XXIV
Tormenta de Mayo y «Accidente en su domicilio».
Amparo se levantó como siempre a las ocho y se metió en el baño. Puso el agua de manera que la impresión no fuera de calor, aunque con agua fría no se había podido bañar nunca. Había levantado la persiana del ventanal que daba al campo y entró la luz de la mañana color aluminio. El cielo esmerilado hacía de un azul pálido el agua de la pila sobre el esmalte blanco. Se metió en el agua y se quedó mirando el níquel brillante de los grifos, donde sus hombros y sus pechos se reflejaban. Luego lanzó su mirada por la ventana, hacia el cielo. Se encontraba sola, alejada de todos. Desde la noche anterior tenía un secreto y ese secreto la rodeaba de altas murallas que sólo le permitían ver, como ahora, cielo y nubes.
Terminó de bañarse y fuera del agua contempló su cuerpo en el espejo, con alegría. Estaba orgullosa de tanta blancura y lozanía, desde la noche anterior. ¿Ella seguía enamorada? No lo sabía ni quería pararse a pensarlo. Aquello era ya imposible. La felicidad de Samar no estaba en ella, sino lejos. El asesinato de aquel hombre bajo sus balcones le reveló abismos y distancias que nunca podrían eliminar. Era otro mundo, donde había leyes por las cuales se podía matar a un hombre o a mil y sin embargo seguir siendo buenos. Ella lo comprendía pero no se lo quería explicar. Volvía a pensar, sin quererlo, en el monstruo resbalando sobre las campánulas y las verdes trepadoras. Nunca había oído hasta entonces los disparos de las pistolas y se le antojaban pequeños juguetes diabólicos para unos seres extraordinarios que podían jugar con la muerte. Envuelta en el albornoz blanco se asomó a la ventana. Abajo todavía se veían huellas de sangre, hojas arrancadas del muro por la espalda de Fau, herida y sangrante. Aquellos hombres amigos de Lucas mataban. Lucas puede que también matara si venía a cuento. La muerte no exigía oraciones ni lágrimas ni paños negros, sino un muro y unos hombres que pensaban extrañas cosas. Allí estaba Samar metido en aquel cerco de leyes que no tenían jueces con birrete y encaje en los bocamangas, ni guardias ni códigos impresos. Ella no podría ir allí.
Nunca había pensado con tanta rapidez tantas cosas infaustas. Salió del cuarto de baño. Los pasillos tenían esa desnudez y frialdad de las primeras horas de la mañana. El comedor carecía de intimidad. Parecía un cuarto de hotel. Las muchachas eran seres lejanos y ausentes y cuando una le habló la voz le sonó como si la oyera por vez primera. No quería mirarla a los ojos. La muchacha le anunciaba que una chica preguntaba por ella. Estaba en la cocina y había subido por la escalera de servicio.
Amparo se encontró con una jovencita sentada en el canto de una silla de enea, muy peinada y planchada. Llevaba un jersey azul y un gallo rojo bajo el brazo. La invitó a seguirla a su cuarto y se sentaron frente a frente. Star tenía una serenidad sobresaltada, con los ojos muy abiertos y parados. Amparo esperaba que hablara, pero en vista de que no decía nada le preguntó:
—¿Usted es compañera de Lucas?
Ella afirmó con la cabeza y Amparo pensó que «compañera» era mucho más que «novia». Amparo nunca había sido su compañera. Le cogió de las manos la boina, para dejarla sobre el tocador y cayó al suelo una pistola niquelada, que iba dentro. Entonces Star sonrió y se inclinó a cogerla. Como tenerla en la mano era muy dramático, la dejó sobre la boina. Amparo pensó que siendo compañera de Samar la muchacha debía tener, naturalmente, pistola y dispararla cuando fuera preciso. Aquella niña llegaba del país lejano y misterioso donde Samar tenía sus amigos. Star habló por fin:
—Como sé que es usted su novia, he venido a ver si sabe lo que ocurre con Samar.
—¿Es que lo han detenido? —preguntó Amparo alarmada.
—¡Oh, no! Está en libertad. Pero la policía lo hace responsable de todo.
Luego le dio un papel con la dirección clandestina de Samar.
Estuvieron un rato calladas. Star la miraba y Amparo asimilaba la mirada y le devolvía un gesto interrogante. El color gris de la luz se hizo brillante, se apagó y volvió a brillar. Luego sonó lejos un trueno sordo y continuado. Era una tormenta imprevista y artificial, como de teatro. Bajo el brazo de Star, el gallo atendía a los truenos y gruñía casi imperceptiblemente. Como no sabían qué decir, Star comenzó a hablar del tiempo y dijo que se iba antes de que comenzara a llover, pero Amparo la retuvo:
—¿Usted cree que corre peligro, digo, así, inmediato?
—¿Quién?
—Lucas.
Star vaciló antes de contestar:
—Si lo atrapan está perdido.
Star miraba a Amparo con curiosidad, queriendo averiguar cómo era una burguesa enamorada. Hasta ahora sólo veía en ella un desasosiego interior bastante acusado y unas hebras de oro en el cabello cada vez que palpitaba la media sombra bajo los relámpagos. Star le preguntó:
—Usted es su novia, ¿verdad?
—Sí, ¿por qué?
Star se encogió de hombros y luego sujetó al gallo que se quería escapar.
—Por nada.
Amparo frunció graciosamente el entrecejo. Le pareció ver una sonrisa contenida en las comisuras de los labios de Star y de pronto, como si uno de aquellos relámpagos vaciara sus sentidos y los llenara luego de un fluido nuevo, miró la pistola niquelada y sintió ganas de matar a aquella muchacha. Pero se limitó a preguntar:
—Parece que quiere usted decirme algo y no se decide. Hable con entera franqueza.
—Acertó.
Star le dijo:
—Es inútil. Samar no la quiere a usted.
—¿Qué razones tiene usted para decirlo?
Los ojos de Amparo centelleaban y los de Star estaban serenos y tranquilos como si fueran ojos de vidrio comprados en un bazar.
Star insistía:
—Tengo mis razones.
—Pero ¿cuáles son? Supongo… —fue a decir con recelo.
Star la atajó:
—No suponga usted nada. La razón no puede ser más simple. Samar la odia a usted.
Amparo se clavó las uñas de una mano en el dorso de la otra. Balbuceó, afectando serenidad:
—¿Se lo ha dicho a usted?
Star calló y Amparo quiso mirar a otro sitio y no supo adónde y quiso hablar y no supo qué decir. Lo malo de aquellas palabras era que Amparo se las había dicho ya a sí misma alguna vez. Ahora, con el silencio de Star, se encontraba las dulces dudas cerradas y resueltas. Star insistió:
—La odia a usted y usted no se lo explica porque el único daño que le ha hecho es quererlo. También yo, que no he recibido de ustedes más que ropa y comida para los compañeros, los odio a ustedes.
Amparo no la escuchaba y Star añadió:
—Sin embargo, puede usted hacerlo feliz todavía.
Amparo no se atrevió a preguntar cómo, porque temía la respuesta. Sin habérselo preguntado, Star respondió con la mirada. Es decir mirando la pistolita niquelada.
Había en las miradas de aquella muchacha a quien daba Amparo los pantalones viejos y los zapatos inservibles una armonía y una firmeza impertinentes y despegadas. En cuanto a Star seguía allí porque de pronto había olvidado las palabras que se deben decir para marcharse. Amparo la miraba y le bastaba ver sus ojos para confirmar la lejanía inaccesible de Lucas. Eran ojos herméticos, donde la luz no entraba. Era rechazada por otra luz interior más fuerte que daba un brillo extraordinario a las pupilas, y a la córnea un azul como el de las ropas puestas a secar. Le asaltó una sospecha a Amparo:
—¿Quizá usted quiere a Lucas?
Le parecía natural, que lo quisiera. Star afirmó con la cabeza.
—¿Usted ha de verlo a Lucas?
Afirmó Star. Antes de media hora lo habría encontrado.
—Vive usted por aquí cerca, ¿no es eso?
—Sí.
—¿Con sus padres?
—Con mi abuela. A mi padre lo mataron en la calle el domingo pasado.
Amparo se sobresaltó, pero vio a Star tan tranquila y serena que lo olvidó pronto. Se levantó y todavía le preguntó:
—¿Quiere usted, como otras veces, ropa vieja para los pobres?
—No son pobres —rectificó Star sin ofensa—. Bueno, lo son y no lo son.
Amparo abrió de par en par el balcón, en el momento en que un relámpago rubricaba las nubes. Se quedó extasiada, mirando el aire apelmazado y se hizo una pregunta:
—¿Cómo será la tarde hoy?
En sus presentimientos sobre el porvenir inmediato, no había personas. Sólo masas de luz y de sonido. Ni su padre ni las muchachas, Repitió en voz alta:
—¿Cómo será la tarde de hoy?
—Como todas —respondió Star.
—No, eso no. Como ninguna otra tarde.
Star, asombrada, se fue porque comenzaba a llover. Amparo salió de su cuarto sin querer ver la pistola de Star que había quedado olvidada sobre el tocador. Su padre tardaría aún una hora en levantarse. Le sacó de un armario ropa interior, vio si en la cocina había fuego suficiente para que se calentara el agua del termosifón y pidió que le prepararan la plancha eléctrica. Fue y vino por los pasillos con unos recortes de periódico. La cocinera se asomó a preguntarle algo y no recordaba sino que le dijo a todo que sí. Después pensó que había dispuesto el almuerzo sin enterarse.
Iba y venía con paso seguro. Vio que nada faltaba para cuando su padre quisiera levantarse. Llenó el frasco de agua de Colonia del baño sacándola de un botellón y usando un pequeño embudo de cristal que por cierto tenía polvo. Volvió a su cuarto. No sabía por qué las cosas la recibían negando. Todo parecía decir que no. A lo lejos, el viento huracanado de las tormentas sacudía a derecha e izquierda los árboles. Hacia la Moncloa se oyeron unos disparos y cada uno iba seguido inmediatamente de un eco.
«Nun-ca, ¡nun-ca!, ¡¡¡nun-ca!!!». Los que no tenían eco eran negaciones secas y rotundas. El cielo negaba también. La penumbra mañanera de la casa negaba como un atardecer.
Se entretuvo en quitar el polvo del mármol del tocador. Para eso tuvo que coger la pistola y dejarla sobre la mesilla. Y no terminó de limpiar el mármol porque se quedó junto a la cama con el arma en la mano. Miró las paredes, el espejo, el campo que comenzaba a mojarse bajo los relámpagos. «Después —pensaba Amparo—, ¿cómo será mi cuarto, y quién se mirará en ese espejo? ¿Habrá tormentas y relámpagos? ¿Saldrá el Sol esta tarde?». Miraba también los árboles, negando bajo el viento, y pensaba: «Para setiembre se les caerán las hojas y yo no lo veré».
Vio un retrato colgado de la pared con un cordón azul. Los relámpagos encendían el cristal y la superficie del agua del lavabo. Llovía afuera, con furia. El rumor del agua la adormeció un poco. Bajo el estruendo de la tormenta disparó. No sintió sino que la pistola daba un salto y se le escapaba de la mano. Luego una sensación de fuego junto al pecho izquierdo. Estaba sobre la cama. Miraba al techo y sin darse cuenta movía su cabeza de izquierda a derecha.
Acudieron las muchachas y corrieron a despertar al padre. Pero no estaba. Había dormido en el cuartel o quizá no se hubiera acostado en toda la noche. Cuando cogieron la pistola vieron que no tenía nada adentro. Sólo llevaba una cápsula y al disparar había despedido el casquillo. Amparo no hablaba. Cuando murió, la sangre de su corazón fue a borrar otra mancha de sangre que había en el centro de la sábana desde la noche anterior. Una mancha pequeña, de buenas nupcias burguesas. Las últimas palabras que dijo fueron muy poco expresivas:
—¡Madre mía!
La plancha eléctrica quedó olvidada sobre la manta y dejó una huella negra en punta, como la silueta de un proyectil de artillería.
La noticia estaba en la sección de sucesos, pero el periodista la destacaba haciendo que el título general de la sección donde iban varias se refiriera a ella. Las letras eran muy negras y junto a la L inicial había un pequeño borrón porque los escoplos de la estereotipia no habían mordido bien. Ocupaba el título tres renglones a una columna y decía: «La hija del coronel García del Río, víctima de un accidente mortal en su domicilio». No hizo más que leer esos renglones y echó a andar como si tuviera mucha prisa, pero en realidad vacilando al torcer cada esquina. Anduvo así desde las ocho de la noche hasta las doce. Sentía una necesidad de aislarse que no le satisfacía porque en todas partes había gente. Después ya en línea recta, amedrentado. Iba de prisa, sin conciencia de que andaba. Se encontró de pronto ante el depósito de agua de Chamberí, alto y chato como una cúpula bizantina. Notó mucho calor en los pies. La frente cubierta de sudor. Se detuvo. El aire era fresco y quieto. No había podido coordinar dos ideas ni reflexionar sobre sí mismo. Volvió a andar como un autómata. A las doce se dio cuenta de que estaba rendido y se sentó en un portal penumbroso, muy lejos del centro, en una calle de Tetuán de las Victorias, extremo de la ciudad más lejano de la casa de su novia. Sin darse cuenta había ido huyendo de ella. Encendió una cerilla y acabó de leer la noticia. Ya suponía que se trataba de un suicidio, pero de todas formas la noticia lo daba a entender. Fue la única reflexión que se hizo. Después se recostó en el umbral y apoyó la barba en la mano. Tenía que afeitarse. Debía parecer un vagabundo. Vagabundos eran los que andaban los caminos inciertos sin fe en nada, ni en su misma falta de fe. Andar bajo las estrellas o los murciélagos, cantar cuando se quiere cantar, una estúpida canción de la infancia o una hermosa canción. Beber, esperando que el agua repose en el estanque donde han bebido los graciosos asnos y las ovejas cándidas, tumbarse en las cunetas de las carreteras, desnudarse en la tormenta bajo el diluvio y huir de los campos donde hay pedazos de periódicos que traen noticias. Rodar así, sin hablar con nadie, sin ver a nadie, y en verano perseguir las tormentas, subir a lo alto de las montañas, desnudarse bajo la nube negra.
Se quedó mirando la pared de enfrente, donde había una ventana entornada y luz dentro. A través de una cortinilla se veía media lámpara de gas con su campana blanca. En España —pensó— no ha habido la civilización del gas, el período democrático y humanitarista que con el gas del alumbrado y con el globo cautivo llega a todos los países europeos. Aquí hemos saltado de golpe a la electricidad. Pero recordó que aquello era mentira. Todo lo que pensaba era mentira. Volvió a recostarse en el quicio del portal. Estaba sin sombrero y la arista de piedra recibía su cabeza con hostilidad. Sus pies se abrían delante en ángulo obtuso. De chico creía en muchas cosas. Se entusiasmaba con todo lo que le producía alguna alegría o le prometía algo para el mañana. Después tuvo una fe limitada a pocos objetivos, pero muy firme. Luego puso en el amor embriagueces y delirios. En el de Amparo recogió y acumuló todas las reservas de su espíritu que andaba ya vacilante y desperdigado. Hizo el último gran esfuerzo. Y ella liquidaba aquel milagro —para Samar era milagroso su cariño— rompiéndose el corazón de un tiro. Con ella moría todo lo que en ella había puesto él. Se puso a analizar qué era lo que de él se llevaba:
—Se lleva —concluyó con alguna firmeza— los restos de mi fe.
En ella moría su propio espíritu. Pero Samar se quedaba mortalmente vacío. Sin espíritu capaz de consagrar la fe, de transformar la fe de los sentidos en fórmulas morales y de elevar éstas a una categoría sobrehumana, no podría vivir. Miraba la pared de enfrente.
Se golpeó suavemente la cabeza contra la arista del portal. Luego, más fuerte. Después se hizo daño y sintió caer un hilillo de sangre por el pescuezo. No le importaba. «Puedo agarrar una infección de tétanos —pensó— y morir en algunas horas». Quería estarse allí, «dejarse estar». ¡Oh, esa sí que era la fórmula exacta! Dejarse estar. Dejarse, abandonarse y ser como una piedra más. Una piedra en la piedra.
Tenía las manos colgantes a los costados, abandonadas y laxas las piernas, manchado de sangre el rostro. Seguía sintiendo fluir la sangre en el cuello. «Nunca más», sonaba en sus oídos estruendosamente. El «Siempre más», que era su lema y el de la calle soleada, el de las muchedumbres sedientas, el de los aperos de trabajo y de los fusiles rebeldes, el «Siempre más» que le hacía olvidarlo todo, ahora no conseguía llegar a su corazón y vivificarlo. El corazón decía «nunca», nun-ca, nun-ca y el «siempre más» llegaba lejano e inseguro. Estuvo media hora abandonado, inerte, sin pensar ni sentir. Oyó pasos inciertos y una voz femenina de mujer vieja que se lamentaba en monólogo y que decía a alguien —probablemente a un niño de pecho— alguna terneza. Esa mujer se acercó al mismo portal y se acomodó al otro extremo, saludando con un «buenas noches» que era como el santo y seña de la mendicidad. Samar no contestó. Tenía los ojos abiertos y miraba al vacío. El corazón latía (nunca, nun-ca, nun-ca) y sentía en el dorso de la mano el frío de la acera. Pero no podía hablar. Ni ver. Ni pensar. La mujer comenzó a chemecar, y sus lamentos le salían de unas entrañas rotas por la violencia y la impiedad. La pobre lo miró fijamente y se levantó sobresaltada:
—Está muerto, ¡cielo santo!
Todavía es bueno poder pensar en morirse, ¿eh? Mientras se piensa en ello se vive todavía. El niño reía en sus brazos y perneaba, y la madre huía agitando sus faldas:
—¡Dios mío, un cadáver!
Samar oía todo aquello. Era verdad lo que decía la vieja. Estaba muerto y todo su afán debía concentrarse en disimularlo hasta ver si lograba prender de nuevo en la vida. Aunque tenía abiertos los ojos hizo como si los abriera y se incorporó. Ya no salía sangre de la herida de la cabeza. La pobre mujer corría a lo lejos. Se levantó y sintió un sosiego interior nuevo. Al ver la mancha de sangre que dejaba en el portal y las que llevaba en la espalda se explicaba aquel cambio: «Se me ha descongestionado la cabeza».
Salió a una avenida y fue bajando decidido. Todo el camino era hacia abajo. Llegó a la una y media, y antes de afrontar las luces de la barriada bastante céntrica se limpió como pudo, se aliso el cabello y enderezó la facha. El sereno lo miró con curiosidad. En su cara advirtió Samar que las noches anteriores había sido interrogado por la policía. Lo tenían sin cuidado la policía y la revolución, la cárcel y el cementerio. Subió, y al entrar en el vestíbulo y acercarse a su cuarto tuvo la sensación de que no ocurría nada. El piano negro, la cortina verde sobre el vidrio esmerilado de la puerta de su cuarto. En los ceniceros ni una sola punta de cigarro. Entró y recuperó de una ojeada las tres librerías repletas, la mesa de trabajo entre ellas, la pequeña cama. Sentóse en la esquina de la mesa y encendió un cigarrillo mirando el retrato de ella en la pared.
Comenzó a desnudarse y abrió el balcón para escuchar mejor la marcha militar de Schubert, que era la primera impresión que sus sentidos recordaban del noviazgo. La tocaba un viejo en un acordeón. Aquellas notas rasgaban las sombras de la noche y poblaban el mundo de lazos azules y de movimientos rítmicos. Apenas asomaba en su ánimo una remota congoja.
Estaba desnudo y se vestía de pijama. Antes de acostarse se calzó las zapatillas. La derecha estaba rota y asomaba por el desgarrón un dedo. Salió al pasillo y recorrió la casa para ir a la terraza donde tenía instalada una ducha. Antes se asomó a la calle y vio pasar un grupo de trasnochadores. Se duchó. Volvió a su cuarto, se acostó y durmió. A la mañana siguiente, la dueña de la pensión entró en el cuarto alarmada. Comenzó a contarle las visitas de la policía y a decirle que aunque ya sabía que era una persona decente, a ella y a sus huéspedes los molestaba mucho la presencia de los agentes. Samar se desperezó y la interrumpió:
—Bueno, bueno. Envíeme el desayuno.
Cuando entró la muchacha con la bandeja, le dijo que hurgara en el bolsillo de la americana y le llevara los cigarrillos. La muchacha sacó unos papeles, entre ellos una carta alargada. Al verla, Samar le dijo que se la diera también. Quería verla de nuevo. Tomó el desayuno y abrió de par en par el balcón. Oyó el timbre del teléfono, supuso que sería para él y acertó. Era la voz de Star que tenía que hablarle de algo terrible y urgente. Pero no por teléfono.
Se vio en el espejo con una expresión distinta. Sin acabar de quitarse la chaqueta del pijama se acercó y se miró a los ojos. No eran los suyos. No era suya aquella mirada.
Por el balcón abierto entraba la luz llena de rumores callejeros, de la normalidad. Salió y se acodó en la barandilla. Pensó que la policía no le creía en su casa y consideraba inútil vigilarla. Entró y se vistió. La normalidad estaba restableciéndose. La policía había ido cortando hilos con las detenciones, y los registros y las multitudes necesitaban una voz ajena para devolver el eco multiplicado.
—Lo mismo da.
Salió al balcón y volvió a atalayar la atmósfera como los campesinos cuando pulsan a los meteoros.
—Esto va hacia abajo —repetía.
Quizá se refiriera al movimiento. O también a sí mismo.
LA LUNA. (Levantándose sobre el azul de la mañana). —Tres planetas nuevos: Espartaco, Progreso y Germinal.
Samar iba en la plataforma del tranvía. La vida de la ciudad, después de la crisis que el movimiento había sufrido en los dos últimos días, volvía a ascender hacia una tranquila actividad de producción y trabajo. El tranvía era amarillo, como los que le gustaban a Star, la boba que no lograba que la eligieran delegada. Samar crispó los dedos sobre la barra metálica que lo separaba del conductor. Se mordió el labio inferior hasta hacerse daño. Tuvo un instante la idea de asomar la cabeza y dejarla estrellarse contra un poste metálico. Luego reflexionó, volviendo a las andadas: «Si tuviera fe religiosa todo sería menos terrible. La religión me da la libertad al decirme que nada hay perfecto en el ser humanó, que puedo alegrarme de que ella haya muerto e incluso matarla yo sin sentir asco de mí mismo, sin torturarme con el fantasma de la locura. Que puedo confesar mi duelo a otro ser humano y salvarme, salvar mi espíritu. Dios, la perfección suma y la suma clemencia, ha de juzgarme no con su rigor sino con su sabiduría y dar la libertad y la felicidad eterna a mi alma. Y los que me lo dicen y me convencen, no creen en Dios».
Descendió del tranvía sin ver ni oír a su alrededor. Un automóvil frenó y se detuvo a medio metro. Había estado a punto de ser atropellado. Siguió tranquilamente, cruzó la calle y entró en el hospital. «Si un día me faltara esta fe…» —repetía—. Como suponía que esta vez no le dejarían visitar el depósito de cadáveres donde quería comprobar el rumor de la muerte de cuatro compañeros más, asesinados por la policía, se dirigió a una sala en busca de un médico que conocía. Consiguió el permiso y bajó acompañado de un enfermero. Ya en el patizuelo de la acacia solitaria, el enfermero volvió sobre sus pasos y Samar quedó solo. Entró recordando la visita que días antes hicieron a las víctimas del «Paraninph». El triste sótano abandonado tenía una sombra dorada que le recordó la luz de algunos templos en la hora de maitines. Eran recuerdos sensitivos de su infancia. Miró a su alrededor. Dentro de su conciencia una voz independiente de su voluntad repetía:
—Ya lo creo que existe la muerte. Ya lo creo.
Lo decía rectificando las palabras que aquel día le dijo a Star. «Yo quería —se decía— darle la fe. Ante la muerte hay que tener fe en Dios o en la nada absoluta. Hay que pensar que no se muere o que no hemos nacido».
Había cinco losas ocupadas. Los cuerpos estaban cubiertos con sábanas. Samar se sentía impresionado en aquella soledad que llenaban de solemnidad los cinco túmulos. Se acercó, sin embargo, al primero. Fuera, en el pasillo, que comunicaba al patizuelo con las habitaciones del conserje, una mujer discutía con alguien y por sus palabras dedujo Samar que se encargaba de lavar las sábanas del depósito.
Descubrió el primer cadáver. Sin soltar la sábana retrocedió con paso inseguro, tropezó con el ángulo hiriente de otra losa y sintió un agudo dolor en los riñones. Soltó la sábana, que arrastraba, y quiso llevarse la mano al lugar dolorido, pero su brazo quedó doblado sobre la losa inmediata y su cuerpo derrengado, a medio caer. Su cabeza avanzaba sobre el pecho, con la boca entreabierta y los ojos redondos, desencajados de espanto:
—¡Eres tú! —balbuceaba.
Sobre la losa había un cuerpo de mujer que mostraba bajo el pecho izquierdo manchas negras. Samar hablaba, pero sus ideas iban por diferente camino. No sabía lo que decía, y la luz se complacía en acusar la blancura mortal de Amparo. Samar decía estúpidamente:
—Ahora estás con ellos, Amparo.
Al mismo tiempo pensaba que aquel cuerpo fue suyo dos días antes.
—Los cuatro y tú, Amparo. Ellos han sido asesinados, pero ¿y tú? Yo creí que te habías ido. Y ahora vienes a encontrarme aún. ¿Qué quieres?
Se interrumpía a menudo con la respiración fatigada, como sollozando. Y la carne blanca seguía muda.
Gimió profundamente y repitió:
—¿Qué quieres?
Los gemidos hubieran hecho creer a quien lo oyera que estaba llorando, pero no lloraba. Seguía oyéndose lejos la voz de la lavandera. Los ojos del cadáver comenzaban a ponerse violáceos y a hundirse. Samar decía:
—Tú eras la muerte. Tu amor era la muerte.
Apoyó la frente en la losa, sobre los brazos cruzados. A su desconsuelo respondía el silencio severo de la desnudez de ella. Había ido por fin a su lado. Ella dio la vida y la fe. Un suicida muere lejos de la fe, fuera de la Iglesia, y ella no vaciló en huir de la vida y de la Iglesia, en perder la sonrisa de Dios. Samar gemía y a sus gemidos respondía invariablemente, el silencio de la desnudez de Amparo. Se incorporó. Quiso besarla, pero no se atrevía:
—¡Habla! —suplicaba Samar.
Hablaba la sombra negra que asomaba entre los dientes. Hablaba la mano entornada sobre el vientre purísimo. Hablaban las uñas pequeñas y fulgentes de los gordezuelos pies. Pero sobre todo, aquella blancura escandalosa bajo la luz dorada: Cuando Samar le pedía que hablara quería decirle lo contrario: que callara. Por mucho que él gritara, su voz se perdía bajo el clamoroso silencio de ella. Calló y se dejó caer. Quedó sentado en el suelo, junto a la pilastra que sostenía la cabecera de la losa. Ella se había ido lejos a un lugar de verdades desnudas. La verdad es así: desnuda, blanca y muda. Es hermosa y tiene los ojos cerrados. Pero ¿dónde está?
Samar se levantaba y rugía lanzándole esa pregunta a los cabellos. El ímpetu de sus palabras hacía temblar un rizo sobre la frente:
—¿Dónde estás?
Quería saber qué era lo que había determinado el elocuente silencio de Amparo. También él estaba fuera, y lejos de la vida. «Te he matado yo. ¿Pero dónde estoy yo y quién soy yo?». Se buscaba a sí mismo enfurecido como un loco con su sombra. ¿Quién era aquel ser que dentro de él había determinado todos aquellos hechos? Quería encontrarlo, aniquilarlo y luego ir con ella, adonde ella se había ido, para poder comprender el lenguaje de su mudez y de su blancura. Se quedó mirándola y sintiendo que la amaba aún con el mismo amor que le tuvo en vida. Ella estaba dormida y ausente. Y él la amaba, celoso de la sombra que tenía en la boca, de la luz que la envolvía. Estaba ausente. O dormida. Desde luego no había de despertar ni regresaría. Siempre dormida y ausente. Entre las lágrimas, el dolor adquiría ahora coherencia en las palabras:
—La libertad, la justicia y el bien estaban en tus ojos, en tu carne, en tus palabras. Te he perdido. Lo he perdido todo. ¿Me oyes? Compadéceme si me oyes. Tú vives y vivirás siempre en la belleza y en la armonía. Yo he muerto y seguiré desolado y sin camino. Donde quiera que estés, escúchame.
Se frotó la frente con la manó y miró a su alrededor. Sobre el pañuelo los sollozos cantaban funerales de antesala y de pésame. No había nadie. El recinto estaba saturado de ella. La miraba alucinado. Creía que la mano izquierda se había movido y que los ojos parpadearon. Tenía un sobresalto extraño, de fantasmas amables y fantasmas terribles. La luz era más viva y parecía salir de aquella piel pálida y de aquellos dientes brillantes.
La desesperación de un alucinado es siempre excesiva y teatral, y Samar alzaba los brazos y clavaba las uñas en su nuca. Todas sus ansiedades, todas sus angustias pudo resolverlas en aquellos labios que ya no hablarían nunca. Y creyó, oír las últimas palabras de ella. Se le habían quedado grabadas en el recuerdo como en una placa de ebonita. Recorría la estancia y al volver hacia la puerta vio encuadrada la silueta, a contraluz, de un hombre. Llevaba una blusa gris, Samar lo encaró violentamente:
—¿Qué quieres?
Y el desconocido preguntó:
—¿Por qué me tutea? ¿Y usted quién es? ¿Qué hace aquí?
Samar no contestó. Seguía mirándolo. El hombre de la blusa señalaba la losa donde estaba el cuerpo de Amparo, advirtiendo:
—Le han quitado la sábana y no está bien porque una mujer siempre es una mujer —y añadía otra vez—: ¿Quién es usted?
Como Samar no contestaba y seguía mirándolo fijamente, el hombre se volvió hacia afuera y habló con otros tres, uno de los frailes llevaba al hombro un lujoso ataúd blanco. Volvió a asomarse y entró seguido de los otros. El del ataúd lo dejó en tierra y el hombre de la blusa gris se acercó a la losa.
—Vamos a meterla en la caja. Y a llevarla a su casa. Samar extendió el brazo hacia la puerta:
—¡Largo!
—Nosotros —se disculpaba sin saber por qué el empleado— no hacemos más que cumplir nuestra obligación. La ambulancia está ahí afuera.
Samar lo arrastró hacia la puerta. Entonces los otros tres acudieron en ayuda de su compañero. Samar veía que los cuatro recelaban hallarse ante un loco furioso. Samar soltó al empleado para afrontar a los otros tres, y con el esfuerzo que hacía el pobre hombre para resistirse vaciló y fue a caer de espaldas.
Todavía los otros querían persuadirlo. Después de levantar a su compañero, se encararon con él:
—Nos damos cuenta de que puede usted ser su marido, pero déjenos hacer nuestro trabajo.
Se acercaron decididos. Uno metió una mano bajo la cabeza de Amparo. Samar le dio un puñetazo en el pecho y lo tiró de espaldas. Los otros tres fueron a arrojársele encima y Samar los encañonó con un revólver.
Los cuatro retrocedieron lentamente y salieron. Samar guardó el arma y miró alrededor con los ojos extraviados. Entonces se acordó de los compañeros de las otras losas y fue destapándolos de uno en uno. Eran ellos. Por respeto al cadáver de Amparo volvió a cubrir a Helios Pérez hasta la cintura. Le había quedado la sábana en las rodillas. Miraba, y la visión era confusa. Parecían mucho más pequeñas las ventanas. Unas moscas zumbaban sobre los cuerpos y el zumbido era tan fuerte como el de un aeroplano. Tenía los ojos secos y se sentía incapaz de saber a punto fijo dónde estaba y por qué estaba. Se dedicó a contar las mesas y los cadáveres, pero veía quince, veinte, cien. De pronto corrió otra vez al lado de ella. La miraba a la frente, pero era una frente de piedra. Creía oír ahora la voz de Helios: —¡El compañero enamorado! ¿Lo veis? No hay manera de arrancarlo de aquí. ¿Y el manifiesto protestando contra nuestra muerte? ¿Quién hace el manifiesto?
Porque todos los manifiestos los escribía Samar.
Quiso salir de pronto. No sabía por qué. Tal vez para escribir el manifiesto. Pero los cuatro compañeros muertos parecían sonreír. ¿Se reían de él? Ella también sonreía, pero era una sonrisa inefable e infantil.
Samar salió. Iba a escribir el manifiesto. Ya fuera, seguía viendo la sonrisa de Amparo. También ella se reía de él. Al menos era lo que él creía. Así y todo fue a escribir el manifiesto.
No pudo porque aquel mismo día lo detuvieron y lo enviaron a la cárcel. Dos días después consiguió un lápiz y se puso a escribir un manifiesto muy raro que comenzaba diciendo: «Por la libertad, a la muerte. Que es metafísica y sentimental y físicamente la única libertad posible».
Amparo la tenía ya y Samar quiso seguirla y gozar de ella —de la libertad—. Miró los barrotes de la reja y buscó su cinturón. No recordaba que se lo habían quitado los carceleros. También le quitaron los cordones de los zapatos, lo que le pareció innecesario porque con esos cordones no puede ahorcarse uno.
Madrid, 1933