XVIII
Confina al norte con el Cantábrico y los Pirineos, que la separan de Francia
Estábamos al lado de un mapa de España en relieve —en el suelo— en el parque del Oeste, en la Moncloa. Un mapa muy bien hecho, con montañas y agua «verdadera» en los mares, y litorales color gris-azul.
Una abeja vuela sobre España. Se detiene un instante en una cumbre y luego desciende como un sesquiplano ancho y brillante al riachuelo. Bebe y sube otra vez para ir a posarse luego sobre los altos del Llobregat. Cataluña tiene dos colores. Verde olivo, casi negros y azul marino, que es el mismo azul de la pita y el cacto. La abeja se ha detenido. Lleva esencias aromáticas en el vientre y está deseando volver al panal y dejar su dulce miel. Come flores produce miel y entretanto su aguijón envenenado se clava donde puede. Es hermoso producir miel y digerir flores y clavar el aguijón, pero la abeja no tiene camino. Con sus ojos y sus alas vuela dejándose llevar por la inspiración momentánea del viento o del perfume que prende al pasar. Samar ve a la abeja sobre Cataluña y en la planicie de Tortosa, junto al Ebro ancho que no se atreve a cruzar una diminuta araña, va reconstruyendo los rostros de Abertain, de Ricart, de Magrañé. Cataluña se ha cruzado también de brazos y empuña debajo del izquierdo la pistola. ¿Hay hambre? El hambre no se siente bajo la embriaguez del combate. La abeja se ha levantado y vuela rastreando. En su zumbido, Samar cree entender:
—Vamos a las comunes libres.
La abeja ve sobre la montaña de Montjuïch una rosa, es la rosa de Holanda, a la que los industriales de aquel país han dado el nombre de un catalán obsesionado con su dulce catalanidad. Alguien advierte:
—¡Eh, joven abeja! ¡La rosa de Holanda es una flor reaccionaria! La abeja se posa en el centro replicando:
—No importa; huele bien.
Al clamor burgués, Ricart y Magrañé responden:
—Lo que sea, saldrá de las comunas libres y de las federaciones de industria.
Desciende por la costa, pero luego Samar se arrepiente y bordeando los Pirineos vuelve al Cantábrico. Una hormiga con alas y despiertos ojos camina a través de Asturias, Santander, Vasconia. Baja hacia Aragón y allí pierde las alas y le brotan fuertes mandíbulas y patas firmes que le permiten agarrarse al suelo y no ser arrastrada por el viento.
En el Cantábrico, la hormiga llevaba su hojita verde. La dejaba para volar, reconocer los horizontes, escoger el mejor camino. Volvía a posarse y a coger la hoja. Andaba un trecho sin dificultad. En el rincón del Bidasoa hay un alacrán negro, un buen metalúrgico con sus tenazas y el rabo hiriente e inquieto. La hormiga admira al alacrán de movimientos concretos y seguros. Los dos se llevan bien. Samar ve allí a los hombres preocupados porque la huelga no pierda en ningún momento su carácter revolucionario. La huelga lo es allí para el banquero, pero no para el huelguista que se afana y lucha a todas horas. Bajo el árbol de Guernica, el buen burgués templa el txistu, que lleva grabado el nombre Dios, y reza y baila con sólo una pata corta y zamba en torno de sus blasones de piedra. A veces deja el txistu y se asoma a la ventana:
—¿Qué queréis, pues?
Contestan cien voces:
—¡El poder!
El burgués se retira rascándose la nariz y repitiendo:
—¡Estos saben lo que piden, carajo! ¡El poder! ¡No es nada! Ahí está el poder. Está a la intemperie y mal defendido. No hay más que llegar y cogerlo. ¡Saben lo que piden, carajo!
El viejo está un poco «chirene», con sus ahorritos y su Sabino Arana. El Comité Revolucionario no tiene atribuciones sobre el alacrán bilbaíno, pero en el terreno de la lucha coincidirán. Samar mira con melancolía ese rincón, obediente a un partido proletario, y quizá con deseos de contraponerle otra realidad baja hacia Aragón, Rioja y Navarra. Reside la Regional en Zaragoza. Tierra calcárea, resbaladiza. Actúa en contacto con Barcelona, en contacto con Madrid. He aquí el insecto que ha caído de la rama de un árbol y pasea sus anillos por la zona azucarera y sube después hacia Monegros. El Ebro es apenas una hebra de acero.
Alguien pregunta desde el balcón del solanar:
—¿Se puede saber qué queréis?
Claro que sí. Se puede saber. El burgués insiste:
—Decid lo que queréis y si es bueno todos iremos allá.
Ríen los obreros. Los sindicatos de la Regional están bien nutridos, y hay unanimidad y entusiasmo. El gusano está firme sobre sus patas y desplegará un día sus alas. Luego las dos Castillas. Hay en ellas una salamandra blanca, plateresca, con el rabo en Segovia y el morro en Zamora, aletargada y soñolienta. Germinal, Espartaco y Progreso yacen ahí abajo, junto al Guadarrama, debajo del vientre viscoso del animal. ¿Qué decir de Castilla? Samar se siente en ella, en su entraña. No se le ocurre nada porque Castilla es él mismo y no es dado a la introspección ni a vaticinarse a sí mismo porvenires ni siquiera a jugar con interpretaciones de su vida pasada. «Soy yo», se dice, como se lo debe decir un árbol o una piedra o una nube. Pero reflexiona sobre un Madrid futuro sin funcionarios, descongestionado por la vuelta al campo, a las minas, a las provincias lejanas. Enamorado de Madrid, quisiera en él una relativa soledad de aldea. España, república federal de trabajadores, y su capital en Lisboa. Recuerda que al amanecer, en el instante de las medias luces, ha hecho a veces juegos de sugestión y ha conseguido merced a ellos una evidencia extraña: la evidencia de que eran las siete de la tarde. No el amanecer, sino el atardecer. Un atardecer con las calles desiertas, con los portales y los comercios cerrados, con la población recluida en casa, alejada del pánico; un Madrid abandonado o un Madrid derrotado definitivamente por la revolución. El campesino se había llevado en rehenes al director general, al obispo y al honrado comerciante. Madrid quedaba, sin ellos, admirable en su dulce soledad civilizada, culta, limpia. Un día… un día… Samar vuelve de sus sueños. Está en Madrid. Algo tiene esta mañana, soleada ya —vencidas las nubes—, del Madrid de mañana. La revolución se hace en Castilla, digna, altanera. Tiene empaque. Días pasados perseguía la policía a un compañero que se extravió después de intentar castigar, con otros, a los esquiroles de las fábricas de electricidad. Se cruzaron tiros. El compañero hirió a un agente o dos y recibió también un balazo. Pero continuó huyendo y disparando. Cuando se le terminaron las cápsulas y se vio acorralado, tiró el arma y contuvo con un gesto a los agentes mientras decía:
—Bueno, ya basta. Os perdono.
España aparece otra vez a mis pies. Emilia la contempla desde la otra parte. Cree llevar el hijo en las entrañas y es feliz.
—Mira, mi tierra.
Señala unas montañas hacia la raya azul de Málaga. Un poco más arriba dormita una lagartija menuda y vivaz. Abarca precisamente la regional levantina. Samar mueve la cabeza y reflexiona: Muchas naranjas, muchas flores, mucho oriente y mucha sal marina. Piensa que el oriente se desasosiega lejos del mar y es en las estériles llanuras cubiertas de langosta parda donde hace su justicia o inventa su religión. Pero al lado del mar se le aquietan los nervios y se adormece en la esperanza, azul como los horizontes que cree tocar con la mano.
Vayamos a Andalucía del interior, con sus horizontes chatos y verdes o altos y blancos. Sierra Nevada no es blanca, sino de un gris azulenco. Toda España despoblada, sin carreteras ni ferrocarriles, España volcánica antes del primer árbol y del primer insecto, es igualmente gris o azulenca. En lo alto de Sierra Nevada hay una mariposa negra. La larva de Aragón tiene alas en Andalucía, pero son dos banderas negras, es un ala fúnebre y sombría. Sin embargo, el cuerpo de la mariposa tiene anillos rojos y las antenas son rojas al principio y negras en las puntas.
—¿Qué habéis hecho? ¿Qué hacéis?
Andalucía es el campo y el campo es anarquista. Los compañeros de la Regional de Sevilla preguntan:
—¿Y tú? ¿Adónde vas?
—Voy a un mañana mejor. No para mí: para todos. Samar tira la colilla sobre Vasconia. El fuego va a dar aproximadamente sobre Loyola, quizá junto al balcón donde Ignacio el petimetre solía asomarse. Si estuviera ahí —piensa Samar riendo— huiría con su pata coja o se asfixiaría como una rata. Luego se dirige a la mariposa negra:
—Igual que vosotros, no.
Toda Andalucía arde en un clamor de proclamas y petardos. Germinal, Progreso y Espartaco sonríen en la tumba, felices, mientras por los labios les andan las larvas que tendrán alas mañana, a flor de tierra. En Extremadura hay un saltamontes indeciso, que lo mismo vuela sacando del vientre ramilletes de colores como se queda quieto en tierra, con los codos en alto, esperando que lo aplasten.
Cerca de Portugal hay un extraño insecto. Tarda Samar en averiguar que se trata de una luciérnaga.
—Ese bicho —le dice a Emilia— da por la noche una luz verdosa. Luego se fija en su emplazamiento.
—¿Sabes donde está?
—En Castilblanco.
Una luz en Castilblanco, a la derecha de la España en sombras o bajo la luz de la Luna junto al agua pantanosa. Están Samar y Emilia acodados en la barandilla que circunda un mapa de España en relieve, al final de la arboleda de la Moncloa.
Ella señala hacia Baleares:
—Mira. El Mediterráneo.
—Si —dice él—. Ése es el mar de la civilización cristiana. El mar de Platón y de Jesucristo. Un mar febril y poético.
Tiene poca agua. Samar le dice a Emilia que vaya subiendo hacia Rosales. Luego se desabrocha y se orina entre Formentera y Valencia. El Mediterráneo ha aumentado considerablemente.