XVI.
El secreto de la cobardía de la Numancia lo poseía el maquinista Vila, capitán del barco al iniciarse el movimiento cantonal y después segundo de a bordo a las órdenes del capitán Solano. El maquinista Vila mandaba la maniobra en el momento en que se ordenó la retirada. Ya en el puerto, la noche anterior pudo salir a cenar a tierra, según su costumbre. En “La Turquesa” lo esperaba la curiosidad ávida de los parroquianos; pero el maquinista Vila llevaba dos días a bordo. No quería salir. Recorría el buque despacio, revisando las averías, y le producían tal emoción la escalera del puente destruida, la chimenea rota y el boquete de estribor junto a la borda, que sólo le faltaba llorar. Recordaba los incidentes del combate. Cuando la Numancia rompió el cerco y salió huyendo perseguida a cañonazos por la Vitoria, el segundo Vila sufría personalmente cada andanada, cada balazo como si los recibiera en las entrañas. Hasta entonces sólo había peleado con las tormentas, pero en aquel momento al cuidado de la mar brava se unía el de la persecución. Crujía el barco entre las olas; temblaba al recibir las balas en las bandas, al despedirlas por las bocas de sus propios cañones. Llovía el fuego sobre la pobre Numancia, que huía a toda máquina sin dejar de ser castigada. Y el segundo Vila, para quien la Numancia era una prolongación de su mismo cuerpo, sufría todos los dolores del blindaje roto, de la madera astillada.
—¡Arriba, Numancia!
Gritaba con los ojos húmedos de rabia y de pena. Pero sólo podía salvarla la fuga, y mandó la maniobra para huir hasta que salió del fuego. Después viró e hizo como que se aproximaba al Tetuán para defenderle; pero mucho antes había llegado la nave capitana enemiga, que cubría de metralla a las gentes de Colau. Cuando pudo acercarse, el Tetuán llevaba encima media tonelada de plomo caliente. Y además la Numancia no hizo sino disparar algunos cañonazos desde lejos y dar enseguida —casi proa a la base— la orden de retirada. Todos coincidían en que la conducta de la Numancia había sido indigna. Pero si había algún responsable directo era Vila, el viejo enamorado de la nave. Se lamentaba tan a lo vivo, descuidaba de tal modo la prudencia en unos momentos tan apasionados, que el mismo capitán Solano le tuvo que advertir que tuviera más cuidado con lo que decía. Se estaba delatando.
—Porque todavía si esto fuera guerra —explicaba— el que recibe la bala con ella se queda, y más querría ver la Numancia acabada en un bajo que sana, pero deshonrada. Ahora bien, mi capitán, esto no es guerra.
Y añadía:
—¡Que haya sido la Vitoria la que nos lo ha hecho —y mostraba con la mano parte de la obra muerta resquebrajada—, cuando ha salido de descubierta con nuestro barco cien veces en Santiago de Cuba y en Mindanao!
El desconsuelo del pobre viejo era de una sinceridad desgarradora. En otro caso —si la presión de las masas hubiera persistido— los jefes no hubieran tenido más remedio que sacrificar a alguien, y era seguro que toda la responsabilidad habría caído sobre él. Y Vila hubiera ido a la cárcel y quizá a la muerte satisfecho, pensando que moría por la Numancia. Pero, afortunadamente, nada de eso fue necesario. Aunque ninguno se atrevía a declararlo, los jefes estaban satisfechos de aquella retirada, convencidos de que era disparatado sostenerse. Hacia media noche todo el mundo hablaba de una nueva expedición de venganza. “Si salimos —se decían los jefes—, no puede ir Contreras de comandante.”
Dos días después el mar amaneció tranquilo, el horizonte despejado, el aire quieto. Con el sol todavía en Levante los barcos salieron y formaron frente a Escombreras. Había dos grandes novedades. No mandaba Contreras, sino Colau. Y con la escuadra, a retaguardia, iba el Buenaventura. En el Buenaventura iba doña Milagritos.
Aquel día se cumplía el plazo dado por Martínez Campos para iniciar el bombardeo a fondo. El hambre, la sensación de peligro cada vez mayor, la presión de las fuerzas del Gobierno, impregnadas de un fuerte espíritu combativo, y, finalmente, la derrota de la escuadra, produjeron un efecto desmoralizador enorme en algunas zonas de población, en los servicios oficiales de sanidad e incluso entre las hermanas de la Caridad, que hasta entonces se habían mantenido fieles a la misión que les asignaron. Aunque vendían a veces el pan y la ropa limpia a los enfermos descreídos y ateos a cambio de oraciones y profesiones de fe, de ahí no habían pasado. Llevaban algunos días haciendo bajo mano una labor francamente derrotista, y comenzaron a escurrir el bulto. El Cantón era pobre; sus monedas no podían ser tomadas en serio. Llevaban la de perder y se aproximaba el bombardeo, el ataque sin tregua, la guerra sin cuartel. Las monjitas fueron desertando poco a poco, con la disculpa de la enfermedad, la vejez; la madre que estaba muriéndose en Alicante, el hermano paralítico en Málaga, y, finalmente, las órdenes de sus superioras generales. Cuando más falta hacían se marcharon casi todas. Otras mujeres, como Milagritos, las substituyeron a medias.
Mister Witt sabía que el Buenaventura se haría a la mar, y no le preocupó grandemente que Milagritos se quedara a bordo. Lo que no supo hasta que la escuadra dobló Punta de Aguas era que ésta iba mandada por Colau. Hubo instantes en los que volvió a tener la misma impresión que el día de la visita al fuerte Carvajal. La sensación del adulterio. Era —se decía— una sensación agria, de un dramatismo seco y sin ese fin “en sí mismo” que suele tener el drama sentimental. Una sensación, además, de “desfonde” en lo social, de perder pie y bajar para afianzarse a medias en un suelo blando, barrizoso. Aquella sensación no la había tenido Mister Witt nunca, hasta entonces. Sin embargo, en la conducta de Milagrítos no había nada nuevo. ¿Dependía de él, de su estado interior, todo aquello? Hasta que entró por primera vez en el mes de abril sin sentirse joven —sin notar por lo menos alguna vez y más o menos profundamente la misma “situación orgánica” de la adolescencia—, hasta que se sintió por primera vez irremisiblemente viejo, no dudó nunca de Milagritos. Ahora tampoco dudaba de ella, pero sus preocupaciones morales contra la duda, el sobresalto por lo desguarnecida que veía su vida ante los asedios de la duda, eran peores que la duda misma. Mister Witt veía el mar, alcanzando con los gemelos el horizonte.
—Hermoso mar para navegar con ella.
Ella navegaba con Colau. “Los separan por lo menos dos millas —se decía Mister Witt—; pero tampoco es el adulterio físico el que me turba.” Era otra cosa, en la que intervenía mucho la creciente falta de fe de Mister Witt en sus fundamentos morales. ¡Qué importancia estaba adquiriendo de pronto en su vida Colau! ¡Y qué juntos iban ahora Colau y Carvajal! En aquel momento Milagritos pensaba también en su primo Froilán, dejando flotar el borde de su bata blanca y un gracioso rizo de la sien, al viento, en la cubierta del Buenaventura. Milagritos, en cuanto salió del puerto, se olvidó de Cartagena, de su casa e incluso de los cantonales. Iba por un mar quieto hacia la guerra. “Buscando la muerte”, como decía Carvajal en aquellos versos que hizo una vez para ella y que no imprimió nunca:
Por el camino de una mar tranquila,
¡cuántas veredas hacia ti!
Por el desierto de una noche obscura,
¡cuántas estrellas donde ir!
Por la eterna influencia de los tiempos,
¡cuántos instantes para partir!
En el mar nuestro de cada primavera,
en el desierto de la noche inmensa,
en el tiempo que al albur nos lleva,
¿cuál el camino bajo el cielo?,
¿cuál es la estrella o el lucero?;
para partir, ¿cual el momento?
Por el camino de una mar tranquila,
¡cuántas veredas hacia ti!
Luego se explicaba apresuradamente a si misma, como para no dejar a su vanidad tiempo para engañarse, que “hacia ti” no quería decir “hacia Milagritos”, sino hacia la muerte. A Carvajal le preocupaba la muerte. “Es hermoso —pensaba Milagritos— ir a la muerte en esta mañana, por esta mar.” El azul entraba en los pulmones fresco y húmedo bajo un sol que no hería aún. Azul arriba con vedijas blancas que avanzaban subiendo y bajando casi imperceptiblemente, a compás. Azul más denso abajo, pero con escapadas fluidas al aire en los saltos del delfín, también azul, cuya comba tenía un instante, al sol, como un espinazo de plata. En medio de aquellos azules el rojo de la cruz sanitaria tremolaba en la bandera alegremente.
Milagritos tenía quince enfermeras a sus órdenes. El capitán había llevado dos médicos, uno de ellos don Eladio, que no había cesado de demostrar a todo el que quería oírle, desde que salió del puerto, que no le correspondía a él embarcar y que tenía en tierra enfermos graves. El otro era un médico del Hospital Militar, que no ocultaba su desdén al compañero, al que pensaba emplear en oficios de practicante, aunque le estaba ya viendo protestar:
—Mi título vale tanto como el de usted.
Pero no hubo ocasión. La escuadra cantonal no tuvo una sola baja, aunque estuvo a punto de haberla en el mismo Buenaventura, pues don Eladio perdió pie dos veces, y las dos en los momentos en que reiteraba su protesta por haberle hecho embarcar. La culpa la tuvo la cera de la cubierta, bajo el puente, y el movimiento del remolcador, que brincaba como un galgo sobre las aguas.
Milagritos veía enfrente los cuatro barcos. Llevaban la formación romboidal que habían tratado de guardar el día del desastre y conservaban, como precaución, la cara al barlovento. Avanzaban serenos y seguros, dejando una cuádruple estela de espuma que señalaba la ruta del Buenaventura. Milagritos, en la cubierta, cerca del timonel, se sentía muy feliz. No era sólo el mar, el cielo ni la estela de los barcos. Era la noción de la utilidad de su vida al lado de una gran misión y de un gran hombre como Colau. Pero, además, la mañana era tan ligera, tan fina; el aire que cortaban con la proa y resbalaba sobre las orejas de Milagritos, produciendo a veces un rumor de caracoleo, era tan nuevo, tan recién sacado de los cristales del mar, que morir mismo sería un hermoso acontecer. Cuando una mujer como Milagritos piensa en la dulzura de la muerte, es un hambre entrañable lo que la inspira, una voracidad caliente y una sed helada en otros cristales salinos como los del mar; pero no fuera de ella, sino en ella misma, en sus ojos. Milagritos se sentía tan enamorada como en las tardes de Lorca junto al aro de la ventana labriega:
Por el camino de una mar tranquila,
¡cuántas veredas hacia ti!
Navegaron toda la mañana con rumbo SE., sin encontrar a la escuadra enemiga. Sobre la una el vigía de la Tetuán, que arbolaba la insignia capitana, dio vista a los barcos del almirante Lobo. Izado el pabellón de guerra y doblados los masteleros, reforzaron la marcha, y al encontrarse a cuatro millas de la escuadra adicta, se tocó a bordo zafarrancho. Milagritos oyó la alegre trompeta que ordenaba despejar las cubiertas. El capitán del Buenaventura frenó la marcha y se situó fuera del radio de los fuegos sobre la aleta derecha del Tetuán. El mar seguía en calma, y Milagritos quería verlo y oírlo todo. El azul de la superficie, el verde obscuro del fondo, tejían en su alma canciones de barcos perdidos, de arboladuras rotas. Pero eran canciones alegres. Milagritos, contenta, no con una alegría sosegada y quieta, sino con una confusión de colores claros y sentimientos inefables que la empujaban hacia un contento delirante, vio el peligro, lo calculó, y al llegar a la conclusión de la granada perdida estallando a su lado, encontró la idea casi agradable. No le importaría nada morir en aquel instante. Morir en el mar no era agonizar y descomponerse entre sábanas sucias, sino desaparecer, dejando, como los barcos, una estela blanca. ¿Dónde quedaría esa estela de Milagritos? ¿En el alma de Mister Witt? No era demasiada gloria aquella. Pero quizá quedara en la pasión de las multitudes y en otra turbulenta y magnífica: en la de Colau.
Los primeros disparos partieron de la nave capitana, de la Tetuán. Se vio estallar una granada entre los palos de la Vitoria. Milagritos había corrido hacia el cabrestante y allí se quedó, espantada, sin acertar a enfocar los barcos enemigos con los gemelos. A simple vista veía las bandas de la Tetuán y del Fernando el Católico rodeadas de humo. Las tres naves avanzaban bajo el cielo despejado, en línea de combate. Seguía a retaguardia la Méndez Núñez. Milagritos pensaba que los hombres sabían quitar la vida y entregar la propia con grandeza. “No sólo hay miseria y dolor en la sangre”, se decía.
La escuadra de Lobo contestó débilmente y viró evitando el barlovento. Milagritos no comprendía la maniobra, y el capitán le explicó:
—Se retiran. Se preparan a huir.
Milagritos ardía en un entusiasmo de raíces nuevas.
—¿Qué hacen? ¿Por qué no avanzamos a toda máquina?
El capitán le advirtió que avanzaban y que se dirigían sobre la escuadra enemiga. El capitán añadió que no había visto nunca tanta pericia marinera en un paisano. El caso de Colau le producía asombro. El telégrafo de banderas ordenaba desde la nave capitana el ataque a toda marcha, y los barcos de Lobo, virando hacia SW., favorecían la maniobra, porque se desviaban de la presión del barlovento, en la que estaban metidas las dos escuadras. El capitán del Buenaventura, sin separar los gemelos de los ojos, decía:
—Ahora. Ahora va a encerrarse Lobo contra la costa.
Las naves de Colau volaban, soltando cañonazos. Milagritos hubiera querido volar también con cada proyectil, situarlo en el mejor blanco y hacerlo estallar. Por una escotilla asomó el rostro renegrido de un fogonero. También estaban contentos.
—Patrona, ¿no tiene miedo? —dijo muy jovial.
Milagritos se volvió sorprendida.
—¡Lástima —contestó— no tener aquí una batería!
El fogonero sacó el brazo desnudo, con la mano abierta:
—¡Viva el Cantón! —gritó.
Le entusiasmaba el valor de aquella fina mujer. Luego desapareció hacia abajo. Milagritos se sentía diluida en el barco, entre la gente. Pero no quitaba la mirada del Tetuán. Los gemelos le permitieron ver a bordo a Colau. Llevaba las mangas arrolladas sobre el codo, la camisa abierta. El vello de los brazos, del pecho, tenía brillos de bronce. Su rostro atezado, sus bigotes bárbaros, le daban el aire de los piratas de los cuentos infantiles. Milagritos lo admiraba desde lo hondo de su vida insignificante. Llegó a pensar sexualmente en él, pero como podía pensar una mujer honrada”: “Me gustaría tener un hijo de Colau.” Ser fecundada por aquel bárbaro caballero de los mares que hacía retroceder a la escuadra de Lobo.
Persiguieron a los barcos del Gobierno durante más de dos horas, bombardeándolos sin cesar. Contestaban soltando por la popa andanadas aturdidamente. Hacia las cuatro de la tarde lograron ponerse fuera de los fuegos de la Tetuán y la Numancia, y la escuadra cantonal viró hacia Cartagena, adonde llegaron al obscurecer. Pero el Tetuán fondeó en la ensenada de la Algameca. Milagritos hubiera querido quedarse allí también. ¡Quién sabe si habría música, canciones, quizá baile!
La idea de que delante de Colau contorsionarían sus brazos y doblarían el talle otras mujeres llenó a Milagritos de un sordo despecho. Sólo se rehizo al poner los pies en el muelle, entre la barahúnda de voces entusiastas, de aclamaciones a Colau y a los demás comandantes.
A Milagritos la rodeaban anhelantes, haciéndole preguntas. Bonmatí contestaba a su lado:
—¡Ni un herido! ¡Ya lo sabéis! ¡Ni un solo herido!
Y después de comprobar por Milagritos el rumor que circulaba por el muelle, lo confirmó a grandes voces:
—Colau ha desbaratado la escuadra enemiga y la ha puesto en fuga.
Los vítores se sucedían. Milagritos, embriagada por todo aquel estruendo, no olvidaba, sin embargo, que Colau se había quedado en la Algameca. Volvió los ojos, esperando ver entrar en el puerto al Tetuán, pero sólo se advertían las luminarias de los buques extranjeros en el mismo lugar que habían quedado, junto a Escombreras.
Se abrió paso. Entre tantas cabezas enloquecidas había una impasible, con el aire severo y torvo y una pátina gris de aburrimiento. Era Mister Witt. Milagritos fue hacia él y se colgó de su brazo. Un grupo los advirtió, y como tenían necesidad de seguir gritando, se oyó un vítor inesperado:
—¡Viva Mister Güí!
Contestaron sólo tres o cuatro, pero Mister Witt se quitó el sombrero y siguió adelante, con su aire correcto y frío.