XIII.
Alrededor de las guardias se convocaban en la hora del rancho docenas de niños andrajosos, sucios, comidos de las moscas. No había en sus caritas el menor dramatismo. La mugre no era en sí misma dramática. Con el mendrugo o la cabeza de un pez entre los dientes correteaban y se perseguían. A veces un grupo cantaba, llevando el compás con el pie desnudo:
Agüil, agüil,
que vienen los moros
con el candil.
A matar escarabajos
con trompetas y caballos.
Agüil, agüil,
que vienen los moros
con el candil.
Al principio la vida de murallas adentro era variada y pintoresca. Había un sector dramático y sombrío; otro, divertido; otro aún, simplemente severo. El general Pozas, pasados los incidentes de la derrota de Chinchilla, recobró el mando y estaban a sus órdenes las tropas regulares. Antonete mandaba los voluntarios. Las escenas pintorescas de algazara entre paisanos y militares, las escenas sombrías y dramáticas del hospitalillo de urgencia —desde donde eran trasladados luego los heridos a la Maestranza o al hospital de la Caridad—, la severidad del cuartel general y la guardia principal con los uniformes de los jefes, las órdenes apresuradas, las parejas de vigilancia que llegaban a caballo y daban el parte mañanero o llevaban por la tarde el santo y seña a los fuertes, toda esa actividad que al principio resultaba tan pintoresca y se había creado alrededor una atmósfera popular bulliciosa, iba quedando poco a poco ensombrecida por el hambre. Unos la padecían. Otros la veían llegar con inquietud. Se hicieron algunas salidas provechosas por tierra. Una columna de voluntarios volvió con las vituallas que encontró en tres caseríos. Pero ahora estaba desmantelado todo el sector que separaba la plaza de las fuerzas sitiadoras, y además los pocos cañones que tenía Salcedo habían afinado la puntería y era mucho más peligroso el campo. Por lo menos así lo había dicho el cuartel general, decretando de paso que los voluntarios no darían un paso sin contar con las autoridades militares. Esa inacción daba al hambre un matiz sombrío de fatalismo.
Junto a la Puerta de San José estaba el cuerpo de guardia de los Voluntarios. La falta de una disciplina rígida —como la había entre los infantes o los artilleros— hacía más visibles las dificultades. Si antes se aplaudía y vitoreaba a Antonete, ahora tenía mucho más éxito la presencia de Bonmatí, de su “cocina ambulante”, que iba con las dos calderas repletas de guisos bullentes más o menos sabrosos. Había hambre. Y en la calle era menos cruel que en los interiores de algunas casas de pequeña burguesía alfonsina y católica. Careciendo de dinero para ir al mercado y pagar lo que pidieran por un kilo de patatas, les faltaba también despreocupación y desembarazo para ir a las colas del rancho o de la cocina de Bonmatí. En una situación algo mejor se encontraba el médico don Eladio, movilizado a la fuerza para prestar servicios facultativos en los hospitalillos y en la misma calle. Don Eladio, después de tener que entregar la mayor parte de los víveres que poseía —muchos campesinos le pagaban con medio cahiz de trigo al año o tres arrobas de tomates—, andaba de un lado a otro poseído por un pánico que no era sólo el miedo al peligro, sino algo más complejo. Si una granada destrozaba la cabeza de un marinero o de un trabajador, los dos perdían una vida, que les era muy estimable; pero no perdían, como don Eladio, la herencia del millón de pesetas que le esperaba. El pobre médico lo decía a todo el que quería escucharle. Don Eladio simpatizaba con algunos aspectos de la revolución y rechazaba, enfurecido, otros. Le parecía bien el anticlericalismo de los jefes, porque don Eladio sabía a qué atenerse sobre los sentimientos que inspiraba a los curas. La “gente de sotana” estaba segura de que si don Eladio moría antes que su padre, la herencia iría directa a sus instituciones. Don Eladio odiaba a los curas, pero iba a misa porque se sentía más débil por el momento y no había que “provocarles”. Lo que le parecía mal en la revolución era que nombraran capitanes y tenientes a algunos tipos de quienes don Eladio decía que eran “unos tiraos”.
Don Eladio tenía algunos clientes de clase media, religiosos, monárquicos, que se encerraban con sus hambres y no querían salir a la calle. Eran pocos. Se podían contar con los dedos de una mano, pero entre ellos estaba doña Lupita, una vieja pariente de aristócratas carlistas arruinados en la guerra del Norte. Doña Lupita llamaba al médico de vez en cuando. Se encontraba mal, pero no sabia lo que tenía. Un día la vio don Eladio tan extenuada, que le preguntó:
—¿Usted come?
¡Oh, era una pregunta bien impertinente! Resultó que doña Lupita no tenía qué comer. Pero sólo se decidió a decirlo en aquel caso, preguntada por el médico, que era una especie de confesor. Don Eladio le envió la mitad de su comida los primeros días. Ella se acostumbró a esa ayuda y salía al balcón de muy buen talante; se aventuraba a ir a la iglesia de la Caridad —vivía cerca, en la entrada de la calle de San Fernando—, puesta de mil alfileres, y daba a entender a sus relaciones que no tenía problemas en su casa, porque había quien velaba “desde arriba” por ella. Como nadie pensaba que pudiera tener trato especial de la Junta Revolucionaria, cada cual hacia sus cábalas. Doña Lupita se encontraba muy a gusto con la hipótesis de que pudiera haber quien creyera que el general Contreras le estaba pagando los favores que recibió de su tío, en tiempos de grandeza. Pero don Eladio se plantó con aquella especie de irritación consigo mismo con que tomaba las medidas enérgicas:
—No puede ser, doña Lupita. ¡Apenas tengo para mí!
Le dijo, como sin querer, que cuando sonaba una trompeta con un toque especial hacia la Puerta de San José era que la cocina de Bonmatí repartía rancho. Doña Lupita se deshizo en remilgos y no se atrevió a decir nada. No podía tolerar la idea de que nadie la considerara hambrienta. Otro cliente le dijo a Bonmatí al saberlo:
—Pobre mujer. Se dejará morir de hambre en un rincón.
Aquel día don Eladio comió con los voluntarios del fuerte Carvajal. Había ido a curar a un herido que llevaba esquirlas de granada en un brazo. Don Eladio estaba más flaco que nunca.
—Necesita usted algún cuido, don Eladio —le dijo alguien.
El médico lo miró de reojo:
—Yo lo que necesito son los doscientos mil duros de mi padre.
El que le había aconsejado comentó:
—Por mí...
El médico entendió el resto de la frase. “Por mí, puede morirse el viejo cuando quiera.” Y por si había alguna duda, recalcó:
- Pa luego es tarde.
Mientras vendaba al herido, don Eladio contestó con otra pregunta:
—¿Quiere usted decirme qué hace en el mundo un hombre a sus años?
Como nadie decía nada, se replicó a si mismo:
—Incordiar.
Sonó un cañonazo lejano. Don Eladio abandonó su trabajo y se ocultó en las defensas de una batería. Desde allí llamó al herido.
—Yo no me expongo a un mal golpe. La vida puede ser para mí algo todavía, ¿eh?
El herido se acercó al médico y éste acabó de vendarlo en su escondite. Miraba el campo por una tronera. Veía las llanadas de huerta raquítica, el campo seco, las chumberas, las moles negras de La Unión y, más atrás todavía, la cresta azul de una sierra lejana. Salió de allí para comer con los jefes una especie de olla podrida donde había diversas viandas y ninguna identificable. Entre ellas aparecían mendrugos de pan tostados y luego hervidos.
—¡Con la vida que me iba a dar yo ahora en Madrid! —solía repetir don Eladio, refiriéndose a la herencia. Esa expresión solía tener una gran fuerza cuando el médico la soltaba después de rechazar alguna parte demasiado sospechosa de la comida.
El cañoneo se intensificaría a media tarde. El general Ferrer se lo advirtió con tiempo para que bajara y se pusiera a salvo. Las baterías de Salcedo sentían una predilección especial por los fuertes, sobre todo por aquél. Esta advertencia fue suficiente para que don Eladio se fuera a toda prisa. Antes de llegar a su casa subió al Molinete a ver a un enfermo. A casi todos les recetaba lo mismo: “un buen estofado”. “No hay que traer nada de la farmacia —solía decir—, sino de la tienda de comestibles.” En el Molinete se detuvo un par de horas. Estuvo en “La Turquesa” mientras duró la primera serie de cañonazos del atardecer. Las granadas iban bien dirigidas casi siempre. Sólo había memoria de que hubiera caído una en la ciudad —precisamente en el Molinete—, pero no llegó a estallar. Sin embargo, en todas partes se hablaba de un ultimátum dirigido a la Junta Revolucionaria por el cuartel general adicto al Gobierno. Se decía en él, según la referencia callejera, que, habiendo sido reconstruido el Cuerpo de Artillería sobre las mismas bases que tenía antes de ser disuelto por Amadeo, iban sobre Cartagena dieciocho baterías dispuestas a acabar en veinticuatro horas con la resistencia. El ultimátum advertía que la Junta Revolucionaria tenía el deber de impedir los sacrificios que produciría el bombardeo de la ciudad. Se hablaba incluso de una fecha concreta; pero, no habiéndola dado la Junta Revolucionaria, nadie creía en ella. La Turquesa, mientras le preparaba a don Eladio un ponche para ir “estirándole los días”, no fuera a quedar demasiado rezagado con relación a su padre, murmuraba por lo bajo:
—No hay hombres. Se han acabado los hombres.
Don Eladio no comprendía bien. Estaba viendo el heroísmo de la gente a cada paso.
—Le digo a usted que no hay hombres —insistía ella—. ¿Usted comprende que nos tengan embotellados aquí tres docenas de blancos alfonsinos? ¿Por qué no salen de una vez y vendimian a toda esa gente de Salcedo?
El médico no se explicaba aquella iracundia. Creía que, tanto las tropas como los voluntarios, hacían lo que podían. La Turquesa bajó más la voz para decirle:
—Aquí lo que hay es mucho traidor; pero arriba, arriba. En lo alto.
La mujer veía una distancia mayor entre el pueblo y la Junta Revolucionaria y la explicaba a su manera. Don Eladio, al oír aquellas acusaciones, miró a los grupos que en el fondo de la taberna bebían y discutían. ¿Los habrían oído? Don Eladio tenía miedo a los cañones de Salcedo, al dedo índice de los revolucionarios, que podían señalarlo como enemigo del Cantón, y al pueblo, que podía adherirles a la Turquesa y a él en sus sospechas de traición. Tenía miedo a la conciencia colectiva, a la sensibilidad en carne viva de la población. Don Eladio desvió la conversación, diciendo a la Turquesa que iba a ver a su padre.
—¿Está fuerte? —preguntó ella, no se sabe si interesándose por su salud o por las esperanzas de don Eladio.
El médico, dándose cuenta de que su drama interior se tomaba demasiado a chacota, no le contestó. Pagó y se fue.
Descendió por tortuosas callejas hacia el muro de la Maestranza. Luego subió por San Fernando a la Puerta de Murcia. En una esquina dos hombres freían aladroques, ordenándolos antes en pequeños abanicos, como los boquerones de Málaga. De la enorme sartén, que apoyaban en dos banquillos de piedra sobre unos leños encendidos, subía el asfixiante humo del aceite. Por cinco céntimos daban un abanico de cuatro pececillos. Don Eladio se escandalizó. Aquello era carísimo. Además, rechazaban los “cuartos” y “cuadernas” de algunos compradores. Con este motivo hubo un pequeño motín que terminó imponiéndose los hambrientos, haciendo aceptar las viejas monedas. Esto obligó al vendedor a una contabilidad minuciosa y a partir en dos o tres cada haz de aladroques. Había quien obtenía un solo minúsculo pececillo y se iba con la cabeza baja, masticando estoicamente.
Don Eladio subió por la calle Mayor. Era temprano, y se llegó hasta la plaza del Rey, que era entonces la plaza del Cantón. No quería llegar antes que otros días para no encontrarse con hombres ensotanados. Desde que la situación se había agravado, don Eladio cumplía con su deber de buen hijo, visitando diariamente a su padre. Volvió a bajar a la calle Mayor y subió a la casa. Encontró a su padre optimista y feliz, jugando a las cartas con el despensero de las monjas. Tenía unas mejillas sonrosadas sobre la barbita blanca y bajo el gorro verde, de tafetán, rameado de negro. Llevaba una larga bata de panilla azul obscuro. Cuando vio al hijo lo señaló con la mano al despensero:
—Ahí está. ¿No le dije que vendría?
Don Eladio le besó la mano y se sentó a la mesa. Vio que el despensero le había ganado sus quince pesetas largas. El despensero, que debía hacerle trampas, se mostraba un poco turbado por la mirada inquisitiva de don Eladio.
—Es un pillastre —dijo el viejo al despensero, indicando al médico—. Un pillastre, aquí donde le ve.
Por si no lo había oído, insistió por tercera vez:
—Hablo del niño, de éste.
El niño tenía cincuenta años. El viejo parecía más vigoroso que él. A don Eladio se le alargaba la cara sobre sus propias manos. Toda ella era pesadumbre, tristeza, desesperación. El viejo, pequeño, sonrosado, con sus ojitos chispeantes, parecía más dotado de vitalidad.
—Aquí donde le ve, viene por dinero.
El hijo callaba. El anciano le dijo:
—Saluda aquí, al señor, hombre.
Se refería al despensero, a quien don Eladio había saludado al entrar con un movimiento de cabeza. El despensero se apresuró a asegurar que había cumplido el niño sus deberes de cortesía. El viejo los miró a los dos.
—Viene por dinero, como si lo viera.
Don Eladio lo miraba inexpresivamente. “Tal como está puede conservarse veinte años más —se decía—. Y yo no es seguro que llegue a los setenta.” Para romper la rigidez que había entre él y el despensero (no quería incidentes con amigos de su padre) habló de los acontecimientos del día. Pero ni le interesaban al despensero ni al viejo. El lego estaba en su despensa como el ratón dentro del queso. Lo había nombrado antes de los sucesos el obispo, que quiso tener controlada la vida económica de las monjas. Y allí seguía, orondo y pacífico. Al viejo tampoco le interesaba lo que sucedía fuera de su casa.
—Muchas veces he oído sonar los cañones en mi vida —decía—, y el que tenía, nunca ha dejado de tener. ¿Eh? ¿Qué te parece?
El hijo afirmaba. El padre guiñó el ojo:
—Que si Cabrera, que si don Carlos, que si Narváez —el viejo confundía en su memoria caudillos y movimientos—. Al hombre honrado y ahorrativo lo mismo le da.
Con los balcones cerrados, resguardados por dobles cortinas, los cañonazos llegaban debilitados y acababan por extinguirse en los oídos descompuestos del anciano. Se reía de Contreras, se interesaba por los discursos de Antonete —a quien conoció, niño— como si fueran graciosas travesuras. No tomó en serio nunca aquello del Cantón ni se detuvo a pensar en lo que significaba. Ante un discurso o una proclama de Antonete, por muy demagógica que fuera, el viejo sonreía con indulgencia y decía:
—¡Qué mala cabeza!
Cuando su hijo afirmó que el Cantón estaba constituído y que las autoridades mayores eran Contreras y Antonete, el viejo se echó a reír, guiñó un ojo al despensero y volvió a su tema:
—Este viene por dinero. Para eso sirven los hijos: para sacarle a uno los forros de los bolsillos.
Y como quien hace una gran picardía, lanzó desde su falda, sin asomar las manos sobre la mesa, una moneda cantonal de cinco pesetas, que fue a caer al lado de la mano derecha de don Eladio. El viejo le espiaba los ojos a su hijo con una alegría infantil. La moneda —de las acuñadas recientemente en Cartagena— tenía por un lado la siguiente inscripción: “Revolución cantonal. Cinco pesetas”, y por el otro: “Cartagena sitiada por los centralistas. Septiembre 1873.” La moneda era poco estimada por las gentes, a pesar de que representaba en plata su propio valor. Don Eladio la miró, sin tomarla, y la rechazó con el dorso de la mano, dejándola en el centro de la mesa. El viejo soltó la carcajada. Rió mucho tiempo; le dio un acceso de tos, y cuando se repuso volvió a reír a mandíbula batiente. Los otros dos esperaban con distinto talante. El despensero, con una actitud complaciente y servil. El hijo, con aquel aire reseco y ausente que a primera vista recordaba a los ulcerados de estómago. Cuando el viejecillo acabó de reír recogió la moneda y volvió a guiñar el ojo:
—No la quiere. Tampoco éste —por el despensero— las toma. No hay como las “isabelinas” y los “amadeos” ¿verdad? Por algo será.
Repitió la picardía con el despensero, arrojándole la moneda de improviso entre las manos, como si arrojara un cacahuete a un mono y esperando a ver lo que hacía con ella. El despensero la apartó también hasta dejarla en el centro de la mesa. El viejo volvió a reír, hasta congestionarse. Luego, con un aire de triunfo, se la guardó en el bolsillo y se burló de los cantonales, cuya moneda desdeñaban las personas decentes. Don Eladio esperaba que se marchara el despensero; pero éste no se iba, sin duda advertido por el viejo, que no quería quedarse a solas con el hijo, temiendo que le pidiera dinero. Don Eladio pensaba: “Aún no me ha preguntado si consigo víveres, si como todos los días.” En cambio, él se preocupaba del aprovisionamiento de su padre, aunque sabia que las monjas no lo olvidarían un instante. El viejo le propuso entrar en la partida, pero don Eladio renunció, porque cuando le ganaba más de una peseta a su padre éste se la reclamaba, advirtiéndole que entre padre e hijo no estaba bien aquello. En cambio, si el padre ganaba se guardaba el dinero.
Estuvo viéndolos jugar más de una hora. De pronto llamaron a la puerta de la casa con violencia. El viejo se asustó, pero al oír la voz de la criada, que respondía valientemente desde el vestíbulo, volvió a tranquilizarse. Poco después entraba la sirvienta:
—Dos hombres con escopetas, que preguntan por don Eladio.
El viejo se levantó iracundo y se encaró con su hijo. Con la voz rota, pero animada de una furia senil, le gritó:
—¡Que no vengan más a avisarte aquí! ¿Qué manera es ésa de llamar? Esta es una casa honrada.
Don Eladio se disculpó y se fue con el reconcomio de dejar frente a su padre al despensero con los naipes en la mano. Aquellas quince pesetas que le había ganado se las robaba no al viejo (¿para qué le iban a servir ya al octogenario?), sino a él.
En la puerta, la pareja de voluntarios le dijo que la noche se presentaba mal y que era necesario que se quedara de guardia en el puesto sanitario de la muralla para relevar a otros dos médicos que llevaban tres noches sin dormir. Don Eladio protestó, dejándose llevar. Preguntó si habían fortificado la techumbre del hospitalillo, y al saber que seguía lo mismo, con sus viguetas y sus cañizos enyesados, volvió a protestar, esta vez con más fuerza:
—¡Cae allí una bomba y nos vamos todos al carajo!
Que murieran los demás, era cosa de poco más o menos; pero don Eladio, el heredero, tenía mucho que disfrutar en el mundo. Lo decía ante la sorpresa un poco irónica de los otros. Uno de ellos le propuso, al cruzar de nuevo la plaza del Rey:
—Parece que esta noche van a cantar los cañones de firme. ¿Qué le parecería una bomba en la alcoba de su padre?
Don Eladio se detuvo. El otro voluntario soltó a reír con un acento de asombro por la brutalidad de su compañero. Don Eladio no se ofendía, pero declaraba con una mano en el pecho, conteniendo al deslenguado:
—No, eso no. Seré lo que se quiera menos un asesino. Que se lo lleve Dios cuando sea su hora.
En la muralla los infantes de Mendigorría repartían el rancho a la luz de un candil de aceite. Al final de la fila de soldados se alineaban hombres de pueblo, algunos niños, sombras hambrientas. Repartían un líquido indefinible, con destellos verdes y azules de una pureza metálica. En el cazo asomaban manojos de espinas de algunos pescados, a los que no les habían quitado la cabeza. Al lado del rancho otro soldado, con un saco, iba dando media ración de pan a cada uno. Cuando llegó la vez a la población civil algunos individuos bien portados y envueltos en paletós y capas, aunque la noche de septiembre no era fría, sacaban su plato blanco de loza o su cuenca de hierro esmaltado, y ocultando el rostro bajo las alas del sombrero, alargaban el brazo. Por la noche había doble concurrencia que al mediodía, sin duda porque no querían exhibir su hambre a plena luz.
En el sector de los voluntarios había hecho su aparición por primera vez doña Lupita. Se cuidó mucho de que no la pudieran identificar. Llevaba tres días sin comer. No estaba dispuesta a dejarse morir de hambre. En eso se equivocó don Eladio. Pero la pobre mujer esperó y resistió bastante. El hambre se hizo insufrible el segundo día. Oía la trompeta de la cocina ambulante de Bonmatí, pero siempre sonaba de día. A veces estuvo a punto de salir; pero, al consultar por la ventana la atmósfera de la calle, se hacía atrás. La rechazaba aquella cruda e impertinente claridad que la haría visible a sus vecinas y pondría de manifiesto —y de una vez para siempre— que no tenía protección ninguna de Contreras y que quizá fuera mentira que al general le hubiera ayudado tiempos atrás su tío.
Fue un grave problema la elección del recipiente que habría de llevar. Por fin, llevó una gran salsera con sus pajaritos azules alrededor sosteniendo una guirnalda con el pico. Esperó que fuera completamente de noche, se envolvió en un mantón negro y fue al sector más próximo, al de los voluntarios. Como había muchos impacientes, a doña Lupita la empujaron muchas veces con el codo o con la cadera. La pobre fue cediendo siempre, advirtiendo al principio:
—¡Caray, que encontronazo!
Y sonriendo. Después se acabaron las sonrisas y suplicaba:
—¡Un poco de consideración para una dama!
Así pudo llegar cerca de los rancheros. Pero todavía faltaban cuatro mujeres y un señor de gran volumen, con sotabarba y barriga. Doña Lupita vio que la gran dificultad estaba todavía por vencer. Consistía en alargar el brazo y esperar que le llenaran la linda salsera. El ranchero era un bárbaro, despreocupado, que alzaba el cazo y gruñía:
—Otro.
O bien:
—Ya basta. No hay más. Si sobra, se reengancha luego.
Además, detrás del ranchero había algunos mirones esperando sin duda ese momento de distribuir el sobrante. Y tendría que pasar bajo sus ojos.
Se agotó la olla antes de llegarle la vez y tuvo que esperar casi media hora hasta que los rancheros acudieron con otra. Durante esa angustiosa dilación doña Lupita creía que toda Cartagena, enterada del caso, estaba comentándolo y disponiéndose a acudir allí para verla. Por fin le llegó la vez. Temblaba la salsera en sus manos. No era caldo de sardinas, sino otra cosa. Se extrañó de lo fácil que resultó aquello. Puso en un aprieto al ranchero con sus finezas:
—Gracias. No se moleste. Tengo poco apetito.
Doña Lupita pensó que llena como estaba la salsera no podía ocultarla dentro del mantón y eso era indispensable para volver a casa. Decidió comer allí mismo la mitad. Llevaba una cuchara y probó. Eran judías. Hizo dengues y remilgos. Dos voluntarios la observaban. Uno de ellos le gritó con una voz bárbara y cordial:
—Ande usted, ciudadana, que están güenas.
Se asustó al saberse observada, pero no dejó de encontrarle algo grato a aquel vozarrón. Lo que le molestaba era lo de “ciudadana”. Le parecía que eso de llamar ciudadana a una mujer era cosa de las costumbres relajadas de El Molinete.
Los rumores alarmantes se confirmaron una hora después. Salcedo tenía nuevas baterías. Quizá hubiera regresado del Maestrazgo Martínez Campos a tomar el mando del asedio. El bombardeo de la plaza comenzó seriamente aquella noche. La gente se ocultó en los sótanos, en las cuevas. Nadie durmió. En la obscuridad las bombas pasaban gimiendo, zumbando, gruñendo, según la altura y el calibre. Y cuando estallaban se estaban oyendo luego, durante algunos segundos, ruidos de lata, madera y, sobre todo, cristales. Las baterías de los fuertes comenzaron a contestar hacia la media noche.
Al mismo tiempo llegaban noticias sobre los movimientos de la escuadra del Gobierno, que aparecía ahora reforzada con los barcos rebeldes apresados por Alemania e Inglaterra y, además, por otras dos unidades —una goleta y una fragata blindada— que estaban en Palos y en Lisboa, respectivamente, y que habían acudido a toda máquina la una y a todo trapo la otra.
En las guardias de la muralla de tierra se comentaban con pasión estos acontecimientos. Dentro de lo que permitía la alarma de la noche había algún optimismo ante la idea de haber hecho fracasar a Martínez Campos. En la guardia de San José, el presidiario Calnegre, el hermano de Paco el de la Tadea, cantaba copla tras copla. Había obtenido el grado de cabo en una salida nocturna hasta los caseríos de las afueras de Canteras y lo celebraba con un aire satisfecho y obstinado. Los voluntarios que acompañaron al Calnegre eran hombres maduros, como él. Para las salidas peligrosas rechazaba a los jóvenes. Todos creían que prefería a los viejos por prudencia; pero su hermano Paco el de la Tadea conocía las verdaderas razones, que eran de carácter sentimental. Cuando condenaron a Antonio el Calnegre hacía tres años que se había casado y tenía un hijo. Llevaba quince años en el penal. Años atrás se enteró de que su mujer vivía con otro y había tenido nuevos hijos. El Calnegre lo comprobó no porque se lo dijera su hermano, sino porque éste se calló cuando le hizo una insinuación.
—Se corre en el penal que mi mujer...
Paco no dijo nada y el preso vio que todo era verdad. Cuando entró en el presidio sentía en sus brazos y en su sangre el ímpetu del marzal. Pero tantos años de soledad encaminaron todo aquel vigor a una conclusión escéptica. Su escepticismo no era, sin embargo, de negación y acabamiento. Era un escepticismo poderoso y fuerte. No lo aniquiló, sino que desvió su fuerza. Nada quiso saber de su mujer ni de su hijo. Seguramente en el nuevo hogar había fantasmas todas las noches, desde que abrieron las puertas del penal. Quizá el amante de su mujer había engrasado la pistola o afilado la faca. Pero el Calnegre no iría. Cuando Paco quiso decirle algo en relación con su mujer o su hijo le atajaba y le hacía callar.
Parecía odiar o desdeñar a la gente joven; pero Paco sabía que un día hablaron del hijo y que el Calnegre preguntó:
—¿Sabe que soy yo su padre?
Paco negó. Desde entonces no quiso averiguar nada más. Pero el hijo era un voluntario como el padre. Peleaba, quizá, cerca de él. Y el Calnegre temblaba cuando caía herido un voluntario joven. Y rechazaba los jóvenes cuando pedía compañeros para una temeridad.
Más abajo, en la guardia de la Maestranza, abundaban los del Hondón y Santa Lucía. Fracasados los jefes militares en la ofensiva, los voluntarios, con Antonete, llevaban la iniciativa de la defensa, y en las murallas había alfareros, campesinos, vidrieros y metalúrgicos. Allí estaban el Ladrillero y el que hizo el tío Marín en la cruz de la Media Legua. Las fuerzas regulares tenían una misión de tipo semiadministrativo e incluso cuando se organizaba alguna columna de ataque para salir a campo raso los voluntarios eran la fuerza de choque. Daban el pecho con más firmeza a medida que la situación era más grave. Paco el de la Tadea, Hozé y otros obreros voluntarios de la Maestranza, de Santa Lucía, de Escombreras y de La Unión habían ordenado por sí mismos a los voluntarios y resuelto, en la medida en que era posible, los problemas de abastecimientos y provisión de municiones. Se contaba con ellos tanto como con cualquier jefe militar.
Aquella noche, bajo el cañoneo, mientras los generales pensaban que su responsabilidad personal aumentaba y que en Madrid estaban dispuestos a aniquilarlos —rechazando cualquier posibilidad de pacto—, Paco, Hozé y los demás jefes de voluntarios trataban de calcular cómo aumentarían el rendimiento de las fuerzas de defensa. Cómo podrían emplearse mejor y más a fondo. No tenían ya ninguna confianza en el Estado Mayor. Sólo esperaban el triunfo de su propio esfuerzo y de la Marina de guerra, que no había puesto en acción todavía todo su poder.