XI.
Cuando acordaron acudir en defensa de los federales valencianos, sobre cuya ciudad iba una fuerte columna del Gobierno mandada por Martínez Campos, Antonete advirtió a Contreras que las tropas del Cantón no peleaban bien. Contreras no se explicaba aquello y Gálvez le propuso una entrevista con Hozé, el obrero de la Maestranza. Contreras seguía sin explicarse la razón por la cual un elemento civil, y todavía menos, un obrero de la Maestranza, podía aclarar esas dudas. Antonete insistía:
—Hay que oír a todo el mundo.
Convinieron la entrevista, pero no dio resultado. Contreras, encerrado en su adustez, no descendió al plano de la discusión en el que le esperaba Hozé con la gorra en la mano. El obrero se limitó a decir que para ellos el cambio de Castelar por Contreras era poca cosa. Querían algo más. Esto ofendía al general y aumentaba la distancia. Antonete se llevó al obrero antes de que la entrevista tomara caracteres peores. Antonete se dijo: “Ese Contreras no sabe escuchar.” Como se estaba organizando la expedición de auxilio a Valencia, Antonete pulsó a los obreros de la Maestranza a ver si podía formar un par de compañías de voluntarios para distraer menos fuerzas de las que guarnecían la plaza. Los obreros fraternizaban con los soldados de infantería de Marina —los más populares, los que el pueblo cartagenero idolatraba—, pero no se avenían a acompañarlos en la expedición a Valencia. Antonete pensaba: “Irían conmigo, pero con Contreras no van.” Y, sin embargo, había un odio expansivo y activo contra el Gobierno de Madrid y un entusiasmo encendido por el Cantón. Antonete se consumía entre las contradicciones. Veía en Hozé y en sus compañeros alguna reserva. “A la hora de jugarse la vida piensan quizá que no se trata sino de un pleito entre nosotros. De todas formas, para la defensa del Cantón darán la sangre si es preciso. Para lo que no la darán será para proporcionar un triunfo a Contreras”, que era lo que veían en la expedición a Valencia. Cuando Antonete, en su cuarto del Ayuntamiento (el mismo en que recibió a Mister Witt), preguntó a Hozé y a otros tres si no sentían la grandeza que tenía el hecho de ir a prestar auxilio a los valencianos, Hozé le dijo:
—Mire usted, señor Gálvez, Valencia es más grande que Cartagena. Allí hay muchos más obreros que aquí. Si el Cantón valenciano da al pueblo lo que el pueblo necesita ya sabrán defendérselo ellos solos. Pero si no se les da es inútil enviar fuerzas.
Antonete entrevió una conclusión absurda: la de separar en cierto modo la idea cantonal del pueblo. ¿Entre ellos y el pueblo había que tener en cuenta condiciones y circunstancias? Antonete no lo creía porque se consideraba él mismo pueblo, entraña popular, cogollo de la calle, del taller y de la fábrica. Antonete se sintió decepcionado.
—¿Pensáis así vosotros? —preguntó a los demás obreros.
—La palabra de Hozé es la nuestra —respondieron.
Antonete los miró de uno en uno a los ojos. “Eso mismo es lo que piensan todos los trabajadores de la Maestranza”, se dijo. Pero como no le cabía la menor duda sobre su conducta en relación con la defensa del Cantón de Cartagena se dio por satisfecho. Después de despedirlos pensó que quizá los soldados se desentendían de aquel pleito a la hora de ofrecer la vida porque pensaban lo mismo. “Es decir —rectifico—, porque sentían lo mismo.” Si no, ¿cómo explicarse que los voluntarios, dirigidos en cierto modo por Paco el de la Tadea, cuando lo de Hellín, se mostraran partidarios de no castigar a los artilleros que se indisciplinaron? A la misma causa atribuía aquellas reflexiones disconformes que le hizo el mismo Paco en la sala del telégrafo.
Lo que diferenciaba a Antonete de Contreras era que el caudillo civil aceptaba las dudas y trataba de analizarías y explicarlas, mientras que Contreras se encerraba en conclusiones fijas no se sabía si por desconocimiento de la realidad o porque la conocía e “iba a lo suyo”. Había un ejemplo evidente. Antonete representaba al pueblo enardecido y Roque Barcia representaba la fórmula autoritaria constituida y en cierto modo conservadora. Y cuando había cuestiones de competencia entre Antonete y Barcia el general se inclinaba del lado de este último. Antonete, aleccionado por las reservas de los trabajadores, trató, ya en el tren, camino de Chinchilla, de explicarle a Contreras con ejemplos aquella delicada cuestión.
—No hay que olvidar —decía— que cuando Roque Barcia se conmueve de los pies a la cabeza para hablar de la “felicidad del pueblo”, las mujeres pobres lloran, los republicanos de cepa se conmueven, pero muchos centenares de trabajadores se quedan fríos. No entienden qué quiere decirse, en suma, al hablar de la felicidad del pueblo.
El general Contreras no entraba, sin embargo, en la medula de la cuestión:
—Habla bien, Roque Barcia —decía separando de los labios el cigarro puro.
Eran las ocho de la mañana. Delante, con tres horas de ventaja, había salido otro tren militar con las siguientes fuerzas: una compañía de guardias de arsenales, dos de voluntarios de Murcia y la compañía de infantería de Marina reforzada y muy bien pertrechada. En el segundo tren, con el grueso de las fuerzas, iba el Estado Mayor, el batallón de cazadores de Mendigorría con sus gorros verdes, mandado por un teniente coronel —Pedro del Real ferviente republicano—; una sección de caballería y dos piezas de artillería. Detrás de este convoy y con una separación menor (tenía que partir media hora después) saldría otro tren con el regimiento de Iberia y dos compañías de voluntarios. Estas últimas fuerzas se quedaron en Hellín a la expectativa. Tenían confidencias de que Martínez Campos había destacado una fuerte vanguardia entre Chinchilla y Albacete al mando del coronel Salcedo. Sin duda esas fuerzas les esperaban en campos de Chinchilla. Cuando el convoy segundo, donde iba el Estado Mayor, llegó a la estación y la vieron ocupada por los guardias de arsenales, Contreras consideró ganada la jornada. Las fuerzas del primer tren se habían distribuido así: una parte de los guardias de arsenales se dirigió a la ciudad. Detrás de la estación se alzaba una loma que avanzaba, subiendo y prolongándose, y a su remate se erguían las torres de Chinchilla. Los guardias de arsenal avanzaron por las faldas de la loma y tomaron posiciones, desplegados en alturas inmediatas desde las que se dominaba todo el frente sudoeste. Los voluntarios ocuparon las alturas opuestas de la loma, que ofrecía lejano emplazamiento a la ciudad, y la infantería de Marina guardaba las espaldas a los voluntarios.
Al llegar el segundo tren, el brigadier Pozas, que mandaba las fuerzas del primero, salió del cuarto del telégrafo y se acercó a Contreras. Le saludó militarmente y le dijo que acababa de informarse por el telégrafo de cuadrante de la estación de una noticia lamentable. Las tropas del Gobierno habían ocupado Valencia. Los federales valencianos se habían entregado sin luchar. Antonete, Contreras, Pozas y Pedro del Real se reunieron en la sala del jefe de estación. Contreras estaba dispuesto a seguir. En su obstinación había algo napoleónico y fue advertido con sorpresa por Antonete, que tenía una idea del general bien distinta. Antonete propuso regresar con las fuerzas a Cartagena, recogiendo incluso la compañía de voluntarios de Hellín. Antonete no tenía fe en las expediciones militares, y, en cambio, estaba seguro de poder resistir en Cartagena, estimulando al mismo tiempo con el ejemplo a Cádiz, a Barcelona, a los verdaderos focos federales intransigentes, que, si de momento estaban apagados, nadie podía decir lo que sucedería mañana. El general Pozas se puso de parte de Antonete sin otra razón —pensó éste— que llevarle la contraria a Contreras, a quien estimaba poco profesionalmente. Pedro del Real se unió también al caudillo, convencido de que gastar fuerzas lejos de Cartagena sin un plan concreto (después de la rendición de los federales de Valencia) era poco razonable. Contreras mismo acabó por comprender que lo mejor era iniciar el regreso cuanto antes. De acuerdo los cuatro jefes, se ordenó el repliegue de las fuerzas que habían ocupado posiciones y el embarque de dos compañías de Mendigorría que habían echado pie a tierra. Sonaban clarines en la estación, contestaban clarines en lo alto de la loma de Chinchilla. Cuando las fuerzas de la primera expedición estuvieron formadas en los andenes, Contreras y Antonete ocuparon su tren y éste comenzó a maniobrar. Salía, en primer lugar, el Estado Mayor porque había que dejar la vía expedita para que maniobrara la locomotora del otro convoy que estaba haciendo la descubierta vía adelante.
Pero no era por la vía por donde había encaminado sus tropas el coronel Salcedo. Los clarinazos, las largas horas de maniobras entre la estación y la ciudad permitieron a Salcedo localizar las fuerzas rebeldes y emplazar tranquilamente los cañones en la crestería que se alza frente a la estación. Había salido al amanecer de Albacete con objetivos concretos: dar vista desde las alturas del Noroeste a Chinchilla y esperar la presencia de los revolucionarios, Llevaba menos fuerzas que Contreras, distribuidas en dos columnas con la artillería en el centro. Algunas secciones de caballería cubrían la retaguardia. En vanguardia el quinto tercio de la Guardia civil. Paralela a la carretera iba la vía férrea, por donde destacó también Salcedo una locomotora con vigías. Dieron éstos aviso de la llegada del primer tren y las fuerzas de Salcedo cambiaron la ruta, dando un rodeo para emplazarse de manera que pudieran cortar la retirada por ferrocarril. El jefe de la Guardia civil, con veinte hombres a caballo, corrió a levantar los raíles cuando vieron los dos trenes en la estación. Como la maniobra requería una gran precisión de tiempo, los veintiún jinetes partieron al galope y llegaron a la vía once nada más. Los otros diez quedaron desmontados por haber caído reventados los caballos. Pero bastaron los once para levantar la vía un largo trecho.
Poco después Salcedo abrió fuego de cañón sobre las tropas de Contreras. El primer disparo pasó entre dos vagones del tren que se estaba formando. En aquel momento el convoy que llevaba a Contreras y Antonete llegaba a la aguja. Continuó la marcha. Un cañonazo destruyó la caseta del guardagujas. Las tropas que ocupaban el segundo tren se arrojaron de los vagones desconcertadas. El general Pozas, que esperaba al extremo del convoy, logró a duras penas contener a los fugitivos y emplazar dos cañones, que hicieron algunos disparos sobre los de Salcedo. Pero las primeras guerrillas de la vanguardia de Salcedo llegaban y abrían fuego graneado sobre la estación. Al mismo tiempo los grupos que huían presa del pánico se encontraban con la caballería enemiga.
Los cañones de Salcedo dispararon sobre el tren de Contreras. Una bala atravesó el departamento donde iban el general y Antonete. Esperaban éstos poder retroceder y prestar auxilio a sus compañeros, pero el soldado que se dirigió a la locomotora para dar aviso no llegaba nunca. En la cortadura de la vía el tren descarriló. Sobre el convoy cayeron las fuerzas de Salcedo, apostadas cerca de la estación de Pozo-Cañada, pero el desconcierto no produjo en aquellas tropas los estragos que hizo en las de Pozas. Contreras y Gálvez organizaron la resistencia, hicieron desplegar a la infantería y mientras se tenía a raya a los atacantes pudieron desembarcar y salvar caballos e impedimenta. La columna de Hellín, al oír el fuego de artillería, avanzó para unirse a las otras dos, y al divisar las fuerzas Salcedo se replegó en orden, llevando consigo, según declaraba después en el parte, “siete heridos, veintisiete jefes y oficiales y trescientos veintiséis soldados y voluntarios prisioneros —entre ellos la compañía de infantería de Marina íntegra—, doce desertores, dos piezas de artillería con municiones y ganado, trescientos treinta y cinco fusiles, gran cantidad de otras armas y municiones, la bandera del tercer regimiento de infantería de Marina, el carro de este cuerpo con equipajes, la caja de caudales del mismo, además de los dos trenes rebeldes con treinta y un vagones”.
El descalabro fue absolutamente injustificado, ya que las fuerzas de Contreras eran muy superiores en número y en material de guerra. Las mayores pérdidas correspondieron a la columna de Pozas. Contreras perdió cuarenta hombres, que al entrar en fuego se entregaron a los adversarios. El general Pozas pudo salvar una cuarta parte escasa de la columna, replegándose trabajosamente hacia la venta de la Mala Mujer, donde los pocos fugitivos que se salvaron pudieron concentrarse. Durante toda la tarde y parte de la noche estuvieron llegando allí soldados derrotados, sin armas, medio muertos de fatiga. Pozas se mostraba inquieto, nervioso. Culpaba a Contreras. “Si no nos hubiera ordenado replegarnos...” Confiaba en la ventaja de las posiciones que ocuparon al llegar. Pero de todas formas y desoyendo cualquier otro razonamiento, Pozas sentíase desconcertado ante la conducta de la tropa. Poca combatividad, deserciones en grupos, falta de espíritu de lucha. Pozas no había hablado antes con Antonete; si no, hubiera tenido que darle la razón.
La venta de la Mala Mujer fue lugar de concentración de las fuerzas, según la orden que a última hora hizo circular entre los fugitivos el teniente Ibáñez. En esa venta se reunieron hasta doscientos hombres. La mayoría sin ningún arma. El teniente Ibáñez se las compuso de modo que todos restauraron sus fuerzas de algún modo e hicieron noche allí. Pusieron puestos de vigilancia, pero demasiado sabían que después del triunfo del día no aventuraría Salcedo sus fuerzas en emboscadas o exploraciones nocturnas.
El general Pozas no quería ser testigo pasivo de su propia derrota y había marchado a Hellín aquella misma tarde para continuar desde Hellín a Cartagena. Dio al teniente Ibáñez la orden de que el día siguiente reanudaran la marcha hacia Hellín, donde tomarían un tren que habría ya dispuesto.
Ibáñez se quedó con los grupos de soldados charlando hasta muy entrada la noche. Todos estaban asombrados, sin acabar de comprender lo ocurrido. Una vez más se afirmaba en la tradición de la técnica guerrera el valor de la sorpresa. Ibáñez se acostó seguro de que al día siguiente el número de sus soldados habría disminuido. Pero no fue así. A la hora de emprender la marcha estaban todos los que llegaron y además los alentaba un espíritu jovial y animoso. El teniente Ibáñez, que tenía un carácter extravagante, decía viendo marchar la doble fila por la carretera:
—A éstos no les llegan ni las victorias ni los fracasos. Estos pierden siempre.
Se hubiera guardado mucho de decirlo en voz alta.
Entretanto, al llegar Antonete y Contreras a Cartagena, celebraron varias reuniones con la Comisión de guerra. Hubo motines pidiendo responsabilidades, y el general Pozas tuvo que exculparse ante el pueblo en un largo manifiesto en el que explicaba punto por punto lo sucedido. Contreras le hizo quitar algunas expresiones de las que se podía derivar, aquilatando mucho, cierta responsabilidad para el general en jefe.
La consecuencia de todo aquello fue un acuerdo de estricta defensa. Las pocas fuerzas que había en Murcia fueron evacuadas hacia Cartagena. El elemento civil significado revolucionariamente también se marchó de la capital y se internó en Cartagena.
El grueso del ejército de Martínez Campos iba ya sobre la capital.
Entretanto, los obreros de la Maestranza se amotinaban, exigiendo responsabilidades al alto mando. No le interesaban las cuestiones de competencia entre Pozas y Contreras. La cuestión iba tomando otro rumbo. Los trabajadores desconfiaban de los militares graduados. De sargento primero para arriba comenzaban a resultarles sospechosos. En cuanto a los soldados, si no combatían era porque los mandaban generales y no hombres del pueblo como Antonete. Este fervor por Antonete producía no sólo a Contreras, sino a algunos de los jefes civiles, celos que encubrían mal que bien.
La mañana del día siguiente a la derrota de Chinchilla amaneció llena de sobresaltos. Los voluntarios formaban banderías sueltas y recorrían la población muy excitados. El grupo más numeroso lo presidía Hozé, y después de vagar por el paseo de la Muralla dando voces, con un número de El Cantón clavado en el pico de una bayoneta (era el número donde la Junta trataba de justificar el desastre) fueron ante el Ayuntamiento. Hozé quería hablar con Contreras de nuevo y trasladarle la protesta de los voluntarios. Los doscientos hombres que le acompañaban reflejaban su misma indignación. Llevaban media hora tratando de entrar en el edificio. Un capitán de voluntarios, hombre civil, los contenía en el portal con buenas razones. Cuando el capitán vio que la situación empeoraba envió un recado arriba y los balcones del Ayuntamiento se abrieron. Salió el general Pozas. Lo acogieron con silbidos. No le dejaron hablar. Manolo Cárceles le obligó a retirarse y reclamó silencio.
—Hay traidores —dijo—. Tenéis razón. Nosotros castigaremos a los que efectivamente lo sean. Pero ahora es más necesaria que nunca la serenidad. Hay que encontrar a los traidores. ¿Quién sabe dónde están? ¿Podéis asegurar vosotros que no son traidores disfrazados los que os envían contra nosotros para tratar de dividirnos en un momento en que las tropas de Martínez Campos vienen sobre el Cantón? Poneos la mano en el pecho y contestad.
Se oyeron vivas dispersos a la Federal. Hozé estaba desconcertado, pero un obscuro instinto le decía que tenían razón yendo contra la Junta. A su lado surgieron nuevas voces:
—No queremos hablar contigo, sino con Contreras.
Cárceles, que al oír los vítores consideró vencido el motín, prometió:
—Enseguida seréis recibidos. Nombrad una Comisión.
Hozé y otros dos entraron. Salió al encuentro Cárceles, que los condujo a la presencia del general. Pero al lado del general estaba Antonete. Los obreros le hablaban al general y contestaba el caudillo civil. Contreras tenía un aire distraído y hosco. Antonete vio a Hozé en actitud agresiva y le preguntó con aire más confiado que nunca qué querían.
—Que se vea quién ha tenido la culpa y se le castigue.
El general hizo un movimiento de impaciencia. Iba a hablar, pero se le adelantó Antonete.
—Tenemos la culpa todos. Entre nosotros se habían infiltrado traidores. ¿Quién puede impedirlo?
Hozé cogió la correa de la carabina con la mano.
—Sólo puede impedirlo ésta.
Antonete, sin alterarse, preguntó:
—¿Cómo? ¿Qué haríais vosotros para impedirlo?
Sucedió un silencio peligroso. En los legajos del archivo municipal temblaba toda la historia de Cartagena. Antes de que contestara Hozé, Antonete apretó más el cerco:
—Decid qué haríais, qué medidas tomaríais para evitar estos hechos. Estamos dispuestos a tomarlas en consideración.
Hozé sentía cierta turbiedad en sus ideas, Sólo se le ocurría señalar a Contreras con el dedo, o mejor, con el cañón de la carabina. Pero no se atrevía. “Si hubiéramos subido todos —se decía— ya estaría resuelta la cuestión.” Vaciló un momento y dijo secamente:
—Queremos que se haga justicia. Si dependiera de nosotros ya estaría hecha.
Antonete, con la mayor tranquilidad, con su aire afectuoso de siempre, insistió:
—¿Cómo?
Y se dispuso a escuchar, Hozé estalló, agarrotando la carabina entre los dedos de su mano izquierda y señalando con la derecha la ventana:
—¿Cómo? ¿Es que no hay carlistas y alfonsinos en la calle Mayor? ¿Es que no hay iglesias y curas? ¿Es que todos esos no serán traidores en cuanto puedan? Yo lo arreglaba enseguida echándoles la soga al cuello y quitándoles todo lo que tienen, siquiera para que no pasaran hambre los hijos de los que peleamos.
Antonete se levantó, “Igual que Paco el de la Tadea en Hellín” —pensaba—. Le ardía en los ojos la misma luz que se había encendido súbitamente en los de Hozé.
—Esas no son palabras de un federal! Así no habla un soldado del Cantón.
El general Contreras no disimulaba ya su impaciencia. Miraba a los comisionados gravemente y movía la cabeza con desdén y compasión. Antonete siguió:
—Con la crueldad no se consigue nada. No harías sino imitar a la carcunda carlista. ¿No odias tú a los carlistas porque saquean y asesinan? ¿Y vas tú a hacer lo mismo? Nosotros no somos el odio, sino el amor. No somos crueles, sino más humanos que los alfonsinos, los carlistas y los castelarinos. Nos hemos sublevado en nombre de la Federal, que es fraternidad y humanidad.
En la calle daban vivas a la libertad y al Cantón. Antonete se apoyó en aquellos vítores para continuar:
—¡Eso, libertad! Somos los soldados de la libertad, pero no los facinerosos de Madrid y del Norte. ¿Qué queréis? ¿Ensuciar vuestros ideales con el asesinato y el robo?
Hozé se debatía en un laberinto de dudas. Los otros, prendidos por la dialéctica de Antonete, advirtieron que si el Cantón era la libertad no era razonable que siguieran en el penal más de trescientos presidiarios. Antonete, respondiendo con un gesto decidido, sacó un volante del cajón de la mesa, escribió tres renglones, le puso con un golpe enérgico el sello de la Junta, lo firmó y lo entregó a Hozé.
—El Cantón os autoriza para abrir las puertas del presidio de par en par. Los presos son desde este momento ciudadanos libres.
Hozé quedó perplejo. Uno de los comisionados dio un “¡viva el Cantón!” y los tres marcharon presurosamente escaleras abajo. Antonete quedó satisfecho, conmovido por su propia decisión y por el entusiasmo humanitario de los obreros. El general Contreras paseaba indignado, pero no se atrevía a decir nada a Antonete, porque el fracaso de Chinchilla le había cortado vuelos.
Media hora después bajaban en torrente por detrás del Ayuntamiento los presidiarios. Sus trajes de mahón, sus cabezas rapadas, los hacían inconfundibles. Hozé llevó a los jóvenes al arsenal y les dieron armas. Los viejos y los impedidos se encargaron de la limpieza de las calles. Hozé, que consideraba obra suya aquella liberación, estuvo radiante todo el día. Anduvo con ellos de un lado para otro. Al anochecer marcharon los que habían obtenido armas a las defensas de la Muralla. De los viejos, muchos subieron renqueando al penal a buscar su camastro para dormir. Otros, viejos también y achacosos, prefirieron dormir en tierra, al raso, junto a los diques, arrullados por el mar libre, bajo un cielo sin puertas. A la mañana siguiente retiraron a algunos y los llevaron al hospital. Bajo los balcones de Mister Witt —donde el inglés observaba, impasible, con los gemelos— decía un viejo presidiario, conducido en brazos por tres voluntarios:
—No es ná. Aneblao ná más.
Y añadía, queriendo reír en medio de los dolores del reuma:
—La niebla, que no me conoce después de tantos años y me ha calao los huesos.
Entre los libertados estaba Antonio el Calnegre, hermano de Paco el de la Tadea. Al Calnegre le habían “echao la perpetua” por una muerte.