VIIII
Los ataúdes pierden el rumbo y naufragan
Hemos comido dos amigos y yo en una taberna que hay junto al hospital y nos ha resultado muy barato porque sólo hemos tenido que pagar el vino y la cocina. Los víveres los traíamos nosotros. Había arroz de primera, jamón, latas de guisantes, y luego manjares caros como foie-grass y caviar, que los otros no han hecho más que probar porque no les gustan. A mí tampoco, pero sea porque soy del ramo mercantil y sabemos apreciar lo fino o porque conociendo el precio no puedo pensar que sepa mal sino que mi paladar está desabrido, el caso es que me los he comido yo. Los amigos están contentos porque tienen armas. Creen que ahora va de veras y que la república se hunde. Con menos se hundió la monarquía. En un rincón está la tía Isabela dormitando sobre un vaso de vino. Ha pasado la noche rezando a la puerta del hospital. Al amanecer la hemos hecho entrar aquí. Tiene el pelo blanco y tirante, y su cara es una nuez pelada. Ese vaso es el mismo que le pusieron a las seis de la mañana y no lo ha tocado. De vez en cuando pide agua, reza un padrenuestro o blasfema en voz baja sin inmutarse. ¡Quién sabe lo que a esa vieja le ocurre por dentro! Más que una madre a la que le han matado el hijo es una vieja avara cuyo tesoro ha sido robado. Indignación contra nosotros, contra la policía, contra el tabernero. Le hemos ofrecido de comer y nos ha soltado dos tacos redondos, como un carretero. Alguien se ha reído a carcajadas:
—Es templada la abuela.
Después ha entrado un argentino que a veces va por los sindicatos. Habla con un dejo triste como los cantores de tangos cuando entre la música se ponen a recitar. Creo que es rico y que ha venido a la organización hace poco. Cuando habla, acciona como los atletas que salen en el cine, con ralenti. Samar me dijo que si me fijaba vería que hablaba siempre con pedazos de títulos de la prensa. Y es verdad. Al entrar vino y me dijo:
—El entierro se verificará a las tres —yo afirmé y él añadió cabeceando:
—La situación se agrava.
Había querido encargar una corona de claveles rojos, pero no trabajaban en las tiendas. Uno de los amigos le advirtió:
—Déjese de pamplinas y dele el dinero al comité de socorros.
El argentino quedó extrañado.
—Hombre, pamplinas…
Yo lo arreglé:
—Quiere decir delicadezas; que se deje de finezas.
Seguía comentado:
—Ha sido terrible. La policía se ha extralimitado en sus funciones y la conciencia proletaria se rebela.
Apoyaba en una palabra toda la fuerza de cada frase y luego de esa palabra se comía la mitad. Alzaba los brazos rítmicamente, se columpiaba sobre un pie.
—Fueron terribles.
—¿Qué?
—Los graves sucesos de ayer.
Afirmábamos todos, y él seguía:
—¡Tres familias proletarias en la miseria!
Volvíamos a afirmar. Yo no sabía qué decirle. Veinticuatro horas pensando en eso para que ahora venga a descubrírnoslo. Le señalé a la tía Isabela:
—Ahí tiene usted a la madre de Germinal.
Le dio el pésame. La vieja se quedó mirándolo:
—¿Usted quién es?
—Uno más.
El argentino se sentaba y le decía que tomara lo que quisiera. Ella negó, sin darle las gracias. Lo estuvo examinando y no se sentía mal, a pesar de todo, con su compañía y sus finezas. Debía pensar: «Me trata como a una alta señora». Entretanto yo contaba que un día los agentes hicieron un registro en su casa —en casa del argentino—. Él estaba contento porque los agentes le preguntaron su ideología y les dijo que era anarquista. Hablaron un poco más con él y uno fue al gramófono y puso un disco mientras el otro registraba. De vez en cuando dejaban de registrar y buscaban otro disco; discutían sobre qué tiple era mejor y cuando se ponían de acuerdo le daban al manubrio y registraban otro poco, tarareando. El argentino se indignaba:
—¿Es que no me van a llevar a la cárcel?
Luego justificaba el que no lo detuvieran diciendo que los agentes tenían miedo a complicaciones diplomáticas. Pero lo cierto es que no terminaron mientras hubo discos y que se llevaron una caja de cigarrillos caros. El argentino movía inquieto sus posaderas sobre el taburete. Ahora la tía Isabela hablaba muy excitada:
—Todas las mujeres del mundo, si les asesinan al hijo pueden ir al juez, a la policía, a los tribunales. Todo eso está para apoyarles y defenderles. Pero dígame usted ¿a quién voy a ir yo? ¿Quién va a castigar a los asesinos?
Calló un poco y luego añadió:
—¡Ah, si yo fuera joven!
Apretaba los puños y daba sobre la mesa. El argentino decía algo que yo no comprendía: «justicia popular», «tribunal de la revolución». La tía Isabela blasfemaba con una lágrima en las pestañas:
—Desde hace treinta años venía pensando Germinal que la revolución era cosa de unas semanas y decía esas mismas palabras.
El argentino afirmaba, y entonces ella le hizo una seña y le dio algo por debajo de la mesa. La cara del argentino cambió de pronto. Por el tacto reconoció que era un explosivo de «piña». Se levantó con él en la mano. Ella le hacía señas vivaces para que lo escondiera, pero el argentino vino, como un sonámbulo. Sonreía con cara de vinagre y decía que sí a los gestos de la vieja. En la taberna había dos ancianos más y un flamenquillo del barrio. El susto que yo me llevé no es para describirlo. Uno de los viejos se puso a hablar con el tabernero. Era ayudante de los médicos, una especie de mozo del depósito. Entraba y salía con los cubos y las ampollas de desinfectantes. Asistía a las autopsias y estaba familiarizado con su trabajo. Tenía un aire muy tranquilo y reposado y se parecía algo al contable que hay en mi tienda. De monjas y médicos se le habían quedado unos meneos delicados. Hablaba de la autopsia de Germinal como si la hubiera hecho él.
—El caparazón del cráneo era fuerte. Al tercer martillazo hizo brecha.
La tía Isabela escuchaba con los ojos redondos, como un pájaro. No se extrañaba de nada. El viejo seguía:
—Ese hombre era como un bloque de cemento. Y joven. En cambio uno es flojo, viejo y enclenque y sigue en dos patas metiendo y sacando cubos.
La tía Isabela murmuraba con ternura:
—Era más amigo del martillo y del formón que de los besos de la vieja.
Y se sentía orgullosa de haber formado aquel cráneo que necesitaba tres martillazos para abrirse. El argentino temblaba. Le cogió la bomba un compañero. Entonces el argentino se acercó a la puerta y se puso a mirar por los cristales, para disimular su nerviosidad. Yo me fui a la tía Isabela y me senté enfrente. Le pregunté con cierta violencia:
—¿Por qué hace eso? ¿Cuántas bombas lleva encima?
—Cuatro más.
—Démelas usted.
Me las dio por debajo de la mesa sacándolas del pecho. Le pregunté dónde las había encontrado y sonrió con cansancio.
—Aunque él no lo creía, no daba un paso sin que lo supiera yo. Junto al hueco de la chimenea tenía cerca de dos docenas.
Le encargué que no volviera a tocar nada. Me dijo que con las bombas había un papel escrito, con una orden de no sabía qué comité. Yo escribí otro: «Cuatro se gastaron en lo de Germinal, Espartaco y Progreso» y firmé con un número.
—No deje usted de poner este papel con el otro. ¿Cómo llega usted al escondrijo?
—Por un agujero que hay abierto en el interior de la chimenea.
El tabernero, redondo y rosáceo, sin pestañas y casi sin cejas, chillaba discutiendo con el empleado del depósito.
—¡Lo dicho! El que mata a un cerdo, igual mata a una persona. ¡Degollado, se entiende!
El otro le argumentaba algo que yo no entendía y el tabernero contestaba:
—¡Ah, con escopeta ya es otra cosa!
Mostraba en sus ojos pequeños el miedo de un cerdo al que le ha llegado su San Martín. Y no lo digo por la revolución, porque el pobre hombre simpatizaba con nosotros.
Cuando volví a la mesa de mis amigos, el argentino advertía desde el cristal de la puerta: «Han llegado tres camiones de guardias de asalto y van limpiando de gente la calle. La fuerza pública entra en acción. Ante el entierro se temen desórdenes». Luego añadió de pronto: «¡Surge una situación peligrosa! La policía practica cacheos y parece dirigirse aquí». Nosotros sacamos las pistolas y las dejamos en unas salientes del encaje del tablero, debajo de la mesa. Las bombas quedaron en el suelo, alineadas contra la pared. La policía entró. Cacheos. Advertencias al dueño del local. El mozo del mostrador sale a entornar la puerta. Ponemos con la policía una cara de lo mismo nos da, que resulta bastante bien. Ya registrados, sin que nos encuentren nada, van hacia el fondo. Cachean a los otros. La tía Isabela averigua de pronto que son policías y comienza a chascar la lengua contra el paladar. Se levanta dejando caer el rosario y se pone en jarras. Menuda y frágil, desarrolla una fuerza de muchas atmósferas. Por su boca van saliendo palabras y frases comedidas al principio, más duras después y luego ya soeces y estallantes. De vez en cuando levanta el gallo y avanza decidida. El tabernero les advierte que es la madre de Germinal y los agentes vacilan un instante pensando que esos sujetos, muertos en nombre del orden, pueden tener madre como las personas decentes. La tía Isabela se da puñetazos en el bajo vientre, sobre las faldas y grita:
—Yo lo he parido. Yo. Para que me lo matarais vosotros, ¿verdad? ¿Qué sabéis vosotros lo que es parir hijos?
Optan por echarlo a broma. Le dicen que no lo saben ni esperan saberlo nunca y se van. La tía Isabela los sigue hasta la puerta con su frase favorita:
—¡Hala, hala! ¡A hacer puñetas!
Después vuelve a dejarse caer en el rincón, como un guiñapo, pero su puesto detrás de la mesa tiene ahora verdadera solemnidad. Agarra el rosario del suelo y lo besa. En ese momento entra Star con el gallo en los brazos. Nos dice que la fuerza pública quiere impedir que los obreros lleguen al hospital. Viene con el gallo porque la casa está ocupada por la policía y lo más probable sería que se lo comieran.
Desde la puerta veo a los guardias comenzar a acordonar el edificio. Tendremos que salir de aquí lo antes posible. Star no tenía nada que hacer en este sitio, con nosotros. En todos nuestros pasos será un estorbo. La mujer, hoy por hoy, es una dificultad. Parece que el tabernero nos vigila. Quizá se haya dado cuenta de todo y no sé por qué razón, porque hasta ahora los quesos de bola no tenían conciencia. Se han marchado los dos viejos y han ido a meterse en el hospital. Luego aparecen en la puerta con sus gorras de uniforme y sus chaquetas pardas. El tabernero sigue husmeando y de pronto rueda hasta el teléfono y lo descuelga. Telefonea a su mujer y le dice que puede estar tranquila. Yo pienso en su hogar y en el que un día tuvo la tía Isabela, esa vieja llena de amargas experiencias que no le han hecho otro efecto que acusarle más los tendones del brazo cuando cierra el puño con rabia. El tabernero no sabe más que de «frascas» y «cañas». Y los dos han tenido su hogar formado y un amor… ¿Cómo será el amor? Ellos lo hicieron todo y ahí están como si tal cosa. En cambio si Star y yo… Con el gallo resulta esa chica más linda que las duquesas de los cuadros con los galgos y los pavos reales. Y ya se ve que un gallo es una cosa bien estúpida. Yo pienso en eso y ella se figura todo lo contrario.
—Si os queréis marchar, no os preocupéis de nosotras.
Me mira, y como yo no digo nada, ella advierte que había venido aquí porque sabía que acudiría Samar. Luego me reprocha que haya pedido un voto de censura contra él y me dice como el que no quiere la cosa que puede garantizar que hizo el croquis porque fueron juntos. Ahora es cuando me resulta tan tonta como antes y me da vergüenza haber pensado de otra manera. Me encojo de hombros y le digo que Samar no puede tardar porque tenemos quehacer.
—¿Se puede saber qué clase de quehacer?
—Se puede saber pero no se debe decir.
Samar llega poco después. Al verlo nos disponemos a salir los tres, pero él nos dice que esperemos y se va derecho al teléfono. Habla con voz de estar muy lejos. Dice cosas raras, monosílabos, ríe sin ganas y vuelve a decir vaguedades. Se ve que le preguntan desde dónde habla y que miente al decir: «Desde el Ateneo». Luego el nombre de un cine y la voz velada para decir una ternura. Veo a su novia en la plataforma del tranvía de Goya. Quizá habla con ella a mil leguas de distancia. El mundo de ella es otro, donde hay sedas y vidrios de colores y las gentes dicen «¡muy amable!», y después de decir que sí o que no añaden siempre un «sin embargo…». En la cara que pone Samar al volver se ve que piensa algo parecido: «¡Oh, el teléfono, que en un instante comunica dos mundos más lejanos que la Tierra y Marte!». Pero en realidad lo que nos dice es que leamos un pequeño manifiesto que lleva en el bolsillo y en el que los socialistas decretan la huelga general. «¿Cómo les contestaremos nosotros? Hay que contestar». Yo creo que no es tan importante.
—Lo principal —le digo— es que no hayan tenido más remedio que secundar el paro. Eso del manifiesto no importa porque ya es el lado político de la cuestión.
Y es verdad. Samar siempre ve por encima de todo ese aspecto. Llega la tía Isabela con las intenciones cuajadas en el entrecejo. Estamos todos de pie y sin darnos cuenta, alineados. Ella desea la intimidad moral de cada uno y la va leyendo en nuestros ojos. El argentino habla:
—Desde pequeño todos dicen que soy un deficiente mental. Ahora ya no dirán: es tonto. Dirán más bien: es anarquista. Y lo dirán quizá con un poco de miedo.
El más alto de mis dos amigos:
—He salido a que me maten como a Germinal.
El otro:
—Yo quisiera cortarle el resuello a Madrid. Que las gentes tengan que salir huyendo a trabajar a las minas y a labrar el campo. Con trajes viejos y barba de ocho días, como yo.
Star:
—Yo sólo quiero librar al gallo de los dientes de la policía.
La tía Isabela mueve la ceja y la oreja izquierda, se toca la nariz, comprueba bien sus dimensiones y vuelve a su rincón. Antes ha mirado al tabernero. Este decía, en silencio:
—Le acompaño a usted en el sentimiento.
Al ver que los otros se daban cuenta de su estado de ánimo levantó la cabeza y escupió:
—¡Maricas! Sois unos maricas todos.
Salimos de la taberna y en ella se quedaron Star y la abuela. Los obreros creían que no habría entierro, que las autoridades querían evitarlo y que los tres cadáveres irían en un furgón automóvil por callejas extraviadas y a toda velocidad. Los obreros querían entierro, manifestación, con tres carrozas descubiertas. El homenaje de la ciudad para sus mártires. Hasta última hora se tenía la impresión de que no habría entierro. Pero en este momento llegan noticias sensacionales. En el hospital están ya los jefes socialistas. No son tres muertos, sino cuatro. Además de Progreso, Espartaco y Germinal, hirieron a un socialista sin trabajo que ha fallecido ayer tarde y los jefes socialistas se han alegrado porque ha sido un pretexto para justificar la adhesión de sus masas a nuestras consignas y para reclamar al resto del Gobierno, el entierro y la manifestación de duelo.
Los dirigentes socialistas al ver su fracaso de esta mañana comenzaron a pensar que los socialdemócratas ya han fracasado en otros países, en Alemania y en Inglaterra, y que aquello de llamarse proletario está, en ciertos momentos, tan bien como en otros llamarse ministro. Reclamaron manifestación y entierro para los cuatro y el resto del Gobierno accedió con la condición de que al frente fueran ellos. Y ahí están. ¡Camaradas Progreso, Espartaco y Germinal! Ahí los tenéis. Hace quince años eran compañeros vuestros en los sindicatos socialistas. Hoy lo quieren volver a ser a través de la madera barata del ataúd, porque las masas están en las calle y los tiros atraviesan las ventanas y penetran hasta las escondidas alcobas. No se han acostumbrado aún a la nueva autoridad. Les ha llegado cuando ya la estabilidad política se sitúa más allá de la socialdemocracia, como dice Samar. Está poco animado, el periodista. Anda inquieto y melancólico. Esta noche tenemos plenos de comités. Pero antes hemos de vernos los delegados de grupos. No hay nada que hacer, más que notificar a los que no lo saben aún la imposibilidad de desarrollar nuestro plan de sabotaje. Samar tiene que venir con nosotros para que sea él quien explique una vez más lo ocurrido. Pasará mal rato. Le cuesta mucho a un hombre en estos casos confesar su estupidez. Digo, la del croquis hecho en el sobre de una carta de amor.
Los guardias se retiran y se quedan formados en las calles adyacentes. Han venido los dirigentes socialistas y esto varía de aspecto. Llegan en avalancha los obreros. Intervienen los guardias para dejar un espacio libre adonde tengan acceso las carrozas y la presidencia. Los agentes de vigilancia fisgan entre la multitud pero ya es inútil porque tendrían que registrarnos a todos y llevarnos a todos a la cárcel. El Sol se nubla unos instantes, y cuando sacan los ataúdes resultan negros como la tripa de un murciélago y más largos de lo que creíamos. Llegan las carrozas, pero la muchedumbre impide que acaben de instalarse frente a la puerta y algunos grupos avanzan dispuestos a llevar los ataúdes al hombro. Hay dudas. Por fin se los dan, escogiendo a seis compañeros de la misma estatura para cada uno. El de los socialistas va el último y lleva detrás el coche vacío con cuatro coronas de flores. Los nuestros no tienen flores.
Nadie sabe cómo ha ocurrido, pero lo cierto es que de pronto los tres ataúdes aparecen envueltos en la bandera roja y negra. Los dirigentes socialistas salen y se ponen al frente de la manifestación. Basta su presencia para que todo esto aparezca subordinado a su iniciativa, cosa que a mí por lo menos me resulta insufrible. Sin embargo hay entre nosotros bastante tolerancia, aunque no lo parezca. Samar dice que no:
—Lo que nos pasa —dice— es que no tenemos ninguna aptitud para el triunfo, para aprovechar nuestro propio éxito. Sólo sabemos aprovechar nuestras derrotas.
—No es poco.
Calla y seguimos metidos en la muchedumbre. Una vez aprobado el voto contra Samar, ninguno de nosotros será capaz de recordarle su percance ni menos aún de utilizarlo como un arma de discusión. Pero él lo sabe, lo agradece y no quiere entrar en polémicas sobre las cuestiones inmediatas. Así, vamos callados un rato, cuando aparece dando codazos un individuo amarillo y seco, de una flacura atildada. Se saluda con Samar y le pregunta el alcance de la presencia de los tres socialistas allí.
Ahora resulta que conozco a uno de los socialistas que presiden. Hablé con él en el Congreso, donde es quizá el que más manda.
Me vuelvo a mirar hacia atrás. El río humano se pierde en la curva de la calle. Viendo la muchedumbre así a contrapelo se penetra en seguida en sus intenciones. Todos piensan lo mismo: «¿Qué hacen aquí los socialistas? ¿Por qué los seguimos?». Advierten algunos, con respeto, que hay un muerto socialista. Mirando adelante se ven navegar nuestros tres ataúdes, con lentos y torpes movimientos. A veces, cogiéndolos al sesgo y cerrando un poco los ojos, parecen gorros de la guardia civil, inmensos, huecos y duros. Ahora reparten un pequeño impreso. Otro manifiesto de los socialistas prometiendo depurar responsabilidades y dando el itinerario del entierro. «Seguirá —dicen— el paseo del Prado hasta la plaza de Castelar, y allí las carrozas partirán hacia el cementerio y se disolverá la manifestación». Esto es un decreto. Confían en que tienen mayoría. Son las tres y media. La tarde es ya larga —el Sol de mayo cae a las siete— y la manifestación debe desviarse por la plaza de Neptuno y subir a la Puerta del Sol. Eso es lo que se le ha dicho secretamente a los que transportan los ataúdes. Samar concluye:
—Cuando murió Pablo Iglesias, los socialistas tuvieron tres días el «fiambre» expuesto al público. ¿Por qué no nosotros?
El manifiesto crea un ambiente incómodo. Los sucesos de esta mañana nos han dado un triunfo moral. Al salir al paseo del Prado la manifestación adquiere un volumen tres veces mayor. Domingo rojo, color ceniza caliente, con la ciudad escalofriada y los tres ataúdes cabeceando como los barcos, sobre la multitud. El rojo de las banderas desafía a todas las púrpuras. El ataúd de los socialistas va detrás y no lleva bandera. Samar piensa que no ha tenido tiempo de comer y a continuación añade:
—Si me dan un balazo en el vientre o en el estómago podré curar más fácilmente.
A mí se me ocurre pensar por qué razones es revolucionario Samar, aunque en realidad nunca las hay en la vida de los buenos revolucionarios. Lo son sin enterarse, por una necesidad moral que han sentido desde niños y que ha adquirido forma al crecer.
Comienzan a oírse canciones. En este bosque en el que uno es un árbol más, hay grupos que cantan y recuerdan las procesiones del Corpus. La tarde tiene velas encendidas que llevamos como antorchas y hasta a veces suena la canción al curo de los ángeles exterminadores, que van vestidos de blanco delante de las nubes.
Ahora siento la misma emoción religiosa —exactamente la misma— que sentía de pequeño en la iglesia. Claro es que sin santos ni curas. Samar está abstraído. Sin darnos cuenta seguimos el ritmo de La Internacional. Un grupo de la FAI que rodea los ataúdes canta Hijo del pueblo, te oprimen las cadenas, y parece que el cielo baja y el aire se espesa y que se respira con dificultad. La manifestación sigue y la cabecera debe estar ya cerca de Neptuno. Probablemente hay más de setenta mil obreros a nuestro alrededor. La burguesía temblará en sus cubiles. Se lo digo a Samar.
—Si fuéramos revolucionarios auténticos, esta noche se habría hundido todo —dice él.
Desde sus caballos, los guardias nos miran como los pastores a su rebaño. No sentimos ya odio. Somos fuertes y lo podemos todo. Adelante, tras de Germinal, Espartaco y Progreso, que caminan lentamente al infinito, como nosotros. Vamos al infinito de la libertad y la justicia. Samar interrumpe:
—La libertad no es un fin. Es una bandera.
¡Bah! Somos fuertes y nada nos desviará. Los ataúdes de Progreso, Espartaco y Germinal siguen el camino de la difícil ortodoxia. La muerte o el triunfo. Todo lo demás es concesión, es reformismo. Samar y yo nos proponernos buscar la «temperatura media». Como vamos cerca de la cabecera, nos basta con ir acortando el paso, dejando que nos adelanten, y escuchando a nuestro alrededor. Voy a apuntar lo que recuerdo: «Tengo dos cargadores, pero los necesito para mí. ¿Qué menos va a llevar un hombre?». El otro murmura algo que no oigo. Nos adelantan, tropezando, chaquetas negras, chaquetas pardas, con brillo, con remiendos. «Sumando estos tres compañeros son doscientos quince los que han caído con la república». Más chaquetas. Una con el codo roto y la vuelta de la solapa negra de sudor. «Dieciséis, porque hay que contar al socialista». Alguien protesta: «Los socialistas no son proletarios». Samar replica: «Si no hubieran matado a ese socialista no se hubiera podido celebrar esta manifestación». Callan porque es todo un argumento, con las ganas atrasadas que tenemos siempre de manifestarnos. Otro corrobora esto último: «Si nos dejaran actuar así, como ahora, no harían tanta falta las pistolas». Otro afirma: «Espera, que aún no hemos terminado». Más abajo hablan de la dictadura del proletariado. Todos la rechazan, y cuando más la admiten en manos de la FAI con el control económico de la CNT. Samar dice que sería una fórmula certera si la FAI quisiera el poder. Yo le digo:
—Tú no eres anarquista.
Samar se encoge de hombros:
—El anarquismo como negación del Estado está bien. El anarquismo integral es una religión que no me interesa porque como todas las religiones se basa en la superstición y toca, por arriba, en la utopía.
No comprendo bien esto, pero el acento de sinceridad de Samar me convence. A nuestra derecha dicen dos obreros que el mejor sindicato es el de la Construcción. Otro interviene: «El de camareros tiene organizado el subsidio de parados». Más atrás se oye el nombre de Germinal. Los compañeros lo recuerdan siempre en anécdotas y en episodios de lucha. Toda su vida fue eso y desde el plano negativo de la muerte resalta más el continuado esfuerzo. El nombre de Espartaco sé oye menos, pero también rueda por entre los grupos con el hurón, la linterna sorda y las cuerdas de su faena nocturna. Progreso da la impresión de que no ha muerto porque todo el mundo habla de él como si hubiera de volver a encontrarlo dentro de media hora. De Germinal se dice que «era un hombre». Nada más. De Espartaco, que era «un anarquista». De Progreso, que fue un excelente oficial albañil y que el sindicato lo organizó él. Entre los tres forman un solo organismo completo. Espartaco sería la idea, Germinal la materia y Progreso la función. Esto a Samar no le parece bien.
Seguimos retrocediendo. Todos cantan. Hay muchos socialistas y éstos apenas tienen nada que decir. Samar mira al cielo y sigue andando.
—No hay manera —dice— de encontrar hoy la «temperatura media». Todo será posible esta tarde. De aquí y de allá llegan voces inquietas. «¡Por la Puerta del Sol!». A la vista de la orden de los jefes socialistas ha reaccionado la multitud y se agarra a la consigna de la FAI Por la Puerta del Sol. Las voces van creciendo. Han llegado ya los ataúdes a la plaza de Neptuno. Samar y yo volvemos a avanzar y tardamos un poco en recuperar nuestra primera posición. Por el camino hemos ido sembrando la consigna y detrás de nosotros se levantan las voces como llamaradas. El cielo sigue gris e indeciso. Las caras son más blancas y los árboles tienen un color verde de bazar. «¡Puerta del Sol!». De la frase ya sólo se oye la última palabra: «¡Sol!», repetida por millares de gargantas. Los ataúdes se han detenido y el primero inicia el viraje. La presidencia debe estar cuatrocientos metros más arriba, en la plaza de Castelar. Los ataúdes quieren desmandarse. La entrada de la Carrera de San Jerónimo está totalmente ocupada por fuerzas a caballo y a pie. Rueda la voz produciendo nuevos ecos hasta trepidar bajo la bóveda gris como un trueno: «¡Sol!». La muchedumbre se ha detenido. Ríe Samar. El cielo, obediente pero aturdido, entreabre una claraboya y deja pasar sus rayos amarillos. El Sol da relumbres pálidos al negro de los ataúdes. Pero no es eso. La muchedumbre sigue suspendida bajo las tres letras: «¡Sol! ¡SOL!». Sigue riendo Samar.
Su felicidad es honda y vergonzante, escondida e inconfesable como la morfina. Por ahí anda su novia; ella, su novia, le dice «Sol» quizá «Sol mío» y «Sol de mi vida». Cree sentirla transfigurada en revolución, identificada con las multitudes.
La manifestación se ha cortado. En torno de los ataúdes se aglomeran los nuestros y los demás han seguido hacia la plaza de Castelar. Hay en los socialistas una alarma expectante. Los nuestros rugen ya: «¡Puerta del Sol!». Y amenazan. Tenemos la mano en el bolsillo y los ataúdes han enfilado ya la Carrera. Los guardias se acomodan sobre los caballos, se miran inquietos. Tienen el miedo como impulso inicial; el miedo después de los asaltos de esta mañana. Cierran la calle, pero ya la abrirán. A un lado, el Palace; al otro, el Ritz. He aquí, burguesía turística e internacional, nuestros tres muertos. Al otro lo han metido en la carroza automóvil y ha desaparecido. No os asustéis. Ya sabemos que diréis que es de mal gusto, pero en España y en nuestro campo el mal gusto no es una razón. Aquí están Progreso, Espartaco y Germinal. Entre los tres ataúdes forman un buen obelisco conmemorativo. Tumbado, claro está. Pero éste es nuestro obelisco. Tenemos el mismo derecho a enseñároslo que la burguesía cuando os enseña ese otro obelisco del «2 de Mayo» entre árboles. Progreso, Espartaco y Germinal. ¡Eh, Samar, mira la Luna del día tan desvaída! LA LUNA. —Tres planetas nuevos: Progreso, Espartaco y Germinal.
Y otro ver el Sol. No es el Sol. Es la Puerta del Sol. ¿También el firmamento se va a llamar a engaño? ¡Hundamos el firmamento! No hagáis caso de ese cornetín de órdenes que nos avisa. Cantad. Nuestras voces llegarán a todas partes. Nuestras ideas entrarán a balazos en las cabezas planchadas por el egoísmo.
Un disparo. En seguida dos más. La multitud calla y los ataúdes se bambolean sobre las cabezas. El cornetín suena de nuevo. Es la ley. Primero es la ley y luego el hecho. Así en las viejas civilizaciones. En las que nacen —como la nuestra— primero es el hecho y después el hecho y después nada y mucho después la ley. Con la última nota del cornetín suena una descarga. Los guardias se han echado la carabina a la cara. Cada descarga va seguida de un silencio mortal.
¿Quién caerá? ¿Por qué no he caído yo? Los ataúdes siguen avanzando, impávidos, sobre las cabezas. La muchedumbre se ha hecho atrás, pero los compañeros que los llevan avanzan. Se han quedado solos. Parten de nosotros los disparos en un fuego graneado cuyo eco se pierde en los aledaños de la plaza. La línea de los guardias se ha deshecho y se agrupan en dos alas a los costados. Ha caído uno. El caballo de otro se encabrita, herido. Ahora disparamos, huyendo, buscando un árbol, una piedra desde donde seguir haciendo fuego. Contestan con descargas cerradas. Hacia el Retiro, hacia la Cibeles huyen millares de manifestantes. Y las descargas siguen. En los claros que presenta el pavimento quedan manchas negras que se arrastran o gimen. Y el fuego se generaliza. Los ataúdes siguen avanzando. Un oficial se acerca al primero y con la pistola en la mano ordena que retrocedan. Entre la urdimbre invisible de las balas, dos de los que llevan el primer ataúd han caído. El ataúd rueda, cruje y queda sobre los adoquines. Los heridos se arrastran y los otros sacan las pistolas y retroceden disparando. Yo me he refugiado detrás de un banco y hago fuego. Samar blasfema con las manos en los bolsillos y mira arriba y abajo. La plaza sigue pautada de gentes que corren. Nosotros disparamos. Hay otro ataúd en tierra. Las balan siegan las flores de los jardines y se estrellan en el pavimento lanzando esquirlas de piedra. De pronto la gente llega corriendo de la Cibeles. Por allí y por la Carrera de San Jerónimo bajan más fuerzas. Hay que huir o morir. Huyamos, porque no se puede morir: a la noche hay pleno de comités.
LA LUNA. —Tres planetas nuevos: Espartaco, Progreso y Germinal.
Los ataúdes están en tierra. El tercero ha caído de los hombros heridos y se ha desgajado como la vaina seca de un fruto. Se ha abierto en dos y la semilla, blanca y amarilla, ha quedado fuera. La Plaza está ya desierta aunque parten balazos de algunos sitios y hay heridos que se arrastran y huyen sin dejar de disparar. Los guardias no se atreven a descubrirse demasiado. Un caballo herido, con la columna vertebral rota avanza y caracolea, el hocico en alto y los cuartos traseros encogidos, como una jirafa. Recorre la plaza y las riendas se enganchan en una astilla del ataúd que redobla sobre los adoquines. Con el ritmo de los disparos el animal baila arrastrando el ataúd. Huyo, como todos, pero me quedo cerca. Durante media hora nadie se atreve a dar un paso. El caballo continúa en este circo alfombrado con rosetones rojos. Sólo hay sobre el adoquinado cuatro hombres. Cuatro muertos y los camaradas Espartaco, Progreso y Germinal. Este último con los brazos desnudos abiertos a la luz, fuera del ataúd vacío. Los heridos han huido todos. Se curarán donde puedan. O morirán en todo caso donde quieran. No sometidos a la voluntad de los que disponen que mueran «en el lugar y en el acto de la rebelión». Los ataúdes —los tres— presentan varios impactos de fusil. Han vuelto a matar a los muertos.
Por la plaza llegan la tía Isabela y Star, presurosas. Dos guardias les echan encima los caballos y las obligan a retroceder y a huir. En la confusión, el gallo rojo ha escapado de los brazos de Star y pasea entre los ataúdes. Samar y yo hemos logrado alcanzar las verjas del Retiro y allí encontramos a Urbano Fernández, del comité de la federación. Sin detenerse nos dice:
—A las diez en Cuatro Caminos, para el sabotaje.
Samar advierte:
—¿Pero no sabéis que hemos desistido? ¡Ya no se puede hacer nada! Urbano se indigna:
—¡No os enteráis, carajo! Al agente que cogió el sobre con el croquis lo conocían dos compañeros que estaban en el mismo bar y que vieron la faena. Lo han seguido y se lo han cargado. Aquí está el sobre.
Nos asomamos por la calle de la Lealtad. Hemos dejado las pistolas y los carnets enterrados en el Retiro. Iremos a recogerlos antes de que lo cierren. Desde lo alto de la calle se ve la plaza de Neptuno. Sentadas en el canto de la acera están la tía Isabela y Star. No quitan los ojos del pobre Germinal, desnudo bajo la tarde. El caballo sigue danzando con el espinazo partido. Yo al ver que Star tiene en brazos el gallo respiro un poco más tranquilo.