II.
En la falda del Molinete había muchas tabernas, entre ellas “La Turquesa”, regentada por una viuda valiente, de abundantes senos y ruedo de sayas acogedor. Iban algunos contramaestres, sargentos de Infantería, cabos de Marina y hasta un maquinista segundo. Por eso la marinería, los soldados rasos y los obreros del arsenal apenas asomaban por allí antes de la República. Después, sobre todo en los primeros meses, entraban juntos, en grupos que se formaban en la calle bajo el entusiasmo político. Aquella noche no se prestaba a callejear y los grupos anclaban en sus lugares acostumbrados, que habían entornado las puertas. La Turquesa —cuyo nombre no se sabía si había nacido antes o después que el letrero de la puerta— fregaba platos detrás del mostrador y vigilaba las mesas. Desde que entraban allí los soldados rasos algunos de sus clientes mejores se retraían. La Turquesa recibía de mal talante a la pareja de vigilancia, que no había entrado nunca por respeto a los contramaestres, maquinistas y sargentos. Si alguna vez entraban dos marinos con machete al cinto y barboquejo echado eran, de seguro, extranjeros. La Turquesa los miraba con rencor, y ellos se limitaban a saludar y se iban. Antes de llegar a la puerta, el maquinista segundo Vila, gallego rumboso que había navegado todos los mares y sentía la necesidad de demostrar su afecto a las Armadas de todos los países europeos —con los americanos no quería nada—, daba una voz:
—¡Eh, Turquesa! Lo que quieran.
Los convidaba. Cuando los marineros habían bebido y le daban las gracias, el maquinista sonreía, dejando ver los dientes que oprimían como grapas la caña de la pipa.
—Para la Armada francesa —decía— yo tengo siempre un peso en el bolsillo.
Al hablar, su pipa despedía nubecitas de humo más o menos fuertes, según las letras. Con la “p” salían lindas sortijas azules. Vila no decía nunca “un duro”, sino un peso, costumbre que le había quedado de sus largas ancladas en Cuba y Puerto Rico. Era ingenuo y solemne. “Para la Armada italiana, dos vasos de ginebra.” Pero no les convidaba hasta que los veía poner un pie en el umbral para marcharse. Le gustaba darle solemnidad a todo lo que hacia. Sin embargo, la Turquesa lo trataba como a un niño, aunque, además de las condiciones anteriores, Vila tenía la de sus cincuenta años corridos. La Turquesa lo conocía hacía muchos, y lo protegía a su manera. Le guardaba cartas, le repasaba la ropa interior y se podía marchar Vila a las Américas dejándole a deber lo que quisiera. Malas lenguas decían que Vila había tenido que ver con la Turquesa, pero nadie lo creía. Vila no hablaba nunca de mujeres, y si hablaban los demás, se limitaba a reír cuando los demás reían. Los que le atribuían relaciones íntimas con la Turquesa eran compañeros resentidos a quienes la Turquesa trataba mal por tramposos y parlanchines. Esto de la locuacidad tenía mucha importancia para la Turquesa. Vila era de los que menos hablaban. Callaba mientras jugaba, mientras bebía, mientras cargaba la pipa. Pero su ancho rostro, de pequeños ojos grises, reía siempre. El resentimiento de los que difamaban a la Turquesa no era nunca de carácter erótico. A la Turquesa hacía tiempo que no la buscaban los clientes porque ella tenía “su amor de tierra”, no de mar, y creía haber demostrado ser indiferente a todas las sugestiones. Sin decirselo, Vila le daba a entender que era la primera tabernera del mundo en cuanto a honestidad. El resentimiento de algunos procedía de pequeños detalles. Por ejemplo, la Turquesa recibía de vez en cuando la confidencia de un cliente que se le acercaba a la hora de pagar y la cuchicheaba. La Turquesa entonces, sin darle importancia, al parecer, canturreaba por toda respuesta el estribillo de una canción:
En Cartagena se suena
que no tengo un triste ochavo...,
Eso nunca se lo había cantado a Vila. Más aún: Vila nunca tuvo que advertirle nada. Pagaba o no. Entraba o salía. Sólo cuando su barco, la Numancia, iba a salir para mucho tiempo, Vila le decía:
—¿Quieres algo para el Japón? Hasta febrero del que viene.
Y se iba. Ya hemos dicho que Vila daba a entender a la Turquesa que era la tabernera más honesta del mundo. Y lo daba a entender delante de la gente, con un gran disimulo que subrayaba de trascendencia la insinuación. Aunque nadie lo sabía, podemos asegurar que esta opinión de Vila era autorizadísima. La abonaban experiencias íntimas de tiempos atrás en los que Vila iba a la taberna después de marcharse todos, cuando ya habían cerrado. Pero esto —conviene repetir— nadie lo sabia.
El maquinista tenía una pasión: su Numancia. Al volver de sus largos cruceros contaba casi siempre algún mal paso, del que habían salido sólo por las virtudes marineras del barco. El último fue entre Filipinas y Java. Un barco holandés se había ido a pique el mismo día. Cuando relataba la aventura se excitaba, se le ponían al rojo las mejillas. Se levantaba, al llegar el momento en que creyeron haber perdido el timón. Las olas barrían la cubierta. Crujía la obra muerta a cada embate. Y cuando todos consideraban el barco perdido, el maquinista Vila gritaba: “¡Arriba, Numancia!” Y la Numancia salía flotando, en un lento salto de carnero.
Cuando Vila, de pie, gritaba: “¡Arriba, Numancia!”, la Turquesa lo contemplaba desde el mostrador con un aire de entusiasmo casi maternal. Luego, Vila convidaba a sus oyentes, y bebían todos a la salud del Numancia, como si fuera suyo el barco.
Aquella noche el maquinista Vila recibió un recado en “La Turquesa”. Al día siguiente había que encender las calderas. El maquinista Vila nunca preguntaba por qué. Las órdenes eran siempre justas, y cuando mandaban una cosa era porque no debían mandar otra. Siguió jugando con otros tres: un armador de pesca argelino, que andaba en negocios de contrabando; un delineante de la Maestranza, que cada vez que bebía se lamentaba que “perdía el pulso” para dibujar, y un condestable, no de Castilla, sino de las despensas de a bordo de La Ferrolana. Los tres eran republicanos entusiastas y lamentaban entre sí que después de instaurada la República mandaran en los astilleros, en los barcos y en las aduanas los mismos carlistas o alfonsinos que mandaban antes. El maquinista Vila no sabía nada de política ni parecía dispuesto a salir de su ignorancia. Lo único que hacía era preguntar a veces si la República destruiría los fueros. Nadie sabía a qué fueros se refería, pero le contestaban que sí.
En la taberna no había más que otras dos mesas. Una de sargentos del Ejército y cabos de Marina, con un teniente de Artillería de los “disueltos” por Amadeo. En ese grupo a veces se hablaba en voz baja. El teniente, que era un tipo enjuto, de mirada vivaracha y a veces torva, parecía llevar la voz cantante. Al lado, en otra mesa, bebían, y a veces cantaban a compás, unos vidrieros de Santa Lucía, que tenían fresco el jornal. A la Turquesa no le gustaban las largas sesiones de cante en las que se obstinaban algunos clientes, a pesar de que a veces las coplas eran muy de su gusto. En aquellos días se cantaba a menudo esta cartagenera:
Quieres, Marín, que yo
cante al clero y la monarquía;
no comprendes, ignorante,
que esa opinión no es la mía.
¡Que vaya el nuncio y les cante!
Al terminar, comenzaban todos a batir palmas con el ritmo del tango, a contrapunto, y eso era lo que molestaba más a la Turquesa. El vino les aguzaba la sensibilidad, y repetían, uno detrás de otro, cartageneras, carceleras, hasta sacarles todos los matices. A veces se discutía sobre el “deje” de uno y la “caída” del otro. Eso no le gustaba a la Turquesa. Le parecía poco serio en una casa donde no “entraba nunca la vigilancia”. Pero esta noche no cantaban cartageneras, sino un romancillo que se oía en la calle, en los patios interiores de las casas, en todas partes:
Antonete está en la Sierra
y no se quiere entregar.
No me entrego, no me entrego,
no me tengo de entregar
mientras España no tenga
República Federal.
Uno de los obreros se dirigió a la Turquesa:
—¿Sabes algo, Turquesa?
Del grupo de al lado surgió la voz de un sargento, interponiéndose:
—Viene mañana.
El condestable se dirigió a Vila:
—Ahí está la razón —le dijo.
Se refería a la orden de encender las calderas. Vila parecía no tener interés en entrar en averiguaciones. Las calderas se encenderían, y en paz.
En el barrio del Molinete había alguna agitación. Se veían grupos de comentaristas en las esquinas, que no eran ni borrachos ni habituales de la Pepita.
Se corre en el Molinete
que me han de matar de un tiro...
Bajo el levante fresco temblaba alguna luz azulenca defendiéndose en una esquina. A la taberna llegaron voces airadas. Una, con toda claridad:
—¡Los intransigentes no mandan en mí!
—No hay más ley que ésa —repetía otro.
Sobre el barrio del Molinete —miseria, prostitución y navaja— dominaban los montes circundantes. El Molinete era el intento desesperado de la pequeña ciudad por erguirse entre las moles de roca que encajonaban el puerto y la flanqueaban. Sombras bajaban por las laderas en silencio y se ahogaban en el rumor de las aguas, que besuqueaban toda la noche los muelles, al pie de las rompientes. Las luces de los dos faros, a cada lado de los diques, señalaban la boca del puerto. En El Molinete había calles en descenso que quedaban abiertas en el horizonte, colgadas sobre la noche marina. En ellas la prostitución se hacia romance marinero y el vino tenía un poso de alga y marisco.
La puerta de la taberna se abrió y entró, friolento y encogido de hombros, don Eladio Binefar. Hizo una mueca de desdén contra las voces que llegaban de la calle, y aclaró:
—Me entrado aquí por no topármelos. Me ponen mal cuerpo.
Aquel hombre de aire burgués a pesar de su traje rozado, sus solapas grasientas, su camisa demasiado sucia, distrajo un instante la atención de todos. La Turquesa le preguntó qué quería.
—¡Veneno! —gritó don Eladio.
La Turquesa sonrió sobre su papada lechosa:
—Tendrá que buscarlo en otra parte, don Eladio.
Don Eladio era médico. Hacía la visita sanitaria a las seis casas de prostitución de El Molinete y a las dos del barrio del Náutico. No faltaba quien negaba a don Eladio competencia profesional. Y una alcahueta se obstinaba en que la había arruinado echándole al hospital a sus mujeres. “Todo —añadía— por no haberle untado a tiempo. La Turquesa lo contemplaba. Tenía el rostro de un color verde pálido, con manchas grises. Como estaba muy flaco y los relieves del cráneo —maxilares, pómulos, frontales— le brillaban bajo la fuerte luz del gas, don Eladio tenía algo de monda calavera. Su cara grande y apergaminada parecía más viva, menos cadavérica, cuando llevaba ocho días sin afeitarse. Tenía cerca de cincuenta años. La Turquesa le preguntaba, mientras le hacia una mezcla de ron, café y una yema batida:
—¿Por qué no se deja usted la barba, don Eladio?
Ya le había dicho otras veces que no le daba el sueldo para llevar una barba cuidada y decente, y que prefería afeitarse cada semana. La Turquesa le aconsejó:
—Usted, lo que tiene que hacer es casarse, con barba o sin ella. ¿A qué aguarda usted, hombre de Dios? Usted necesita una mujer.
Don Eladio miró al techo, encajó las mandíbulas y blasfemó en voz baja. Luego dijo indignado:
—Lo que yo necesito son los doscientos mil duros de mi padre.
Su padre era un terrateniente de ochenta años, muy católico, muy monárquico, muy tacaño. Tenía ciertas ideas morales. Por ejemplo, era enemigo de la usura, y en esa enemistad se refugió siempre que alguien le pidió dinero. Solía decir: “Yo no he pedido nunca a nadie un céntimo.” A su hijo único, Eladio, le costeó la carrera de médico, y no quiso volver a saber nada de él. Pasaba privaciones y angustias desde hacía veinticinco años, pero con su padre no podía contar nunca. Ultimamente le había obligado a desocupar un sótano de una casa suya, donde el pobre médico guardaba el trigo y las legumbres de los campesinos que le pagaban “la iguala” en especie. El padre, que no solía nunca darle explicaciones, lo hizo entonces. Se lo alquilaba a un comerciante en siete pesetas mensuales. No era cosa de desperdiciarlas. Don Eladio, después de contarle ese último “rasgo” de su padre a la Turquesa, guardó un silencio lleno de desesperación. Fuera seguían oyéndose voces y había rumores extraños. Alguien pasaba de vez en cuando presuroso, casi corriendo. Don Eladio volvió a blasfemar, y la Turquesa le dijo, con cierta energía amistosa:
—Tranquilícese usted, hombre. Todavía, si blasfemaran ésos, nadie podría espantarse. ¿Pero usted? Tenía ganas de oírle hablar.
—Yo voy a misa —dijo precipitadamente el médico—, porque a mi padre lo tienen secuestrado las sotanas, y si no me vieran en misa, le irían con el cuento, y sería capaz de desheredarme.
Sacó un puñado de calderilla mezclada con cigarrillos deshechos y un trozo de chocolate. Mientras dejaba una por una las monedas, refunfuñaba:
—Toda una vida de miseria, ¿eh? Tengo cincuenta años. Y aún dicen que mi padre está más fuerte que yo. ¿Usted qué opina?
—Hombre, lo natural es que caiga antes el viejo.
Don Eladio la miraba con angustia y refunfuñaba:
—Hum, no sé. No sé. Se han visto casos.
Pero no insistió, porque la idea le aterraba.
—El viejo..., el viejo... —volvió a decir, después de tomar un sorbo y estremecerse de tal modo que a la tabernera le extrañó no oír los ruidos de las choquezuelas— es un bandido. Si, un bandido. Tiene cada pelo así.
Señalaba con la mano izquierda el arranque del brazo derecho extendido. La tabernera preguntó con soma:
—¿Dónde?
—¡Dónde ha de ser! —explicó el médico, sin percibir la burla—. En el corazón, mujer. En el corazón.
Por fin se fue, no sin antes asegurar que él era republicano; pero no podía tolerar que cualquier palanquista saliera a la calle queriendo dar normas para la Administración pública. Era republicano y ateo; pero jamás vería bien que la plebe gobernara al país. La tabernera pensó: “Tolerante”. Este comienza a dárselas de tolerante porque quiere ser bien visto en «La Victoria», en el casino moderado. Y por si se entera su padre. Antes de salir le dijo que se cuidara, y don Eladio agradeció el consejo.
Entró una pupila de la casa de la Pepita, que compró una botella de escarchado y se fue asegurando que con “eso de los federales y los unitarios”. el negocio estaba muy desanimado.
De la calle volvió a llegar el rumor de voces, discusiones, pasos presurosos. Eran marinos, a juzgar por el andar inseguro y el ruido de las botas. Los marinos tienen las botas siempre nuevas y suenan sobre las losas de un modo particular. ¿Qué pasaba? La noche estaba preñada de misterio. No sucedía nada. La taberna de la Turquesa y las otras del Molinete estaban tranquilas. Quizá con menos bullicio que nunca. El oficial de Artillería “disuelto” se levantó. Le imitaron los otros tres y salieron todos juntos. Cuando estaban en la calle dijo el armador de pesca, dándole con el codo a Vila:
—Esos están al habla con el Comité de Madrid.
—¿Con quién? —preguntó el maquinista.
—Con los de Antonete.
La Turquesa intervino:
—¿Pero ha venido Antonete? Uno de los obreros de Santa Lucía contestó desde el fondo:
—Mal andas de noticias, Turquesa.
La tabernera, después de dar a un chico una tartera y dos frascos de vino, con los que salió el muchacho a la calle, se acercó al grupo:
—Puedo hablar de Antonete con más textos que muchos.
—No digo que no —concedió, echándolo a lo pícaro, el más joven.
—Y sin malicia. He conocido a una tía suya de Almería.
Esperó, dando una tregua para que la declaración adquiriera toda la importancia, y añadió:
—El día que Antonete vino se armó una buena. Lo que es esta vez los murcianos han perdido por la mano. Pero ahora nadie sabe dónde está Antonete.
—A lo mejor conviene que nadie lo sepa —dijo alguien, con suficiencia.
Otro intervino:
—¿Pero no estamos en República? ¿Por qué lo esconden?
—No es que lo escondan. Ahora no tiene por que esconderse ningún republicano. Es el pueblo quien manda.
La Turquesa no tomaba aquello muy en serio:
—El pueblo... yo lo que veo es que es el mismo general de la Marina el que rige.
—Pero ése no es un cargo político, sino administrativo —dijo el de la suficiencia.
Después de un silencio, en el que se despachó medio frasco el condestable de La Ferrolana, habló desde su mesa:
—¿Cuándo se había visto a los paisanos haciendo la guardia en un fuerte? Pues los voluntarios de la República están de guardia en las Galeras. Y aquello no es ningún quiosco de necesidad, sino un buen fuerte, con su batería de costa que, si a mano viene, se puede volver hacia tierra.
Llegó otro recado para el maquinista Vila. Las calderas debían estar encendidas al amanecer. El maquinista se levantó, se caló la gorra sobre las greñas grises y fue saliendo con aquel andar aplomado —compás abierto, media cojera en cada muslo que lo caracterizaba. Antes de salir se abrió la puerta y entraron seis o siete, con algazara. Compraron víveres para llevárselos a los paisanos que guarnecían también el Ferriol. Había una simpatía popular por aquellos muchachos que se traducía en obsequios constantes. Uno de los que más alzaban el gallo al pagar una botella de ginebra dio un viva a los voluntarios de la República y pronunció algunas indirectas contra los marinos. No contra todos, sino contra la cámara, o sea las clases altas y los oficiales y jefes. La Turquesa frunció el ceño, y mirando a Vila dijo:
—No meter la pata, que nadie sabe dónde están sus amigos ni sus enemigos.
A Vila se le encararon tres:
—¿Usted es federal? El maquinista se desasió del que le agarraba la manga y lo miró con cierta agresividad.
—¿Qué dices?
—¿Que si es usted republicano federal?
Vila vaciló un instante:
—¿La República federal va contra los fueros?
Los otros no sabían a qué fueros se refería; pero alguien dijo que sí. Vila entonces hizo un gesto en el que mostraba su aprobación. Entonces los que entraron y los que estaban en el fondo dieron tres vivas al maquinista Vila y a la Numancia. El maquinista no comprendía. Creía que ninguno de aquéllos había bebido tanto.
Salió. La pareja de vigilancia lo saludó, y Vila bajó hacia el paseo de la Muralla contoneándose. En un horno estaban preparando la masa. A través de la puerta, entreabierta, se oía el final del romancillo:
... mientras España no tenga
República federal.