempre el experto en vez del propietario, el detective contratado para averiguar el paradero de los objetos d'art valiosos sobre los que otras personas, la mayoría ignorantes, tenían cierto falso derecho. Era hora de establecerse por su cuenta.
Cuando se acercaban a las paredes de un precipicio escarpado y empinado que se elevaba desde el río, la voz de Rigaud volvió a irrumpir por los auriculares.
—El Château Perdu está hacia el sur; lo va a ver pronto.
En todos su años, y su viajes, Palliser no había escuchado nunca hablar de aquel château perdu, o «castillo perdido», pero estaba lo suficientemente intrigado por la nota que le habían dejado en el hotel como para llevar a cabo el viaje.
«Entiendo que compartimos ciertos intereses», decía la nota. «Soy coleccionista de arte desde hace muchos años y estaría encantado de que alguien con su mirada crítica apreciara y, quizás, valorara algunas de las obras».
Palliser barajó la posibilidad de alguna comisión bajo cuerda. Pero fue la conclusión lo que cerró el trato.
«Quizás, podría incluso prestarle ayuda en su misión actual. Después de todo, ni siquiera Perseo habría prevalecido sobre Medusa sin la ayuda de poderosos amigos».
Incluso para alguien tan hastiado como Phillip Palliser, había sido un día muy extraño.
Habían mandado un coche a su hotel y el conductor —un francés llamado Emil Rigaud que tenía aspecto de haber pasado más de unos añitos en algún tipo de servicio militar— los había llevado rápidamente a un aeródromo privado a las afueras de París, donde se habían subido a un helicóptero y habían volado hacia el sur hasta el valle del Loira. Palliser, un hombre que había pasado buena parte de su vida volando por todo el mundo, todavía guardaba algún resentimiento hacia los viajes en helicóptero. El ruido que había en la cabina era insoportable incluso con los auriculares puestos y, como parte del suelo era transparente, no podía evitar ver el paisaje que se extendía bajo sus pies. Primero, los barrios periféricos de la ciudad —un revoltijo horroroso de bloques de cemento y carreteras concurridas, parecido a los barrios deprimidos que rodean muchos centros metropolitanos—, seguidos de los plácidos campos y granjas nevados y, una hora después, bosques oscuros y tupidos y valles.
Al sobrevolar la ciudad de Chartres, Rigaud se había inclinado y, por los auriculares, había dicho: «Esa es la catedral, justo debajo de nosotros. Le dije al piloto que nos avisara».
Y, cuando Palliser miró hacia abajo, realmente parecía como si las aspas del helicóptero fueran a cortar los chapiteles gemelos de la catedral. Le entró una sensación de desazón en la boca del estómago y cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo unos segundos después, Rigaud lo estaba mirando fijamente, con una sonrisa dibujada en la cara.
«El hombre era una especie de sádico», pensó Palliser.
—No queda mucho —dijo Rigaud ante las reacciones negativas.
Pero su tono transmitió menos consuelo que pesar por llegar al final del suplicio.
Palliser apartó la vista y se concentró en respirar hondo y a un ritmo regular. Durante casi diez años, desde que dejó la Sociedad Internacional por la Recuperación del Arte, había realizado encargos privados como aquel que lo ocupaba. Pero ninguno iba a ser tan lucrativo. Si encontraba lo que su misterioso cliente le había pedido que encontrara, podría disfrutar finalmente del retiro con el que soñaba e, incluso, quizás comenzar en serio su propia colección de arte. Estaba cansado de ser siempre el experto en vez del propietario, el detective contratado para averiguar el paradero de los objetos d'art valiosos sobre los que otras personas, la mayoría ignorantes, tenían cierto falso derecho. Era hora de establecerse por su cuenta.
Cuando se acercaban a las paredes de un precipicio escarpado y empinado que se elevaba desde el río, la voz de Rigaud volvió a irrumpir por los auriculares.
—El Château Perdu está hacia el sur; lo va a ver pronto.
En todos su años, y su viajes, Palliser no había escuchado nunca hablar de aquel château perdu, o «castillo perdido», pero estaba lo suficientemente intrigado por la nota que le habían dejado en el hotel como para llevar a cabo el viaje.
«Entiendo que compartimos ciertos intereses», decía la nota. «Soy coleccionista de arte desde hace muchos años y estaría encantado de que alguien con su mirada crítica apreciara y, quizás, valorara algunas de las obras».
Palliser barajó la posibilidad de alguna comisión bajo cuerda. Pero fue la conclusión lo que cerró el trato.
«Quizás, podría incluso prestarle ayuda en su misión actual. Después de todo, ni siquiera Perseo habría prevalecido sobre Medusa sin la ayuda de poderosos amigos».
* * *
Fue el último comentario —sobre Medusa— el que había despertado su interés. El hombre que firmaba la nota, monsieur Auguste Linz, debía de saber algo sobre la tarea que Palliser tenía entre manos. Quién sabe cómo lo averiguó, porque ni siquiera Palliser conocía en persona a quien le había dado el trabajo. Pero si el tal Linz sabía algo sobre el paradero de La Medusa, la antigua reliquia que estaba buscando, entonces lo de soportar el viaje en helicóptero realmente había valido la pena.
Rigaud levantó el brazo, recto desde el hombro, y señaló por detrás de la cabeza del piloto hacia una cadena de colinas donde altísimos y viejos robles dejaban paso a un lúgubre château con torres de pimentero —Palliser contó cinco de ellas— que se elevaban desde los muros del mismo. El día se apagaba y la luz se colaba por todas partes tras las ventanas agrietadas.
Un foso seco, como una tumba abierta, lo rodeaba por tres lados; el cuarto no era más que un precipicio escarpado que llegaba hasta el río que había más abajo. Pero incluso desde aquella altura y a aquella distancia, Palliser apreció que el château era anterior a la mayoría de sus análogos más famosos. No era ningún castillo cursi con forma de pastel recargado especialmente diseñado para alguna señora de la realeza, sino una fortaleza construida por algún caballero en la época de las Cruzadas o por algún duque con el ojo puesto en la corona.
El helicóptero pasó casi rozando las cumbres de los árboles y las ramas por poco tocaban la especie de burbuja que tenía bajo sus pies, antes de ladearse lentamente y bajar tambaleándose hasta una extensión de césped árida y cubierta de escarcha. Unas cuantas hojas secas se dispersaron por la estela de las hélices. Palliser se quitó los auriculares, se desabrochó el arnés de seguridad de los hombros y, después de que Rigaud saliera de la cabina, lo siguió, con la cabeza agachada, mientras las aspas dejaban de zumbar y los motores se apagaban.
Descubrió que las piernas le temblaban un poco.
Rigaud, todo de negro y con el pelo teñido de un rubio que brillaba bajo el sol agonizante, se dirigió dando grandes zancadas y sin mediar palabra a la puerta principal del château, haciendo a Palliser, con su abrigo de cachemira y sus elegantes mocasines italianos, ir a trompicones tras él, agarrando con una mano un maletín de piel con los facsímiles que traía desde Chicago.
Cruzaron un puente levadizo, pasaron bajo el rastrillo y llegaron a un patio de adoquines. Un buen tramo de pasos los llevaron a un par de puertas abiertas y Palliser las cruzó para llegar a un gran hall de entrada con una enorme escalinata que lo recorría por ambos lados. Un hombre de mediana edad bajaba las escaleras vestido con tweed inglés como si fuera a ir dando un paseo hasta el pub local.
—Señor Palliser —dijo afectuosamente mientras se acercaba—, me alegro mucho de que haya podido venir.
Hablaba bien el idioma aunque con un ligero acento suizo, o quizás austriaco.
Rigaud se quedó a un lado de pie, como si estuviera de nuevo en una plaza de armas esperando para pasar revista.
Palliser le dio la mano y le agradeció la invitación. El hombre tenía la piel fría y húmeda y, aunque los ojos azules miraban con cordialidad, había también algo en ellos que hizo a Palliser sentirse bastante incómodo. Notó, mientras monsieur Linz pasaba bastante tiempo aferrado a su mano, como si estuviera siendo evaluado de alguna manera.
—¿Qué podemos ofrecerle después del viaje?
—Quizás algo de beber —dijo Palliser, aún recuperándose del viaje en helicóptero—. ¿Whisky solo?
Ya le había dado tiempo de darse cuenta de que aquel lugar era un tesoro oculto lleno de obras de arte y antigüedades.
—Seguido de una visita a su magnífico hogar, si fuera tan amable. Me temo que, hasta su nota, no había oído hablar nunca antes de este château.
—Pocos han oído hablar de él —dijo monsieur Linz dando un palmada.
Apareció un sirviente como de la nada y lo mandó por la bebida.
—Pero así es como nos gusta.
Con el brazo izquierdo detrás de la espalda —¿le temblaba?, se preguntó Palliser—, salió pavoneándose para comenzar la visita.
—Debería comenzar diciendo que la casa fue construida a principios del siglo XIII por un caballero normando que había ido cometiendo pillaje durante su recorrido por tierras santas.
Palliser se felicitó a sí mismo en silencio.
—La mayoría de las cosas que trajo aún siguen aquí —dijo Linz.
Señaló con el brazo hacia un par de tapices descoloridos que decoraban una pared, antes de conducir a Palliser hasta un salón señorial lleno de cotas de malla y armamento medieval. Era una muestra fantástica, digna de la Armería Real de la Torre de Londres: espadas y escudos, arcos y flechas, hachas de guerra, picas y lanzas. El metal brillaba bajo los rayos de luz que se filtraban por las ventanas de bisagras.
—Se puede imaginar —dijo Linz pasando una mano por el filo romo de un sable— qué horrores habrán presenciado.
«¿Presenciado?», pensó Palliser. Fueron los mismísimos instrumentos de destrucción.
El sirviente, sin aliento, apareció justo a su lado sosteniendo una bandeja plateada en la que descansaba un vaso de whisky.
Palliser dejó el maletín en una mesa antes de aceptar la bebida.
—Puede dejarlo allí —dijo Linz animándolo—, tengo muchas cosas que enseñarle.
La visita fue muy larga, pasando por los numerosos salones hasta la parte superior de las torrecillas.
—Como, sin duda, ya sabe —dijo Linz—, se dictó un edicto real en el siglo XVI que decretaba que la nobleza debía recortar la altura de los muros y eliminar las torres de pimentero de los castillos. El rey no quería en Francia fortalezas que pudieran resistir un asalto de sus tropas, si esa situación se diera.
—Pero parece que estas las perdonaron —observó Palliser—. ¿Por qué?
—Incluso en aquel momento ningún rey se atrevió a tratar con el Château Perdu. El lugar había adquirido, digámoslo así, una cierta reputación.
—¿Debido a qué?
—A las artes oscuras —contestó Linz con un deje de diversión—. Esa reputación ha acompañado al château desde entonces.
Desde su posición en las murallas del château, Palliser divisaba por encima de los antiguos robles el río Loira que corría a los pies de la colina. El sol se estaba poniendo y la temperatura había bajado otros diez grados. Incluso con el reconfortante whisky, Palliser tiritaba en su traje de Savile Row.
—Pero venga, bajemos al comedor. Tenemos una cocinera excelente.
Palliser empezaba a preguntarse cuándo iban a entrar en materia de negocios, pero sabía que era mejor no dejarse llevar por la impaciencia. Además, estaba asombrado por el château y las mil y una obras de arte que parecía contener. Había un óleo con marco dorado en cada rincón; cada cornisa estaba rematada por un busto de mármol; cada suelo estaba cubierto por una alfombra persa raída, pero de valor incalculable. Monsieur Linz, aun con todo lo peculiar que parecía, sin duda poseía una gran fortuna y un ojo exquisito. Si alguien sabía dónde estaba escondido La Medusa —el espejo de plata perdido desde hacía siglos—, ese era Linz.
En el comedor había montada una gran mesa y Palliser fue conducido hasta un asiento en el centro. A un extremo estaba Linz, y Rigaud, justo enfrente del invitado de honor. El otro extremo estaba vacío hasta que Linz farfulló algo a un sirviente y, un minuto o dos más tarde, apareció una mujer rubia y atractiva de unos treinta años.
—Estaba haciendo ejercicio —dijo, y Linz gruñó.
Fue presentada como Ava, pero no mostró el más mínimo interés en saber quién era Palliser o qué hacía allí. De hecho, durante toda la cena, parecía estar escuchando algo a través de los auriculares de un iPod que llevaba en el bolsillo de la blusa.
Los platos, muchos, los sirvió en silencio una pareja mayor, y también se sirvieron muchas botellas de un vino muy añejo y muy bueno. Palliser intentaba calcular lo que bebía, pero cada vez que daba un sorbo le rellenaban la copa. Finalmente, la conversación se encaminó a la tarea que había emprendido.
—Así que, cuénteme, ¿qué tiene ese espejo para ser tan valioso? —preguntó Linz mientras cortaba en daditos una patata asada.
Palliser se dio cuenta de que, aunque habían servido pescado y caza, Linz solo había comido sopa y verduras.
—Y, ¿quién lo querría tan desesperadamente?
—Eso no tengo la libertad de revelarlo —dijo Palliser, alegrándose de haber dado una evasiva tan acertada.
Su único contacto era un abogado de Chicago llamado Hudgins, que mantenía en secreto la identidad de su jefe o jefa.
—Pero, ¿puedo hacerle una pregunta?
Linz asintió enérgicamente, sin levantar la mirada del plato.
—¿Cómo sabía lo que estaba buscando? —percibió una mirada de Rigaud hacia su jefe.
Linz tomó un sorbo del vaso de vino y dijo:
—Soy un coleccionista apasionado, como ya ha podido ver. Tengo muchas fuentes, muchos marchantes, y todos me mantienen informado de todo lo nuevo que sale al mercado. También me informan sobre cualquier investigación que se salga de lo común. La suya era una de ellas.
Palliser pensaba que había sido extremadamente discreto en su búsqueda, pero ahora se preguntaba quién le había dado el chivatazo a Linz. ¿Fue el joyero de Roma? ¿El bibliotecario de Florencia? ¿Algún rival que aún no conocía?
—Dígame lo que sabe del objeto —dijo Linz— y quizás podré ayudarle.
A Palliser le olió a gato encerrado, un gran gato encerrado, pero sospechaba que Linz ya sabía lo poco que podía contarle. Fuera quien fuera su fuente, le había contado, sin duda, mucho más sobre lo que Palliser estaba buscando: un espejo de mano, hecho en la Florencia del siglo XVI y, muy probablemente, de manos del propio maestro artesano Benvenuto Cellini. En un lado, lucía la cabeza plateada de Medusa con el pelo retorciéndosele como serpientes, y el otro ocultaba un espejo. El porqué de que su cliente quisiera tener aquello más que cualquier otra cosa en el mundo no lo sabía.
Pero cuando terminó, Linz pinchó el último espárrago con el tenedor y dijo:
—Mucho de lo que hizo Cellini, y no necesito contarle esto a un hombre de su experiencia, se ha perdido o destruido a lo largo de los años. Así que, ¿cómo sabe que siquiera existe? ¿Qué prueba tiene de ello?
—Ninguna, la verdad, aparte de unos cuantos papeles que llevo en mi maletín.
Linz mandó que trajeran a la mesa el maletín y, mientras los sirvientes servían el café, Palliser empezó a introducir la combinación para abrirlo, cuando se dio cuenta de que ya estaba abierto. ¿Había podido ser tan descuidado?
Con ciertas reservas, sacó copias de un esbozo en tinta roja y negra del espejo, junto con copias de algunos documentos de trabajo escritos en italiano por una mano inconfundible.
Linz analizó las copias con mucha dedicación; el pelo oscuro, moteado de gris, le caía por la frente. A esto siguió un minucioso debate de la carrera de Cellini, y del Renacimiento italiano en general, que dejó boquiabierto a Palliser. Un licenciado en Oxford, con un doctorado en Historia del Arte, sabía identificar a un verdadero entendido cuando se cruzaba con él, y Linz no solo era un devoto apasionado de las artes, sino también uno que hablaba de ellas con la intensidad del propio artista, alguien que había lidiado una batalla con las cuestiones estéticas poniendo sus propias condiciones. Palliser no se habría sorprendido si Linz hubiera tenido un estudio propio escondido en una de las torres que no le habían enseñado.
Fuera como fuese, le daba la impresión de que había descubierto todo el pastel sin dejar mucha posibilidad de obtener nada a cambio. Cuando finalmente se atrevió a preguntar a su anfitrión qué sugerencias tenía para localizar La Medusa, Linz se recostó en la silla y, después de deliberar, dijo:
—Una causa perdida, diría yo. Acepte que lleva siglos desaparecido. Creo que sería mejor dejarlo estar.
Para el oído experto de Palliser, todo aquello le sonaba a que sabía mucho más de lo que estaba contando.
—Me temo que no puedo hacer eso.
—Algunas cosas están hechas para que se encuentren —dijo Linz sentenciosamente— y otras para que se pierdan. Todo tiene su propio destino. Como artesano —prosiguió refiriéndose con astucia a Cellini en la jerga de su tiempo—, nadie le hizo sombra en sus destrezas.
Aunque el término artista también se empleaba, y se usó cada vez más con el tiempo, no era ningún insulto, reconoció Palliser, ser conocido como artesano.
—Pero en su propio tiempo, incluso las obras más imponentes de Cellini no fueron apreciadas.
—La estatua de Perseo fue muy aclamada —protestó Palliser.
Ni siquiera mencionó los otros grandes logros del artista.
—Pero esa no fue su obra más importante.
Ahora Palliser estaba desconcertado. ¿Que no era su obra más importante? Era una de las más veneradas del arte renacentista, conocida en todo el mundo.
Según avanzaba la noche, Rigaud parecía más aburrido y Ava solo se animó cuando trajeron un trozo de tarta con un montón de nata montada y fresas frescas. Atacó con entusiasmo.
Linz también disfrutaba del postre, era obvio por el bigote de nata que se le formaba en el labio superior. Pero Palliser había perdido el apetito. Mirando su reloj de pulsera —eran las diez pasadas— dijo:
—De verdad que siento mucho tener que acabar la noche tan repentinamente, pero debería volver a París. Aún tengo que encontrar La Medusa.
—No parece en absoluto amilanado —dijo Linz—, estoy impresionado.
Se limpió los labios con la servilleta y añadió:
—Pero si prefiere pasar la noche aquí, Dios sabe que tenemos sitio de sobra.
Aun no haciéndole ni pizca de gracia la idea del viaje de vuelta en helicóptero, en la oscuridad, Palliser estaba aún menos convencido de pasar la noche bajo un techo tan extraño como aquel. Había algo inquietante en Linz, aparte del hecho de haberle servido de tan poca ayuda. Durante toda la cena, Palliser se había sentido como si le estuvieran sacando toda la información que tenía, y por nada a cambio. No estaba acostumbrado a que lo embaucaran y no le gustaba ni un pelo.
—Gracias —dijo—, pero tengo una cita a primera hora de la mañana.
Linz accedió gentilmente y se levantó de la silla. Palliser se dio cuenta de que, definitivamente, tenía una parálisis en el brazo izquierdo. Pero entonces, para su propia vergüenza, se encontró tambaleándose sobre sus propios pies a causa de los efectos del vino. Se balanceó unos instantes en el mismo sitio y dijo:
—Tiene una bodega excepcionalmente bien surtida.
—Es la mejor del valle del Loira —dijo Linz—. De hecho, ha sido una compañía tan agradable que quisiera ofrecerle un regalo: una botella de lo que quiera.
Palliser puso objeciones, pero a Linz no le valieron.
—Emil —ordenó—, dígale al piloto que esté listo en diez minutos.
Y, cogiendo a Palliser del codo, lo acompañó fuera de la habitación mientras Ava pedía un segundo plato de tarta.
Palliser, con el maletín, fue dirigido por la sala de armas y los salones; luego bajaron una escalera de caracol hasta la cocina y la sala contigua, donde se preparaban los ingredientes y se fregaba. La temperatura bajó y el aire se volvió húmedo. Linz sorteó un viejo estante polvoriento y accionó un interruptor. Un pasillo largo y excavado en la roca estaba lleno de filas de botellas de vino que llegaban hasta donde alcanzaba la vista. Palliser, que había visto las bodegas desmesuradas de Moldavia, no podía ni hacerse una idea de la cantidad que había almacenada allí.
—¿Qué le gusta? —preguntó Linz guiando el camino bajo una hilera de bombillas blancas tenues—. ¿Burdeos? ¿Pinot Noir?
Mientras seguía andando, señalaba con la mano los botelleros.
—Este valle es más conocido por su vino blanco seco. ¿Le ha gustado el sancerre de la cena?
—Sí, me ha gustado —confesó Palliser, deseando haberle cogido el gusto un poquito menos.
—Entonces déjeme ofrecerle uno de estos —dijo Linz, adentrándose más en el túnel y cogiendo una botella del estante.
Le quitó el polvo con un soplido y dijo:
—Sí, este es un 1936, una cosecha excelente.
Al coger la botella, Palliser notó una corriente bajo sus pies y oyó el sonido lejano del agua correr. Miró hacia abajo y vio que estaba de pie sobre una rejilla oxidada.
—Esto era, antiguamente, una mazmorra —explicó Linz—. Está usted encima de la oubliette.
Palliser sabía que eso era el agujero donde arrojaban a los prisioneros para que murieran de hambre y de sed.
Instintivamente, dio un paso atrás.
—Pero el château está erigido sobre piedra caliza y el río está erosionando las colinas —dijo Linz agachándose para quitar la rejilla; parecía bastante orgulloso de su oubliette—. ¿Ve? El agua casi ha llegado a la parte baja del foso.
De hecho, Palliser consiguió distinguir una masa de agua arremolinándose en el fondo del conducto cuando notó una mano en el hombro y se volvió para comprobar que Rigaud se había vuelto a unir a ellos.
—El helicóptero está listo para salir —dijo con el abrigo de cachemira de Palliser sobre el brazo.
—Bien —contestó Palliser—, gracias.
—Déjeme que le lleve estas cosas —dijo Linz, liberando a Palliser del vino y del maletín antes de que le diera tiempo a negarse.
Luego, mientras Rigaud sostenía el abrigo, Palliser se giró y metió los brazos en las mangas. Por fin se sintió reconfortado. Pero cuando se agachó para abotonárselo, Rigaud le dio una palmada en el hombro, mucho más fuerte de lo que creía necesario, y lo dejó desconcertado. Antes de que pudiera recuperar el equilibrio, Rigaud se había agachado y lo estaba levantando por la vuelta de los pantalones.
—¡Pare! ¿Pero qué…?
Pero ya estaba boca abajo, escarbando con las manos en el borde de la oubliette. Intentó agarrarse, pero la piedra estaba resbaladiza, y se le soltaron los dedos y cayó al vacío.
—¡Suélteme! —gritó.
Intentaba desesperadamente liberarse dando patadas mientras se le caían las monedas y las llaves de los pantalones, la chaqueta rodaba por las piedras y las gafas se le resbalaban de la nariz. El bolígrafo Mont Blanc se le cayó del bolsillo del pecho dando vueltas en el oscuro vacío. Había apoyado con firmeza una mano en la piedra, pero Linz se la empujó con el pie.
Un momento después, Palliser caía de cabeza, rebotando en los bordes del estrecho foso, haciéndose jirones la ropa y desgarrándose la piel, hasta que se hundió, gritando, en el agua oscura del fondo del foso.
* * *
Linz esperó unos instantes escuchando el borbotar del agua, luego se limpió las manos en la chaqueta y volvió a colocar el sancerre de 1936 en su sitio.
Al salir, apagó las luces y subió a su habitación. Ava estaba en el baño desmaquillándose. Se desvistió, se puso el pijama y la bata de seda roja y comenzó a hojear las páginas del maletín del señor Palliser. Por el momento, se parecían bastante a los documentos que ya había visto antes; era una lástima. Podían unirse a los otros bocetos y artículos de periódicos y ricordanze que habían llevado a cabo, igualmente sin éxito, otros emisarios. Algunas veces se preguntaba qué haría para entretenerse si aquellos detectives y supuestos expertos en arte dejaran de aparecer por allí.
—¿Quién era el aburrido ese de la cena? —gritó Ava desde el baño.
—Nadie.
—¿Va a volver?
—No lo creo —contestó, pasando otra página.
Linz sabía que, detrás de todos ellos, había un rico adversario con recursos —aunque ni de lejos tan rico y con tantos recursos como él— y, aunque Rigaud a menudo le aconsejaba desistir, Linz se resistía. Una vida como la suya tenía poco que saborear y el simple hecho de saber que existía una némesis de él le proporcionaba un particular estremecimiento de placer. Siempre le había encantado tener adversarios; sentía que la animosidad de sus enemigos alimentaba directamente su propio poder y su invencibilidad.
Y en cuanto a los intentos inútiles para recuperar La Medusa, él era el gato que jugaba con el famoso ratón.
Ava se recostó en la cama, desnuda como siempre, y se tapó hasta el cuello.
—Recuérdame por qué no pones calefacción central.
—Dime por qué no te pones los camisones que te compro.
—No son saludables, oprimen los miembros por la noche.
Habían tenido aquella discusión miles de veces.
—Los conductos de la calefacción destruirían la integridad de los muros del château —dijo Linz.
Y siempre había sido muy supersticioso ante cualquier posible alteración del Château Perdu.
Ella se hundió más en la cama tirando de la manta hasta las cejas.
—Tú y tu integridad —dijo gruñendo.
Linz metió los papeles en la mesita de noche, justo debajo de la pistola que siempre tenía allí, y apagó las luces. En la oscuridad, al darse la vuelta en su lado de la cama, creyó oír los gritos de su invitado retumbando desde la oubliette.
* * *
Fue el último comentario —sobre Medusa— el que había despertado su interés. El hombre que firmaba la nota, monsieur Auguste Linz, debía de saber algo sobre la tarea que Palliser tenía entre manos. Quién sabe cómo lo averiguó, porque ni siquiera Palliser conocía en persona a quien le había dado el trabajo. Pero si el tal Linz sabía algo sobre el paradero de La Medusa, la antigua reliquia que estaba buscando, entonces lo de soportar el viaje en helicóptero realmente había valido la pena.
Rigaud levantó el brazo, recto desde el hombro, y señaló por detrás de la cabeza del piloto hacia una cadena de colinas donde altísimos y viejos robles dejaban paso a un lúgubre château con torres de pimentero —Palliser contó cinco de ellas— que se elevaban desde los muros del mismo. El día se apagaba y la luz se colaba por todas partes tras las ventanas agrietadas.
Un foso seco, como una tumba abierta, lo rodeaba por tres lados; el cuarto no era más que un precipicio escarpado que llegaba hasta el río que había más abajo. Pero incluso desde aquella altura y a aquella distancia, Palliser apreció que el château era anterior a la mayoría de sus análogos más famosos. No era ningún castillo cursi con forma de pastel recargado especialmente diseñado para alguna señora de la realeza, sino una fortaleza construida por algún caballero en la época de las Cruzadas o por algún duque con el ojo puesto en la corona.
El helicóptero pasó casi rozando las cumbres de los árboles y las ramas por poco tocaban la especie de burbuja que tenía bajo sus pies, antes de ladearse lentamente y bajar tambaleándose hasta una extensión de césped árida y cubierta de escarcha. Unas cuantas hojas secas se dispersaron por la estela de las hélices. Palliser se quitó los auriculares, se desabrochó el arnés de seguridad de los hombros y, después de que Rigaud saliera de la cabina, lo siguió, con la cabeza agachada, mientras las aspas dejaban de zumbar y los motores se apagaban.
Descubrió que las piernas le temblaban un poco.
Rigaud, todo de negro y con el pelo teñido de un rubio que brillaba bajo el sol agonizante, se dirigió dando grandes zancadas y sin mediar palabra a la puerta principal del château, haciendo a Palliser, con su abrigo de cachemira y sus elegantes mocasines italianos, ir a trompicones tras él, agarrando con una mano un maletín de piel con los facsímiles que traía desde Chicago.
Cruzaron un puente levadizo, pasaron bajo el rastrillo y llegaron a un patio de adoquines. Un buen tramo de pasos los llevaron a un par de puertas abiertas y Palliser las cruzó para llegar a un gran hall de entrada con una enorme escalinata que lo recorría por ambos lados. Un hombre de mediana edad bajaba las escaleras vestido con tweed inglés como si fuera a ir dando un paseo hasta el pub local.
—Señor Palliser —dijo afectuosamente mientras se acercaba—, me alegro mucho de que haya podido venir.
Hablaba bien el idioma aunque con un ligero acento suizo, o quizás austriaco.
Rigaud se quedó a un lado de pie, como si estuviera de nuevo en una plaza de armas esperando para pasar revista.
Palliser le dio la mano y le agradeció la invitación. El hombre tenía la piel fría y húmeda y, aunque los ojos azules miraban con cordialidad, había también algo en ellos que hizo a Palliser sentirse bastante incómodo. Notó, mientras monsieur Linz pasaba bastante tiempo aferrado a su mano, como si estuviera siendo evaluado de alguna manera.
—¿Qué podemos ofrecerle después del viaje?
—Quizás algo de beber —dijo Palliser, aún recuperándose del viaje en helicóptero—. ¿Whisky solo?
Ya le había dado tiempo de darse cuenta de que aquel lugar era un tesoro oculto lleno de obras de arte y antigüedades.
—Seguido de una visita a su magnífico hogar, si fuera tan amable. Me temo que, hasta su nota, no había oído hablar nunca antes de este château.
—Pocos han oído hablar de él —dijo monsieur Linz dando un palmada.
Apareció un sirviente como de la nada y lo mandó por la bebida.
—Pero así es como nos gusta.
Con el brazo izquierdo detrás de la espalda —¿le temblaba?, se preguntó Palliser—, salió pavoneándose para comenzar la visita.
—Debería comenzar diciendo que la casa fue construida a principios del siglo XIII por un caballero normando que había ido cometiendo pillaje durante su recorrido por tierras santas.
Palliser se felicitó a sí mismo en silencio.
—La mayoría de las cosas que trajo aún siguen aquí —dijo Linz.
Señaló con el brazo hacia un par de tapices descoloridos que decoraban una pared, antes de conducir a Palliser hasta un salón señorial lleno de cotas de malla y armamento medieval. Era una muestra fantástica, digna de la Armería Real de la Torre de Londres: espadas y escudos, arcos y flechas, hachas de guerra, picas y lanzas. El metal brillaba bajo los rayos de luz que se filtraban por las ventanas de bisagras.
—Se puede imaginar —dijo Linz pasando una mano por el filo romo de un sable— qué horrores habrán presenciado.
«¿Presenciado?», pensó Palliser. Fueron los mismísimos instrumentos de destrucción.
El sirviente, sin aliento, apareció justo a su lado sosteniendo una bandeja plateada en la que descansaba un vaso de whisky.
Palliser dejó el maletín en una mesa antes de aceptar la bebida.
—Puede dejarlo allí —dijo Linz animándolo—, tengo muchas cosas que enseñarle.
La visita fue muy larga, pasando por los numerosos salones hasta la parte superior de las torrecillas.
—Como, sin duda, ya sabe —dijo Linz—, se dictó un edicto real en el siglo XVI que decretaba que la nobleza debía recortar la altura de los muros y eliminar las torres de pimentero de los castillos. El rey no quería en Francia fortalezas que pudieran resistir un asalto de sus tropas, si esa situación se diera.
—Pero parece que estas las perdonaron —observó Palliser—. ¿Por qué?
—Incluso en aquel momento ningún rey se atrevió a tratar con el Château Perdu. El lugar había adquirido, digámoslo así, una cierta reputación.
—¿Debido a qué?
—A las artes oscuras —contestó Linz con un deje de diversión—. Esa reputación ha acompañado al château desde entonces.
Desde su posición en las murallas del château, Palliser divisaba por encima de los antiguos robles el río Loira que corría a los pies de la colina. El sol se estaba poniendo y la temperatura había bajado otros diez grados. Incluso con el reconfortante whisky, Palliser tiritaba en su traje de Savile Row.
—Pero venga, bajemos al comedor. Tenemos una cocinera excelente.
Palliser empezaba a preguntarse cuándo iban a entrar en materia de negocios, pero sabía que era mejor no dejarse llevar por la impaciencia. Además, estaba asombrado por el château y las mil y una obras de arte que parecía contener. Había un óleo con marco dorado en cada rincón; cada cornisa estaba rematada por un busto de mármol; cada suelo estaba cubierto por una alfombra persa raída, pero de valor incalculable. Monsieur Linz, aun con todo lo peculiar que parecía, sin duda poseía una gran fortuna y un ojo exquisito. Si alguien sabía dónde estaba escondido La Medusa —el espejo de plata perdido desde hacía siglos—, ese era Linz.
En el comedor había montada una gran mesa y Palliser fue conducido hasta un asiento en el centro. A un extremo estaba Linz, y Rigaud, justo enfrente del invitado de honor. El otro extremo estaba vacío hasta que Linz farfulló algo a un sirviente y, un minuto o dos más tarde, apareció una mujer rubia y atractiva de unos treinta años.
—Estaba haciendo ejercicio —dijo, y Linz gruñó.
Fue presentada como Ava, pero no mostró el más mínimo interés en saber quién era Palliser o qué hacía allí. De hecho, durante toda la cena, parecía estar escuchando algo a través de los auriculares de un iPod que llevaba en el bolsillo de la blusa.
Los platos, muchos, los sirvió en silencio una pareja mayor, y también se sirvieron muchas botellas de un vino muy añejo y muy bueno. Palliser intentaba calcular lo que bebía, pero cada vez que daba un sorbo le rellenaban la copa. Finalmente, la conversación se encaminó a la tarea que había emprendido.
—Así que, cuénteme, ¿qué tiene ese espejo para ser tan valioso? —preguntó Linz mientras cortaba en daditos una patata asada.
Palliser se dio cuenta de que, aunque habían servido pescado y caza, Linz solo había comido sopa y verduras.
—Y, ¿quién lo querría tan desesperadamente?
—Eso no tengo la libertad de revelarlo —dijo Palliser, alegrándose de haber dado una evasiva tan acertada.
Su único contacto era un abogado de Chicago llamado Hudgins, que mantenía en secreto la identidad de su jefe o jefa.
—Pero, ¿puedo hacerle una pregunta?
Linz asintió enérgicamente, sin levantar la mirada del plato.
—¿Cómo sabía lo que estaba buscando? —percibió una mirada de Rigaud hacia su jefe.
Linz tomó un sorbo del vaso de vino y dijo:
—Soy un coleccionista apasionado, como ya ha podido ver. Tengo muchas fuentes, muchos marchantes, y todos me mantienen informado de todo lo nuevo que sale al mercado. También me informan sobre cualquier investigación que se salga de lo común. La suya era una de ellas.
Palliser pensaba que había sido extremadamente discreto en su búsqueda, pero ahora se preguntaba quién le había dado el chivatazo a Linz. ¿Fue el joyero de Roma? ¿El bibliotecario de Florencia? ¿Algún rival que aún no conocía?
—Dígame lo que sabe del objeto —dijo Linz— y quizás podré ayudarle.
A Palliser le olió a gato encerrado, un gran gato encerrado, pero sospechaba que Linz ya sabía lo poco que podía contarle. Fuera quien fuera su fuente, le había contado, sin duda, mucho más sobre lo que Palliser estaba buscando: un espejo de mano, hecho en la Florencia del siglo XVI y, muy probablemente, de manos del propio maestro artesano Benvenuto Cellini. En un lado, lucía la cabeza plateada de Medusa con el pelo retorciéndosele como serpientes, y el otro ocultaba un espejo. El porqué de que su cliente quisiera tener aquello más que cualquier otra cosa en el mundo no lo sabía.
Pero cuando terminó, Linz pinchó el último espárrago con el tenedor y dijo:
—Mucho de lo que hizo Cellini, y no necesito contarle esto a un hombre de su experiencia, se ha perdido o destruido a lo largo de los años. Así que, ¿cómo sabe que siquiera existe? ¿Qué prueba tiene de ello?
—Ninguna, la verdad, aparte de unos cuantos papeles que llevo en mi maletín.
Linz mandó que trajeran a la mesa el maletín y, mientras los sirvientes servían el café, Palliser empezó a introducir la combinación para abrirlo, cuando se dio cuenta de que ya estaba abierto. ¿Había podido ser tan descuidado?
Con ciertas reservas, sacó copias de un esbozo en tinta roja y negra del espejo, junto con copias de algunos documentos de trabajo escritos en italiano por una mano inconfundible.
Linz analizó las copias con mucha dedicación; el pelo oscuro, moteado de gris, le caía por la frente. A esto siguió un minucioso debate de la carrera de Cellini, y del Renacimiento italiano en general, que dejó boquiabierto a Palliser. Un licenciado en Oxford, con un doctorado en Historia del Arte, sabía identificar a un verdadero entendido cuando se cruzaba con él, y Linz no solo era un devoto apasionado de las artes, sino también uno que hablaba de ellas con la intensidad del propio artista, alguien que había lidiado una batalla con las cuestiones estéticas poniendo sus propias condiciones. Palliser no se habría sorprendido si Linz hubiera tenido un estudio propio escondido en una de las torres que no le habían enseñado.
Fuera como fuese, le daba la impresión de que había descubierto todo el pastel sin dejar mucha posibilidad de obtener nada a cambio. Cuando finalmente se atrevió a preguntar a su anfitrión qué sugerencias tenía para localizar La Medusa, Linz se recostó en la silla y, después de deliberar, dijo:
—Una causa perdida, diría yo. Acepte que lleva siglos desaparecido. Creo que sería mejor dejarlo estar.
Para el oído experto de Palliser, todo aquello le sonaba a que sabía mucho más de lo que estaba contando.
—Me temo que no puedo hacer eso.
—Algunas cosas están hechas para que se encuentren —dijo Linz sentenciosamente— y otras para que se pierdan. Todo tiene su propio destino. Como artesano —prosiguió refiriéndose con astucia a Cellini en la jerga de su tiempo—, nadie le hizo sombra en sus destrezas.
Aunque el término artista también se empleaba, y se usó cada vez más con el tiempo, no era ningún insulto, reconoció Palliser, ser conocido como artesano.
—Pero en su propio tiempo, incluso las obras más imponentes de Cellini no fueron apreciadas.
—La estatua de Perseo fue muy aclamada —protestó Palliser.
Ni siquiera mencionó los otros grandes logros del artista.
—Pero esa no fue su obra más importante.
Ahora Palliser estaba desconcertado. ¿Que no era su obra más importante? Era una de las más veneradas del arte renacentista, conocida en todo el mundo.
Según avanzaba la noche, Rigaud parecía más aburrido y Ava solo se animó cuando trajeron un trozo de tarta con un montón de nata montada y fresas frescas. Atacó con entusiasmo.
Linz también disfrutaba del postre, era obvio por el bigote de nata que se le formaba en el labio superior. Pero Palliser había perdido el apetito. Mirando su reloj de pulsera —eran las diez pasadas— dijo:
—De verdad que siento mucho tener que acabar la noche tan repentinamente, pero debería volver a París. Aún tengo que encontrar La Medusa.
—No parece en absoluto amilanado —dijo Linz—, estoy impresionado.
Se limpió los labios con la servilleta y añadió:
—Pero si prefiere pasar la noche aquí, Dios sabe que tenemos sitio de sobra.
Aun no haciéndole ni pizca de gracia la idea del viaje de vuelta en helicóptero, en la oscuridad, Palliser estaba aún menos convencido de pasar la noche bajo un techo tan extraño como aquel. Había algo inquietante en Linz, aparte del hecho de haberle servido de tan poca ayuda. Durante toda la cena, Palliser se había sentido como si le estuvieran sacando toda la información que tenía, y por nada a cambio. No estaba acostumbrado a que lo embaucaran y no le gustaba ni un pelo.
—Gracias —dijo—, pero tengo una cita a primera hora de la mañana.
Linz accedió gentilmente y se levantó de la silla. Palliser se dio cuenta de que, definitivamente, tenía una parálisis en el brazo izquierdo. Pero entonces, para su propia vergüenza, se encontró tambaleándose sobre sus propios pies a causa de los efectos del vino. Se balanceó unos instantes en el mismo sitio y dijo:
—Tiene una bodega excepcionalmente bien surtida.
—Es la mejor del valle del Loira —dijo Linz—. De hecho, ha sido una compañía tan agradable que quisiera ofrecerle un regalo: una botella de lo que quiera.
Palliser puso objeciones, pero a Linz no le valieron.
—Emil —ordenó—, dígale al piloto que esté listo en diez minutos.
Y, cogiendo a Palliser del codo, lo acompañó fuera de la habitación mientras Ava pedía un segundo plato de tarta.
Palliser, con el maletín, fue dirigido por la sala de armas y los salones; luego bajaron una escalera de caracol hasta la cocina y la sala contigua, donde se preparaban los ingredientes y se fregaba. La temperatura bajó y el aire se volvió húmedo. Linz sorteó un viejo estante polvoriento y accionó un interruptor. Un pasillo largo y excavado en la roca estaba lleno de filas de botellas de vino que llegaban hasta donde alcanzaba la vista. Palliser, que había visto las bodegas desmesuradas de Moldavia, no podía ni hacerse una idea de la cantidad que había almacenada allí.
—¿Qué le gusta? —preguntó Linz guiando el camino bajo una hilera de bombillas blancas tenues—. ¿Burdeos? ¿Pinot Noir?
Mientras seguía andando, señalaba con la mano los botelleros.
—Este valle es más conocido por su vino blanco seco. ¿Le ha gustado el sancerre de la cena?
—Sí, me ha gustado —confesó Palliser, deseando haberle cogido el gusto un poquito menos.
—Entonces déjeme ofrecerle uno de estos —dijo Linz, adentrándose más en el túnel y cogiendo una botella del estante.
Le quitó el polvo con un soplido y dijo:
—Sí, este es un 1936, una cosecha excelente.
Al coger la botella, Palliser notó una corriente bajo sus pies y oyó el sonido lejano del agua correr. Miró hacia abajo y vio que estaba de pie sobre una rejilla oxidada.
—Esto era, antiguamente, una mazmorra —explicó Linz—. Está usted encima de la oubliette.
Palliser sabía que eso era el agujero donde arrojaban a los prisioneros para que murieran de hambre y de sed.
Instintivamente, dio un paso atrás.
—Pero el château está erigido sobre piedra caliza y el río está erosionando las colinas —dijo Linz agachándose para quitar la rejilla; parecía bastante orgulloso de su oubliette—. ¿Ve? El agua casi ha llegado a la parte baja del foso.
De hecho, Palliser consiguió distinguir una masa de agua arremolinándose en el fondo del conducto cuando notó una mano en el hombro y se volvió para comprobar que Rigaud se había vuelto a unir a ellos.
—El helicóptero está listo para salir —dijo con el abrigo de cachemira de Palliser sobre el brazo.
—Bien —contestó Palliser—, gracias.
—Déjeme que le lleve estas cosas —dijo Linz, liberando a Palliser del vino y del maletín antes de que le diera tiempo a negarse.
Luego, mientras Rigaud sostenía el abrigo, Palliser se giró y metió los brazos en las mangas. Por fin se sintió reconfortado. Pero cuando se agachó para abotonárselo, Rigaud le dio una palmada en el hombro, mucho más fuerte de lo que creía necesario, y lo dejó desconcertado. Antes de que pudiera recuperar el equilibrio, Rigaud se había agachado y lo estaba levantando por la vuelta de los pantalones.
—¡Pare! ¿Pero qué…?
Pero ya estaba boca abajo, escarbando con las manos en el borde de la oubliette. Intentó agarrarse, pero la piedra estaba resbaladiza, y se le soltaron los dedos y cayó al vacío.
—¡Suélteme! —gritó.
Intentaba desesperadamente liberarse dando patadas mientras se le caían las monedas y las llaves de los pantalones, la chaqueta rodaba por las piedras y las gafas se le resbalaban de la nariz. El bolígrafo Mont Blanc se le cayó del bolsillo del pecho dando vueltas en el oscuro vacío. Había apoyado con firmeza una mano en la piedra, pero Linz se la empujó con el pie.
Un momento después, Palliser caía de cabeza, rebotando en los bordes del estrecho foso, haciéndose jirones la ropa y desgarrándose la piel, hasta que se hundió, gritando, en el agua oscura del fondo del foso.
* * *
Linz esperó unos instantes escuchando el borbotar del agua, luego se limpió las manos en la chaqueta y volvió a colocar el sancerre de 1936 en su sitio.
Al salir, apagó las luces y subió a su habitación. Ava estaba en el baño desmaquillándose. Se desvistió, se puso el pijama y la bata de seda roja y comenzó a hojear las páginas del maletín del señor Palliser. Por el momento, se parecían bastante a los documentos que ya había visto antes; era una lástima. Podían unirse a los otros bocetos y artículos de periódicos y ricordanze que habían llevado a cabo, igualmente sin éxito, otros emisarios. Algunas veces se preguntaba qué haría para entretenerse si aquellos detectives y supuestos expertos en arte dejaran de aparecer por allí.
—¿Quién era el aburrido ese de la cena? —gritó Ava desde el baño.
—Nadie.
—¿Va a volver?
—No lo creo —contestó, pasando otra página.
Linz sabía que, detrás de todos ellos, había un rico adversario con recursos —aunque ni de lejos tan rico y con tantos recursos como él— y, aunque Rigaud a menudo le aconsejaba desistir, Linz se resistía. Una vida como la suya tenía poco que saborear y el simple hecho de saber que existía una némesis de él le proporcionaba un particular estremecimiento de placer. Siempre le había encantado tener adversarios; sentía que la animosidad de sus enemigos alimentaba directamente su propio poder y su invencibilidad.
Y en cuanto a los intentos inútiles para recuperar La Medusa, él era el gato que jugaba con el famoso ratón.
Ava se recostó en la cama, desnuda como siempre, y se tapó hasta el cuello.
—Recuérdame por qué no pones calefacción central.
—Dime por qué no te pones los camisones que te compro.
—No son saludables, oprimen los miembros por la noche.
Habían tenido aquella discusión miles de veces.
—Los conductos de la calefacción destruirían la integridad de los muros del château —dijo Linz.
Y siempre había sido muy supersticioso ante cualquier posible alteración del Château Perdu.
Ella se hundió más en la cama tirando de la manta hasta las cejas.
—Tú y tu integridad —dijo gruñendo.
Linz metió los papeles en la mesita de noche, justo debajo de la pistola que siempre tenía allí, y apagó las luces. En la oscuridad, al darse la vuelta en su lado de la cama, creyó oír los gritos de su invitado retumbando desde la oubliette.