XX
El «ahora» sangriento e idílico — Magia del
presente
(Sigo hablando yo).
Despertó Emilia al amanecer. La aurora rompía albores sobre la claror del río…
A ella le dolía la espalda por la incomodidad del lecho. Los relieves del cuerpo femenino son diferentes. La espalda de Samar se había adaptado bien al banco y la de ella, arqueada entre los muslos de Samar y su propio lindo trasero, quedaba en el aire inestablemente.
—¡Aaaaaaa!
—Anda, mi vida, que yo también estoy entumecido.
Se levantaron y Samar se acercó otra vez a España. Encima del palacio de Oriente, sobre Getafe y Cuatro Vientos lucía Venus o Lucifer o Astarté o Tistra, que de todas estas maneras se ha llamado al lucero de la mañana. (Entre paréntesis, la palabra tistra es puntiaguda y cabrilleante como la misma estrella).
Al pie de España —desde el lado sur de Yebel Tarik— Samar volvía a contemplar su patria bonita. «Yo la quiero, a mi patria, sobre todo en las mañanitas de los falsos domingos rojos o rojiblancos».
En Madrid, en el centro geométrico de la península, había una mariposa cuyos colores —amarillo y negro— produjeron a Samar un escalofrío, porque aquella mariposa le recordó a Amparo y los colores eran fúnebres. A su alrededor el rocío del amanecer hacía brillar las cimas de las cordilleras.
Pero Emilia se acercaba reacomodándose la falda en la cintura:
—Confiesa que estás enamorada de una mujer de la alta.
—La alta… ¿qué?
—La alta burguesía.
—Calla. ¿Qué te va a ti en eso? —preguntó él, nervioso.
—Yo también he tenido principios, digo, educación con la crema de la crema.
—Beaterías.
—No creas. Iba a una escuela de monjas, eso sí, pero de las caras y recuerdo que cantábamos a coro unas canciones que las monjas componían y que eran de lo más moderno que se puede pedir.
—En el estilo de las sacristías.
—Te digo que no.
—Bueno, canciones de coro, de liturgia.
—No, no, pero tampoco profanas. Con letra sin sentido.
—¿Cómo?
—Sin sentido. Para ejercitarnos la laringe, las cuerdas bucales y no sé que otras cosas vibratorias.
—¿Por ejemplo? —dijo Samar, a quien las cosas vibratorias le habían hecho gracia.
Se puso a cantar Emilia una canción de veras extraña:
Baladón, baladón gafá
chivirí, chivirí, macáaaaa,
uté, uté, pata ti-ti-ti
patí, patí, uté la-la-la
a rebatir con ué
y a chivirí macáaaaa…
A Samar le gustó y se la hizo repetir pensando que no todas las monjas eran tan tontas como parecían. O que eran más tontas de lo que se podía esperar y entonces parecían originales e interesantes. Y comprobando que Emilia cuando cantaba aquello (con una especie de convicción labio lingual impresionante) resultaba otra vez tentadora.
Baladón, baladón. Gafá…
En aquel momento debía pensar ella que Samar se conducía como un tipo desorientado y caótico. Tal vez tenía razón. Había conquistado ya toda libertad posible y no sabía qué hacer con ella.
Lejos se oían tiros de fusil.
Emilia se acercó y Samar sentía un hombro femenino y redondo contra la percha clavicular del suyo, masculino.
—¿Qué pasará si ganamos esta huelga general? —decía ella.
Volvía Samar a las andadas.
—La España que hizo la Constitución de Cádiz en 1812 era la España colonial, digo, la que vive del trabajo y tiene un sentido liberal de las cosas.
—Eso ya lo dijiste otra vez.
Y cantaba entre dientes, distraída: uté, uté, pata ti-ti-ti.
—Pero como eres tonta conviene repetirlo. Barcelona, Valencia, Málaga, Almería, Cádiz, Huelva son liberales. Vigo, Coruña, Oviedo, Gijón, Santander, Bilbao, San Sebastián, Irún son liberales también. En la tierra alta hay una tendencia castrense: Burgos, Ávila, Segovia, Toledo, Cuenca, Castilla, en fin. Las dos Castillas, sobre todo la Vieja. Esa es la España castrense, amiga de la aventura beata en religión, reaccionaria en política, monárquica y absolutista. Para esta España el trabajo es una maldición bíblica de la que hay que huir y en eso yo también soy católico. Bueno, tú sabes que en 1931 votaron por la República las regiones coloniales. Se proclamó la República en Cataluña antes que en Castilla. Votaron por la continuación de la monarquía las Castillas castellanas y castrenses, muchas de cuyas poblaciones, las de los burgos podridos no tienen razón de ser. En el fondo de los valles y en las vegas floridas de Castilla era otra cosa. Pero los alcores eran putrefactos. Desde el tiempo de los romanos son aglomeraciones artificiales creadas a la sombra de los castros levantados no para cultivar la tierra, sino para defender el terreno a hostia limpia. Los que viven por sus manos y las putas profesionales o aficionadas que se acercaban al castro han seguido a la sombra del castillo o de la catedral hasta hoy…
—Eso también lo dijiste ya… —Y añadía entre dientes: «A chivirí macáaaaa».
La mariposa negra y amarilla seguía en Madrid con sus alas juntas y verticales. Los dos la miraban, alucinados. El Mediterráneo seguía oliendo a ácido úrico. Sin hacer caso de Emilia siguió Samar con los ojos puestos en los relieves del mapa:
—Es linda España, vista así.
—¿Vista cómo? ¿A vista de pájaro?
—Ningún pájaro puede subir tan alto para ver a España entera como la estoy viendo yo.
—Entonces…
—A vista, más bien, de serafín. Y volvió a lo suyo:
—El montañés en lugar de trabajar prefiere la caza, el contrabando, la aventura. El comercio de ganado, que tiene algo de aventura gitanesca. Va a la iglesia, blasfema y juega a la lotería o al monte en el casino durante los largos inviernos. Confía en la suerte y en Dios o en el diablo y en tiempo de elecciones vota por el obispo. El campesino d’abaixo vive de su trabajo, si tiene alguna tierra come lo que produce y vende lo que le sobra y si hay elecciones vota liberal. Los castrenses españoles hacen de su patria desde 1650, más o menos, un largo esperpento valleinclanesco. Los pequeños paréntesis coloniales no han representado gran cosa.
—¿Y vosotros?
—¿Qué quieres decir?
—Los que tenéis la manía de escribir.
Samar se engoló un poco. Tenía la debilidad de creer, como Natalio Rivas y esos académicos que se llaman don Pantaleón Gutiérrez de la Osa y Escalante, que escribir era una cosa seria.
—Castrenses o coloniales los escritores de verdadera importancia, a lo largo de los tiempos, han sido perseguidos. Cervantes va dos veces a la cárcel, Lope es desterrado. Ya lo dije antes. Por si las moscas (las moscas funerarias de la Suprema) el autor del Lazarillo oculta su nombre. También el de la primera Celestina. Don Quijote, como reflejo y cifra de la entraña de un pueblo, en un momento de la historia, se integra en el mito nacional. Es el primero de los elementos que forman la idea mítica de lo español. Él solo y sin necesidad del contrapunto de Sancho, representa esa síntesis castrense-colonial según la cual el español es un caballero genuino e ineficiente o un trabajador con dobles fondos trascendentes o un mendigo metafísico. En ninguna parte del mundo hay carpinteros, labradores, albañiles, más metafísicamente —valga la expresión— satisfechos de serlo, es decir, gente colonial tocada de idealismo castrense. La locura de don Quijote es castrense y puede ser hermosa, puede ser incluso sublime como cualquier forma de generosidad, pero sitúa al héroe fuera de la realidad. La razón de don Quijote, cuando se hace perceptible, es la misma del pueblo español. Del razonable pueblo, que ahora está aprendiendo a combatir quijotescamente en las calles.
Llevaba Emilia una varita, un junco verde, que había sacado no se sabe de dónde y jugaba con él.
—Sigue —ordenó.
—No puedo. Esa mariposa me recuerda a alguien y me tiene hipnotizado.
Ella de un golpe certero partió la mariposa en dos. Una de las alas temblaba en la mitad superior del cuerpo, que parecía un coselete minúsculo de metal. Samar le cogió la mano a Emilia, pero ya era tarde:
—¿Qué has hecho, grandísima puta?
Se quejaba ella, en serio:
—No me insultes, Samar.
—¿Qué has hecho?
—Ya me gustaría ser una gran puta —decía ella casi llorando—, pero solamente lo soy un poquito.
—¿Qué has hecho?
—Un poquito nada más, como las otras.
Samar sentía temblar algo en el centro de su cerebro, como aquella ala amarilla y negra.
—Esa mariposa era más que un ser humano, para mí.
—No seas supersticioso.
—O más que un ser humano. Pero tienes razón, no hay que ser supersticioso.
—Menos mal que me das la razón una vez. Y se puso a cantar entre dientes aquello de:
… a rebatir con ué
y a chivirí macáaaaa.
Sin darse cuenta seguía en su canción el compás que marcaba el ala temblorosa —pendular— de la mariposa agonizante.
Un poco más tranquilo, Samar tomaba un aire doctoral medio en broma:
—Don Quijote gana la batalla final y también España la ganará un día si logra la síntesis colonial-castrense. Es don Quijote un ejemplo que nos sorprende cada día con alguna forma nueva de elocuencia. La vida de don Quijote fue una cadena de fracasos. Lo ridículo, lo absurdo, lo grotesco, se acumulan. Y al final, el hombre que se propuso ser el primer caballero del mundo lo ha conseguido, puesto que en cualquier extremo del planeta, en el Japón o en Sudáfrica, en la Patagonia o en el Canadá, cuando alguien quiere referirse a un individuo de un idealismo y de una generosidad sin límites dice que es un Quijote. Ganó su propia batalla don Quijote y la de los españoles. No todos los países tienen un arquetipo literario que pueda representar a sus naturales sin envilecimiento o sin alguna forma de disminución. Y sin caer en la petulancia arrogante. El Bourgeois gentilhomme de Francia avergüenza al burgués francés medio y sin embargo no tienen otro tipo y hay que aceptar que el retrato está bastante parecido. Aunque el francés tenga cualidades admirables en tantas otras cosas. Los alemanes tienen un doctor Fausto que ni siquiera es propio (es de origen británico). Pero bien mirado, ¿no se basa en un idealismo nebuloso con el que disfrazan un deseo de vivir la vida de los sentidos y de subordinarlo todo a ellos? Si Hamlet es el tipo nacional inglés (la mayor parte de los ingleses lo negarían), no es muy halagüeño para ellos. Si lo es Robinson, tampoco. En cuanto al ruso, si es Chitchicov de Las almas muertas, es un pobre diablo sin espina dorsal, pálido y carente de vigor lo mismo para aceptar la virtud como para la fatalidad del pecado o del vicio. Aunque Gogol sea un dechado de talento. Los españoles hemos tenido suerte con Don Quijote. Como la del Quijote, la nuestra será una victoria moral, producto de esa síntesis de la meseta alta y del valle, del castro y de la feraz ribera, con sus almunias, sus sotos o sus fábricas y talleres.
El ala de la mariposa había dejado de temblar. Los restos de vida que le quedaban en la parte superior del cuerpo se le habían acabado. Un ser como aquél, cuya vida natural duraba no más de dos o tres días había sido privado de más de la mitad de su existencia, tal vez.
—Oh, la gran… —fue a decir Samar otra vez, mirando a Emilia indignado. Ella respondió, tranquilamente:
—Ya querría, pero sólo lo soy un poco.
Luego al oír disparos lejanos reaccionó y quiso vengarse:
—¿Y tú? ¿Qué haces ahí? ¿Llorar por una mariposa mientras los otros se baten y arriesgan la vida y quizás la pierden?
En eso Emilia tenía razón y tuvo que callarse, Samar.