VII

Un voto de censura — ¡Siempre más!— El asalto

Llevo la pistola en la caña de la bota. La culata fuera, y atada a ella una cuerda que por debajo del pantalón va a parar al cinto. Rompiendo el bolsillo derecho del pantalón puedo tirar de la cuerda y sacar por allí la pistola. Si llegan las malas vuelvo a dejarla con la nariz metida en la bota y aunque me cachee la policía no la encuentra. Éste es un sistema que no falla nunca.

Han hecho bien en recomendar que no salgan a la calle los compañeros sin armas, porque nos entra un desconcierto de vagabundos, y yo recuerdo muy bien que cuando estaba sin trabajo y andaba por las calles sin rumbo tenía las ideas bastante flojas. Malos tiempos aquellos. Pero aún lo pasaba peor los domingos. Todos se dedicaban a sentarse a la mesa, a levantarse de la mesa, a pasear por los parques, y yo rodaba por la ciudad sin mesa y sin silla. Las casas venían contra mí. Tiempos con cara de perro. Alguna vez, aburrido de mi propio aburrimiento, me ponía a andar de prisa pero las gentes se daban cuenta de que no iba a ningún sitio. Entonces me sentaba en un banco y planeaba un atraco, un robo. ¿Qué puede hacer un hombre que ha venido al mundo con un trapo adelante y otro atrás más que trabajar, robar o mendigar? Trabajo no lo había, pedir limosna no supe nunca. Nadie se extrañará de que yo planeara un robo distinto cada dos horas. Pero ahora estamos a salvo de eso. Los de la Federación de grupos hemos salido hoy dispuestos a buscarle las entrañas al cielo, a ver si tiene ángeles o nubes de incienso y a ver si la bandera del porvenir va a seguir siendo un pañal cagado del niño Jesús.

Hemos aprobado en la reunión de grupos un voto de censura contra Samar. Lo he propuesto yo, y si no se corrige andará mal entre nosotros. No sé si me guardará rencor, pero ya habrá podido ver que nos ha fallado una parte del sabotaje preparado para mañana por su culpa. Había hecho el croquis que se le había pedido y luego lo tiró al suelo en un bar y ya no se puede hacer nada. ¡Con qué sencillez pasan las cosas más importantes! Los transformadores estarán vigilados. Y Samar también. Samar se condujo estúpidamente. Siquiera se le pudo ocurrir vigilar al agente e impedir por cualquier medio que llegara el croquis a la Dirección. Rescatarlo a toda costa. Samar ha dado las señas del agente y tres compañeros han salido a buscarlo, pero supongo que no lo encontrarán. Samar lo creía inútil y se ha marchado, después de citarse conmigo y con el comité de sin trabajo a las diez en una taberna de la Plaza Mayor. Los compañeros parados estarán media hora después en ese barrio y ya veremos lo que se hace.

La huelga va bien hasta ahora. Los socialistas secundan el paro. No hay más que ver el aspecto de la ciudad para comprenderlo. La huelga será general esta tarde. Anoche fue una comisión de nuestros sindicatos a ver a los directivos reformistas y no los quisieron recibir. Hoy éstos han lanzado dos manifiestos que son repartidos por policías diciendo a los trabajadores que no hagan caso a los elementos irresponsables que quieren arrastrarlos al caos. Pero son tan imbéciles que permiten que los repartan los agentes. Un manifiesto como ése en manos de un policía, está enseñando el plumero. Los compañeros de sus mismos sindicatos lo ven con disgusto y sus resultados van siendo nulos. Ya se han retirado todos los taxis. En el centro las tiendas no se atreven a abrir. El ramo de la Construcción ha parado íntegro, incluso los servicios del municipio. Los camareros, también. Artes gráficas, transportes, artes blancas, metalurgia y madera han respondido como siempre. Los choques no han sido tantos ni tan sangrientos. Los mismos patronos tratan al esquirol, como a un esclavo sin dignidad. Los tranvías siguen funcionando en algunas líneas, dedicados a pasear a la guardia civil porque el público no se atreve a ocuparlos. Pero habrá que darles un escarmiento. Obligaremos a la ciudad entera a guardar luto por el asesinato de los tres camaradas. Llego a la Puerta del Sol. En la acera de la izquierda, los sin trabajo del ramo de la Construcción toman el Sol como todos los días. Se ven pocos burgueses por la calle. Abunda más el obrero y se advierte que es huelguista por esa mezcla de desenfado y de recelo con que transita. La calle no es de nadie aún. Vamos a ver quién la conquista. La guardia civil, la de Seguridad, los de Asalto, la policía privada, aguardan en los patios de los edificios públicos y en los destacamentos fijos que tienen media puerta cerrada. En Gobernación hay viseras negras, barbuquejos echados y miradas de águila que se tienden en todas direcciones. Timbres de teléfono, y cintas de telégrafo, aunque fuera de Madrid no hay razón todavía para que ocurra nada. La Regional, sin embargo, ha respondido espontáneamente. Aunque no hay periódicos hemos tenido noticias de que en las dos Castillas las Federaciones locales están reunidas para tratar la cuestión. Ya se sabe lo que eso significa.

Voces, tumultos. Esta Puerta del Sol es como un golfo en el mar, agitado siempre. Yo he visto a veces ocupadas todas las bocacalles por la fuerza. Vacía por completo la plaza y de pronto, naciendo del mismo asfalto, unos hombres manoteaban y gritaban. En seguida, algún disparo. La rebeldía está aquí, en las farolas del alumbrado y en las bocas del metro. Esto que ocurre en la Puerta del Sol sucede en toda España. Lo bueno de nuestra táctica es que nunca sabe el Gobierno dónde tiene el enemigo. Y esta táctica no es que sea nuestra, sino del temperamento español. La monarquía dicen que cayó así también. Llega un momento en que las pasiones han infestado el aire y ya no se puede respirar, y ocurren las cosas más extraordinarias sin que nadie emplee los recursos que tenía preparados. Nosotros mismos hemos acordado la huelga general. Parece que debíamos limitarnos a hacer una huelga lo más completa posible. Pero la organización está detrás, dispuesta a ir siempre adelante. Uno dice: «¡Hasta aquí!» y mil voces gritan: «¡Más allá!». Hay entre esas voces, obreros y mujeres, gente bien vestida y mendigos. Avanzamos más y de pronto vemos que los cuadros sindicales peligran. Paramos un poco y decimos otra vez: «¡Hasta aquí!». El aire y las losas, la luz y los edificios nos gritan: «¡Más allá!». Consultamos a la Federación Local y nos contestan un «¡Más allá!» firmado y sellado. Vamos a la Regional y nos dice «¡Más!». Éstas consultan al comité nacional y los grupos al Peninsular. Todos contestan, sin palabras casi, con una sola consigna que es la de ayer y la de mañana… La de siempre. «¡Siempre más!». El incidente primero ha sido ahora en Madrid. Otras veces es en Sevilla o en Barcelona. La organización entera, sin consultarse o sin previas conferencias telefónicas —tenemos minado, sin disciplina y sin verdadera organización el sistema de defensas del Estado— va detrás. ¿Adónde? No lo sabemos. ¡Camaradas Progreso, Espartaco y Germinal! En la noche del domingo nos clausuraron los sindicatos, desplegaron las fuerzas contra nosotros, pero la huelga estaba acordada y según me dijo Samar en la reunión clandestina de la noche se puntualizó lo necesario para que las órdenes llegaran a todas partes. Nosotros no hubiéramos ido más allá de la huelga de cuarenta y ocho horas, pero al empujarnos a la clandestinidad, a las sombras nos han llevado a nuestro propio elemento y ya veremos qué ocurre. El Comité nacional ha lanzado ya su consigna, sin necesidad de órdenes ni telegramas. La consigna está siempre en el aire: «¡Más allá!». Ya lo sabemos «¡Más!». ¡Siempre más! Dormid tranquilos camaradas. Vamos adonde vosotros queríais ir. El cielo es azul, y los viejos mendigos esperan en los atrios de las iglesias el olor de pólvora, venteando el aire con miedo.

Para ir al lugar de la cita debía pasar por la Puerta del Sol, pero al ver las precauciones que han tomado retrocedo y voy a dar la vuelta por un laberinto de callejuelas. Estoy «en comisión» y hay que privar a esas gentes del gusto de meterme en un calabozo. Dos vendedores de periódicos pregonan el de hoy, la «Hoja». Es lunes y no hay más prensa que ésa, medio oficiosa. En estas callejuelas también se observa el paro porque los pequeños industriales han cerrado o tienen la puerta entornada. La soledad y el silencio les dan un aspecto sombrío. Domingo rojo, domingo verdadero. No como aquellos domingos para mí solo —cuando estaba sin trabajo— que me aflojaban las ideas ni como los domingos en los que los ricos no descansan porque no han trabajado y nosotros no podemos descansar sino mecánicamente, porque el afán de la lucha sigue siempre encendido. No son los domingos individuales, negros, del hambre vergonzante, ni los blancos de las campanas y los trajes de fiesta, sino los auténticos domingos rojos, los nuestros. Domingos sin taxis, sin tranvías, sin burócratas indecisos en los paseos. Domingos en los que la calle y el aire libre son una delicia y vamos a conquistarlos a tiros, a robárselos a los guardias de charol, a la triste policía mal dormida. Ya estoy en la Plaza Mayor: soportales, casas del siglo XVII y XVIII, Felipe IV. Historia mugrienta. Archivos municipales. Legajos y carillón. Árboles enanos y árboles gigantes. Otra vez Felipe IV. No nos interesa la historia, ni el arte, la historia de los reyes ni el arte decorativo de las cortes. Vivís colgados de un artesonado brillante, con los pies en el aire. Bastará que tiremos un poco de ellos para que os ahorque vuestra brillantez, vuestra propia grandeza.

¡Fuera la historia! Dicen que esta plaza es muy hermosa. Representa una época de la corte de los Austrias. Eso no nos interesa. Ahí se hacían los autos de fe.

En un rincón, bajo los soportales, se abre un pasadizo que desciende sobre escaleras de piedra, a una plazuela con pavimento de canto rodado. Al principio de la escalinata hay una puerta de cristales con cortinilla roja, escondida tras una especie de balconaje. Vamos a reunimos el Comité de los sin trabajo con la Federación de Grupos y Samar. Éste por la local. Son las diez en punto. Yo represento aquí a la Federación y soy el primero en llegar. Antes de sentarme escojo el sitio de manera que tenga cubierta la retirada si llega el caso. Me traen vino y espero procurando meter el rostro en un triángulo de sombras. Llega después Murillo, el comunista, que tiene cuadriculada la cabeza en mil celdillas y en cada una de ellas lleva una especie de semilla seca. No abandona, por mucho calor que haga, un jersey gris. Es pálido y flaco, y habla como si tuviera sueño. Da una impresión de piedra pómez. Se acerca y se queda de pie al otro lado de la mesa.

—La huelga va bien —dice— aunque quieran frenarla.

—¿Y vosotros? —pregunto.

—La posición nuestra está señalada por la necesidad de contribuir a la radicalización de las masas sin perder la línea. La carta de la Internacional refuerza la posición del comité regional. Las masas están radicalizadas. ¿Se pierde la línea por unirse circunstancialmente a vosotros?

—¡Que te van a echar, Murillo!

Murillo sigue hablando y esgrimiendo el papel. Yo lo interrumpo de vez en cuando. Pero como nunca oye a su interlocutor, sigue hablando. Por fin me pregunta:

—¿Por qué van a echarme?

—Por labor fraccionaria. Por oportunismo.

Esperamos con alguna impaciencia. Tardan demasiado los del Comité. ¿Y Samar? ¿Les habrá ocurrido algo? Hago a Murillo una reflexión:

—¿Cómo os las arregláis para que en España la solución comunista, el capitalismo de Estado, los rechacen las masas? Yo en el caso vuestro sentiría una terrible responsabilidad.

Calla Murillo. Por fin pregunta:

—¿Cuál es tu posición?

—Si las masas aceptaran vuestro programa yo me alegraría e iría a él en la seguridad de que llenabais y cumplíais una etapa de nuestro proceso revolucionario. Pero las masas lo rechazan y prefieren seguir un camino más áspero. Esa preferencia es una fuerza y es una razón que yo percibo muy bien. Porque yo me siento masa, amigo Murillo. La inteligencia en mí no me lleva nunca con las minorías. Estoy con la lógica del hecho espontáneo y me atengo a sus consecuencias antes que a mis prejuicios. ¿Comprendes? Llegaban ya los otros cuando Murillo después de reflexionar un poco me dijo:

—Eres un anarco burgués.

Era una ofensa, pero Murillo es un poco inconsciente en sus juicios, y la inconsciencia, y el hecho directo y espontáneo son hermanos y me gustan por igual. Samar llegaba con noticias: En Cuatro Caminos han sacado las ametralladoras a la calle.

—¿Cuáles, las nuestras? —pregunté.

Murillo abrió los ojos de a palmo:

—¿Tenéis ametralladoras?

Los del comité de parados sonreían con misterio y callaban. Uno preguntó a Murillo:

—¿Cuántos sois en el partido, aquí en Madrid?

—Cerca de trescientos. Pero nos vamos a separar en el próximo congreso porque entendemos que el ejecutivo hace una labor izquierdista.

Samar rubricó en broma:

—¿No sois aún una minoría bastante reducida para asumir el poder?

Murillo volvía a sacar la carta y hablaba otra vez de la radicalización de las masas. Gómez, un albañil, hizo con el brazo un movimiento de izquierda a derecha y dijo:

—Bueno, camaradas. Dejémonos ya de tonterías que hay cosas que hacer.

Comenzamos a tratar lo que se haría inmediatamente. Los puntos de acción —los objetivos— eran un almacén de víveres que tenía personal esquirol y que Villacampa había señalado, y una armería bien provista, que estaba en la plazuela anterior al almacén. A su juicio había que asaltar al mismo tiempo la armería y el almacén de víveres. Yo le hacía reflexiones sobre las dificultades. Había que evitar que en lo posible cayeran nuestros compañeros. Murillo intervino:

—¿Por qué? Es natural que caigan. Los parados son la vanguardia…

Gómez lo fulminó con la mirada y siguió diciendo que llevaban entre él y otro veinte «piñas» —bombas de mano— pero que no eran armas para ponerlas en manos hambrientas, sino en la de hombres serenos y seguros. Las repartiría entre nosotros. Bien aprovechadas garantizaban el éxito. Además llevábamos pistolas. Murillo se excusó. Tenía que hacer. Nos dejó unos folletos y se quiso marchar diciendo que él lo veía bien todo. Gómez movía la cabeza de arriba abajo:

—Éste no es comunista ni es nada. Un señorito malasombra. ¡Siéntate y calla!

Murillo volvió a sentarse. Dijo que no arrojaría bombas pero que estaría a nuestro lado y que precisamente la sección española del Partido Comunista… Samar se reservó, con Gómez, la labor de contención y vigilancia en los alrededores por donde podían acudir fuerzas. Irían con ellos diez compañeros con armas, distribuidos en grupos de tres. Villacampa se encargaba de dirigir el asalto al almacén de víveres. Aceptaba su misión con orgullo. Era más peligrosa y más gallarda que la de Samar. Villacampa y Samar se trataban con cierto recelo porque el primero había hecho suya mi acusación contra el periodista dos horas antes y en realidad había tenido Samar dos fiscales. Se lo veía dispuesto fría y tenazmente a todo. Tenía presente tanto como la fuerza ascendente de los compañeros en lucha, la debilidad de los partidos en el poder y veía posibilidades y coyunturas luminosas.

—Si la huelga es completa esta tarde —decía— hay que pedir solidaridad a otras regionales.

Esperaban que los directivos socialistas no tendrían más remedio que sumarse a la huelga para no dar sensación de impotencia. Samar se apuntaría un tanto.

Salimos divididos en tres grupos después de acordar los pormenores de la acción. Murillo hacía comentarios sobre la adhesión de los socialistas y el frente único por la base. Bajamos entre las esquinas sarnosas del siglo XVII, donde los picaros de Quevedo se rascaban blasfemando de placer. La plazuela está desierta. Dos calles más abajo, hacia un mercado público, los grupos comienzan a dar a la calle su aspecto dominguero. Como abundan las mujeres que han salido a las compras mañaneras y los vendedores ambulantes, los grupos no llaman la atención. Yo me doy cuenta, por algunas caras conocidas, de que en este sector se encuentran por lo menos dos mil de los nuestros esperando la señal. El comité se disemina. Aquí y allá se detienen nuestros compañeros y en seguida son rodeados por tres o cuatro que los escuchan. Son los preliminares. Esos tres o cuatro se separan y dan a su vez las consignas. En un instante se ha desplegado una red de palabras que abarca todo el mercado de legumbres de la calle de al lado y el cordón de parados que finge tomar el Sol a la entrada de la plazuela. Los hay de los aspectos más variados, pero a todos los uniforma el desaliento.

El Sol palidece y pasan a veces las nubes pintadas del aluminio de las pantallas de cine. En el otro extremo se han arremolinado unos cuantos obreros y se los ve precipitarse por una callejuela. Mi puesto está con Gómez y Samar; los busco y voy allá. Los compañeros corren descuidadamente. Yo me he separado un poco del Comité porque he visto a Eugenio Casanova sentado en el umbral de una puerta cabeceando dormido. Lleva ahí desde ayer a mediodía, esperando que vuelva un camarada a quien le oyó decir días pasados que tenía dos pistolas. Él no tiene ninguna. Le digo que me siga y nos incorporamos a los otros. Hemos tomado las calles que afluyen a la tienda de armas. Nadie lo diría, porque tres hombres sin uniformar, paseando con aire distraído junto a una esquina no intimidan a nadie. Pero tenemos cuatro granadas cada uno y nuestra pistola en el bolsillo. Lo mismo ocurre en las calles próximas. Si llegan fuerzas, el frente se situará fuera del tumulto del asalto y los compañeros se podrán proveer de armas y de víveres. Un mar encrespado de voces y ruidos invade las cercanías. Murillo viene, nervioso, con noticias:

—Los de las juventudes van adelante. Han arrancado un poste de un andamio y lo usan como ariete contra los cierres metálicos. La vanguardia no la forman los parados. Los del ariete son huelguistas, no son parados. Aquí no se cumplen las previsiones. Voy a ver por qué.

Se marcha, y Gómez mueve la cabeza.

—Tiene el seso aguado. Los mismos compañeros le van a dar una castaña, si se descuida.

Suenan los golpes del ariete contra las persianas metálicas. Los obreros llevan el ritmo con un aullido.

El estruendo se destaca de la confusión de voces. Los compañeros se han embriagado ya. Que vengan los escuadrones de Asalto, los de Seguridad. Seguid embriagados, que nosotros os defenderemos. «Star-9». Buen ojo y mano firme. Pero el estruendo no nos permite oír si llegan los guardias. Gómez avanza y se destaca. Regresa corriendo, levantándose las solapas y bajando la visera de la gorra.

—Cuidado. Pongámonos en estos portales. Si se da mal, podemos huir a cubierto.

Quedamos ocultos en la sillería de un viejo caserón. El ruido del ariete revela que han sido destruidas las puertas. Samar está pálido. También se ha levantado las solapas y se ha bajado las alas del sombrero de modo que sólo se le ve la nariz. Los dos empuñan la pistola. Yo tengo una granada en cada mano y un cigarro encendido en la boca. Las granadas tienen tres centímetros de mecha. Ya veremos. Ahora el clamor es más fuerte en la calle de al lado, con el asalto del almacén de víveres. Gómez vuelve a asomarse. Las fuerzas no se ven. Se nos oye la respiración.

—Han debido echar por la otra esquina. Pronto lo sabremos.

Efectivamente, los compañeros que tienen nuestra misma misión en la otra calle disparan tres veces. Patinan y caracolean los caballos. Retroceden al trote y se oyen cada vez más cerca. Samar da un salto hacia atrás y se incrusta en la pared:

—¡Cuidado, que vienen!

Se oye el sordo estampido de los mosquetones y de las carabinas. Algunos guardias sostienen el fuego mientras los demás vuelven y buscan el acceso por nuestro lado.

—¡Ahí están!

Gómez asoma la mano apoyando el cañón en la esquina del portal y dispara. Samar también. Ha debido caer un caballo. Yo he encendido la mecha y aunque no es indispensable porque se los ve dispuestos a retroceder, ya no puedo retener la bomba en la mano y la arrojo. El estampido ha sido formidable. Están desconcertados. Vuelven grupas casi todos. Se quedan tres pegados a las puertas, pero presentando buen blanco. Un guardia se ha retirado herido y Gómez dice extrañas palabras con los dientes apretados. En la calle de al lado se reproduce la escena.

Y he aquí que la avalancha de los nuestros llega, rica en armas y en entusiasmo. Uno lleva una pistola ametralladora y no sabiendo qué hacer con el culatín lo arroja al suelo. Luego, a salvo de los tiros, hojea un folleto y va poniendo los dedos según las instrucciones. Han caído dos y los demás avanzan. Los guardias retroceden y huyen abandonando los caballos. Llega Murillo. Yo le pregunto y me va contestando, con una alegría diabólica:

—El almacén de víveres está vacío. La armería también. Hay algunos heridos con cortaduras en la mano porque han roto el escaparate a puñetazos.

—¡Hay que retirarse!

—¿Retirarse? ¿Por qué?

—La línea exige que vosotros no intervengáis.

Lo apartan de un empujón y avanzan. Siguen llegando balas desde muy lejos. Murillo se ha quedado danzando entre los rebotes de los proyectiles y gruñendo: «Las etapas se cumplen. No me podéis herir. Yo no puedo caer. Ni vosotros, compañeros». Se refiere a nosotros tres. Gómez se guarda la pistola y salimos del escondite. Coge a Murillo de una manga y lo arrastra, a la otra parte de la esquina. Ya allí le dice:

—Te vamos a recusar en el comité.

—¿Por qué? —pregunta Murillo impávido.

—Porque estás, chalao.

Luego llega Villacampa, muy satisfecho. Hay que huir. No podemos seguir aquí un instante. Samar lo mira de una manera rara. Como ha sido Villacampa el que llevó la acusación esta mañana en la Federación de grupos… Villacampa sostiene la mirada. Temo que lleguen a pegarse, pero de pronto veo a Samar que le pone la mano en el hombro y le sonríe. También el otro sonríe. Luego hablan los dos al mismo tiempo, se cambian impresiones, con visible aturdimiento.

La fuga se va generalizando. Apenas hemos disparado diez tiros. Todo ha sido demasiado fácil. Quedan algunos compañeros rezagados, que por nada del mundo se retirarían.

Se tirotean con unas siluetas lejanas, apenas visibles. Tres compañeros que llegan cargados con víveres, al oír los disparos tiran su cargamento, avanzan y sacan las pistolas. Samar se dobla las solapas, mete la mano en el bolsillo donde guarda la pistola y asoma un dedo por un orificio. Saca los papeles. Están atravesados por una bala que le ha rozado la cadera. Entre ellos está la carta de Amparo. La rompe en mil pedazos, los tira al aire y caen en fina lluvia. Al lado gritan:

—Hay seis detenidos. Los conducen a empujones por la calle.

Samar piensa: «esto es como una verbena, pero con sangre».