XVI
Acta — Manifiestos en el cuartel — A Samar le piden un hijo
El secretario de actas escribe: «Para una cuestión previa, el compañero Samar pide la palabra y dice que con objeto de que el acuerdo sobre la comunicación al comité nacional pueda quedar nuevamente redactado antes del amanecer y salga en el avión para Barcelona debe tratarse antes que nada su proposición.
»El compañero Urbano se opone; algunos de los reunidos conocen ya la proposición y no la consideran urgente.
»El compañero Graco también cree que es más apremiante dar cuenta al comité de la detención de cuatro compañeros que formaban parte del mismo: Liberto García Ruiz, Elenio Margraf, José Crousell y Helios Pérez. El último ha sido objeto de malos tratos.
»Piden la palabra varios compañeros para sumarse a la protesta de Graco y se acuerda notificar al comité pro presos la novedad.
»El compañero Ruiz pide la palabra para una cuestión de orden. Siempre me parece chocante que un anarquista plantee en nuestros mitines cuestiones de orden.
»El compañero Samar insiste en su petición, y en vista de que se accede expone un plan de ofensiva teniendo en cuenta que el movimiento espontáneo suscitado por el asesinato de los compañeros que cayeron el sábado ha llegado a alcanzar su mayor intensidad y ha creado el desconcierto en las filas enemigas. Teniendo en cuenta que en la cuenca minera de Arlanza los obreros se han hecho dueños de la zona. Que las comunicaciones son tan defectuosas que los trenes correos tienen que ser conducidos por personal del ejército. Teniendo presente también que la huelga general ha sido secundada por toda la organización y que en los sitios donde el control no era nuestro se ha conseguido el paro practicando el sabotaje —y una prueba es Madrid, que sigue sin más Prensa que una hoja oficiosa—. Teniendo en cuenta que en determinados puntos el ejército ha permanecido neutral o se ha sumado a los revolucionarios moralmente, contestando a sus vítores. Que en Madrid se va a realizar un intento sedicioso en cuatro cuarteles, de los cuales es seguro que responderán dos.
»Reconociendo que hay algunas armas y que se pueden conseguir más. Que el estado de pánico de la burguesía la ha llevado a inhibirse por completo. Que es necesario comenzar a dar coherencia y cauce político a la energía revolucionaria que tan hondamente ha socavado el sistema…»
Piden la palabra varios compañeros contra la expresión «cauce político» empleada por el camarada Samar. Éste la retira y dice «cauce constructivo». Les parece bien y sigue exponiendo. Dice que si esperamos más para ir a fondo la burguesía reaccionará y la lucha presentará dificultades mayores. Por fin dice que los comités de barrio, con los soldados que han de sublevarse, las armas que existen y las que se nos han de facilitar deben lanzarse a fondo hoy mismo y deben darse en un manifiesto consignas concretas y los primeros decretos del nuevo poder revolucionario, disolviendo todos los organismos administrativos y políticos del Estado y declarando abolidos todos los privilegios de clase, remitiendo a los obreros al cumplimiento exclusivo de los acuerdos de los cuadros sindicales y ordenando a los soldados que constituyan sus comités allí donde puedan y reduzcan a sus superiores usando todos los procedimientos. Estos decretos serían cuatro y cada uno de ellos reforzaría y dejaría teóricamente realizadas cada una de las cuatro consignas principales en las que se sintetizarían los aspectos fundamentales del nuevo poder y los resortes más elementales del triunfo.
«Han pedido la palabra varios compañeros y como lo interrumpen constantemente Samar se calla y les dice que expongan su opinión y que después continuará él.
»El compañero Urbano se opone resueltamente a tomar el poder y a lanzar decretos. Lo considera vicio autoritario y muy peligroso, y se extraña de que el compañero Samar se atreva a emplear ese lenguaje.
»El compañero Samar le dice si cree que los obreros que se están jugando la vida en la calle piensan así. Reclama que hable el compañero Gisbert que había pedido la palabra y éste dice que nada tiene que añadir a lo dicho por Urbano.
»Samar insiste en que explique el sentido de una interrupción y Gisbert declara que si el triunfo de la revolución depende de ese plan a base de política, poder y decretos, no quiere la revolución.
»El compañero Samar dice que no se explica la conducta del compañero Gisbert y éste añade que él irá contra una revolución de ese tipo porque él lucha por la igualdad y la libertad totales.
»El compañero Samar le advierte que se ha olvidado de la fraternidad y que le extraña porque el compañero Gisbert ha estado en Francia y los gendarmes de la burguesía le han molido las espaldas en nombre de la Igualdad, la Fraternidad y la Libertad.
»El compañero Gisbert explica dónde comenzó a desviarse la revolución francesa y termina diciendo que si hubiera de salvarse el mundo a cuenta de implantar una autoridad y de encumbrar a alguien preferiría que el mundo se perdiera.
»El camarada Samar dice que el compañero Gisbert es terrible y que no quiere considerarlo monstruoso porque lo conoce.
»El compañero Gisbert dice que monstruoso lo considera la burguesía y que lo tiene a honra.
»El presidente llama al orden del día y el compañero Samar sigue. El primer decreto contesta al estado de guerra declarándonos movilizados para la guerra civil y dando normas para la organización de los consejos de soldados a los que se considera proletarios y soldados de la revolución, y señalando la línea capitalista formada por la guardia civil y las fuerzas de orden público.
»El segundo declara que quedan anulados todos los contratos que determinan propiedad de trabajo ajeno o privilegio económico y explotación. Así nadie pagará a partir de esta fecha alquileres de vivienda ni servicios públicos, ni obedecerá en fábricas ni en talleres otra orden que las de la organización sindical. Da indicaciones para que los mineros de la zona sublevada las sometan a sus asambleas con objeto de conservar las minas en estado de explotación y establece en general dos planos de lucha. Uno de desobediencia civil y otro de ofensiva armada.
»Otro decreto recaba para el comité todo el poder revolucionario hasta que la central sindical se reúna en Congreso con representaciones también de los sindicatos autónomos y dedique toda su actividad a la organización de las federaciones de industria.
»Piden la palabra los compañeros Segovia, Arguelles y Tarrasa. Los tres creen que sobra eso de los sindicatos autónomos.
»El compañero Samar pregunta si no se los considera revolucionarios y ninguno de los tres lo afirma ni lo niega.
»El compañero Urbano, para una cuestión de orden. Cree que perdemos el tiempo y que antes de seguir adelante se debe someter a votación la forma autoritaria y política en que plantea Samar el curso de la revolución. Si se acepta, seguiremos, pero si se rechaza no hay más que hablar.
»Samar entiende que no es cuestión de principios, sino de tácticas y que por lo tanto debe seguir para votar al final una vez conocidos los pormenores.
»En contra, Urbano y los tres compañeros anteriores. Como piden la palabra dos más, el compañero presidente propone la votación para ganar tiempo y Samar dice que no tiene inconveniente.
»Por siete votos contra cinco acuerdan que no ha lugar y se pasa al primer punto del orden del día. Los que han votado en favor quieren que conste su voto y son…»
Samar se queda mirando los horizontes del amanecer:
—Si en lugar de detener a esos cuatro compañeros: Liberto, Elenio, José Crousell y Helios, la policía hubiera detenido a Urbano, a Graco, anoche nadie me hubiera podido quitar la mayoría en el comité. Pero ¿cómo se va conseguir esto con hombres como ése que en un mitin se quemó la mano con una cerilla para demostrar lo que vale la voluntad, revelando una vanidad exhibicionista desenfrenada? La línea de combate se puede establecer entre inteligencias firmes, no entre hombres que siempre discuten y siempre están de acuerdo. Samar recordaba que cuando se acercó a grupos donde estos compañeros polemizaban tuvo que marcharse mareado. Lo mismo les decía a los demás. Discutían por discutir, iban evolucionando hasta cambiarse recíprocamente las tesis y había tal suficiencia y tal satisfacción en perderse en el laberinto pequeño intelectual que se veía que ninguno de los dos esperaba ni deseaba la revolución. Como los curas, tenían siempre una palabra para interpretar las «miserias de este mundo», y una vez dicha ya estaban tranquilos. Aquello era un fin. Los obreros que se acercaban de buena fe a buscar una orientación, salían con la cabeza turbia e insegura, aunque, eso sí, con la impresión de que los contendientes habían leído todos los folletos de los puestos de periódicos. Y quizá hasta algún libro. Samar movía la cabeza y volvía la mirada hacia los horizontes cada vez más claros.
Star se le plantó delante con la olla de aluminio bajo el brazo. El gallo la seguía. Samar le dijo:
—Ve a casa del cabo y espérame.
Samar vio que desde que comenzaron los sucesos la chica se había ido poniendo cada día un jersey de distinto color. Hoy era blanco. La veía alejarse y seguía pensando: «¿Será virgen todavía?».
Star se aleja con el gallo detrás. Aparece un perro lobo y el gallo avanza a grandes zancadas y se pone al costado opuesto de la chica. Esta se inclina y coge una piedra. Después, cuando ya ha pasado el peligro, tira la piedra y los dos siguen marchando en paz. La mañana encierra a Madrid en un fanal blanco y azul. Samar vuelve hacia el cuartel y antes de llegar tuerce a la izquierda y entra en una casa. Cuando sale lleva un paquete de manifiestos. Siente una agradable impresión pensando que si lo detuvieran podrían juzgarlo sumarísimamente —estado de guerra— y fusilarlo. Como le gusta analizar sus estados de ánimo comienza a pensar en las razones por las cuales acepta la idea de su propia destrucción:
—Esta conducta de algunos compañeros —se dice— nos empuja a todos hacia abajo. Quieren acabar, sin darse cuenta, con todo, con ellos mismos, conmigo.
Algo protesta en el fondo: «Conmigo no podrán». Luego cree comprender:
—Es la reacción de la humanidad contra sí misma después de sentirse incapaz de superarse.
Sigue andando y viéndose solo con sus reflexiones le da al hecho de andar una trascendencia como si con sus pasos midiera el planeta.
—La revolución —dice— no está en ésos, ni en los intelectuales radicalizados que cobran de una dictadura y luego de una república y después juegan con ventaja de barateros a las propagandas rojas organizando editoriales donde se ofrece la revolución con el veinte por ciento de descuento. Ni mucho menos en esos otros que rechazan la salvación si ha de hacerse «ensalzando a alguien», éstos que traicionarían a la revolución si vieran manera de hacerse lejos de ella un lugar en el mundo. El más pequeño halago burgués los haría rendirse. Y ahí están negando una proposición por sindicalista pura, otra porque aun siendo ortodoxa la sostiene un compañero más elocuente y les molesta que haya quien tenga esa cualidad. Todo en ellos dice que no. La materia ascética, el alma reseca. También, en la mañana, las cosas niegan. Los árboles cabeceando en el aire, la luz soñando en el charco azul: ¡No! ¡No!
Niegan las pistolas disparando y los corazones abiertos y saliendo en torrente por la boca.
Samar se encuentra a Villacampa. Este ha dormido al raso porque la policía estuvo ayer en su casa y no se ha atrevido a volver.
—¿Tienes algo que hacer en el cuartel?
—Yo, no. Creo —respondió Leoncio— que el que se ha encargado de eso eres tú.
—Sí, pero hay que esperar a la noche. Hay que escribir e imprimir unos manifiestos. Después celebraremos la reunión con algunos sargentos y mañana se verá lo que se hace.
—¿Tú qué opinas?
—Estoy dispuesto a todo. Ya que no se quiere reflexión ni orientación, seamos irreflexivos y andemos desorientados. Pero no nos detengamos.
Pasean juntos. Samar dice que le extraña no ver las calles del barrio tomadas por el ejército ni hallar guardias ni agentes.
Leoncio explica:
—No les importa lo que ocurra en el barrio. No hay bancos ni ministerios ni iglesias que defender. Las fuerzas están preparadas en el cuartel, en la delegación de policía y en el campo, en las afueras. El barrio está sitiado. Toda la ciudad está sitiada.
Villacampa habla de las detenciones que se han hecho últimamente. A Crousell le han debido coger muchos papeles encima.
Samar se encoge de hombros:
—No hay en toda la organización un papel verdaderamente revelador. Alguna ventaja ha de tener esto de hacer las cosas como se hacen. Es decir, sin pies ni cabeza.
Llegan a casa del cabo. Star aguarda con la olla sobre las rodillas. Meten dentro dos mil manifiestos. El texto es expresivo. Nada de lirismos ni exaltaciones. Las palabras tienen su valor y no hay que superponerles capas y más capas de purpurina. Números y hechos. El número es el esqueleto del hecho y son inseparables. Número de cápsulas y de sacos de harina. Números del alza del fusil, del pescuezo militar, de las víctimas, de los detenidos y de las ideas elementales que todavía quedan en los cerebros y que hay que desterrar porque van envenenadas. Números y hechos. El manifiesto, corto y terminante, tiene medidas las fuerzas en cada palabra, en cada signo ortográfico.
Le da a Star el volante autorizándola a entrar en el cuartel y salen los tres. En el aire hay muchas interrogaciones:
—¿Y después?
Villacampa se encoge de hombros.
Samar advierte:
—Mi «después» se limita a enganchar los hechos y los números en racimo. A poner un poco de aire comprimido dentro de cada proyectil, un poco de veneno en las bayonetas, a atar el telémetro en el cañón de la ametralladora y a agrupar disparos y voces para que suenen y se oigan y hieran donde queremos herir. A clavar la cuña y facilitar el derrumbamiento buscando leyes físicas propicias. Eso nada más.
Villacampa pregunta deteniéndose:
—¿Sabes lo que te digo? ¡Que discurres demasiado!
—Hombre…
—O mata uno o lo matan. De todas formas llevamos la de ganar, porque si nos matan a nosotros con nuestro cuerpo se levantan diez banderas nuevas. Eso es lo que yo pienso. ¿No ves lo que ha pasado con los tres compañeros que cayeron el día del mitin en el «Paraninph»?
Star se ha perdido camino del cuartel. Sujetamos el gallo que a todo trance quiere seguirla. Villacampa no le ha dicho una sola palabra. Ella ha leído el manifiesto, y después de meterlos todos en la olla ha hecho un gesto ambiguo de conformidad y sin el menor recelo ha ido a cumplir su misión. Los manifiestos van sobre el cuartel como una lluvia de metralla. Son octavillas, papeles blancos torpemente impresos con finas y agudas palabras. Nada al parecer. Pero pueden determinar unos centenares de procesos que naturalmente soliviantarán a los soldados suponiendo que no se solivianten por sí mismos antes. Samar tiene fe en la eficacia de su propaganda.
Villacampa pregunta:
—¿Cuándo se acordó levantar el cuartel?
—Anoche —responde Samar—. Había división de opiniones. Yo voté en pro. Puedo decir que si el regimiento se subleva lo habrá sido por mi voto.
Se separaron. Samar se encontró en casa del cabo con Casanova, que miraba al techo y contaba a Lucrecia sus cuitas de hombre que no ha encontrado todavía su pistola. El cabo lo miraba pensando:
—Tiene cara de suicida. Hacen bien en no darle una pistola.
Casanova iba a ver la ametralladora cuando ya se la habían llevado. El cabo se negaba, con mentiras muy finas, a decirle dónde estaba y Casanova justificaba su estado febril:
—Yo deserté de la burguesía quemando las naves. No puedo ni quiero volver. ¡Pero, coño! ¿Es uno como vosotros o no?
Samar también vio entonces que Casanova se pondría una corbata de seda y haría zalemas en los salones de visita de las monjas, si el caso llegaba. Había sido mozo de comedor en una casa aristocrática y tuvo que marcharse dejando su simiente en el vientre de la hija mayor. Lucrecia, oyendo esto último reía hasta desencajarse las mandíbulas. Pero Casanova decía que estaba enamorado de la aristócrata, y entonces fueron Samar y el cabo quienes soltaron a reír.
Sonó un tiro cerca. Se dirigió a Casanova:
—Vamonos, que seguramente vendrá la policía.
En aquel momento llegaba Star con su olla. La destaparon, cogió Samar un papel que había en el fondo, escrito a mano, recogió el volante para volver a utilizarlo después y preguntó:
—¿No habrán sospechado nada?
—No lo creo —contestó Star.
Samar y Casanova salieron. Este volvió a pedir una pistola:
—El que te la puede facilitar es Santiago —advirtió Samar.
—¿Pero tiene pistolas?
—¡Hombre! Mientras en Ginebra no cuenten con él, la limitación de armamentos será un mito.
Se fue en busca de Santiago y aunque Samar sabía que era inútil pensó que así mantenía en el alma de Casanova una esperanza. Se acordaban de sus amores.
—Está borracho de sentimiento —se decían— y debe morir porque no vale gran cosa.
Pensaban en su suicidio y se encogían de hombros. Conocía Samar bien esa enfermedad y pensaba en ella con la alegría del que se cree curado. «Pero quizá —dudaba— esa fe no es todavía más que un recurso de enfermo». Siguió en dirección al campo. Después de la entrevista del día anterior con su novia, después del fracaso de su proposición en el comité, Samar sentía la necesidad de la naturaleza libre.
Salió por una estrecha vereda entre un montón de escombros y una raquítica plantación de maíz. Detrás se extendía el campo llano de la Mancha. El cielo, inseguro, presagiaba lluvia y la cal del suelo la esperaba, la deseaba y a veces parecía alzarse en nubecillas y salir a su encuentro. Oyó de pronto su nombre y se detuvo. Luego siguió adelante pensando que allí no podía llamarlo nadie, que en su soledad total y absoluta eran las piedras y los árboles polvorientos quienes lo llamaban. Siguió andando. «¿No tendrán razón ellos, los que han rechazado mi proposición?» —pensaba—. Porque toda esta protesta desarticulada no va preñada de fórmulas, pero sí de porvenir frente a un pasado que quieren prolongar los que viven de la herencia. Ellos, de la herencia y nosotros, de la esperanza. Todos estos hechos aceleran la descomposición, desmoralizan a los heredantes, sacan a la superficie la fuerza escondida, la reserva viva que representamos nosotros, los únicos que frente a la civilización de Occidente seguimos fieles a la naturaleza, identificados con ella”. Otra vez creyó oír su nombre y no vio a nadie. Esto lo desconcertó.
Hablaba con las nubes, con el árbol y el viento, de espaldas a la ciudad. Sus interlocutores le quitaban la fe en su posición revolucionaria. «El campo es anarquista —se decía—, y la ciudad, autoritaria. El campo es elemental, directo y profundo. Claro es que hay leyes físicas, pero el campo desconoce la agronomía, el árbol la botánica, y el río la geografía. La máquina, en cambio, conoce la estadística. No tiene el campo conciencia de sí mismo. La física y la química son su conciencia, como nosotros somos la conciencia de la rebeldía». Identificaba los comités, los grupos de acción, las muchedumbres embravecidas, con las nubes, las rocas, el árbol y el río, y seguía andando. A sus espaldas oyó un disparo y una voz que gritaba:
—¡Alto!
Levantó los brazos y se detuvo volviéndose poco a poco. Era Emilia, la «virtuosa». Emilia del Sindicato de Oficios Varios, que soltó a reír viéndolo tan asustado. Se le incorporó corriendo:
—Hace rato que te sigo. Te llamaba y me escondía. Perdona el disparo, pero tenía ganas de estrenar la pistola.
—¿Adónde disparaste?
Ella reía:
—Disparé contra ti.
Samar abría unos ojos de a palmo. Desvió el cañón, puso el seguro.
—Pudiste haberme matado.
—A lo mejor llevas la bala encima. Ya sabes que hasta que se enfría no se nota.
Samar se palpó el pecho, hizo flexionar los brazos, respiró hondo. Ella lo ayudaba a comprobar recorriéndole la espalda, bajo la chaqueta, el vientre, los muslos. Todo en broma, claro.
—He apuntado bien —decía de vez en cuando.
—Pero —preguntaba Samar—, ¿qué te propones saliendo al campo a cazar sindicalistas?
Se separó, lo miró a los ojos y dijo afirmando:
—He salido a cazar a un hombre.
Y sonreía con una expresión descompuesta y un poco animal de cabra bonita, de cabritilla angélica. El aire era denso y las nubes seguían extendiéndose. Había grandes calveros de Sol. Samar vio que la situación se hacía violenta. Echaron a andar. Así, sin mirarse, hablarían mejor.
—¿Un hombre? ¿Pero cualquiera?
Ella decía, centelleando:
—Dirás que estoy loca, pero quiero tener un hijo.
Samar la miraba con ansia de comprender y de absorber el misterio. Era virgen. No había más que ver sus ojos, su nariz sin acabarse de formar. «Esta chica —se decía— ha hecho la revolución dentro de sí misma, se ha entregado con frenesí a la victoria». Confirmando sus pensamientos hablaba ella con prisa, nerviosamente:
—He dejado a mi familia. Son unos vagos y unos gorrones. Ahora tendrán que romperse la crisma trabajando. Soy independiente y libre y lo seré siempre. Contigo. Te regalo mi libertad.
—Pero —volvió a besarla— tendrás que confesarte mañana.
—Ya lo sé. El cura me absuelve. Es más anarquista que tú y que yo juntos. Si sigo confesándome con él, me pedirá que ponga una bomba en casa del obispo.
El aire era más denso. Había comenzado a llover un kilómetro más adelante y el arco iris medía horizontes con su curvo compás. Se sentaron en un ribazo. Llegaba del lado de la lluvia una brisa húmeda. Temblaban los pechos bajo el vestido y se querían escapar.
Llovió sobre ellos. Se desintegraban, bajo la lluvia de mayo, como la cal de la tierra seca. Samar veía en los ojos de ella el arco iris. Lo veía también en las gotas de agua que quedaban prendidas en sus cabellos negros. Ella bebía en las mejillas de Samar la lluvia que resbalaba. La tierra se esponjaba y se estremecían los arbustos alrededor. De la tierra, del césped, de las hojas muertas y de las raíces metidas en la entraña fértil subía un humor cálido.
Samar satisfizo los sentidos, que hablaban palabras verdaderas. No quiso satisfacer el engaño sentimental del hijo, en el que los sentidos se atrincheraban. Emilia creía que había concebido, pero Samar sabía que no. Cuando el agua de mayo cae sobre la tierra, esta no piensa en la satisfacción de dar pan a los hombres. Canta su felicidad y devuelve su calor al aire y a las nubes. Nada más.