XIV.
Doña Milagritos pisó la cubierta del Buenaventura aquel día a las tres de la tarde. El barco era un vapor de ruedas. Lo mandaba el capitán Vicente Galán y servía de remolcador en las Obras del Puerto: Desplazaba ciento diez toneladas y era ligero y gracioso, con su proa levantada, la cruz roja pintada sobre blanco en cada banda. Un vaporcito femenino para día de regatas o de conmemoraciones. Mister Witt había navegado muchas veces en él desde el muelle hasta los arsenales. Estaba bastante descuidado, pero lo limpiaron y pulieron de tal modo que a Milagritos le pareció un yate de recreo.
Milagritos llevó consigo material sanitario abundante. Las dos muchachas hicieron tres viajes cargadas con bandejas de ropa y canastos. Allí fueron a parar las vendas que salieron de las dos sábanas nupciales, aquellas sábanas que mister Witt hubiera distinguido entre mil. El capitán, Vicente Galán, dispuso las cosas como si hubiera de visitar el barco un almirante. Todo el material de curaciones —menos el quirúrgico— estaba expuesto. Milagritos no pasó revista, sin embargo, como un almirante, sino como un ama de casa. Preguntó, investigó, puso sus manos en los rimeros de vendas, sábanas, toallas, balas de algodón. Todo lo vio, todo quedó archivado en su memoria. En cuanto a las personas, comprobó en el primer vistazo que ninguno de los tripulantes tenía nada de extraordinario. El capitán mostraba un carácter de una gravedad afectada. “Pone toda su alma —se dijo ella— en adaptarse a su cargo, que está, sin embargo, por encima de él.” Milagritos se había vestido muy recatadamente. La falda, no muy abultada por el polisón, era de un tono gris claro, el color más general en el puerto, el mismo color del Buenaventura. El cuerpecillo, de seda clara, apenas llevaba descote. Al llegar a bordo se puso una bata blanca abrochada atrás, de enfermero. La bata se hinchaba sobre los pechos y se retiraba algo más arriba, dejando asomar por el cuello bajo, sin vueltas, la garganta de laca y la cabeza, más aguda y breve, sobre tanta holgada blancura. Milagritos, cuando estuvo todo dispuesto buscó a Bonmatí, pero se había marchado ya. Tenía que atender a su cocina, a las galeras del servicio sanitario de la Muralla, a la organización de nuevas colectas. Pensó que tendría que esperarlo. Pero la sensación de haber quedado sola a bordo le produjo alguna extrañeza. Dio la vuelta al puente y pidió unos gemelos. Enfocó el paseo de la Muralla, los balcones altos, los suyos, el de su marido... Allí estaba Mister Witt con los gemelos en la mano también. Milagritos recordaba que había insistido mucho para que la acompañara, pero no quiso, pretextando que tenía que estudiar unos informes. Era mentira. Hacía meses que Mister Witt no hacía sino vagar por los pasillos, nervioso y ausente. Milagritos le había dicho varias veces que parecía un “alma en pena”. El vagabundaje de caminos es el auténtico, según las gentes, pero para ella aquella sensación que su marido le daba en la calle los últimos tiempos (sensación de despistado) se convertía en los pasillos de la casa en otra, en la del auténtico vagabundo doliente, dramático. Quizá Milagritos no cayó en lo exacta que resultaba aquella frase, aquello del “alma en pena”.
Era una jornada decisiva para la revolución. Muy temprano había salido la escuadra, mandada por el propio Contreras. La noche anterior se habían enterado de que las naves del almirante Lobo acababan de dejar el puerto de Almería en dirección a Cartagena. La Junta de comandantes se reunió a bordo de la Numancia. Se acordó el siguiente plan de combate: la escuadra cantonal saldría en busca del enemigo desplegada, formando un romboide parecido al de la Osa Menor. La Numancia, como nave capitana, iría en vanguardia. A su derecha, cubriendo la aleta de estribor, se situaría la Tetuán, mandada por Colau. A su izquierda la Méndez Núñez, salvando la de babor. El Fernando el Católico iría a retaguardia. Dispuestas las naves de este modo se podían prevenir fácilmente contra las maniobras de Lobo. Si atacaban por uno de los flancos, la Numancia maniobraría en combinación con una de las fragatas —la del lado por donde atacaban—, quedando de reserva los otros dos buques. Si atacaban de frente, la Numancia cortaría vapor y esperaría a las otras dos para formar una línea de ataque, dejando detrás al Fernando el Católico.
Terminada la Junta embarcaron las fuerzas auxiliares y se dispusieron las calderas para hacerse a la mar al primer aviso. El día amaneció poco propicio para navegar. Había marejada, el cielo estaba cubierto y la niebla baja dificultaba las maniobras. Hacia las ocho comenzó a abrirse alguna claraboya amarilla y a levantarse la niebla. El mar seguía agitado. Algunos chubascos recordaron a los marineros que estaban entrando en el otoño. Contreras esperó que escampara y en cuanto cedió la lluvia convocó bajo el puente de la Numancia a tripulantes, infantes y artilleros y les arengó entre vítores y hurras. Cerca de las nueve levaron anclas los cuatro buques, bajaron masteleros y se hicieron a la mar con la bandera española de combate izada.
Al llegar a Escombreras salieron de la bahía hasta seis barcos de guerra franceses, ingleses e italianos que seguían a la escuadra cantonal “de observadores”. Con esa escolta verdaderamente lucida y después de hacer la descubierta en dirección Este sin resultado, viraron hacia el Sur y bajaron a distancia de la costa, conservando posiciones que en caso de ataque inesperado les permitieran aprovechar el barlovento. A bordo había un gran espíritu. Todos pensaban en las esperanzas que dejaban detrás, en Cartagena. A la altura del cabo de Palos el vigía de la Numancia anunció la presencia de la flota enemiga. Llevaba seis unidades, La Vitoria —que arbolaba la insignia en el palo mayor— y las Navas de Tolosa, Almansa y Carmen, más los vapores Colón y Ciudad de Cádiz.
Cuando vieron la escuadra del almirante Lobo la Numancia se había adelantado mucho y los cantonales no conservaban la formación. Quedaban demasiado a retaguardia la Tetuán y la Méndez. Por el telégrafo de señales Contreras dio órdenes para que se le incorporaran inmediatamente. Pero Lobo, que advirtió la maniobra y vio cómo la Numancia seguía, sin embargo avanzando imprudentemente —ahí los esperaba Lobo, en la imprudencia y la temeridad—, lanzó sobre ella la escuadra en perfecto orden. Las primeras andanadas partieron de la Numancia, entre gritos de júbilo. La escuadra de Lobo trató de cercarla y lo consiguió, destruyendo ya por la base el plan de combate de los cantonales. Sobre la Numancia hacían fuego a placer los cañones de Lobo. Contreras veía que las naves cantonales forzaban la marcha; pero dudaba de que su auxilio pudiera ser eficaz. La Numancia disparaba a un tiempo sus baterías de babor y estribor, y en el estruendo quedaban todavía intervalos en los que se oía la algazara de la tripulación y las cornetas tocando zafarrancho de combate. Contreras, que se hallaba al pie de una torre blindada, cambiando impresiones con el miembro de la Junta revolucionaria Miguel Moya, se negaba a ponerse a cubierto para dar ejemplo de serenidad. Una granada de la Vitoria estalló sobre sus cabezas, y Moya cayó sin vida contra el cordaje arrollado del mastelero. Contreras salió ileso increiblemente por uno de esos azares de la guerra.
La situación no podía ser más crítica. La Numancia tomó una determinación desesperada. Buscó el punto más débil del cerco. Lo constituían los vapores de pequeño tonelaje Colón y Ciudad de Cádiz. Dirigió sobre ellos sus cañones de proa y avanzó a toda máquina. Algunos proyectiles alcanzaron al Cádiz y le produjeron averías visibles aunque no lo dejaron fuera de combate. La Numancia abrió brecha entre los dos barcos, disparando por ambas bandas, y logró romper el cerco. Castigó con dureza a los vapores y huyó, perseguida de cerca por la Vitoria, que la cañoneaba implacablemente. Puesta al fin la Numancia fuera de los fuegos del almirante Lobo, dio un rodeo para incorporarse al resto de la escuadra cantonal. La Tetuán combatía con la Carmen y la Almansa, a las que llevaba ventaja. Trató de abordarlas dos veces, sin lograrlo por la pericia de los barcos enemigos. Abandonada la Numancia por la nave capitana de Lobo, ésta se lanzó sobre el Tetuán, y Colau, viéndola llegar y a menos de una milla de distancia dio la orden de “proa a la Vitoria” y marchó sobre ella a toda presión. El choque parecía inevitable y hubiera echado a pique a la Vitoria, cuya quilla carecía de blindajes, pero escapó a la embestida, y las dos naves pasaron rozándose, mientras los cañones vomitaban metralla y los fusileros se cambiaban descargas cerradas. Los barcos no obedecían bien las maniobras. El mar había seguido agitándose por momentos. La Tetuán metía la proa en el agua y densas masas azules, verdes, barrían la cubierta. En medio del fragor del mar, centenares de cañones, empeñados en la lucha y disparando sin cesar, tenían una grandeza sobrecogedora. Esa tormenta de los hombres —pensaba Contreras— era muy superior en su estruendo, en sus cóleras, a las tormentas de Dios.
Sobre las tres de la tarde la Numancia se resintió de averías en el timón y acordó la retirada. Estaban transmitiendo la orden por el telégrafo de banderas, cuando una granada de la Vitoria estalló a bordo, destruyendo el aparato de señales y matando a tres marineros que lo accionaban. La Numancia reanudó el combate y al advertir que sus compañeras eran atacadas por las naves de Lobo, en una superioridad de condiciones manifiesta, quiso intentar una maniobra desesperada. En aquel momento, viéndose perdida la escuadra cantonal, sucedió algo inesperado, que había de dar motivo a protestas y reclamaciones diplomáticas: la fragata francesa Semiramís se interpuso y la escuadra de Lobo tuvo que interrumpir las hostilidades, mientras la cantonal se ponía a salvo. Por cierto que al entrar en la línea de fuego la Semiramís, una granada de la Tetuán estalló a bordo y mató tres marineros neutrales. Este incidente no motivó reclamación ninguna de los franceses. La generosidad de los republicanos de París y la gratitud de los cantonales crearon entre ellos nuevos lazos de simpatía. Quien reclamó en vano fue el Gobierno de Castelar.
A media tarde entraba la escuadra en Cartagena. El Vapor Buenaventura estaba rodeado de lanchas. La bandera de la Cruz Roja ondeaba en la popa. Lloviznaba bajo el cielo gris y una multitud se agolpaba en los muelles, ávida de saber noticias de la expedición y de los familiares que tenían a bordo. Del Numancia desembarcaron ocho muertos y diecisiete heridos. Del Tetuán, tres muertos y diecisiete heridos. La fragata Méndez Núñez sólo tuvo un muerto y cuatro heridos. El público esperaba en los muelles con ansiedad; contaban el numero de muertos que desembarcaban y una ola de angustia agitó a la muchedumbre en sollozos, exclamaciones y clamores de impaciencia, hasta que los muertos y heridos fueron identificados y sus nombres puestos en unas listas de honor en las puertas de la Comandancia, del Ayuntamiento y de la Aduana.
Milagritos había esperado hasta que la escuadra apareció a lo lejos, en el Sureste, entre Escombreras y el arsenal. Entonces dejó el Buenaventura y subió muelle arriba, hacia su casa. Se encontró a Bonmatí, que iba al barco, apresuradamente, como siempre.
—¿Se marcha usted ahora, que entra la escuadra? —preguntó, entre dolido y extrañado.
Milagritos se limitó a hacer un gesto de contrariedad todo lo vago que convenía para que Bonmatí lo echara a timidez y miedo.
—¿No se atreve usted con las heridas y la sangre?
Milagritos le dijo que quedaba todo muy bien dispuesto. Había alcohol, gasas, vendas y también algunos víveres, entre ellos cuatro kilos de café. Las cocinas al rojo. Los depósitos de agua, repletos. Bonmatí inclinó la cabeza a un lado y suspiró despidiéndose:
—Todo dispuesto para recibir a la tragedia.
Milagritos encontró aquella frase teatral y falsa, más por el gesto de Bonmatí que por sí misma. Se le veía por dentro confortado, a pesar de todo, por la sensación de “la victoria”. Todo el mundo tenía noticias fidedignas sobre “el descalabro de Lobo”. Sobre “el triunfo de los cantonales”. Cuando Milagritos llegó a casa se encontró a su marido en un estado de ruina moral lamentable. Hasta él habían llegado los rumores del “triunfo” cantonal. Con Milagritos, sofocada, nerviosa, juvenil, entraba aquel triunfo por las puertas de su casa. Mister Witt pensaba que las categorías que mayor firmeza y solidez habían adquirido, dentro de su conciencia, a lo largo de toda la vida, se desmoronaban bajo aquella turbia marejada de instintos. “La vida se está desdiciendo a sí misma”, se decía. Era una idea suicida. Hacia la noche llegaron las noticias oficiales, en las que, a duras penas, se contenía la impresión del descalabro. Entonces Mister Witt se animó, y en la sobremesa, a la que acudió el cónsul Turner, con el texto del ultimátum de Martínez Campos, hizo juegos de humor con Milagritos, con los cantonales y consigo mismo. Lo que le extrañaba era la impasibilidad de Milagritos. Ella no registraba en su ánimo aquellos cambios bruscos de la situación. Siempre estaba igualmente esperanzada, igualmente tranquila, con un entusiasmo que no llegaba de fuera, sino que estaba identificado con su sangre y sus vísceras y era todo su temperamento natural. Mister Witt, dado de pronto a la generosidad, llegó a decir a Milagritos:
—¿Por qué no te quedaste en el Buenaventura para curar a los heridos?
Milagritos le cogió la palabra para el día siguiente. Mister Turner estaba visiblemente alarmado. El ultimátum de Martínez Campos amenazaba a la ciudad con un bombardeo implacable. El que se inició dos noches antes no fue sino una muestra de lo que podía ser si no capitulaban. Esperaba sólo tres días, al cabo de los cuales no se detendría ante ninguna consideración de humanidad. La Junta revolucionaria se haría responsable de todo. Turner terminó de exponer la situación con estas palabras, que a Mister Witt le sonaron como una ratificación de gozos amargos ya conocidos:
—Hoy ha habido tres casos de fallecimiento por hambre.
Sin embargo, Mister Witt insistió en que la posición del Consulado debía seguir siendo de neutralidad y de respeto por los cantonales. Mister Turner no comprendía a su compatriota. “Parece obstinado —se decía— en que los rebeldes lleguen a consumirse en su propia impotencia, a destruirse solos, a llegar en la ruina a lo más hondo, a lo más terrible.” Porque mister Turner, sin saber por qué, no creía ya en las simpatías de Mister Witt por el movimiento.