XII.
Al ver que por tierra no daban resultado las expediciones armadas se trató de organizarlas por mar. Como primera medida Contreras se dirigió a todos los cónsules acreditados en Cartagena preguntándoles cuál seria la actitud de su país si en aguas españolas o internacionales la escuadra cantonal trababa combate con la del Gobierno. Los cónsules cuyos países habían enviado barcos de guerra a Cartagena transmitieron la pregunta al comandante de la flota respectiva. El de la flota inglesa contestó: “Observaré una estricta neutralidad con respecto a los acontecimientos de España mientras los intereses británicos sean respetados; pero mi deber me obliga a vigilar estos intereses en cualquier parte de la costa donde existen.” Esa respuesta satisfizo a la Comisión naval de guerra y en especial a Contreras. En términos parecidos contestó el cónsul francés. El Friedrich Karl, con su impertinente comodoro, había marchado a Alicante con orden de mantenerse más al margen de los acontecimientos. El mar quedaba libre de presiones extranjeras para los cantonales. Estos hicieron enseguida excursiones a Torrevieja y a Aguilas, de las que volvieron con abundantes víveres, armas y municiones de fusil, además de dinero, recaudado para la Hacienda y no ingresado todavía en las arcas públicas. A Torrevieja fue el Fernando el Católico, mandado en persona por Gálvez. A Aguilas, donde esperaban que habría resistencia, marcharon, además, la Numancia y el Méndez Nuñez, escoltados por tres fragatas y una goleta extranjeras, que no habían de abandonar ya nunca a la escuadra cantonal. Se acercaban días aciagos, y tanto las Comisiones de Abastos como las de Guerra y Marina exageraban las precauciones.
Martínez Campos había plantado su cuartel en La Unión, a ocho o diez kilómetros de Cartagena. Desde allí envió una carta al general Contreras, su antiguo jefe, que decía, entre otras cosas:
“Tranquilizada Andalucía la resistencia de Cartagena no tiene razón de ser. No hace más que aumentar las huestes carlistas en el Norte, distrayendo fuerzas que empleadas en su persecución darían grandes resultados. El Gobierno, con el ingreso de mozos de la reserva en caja puede ya en breve enviar a Cartagena fuerzas numerosas y reunir hoy en día una escuadra potente. Es tiempo de ceder. Es tiempo de evitar los males que luego hemos de deplorar muchos años. Si en usted hay pertinacia, porque yo no niego que Cartagena puede resistir bastante, a la vez diré, y a usted como veterano no puede ocultársele un instante, que bloqueada por mar y por tierra tiene que rendirse irremisiblemente en un plazo más o menos largo y yo no puedo creer que usted insista en colocar en una situación desgraciada a sus correligionarios, que más por el nombre de usted que por sus convicciones políticas se aprestan a la resistencia.”
Contreras leyó la carta en una solemne reunión de la Junta revolucionaria y manifestó que estaba dispuesto a resistir hasta vencer o morir. Todos coincidieron en esa actitud y Contreras contestó a Martínez Campos en los siguientes términos:
“Extraño yo a la política de Madrid, en la que, dicho sea de paso, bien comprendo que hay sólo alfonsinos, monárquicos de varios reyes y republicanos descreídos, que no cumplen con sus deberes, debo, sin embargo, contestarle:
“Convencido como estoy de los grandes elementos que usted dice que tiene para vencer, yo, sin embargo, sin tantos medios y más modestos, tengo hombres valientes, entusiastas republicanos federales que esperan decididos defenderse, confiados en la bondad de su causa y en las simpatías del pueblo español, siempre liberal siempre democrático, y, por lo tanto, yo no tengo que hacer más que imitar esta noble y leal conducta de los dignos defensores de Cartagena.”
Contreras escribía muy mal. Su estilo era seco, torpe, pronto a la incoherencia. Como orador no tenía condiciones mejores. A partir de esta respuesta, cuya divulgación en El Cantón produjo verdadero entusiasmo, se redoblaron las precauciones, tanto en tierra como en el mar. El pueblo contribuía espontáneamente al trabajo de reparación y fortificación en la antigua muralla y para los muchachos no había gloria mayor que llevarle el correaje, cargado de cartuchos, a un paisano o tenerle el fusil a un soldado que momentáneamente debía ocupar sus manos en otra faena. En cuanto al abastecimiento de la población, aunque se había notado la escasez de víveres, no se había hecho todavía angustiosa. La vigilancia en la muralla de tierra produjo algunos incidentes. Por esa razón se dio una orden prohibiendo que la población civil se acercara por la noche a los recintos fortificados. El exceso de celo en la vigilancia dio lugar también a un incidente trágico en el mar. La fragata de guerra francesa Thetis, surta en el puerto, envió un bote con cuatro marinos a cumplimentar una orden del comandante. Al pasar frente a las guardias nocturnas de los fuertes Santa Ana y Navidad éstas dieron el alto y la orden de “bote a tierra”. Quizá por no comprender el español los tripulantes del bote siguieron remando, y creyendo las guardias que eran gente del Gobierno hicieron fuego y mataron a un marinero. El incidente se resolvió con las explicaciones y las muestras de condolencia de las autoridades cantonales y quedó satisfactoriamente zanjado con la manifestación de simpatía del pueblo, que acudió en masa, encabezado por la Junta revolucionaria, al entierro. Como todos tenían la íntima convicción de que los barcos franceses simpatizaban con los cantonales el incidente fue verdaderamente doloroso.
Entre los jefes cantonales se iniciaba una crisis, que por estar demasiado a la vista del pueblo no acabaría por enconarse. Esta era la opinión de Antonete, partidario de dar publicidad a todas las deliberaciones y de no ocultar al pueblo ninguna de las dificultades. Contreras, en cambio, temía que toda aquella publicidad desmoralizara a las masas republicanas y proporcionara al enemigo una información preciosa. Motivaron la crisis tres hechos que a su vez nacían de las dificultades de la organización interior: la escasez de víveres, la falta de dinero en metálico y una medida política que desanimó a algunos jefes: la desaparición del Gobierno de la Federación Española y su substitución por una Junta de Salud Pública. Una simple substitución nominal de órganos, al parecer. Los víveres escaseaban desde que la presencia de las tropas de Martínez Campos impedía a los campesinos de los pueblos próximos ir con sus productos a la ciudad. Las expediciones de la escuadra carecían de verdadera eficacia. Después de la requisa de víveres en Aguilas no realizó ninguna otra salida verdaderamente provechosa. Fernando el Católico logró tomar productos en algunos puntos de la costa, y Colau, con su Tetuán, hizo primores de audacia para obtener unas docenas de reses mayores y de ovejas; pero el esfuerzo era muy superior a lo que se lograba. Con motivo de la escasez de víveres hubo discusiones entre los órganos administrativos de cada sector militar, a quienes la falta de dinero había creado ya el mismo problema anteriormente. La substitución del Gobierno que presidía Barcia por la Junta de Salud Pública era una concesión al espíritu revolucionario del pueblo, con la que no estaban muy satisfechos algunos graves varones, entre ellos el mismo Barcia. En El Cantón, y aun sin hablar claramente de esas dificultades interiores, se advertían claramente. Lo que quería Antonete pidiendo publicidad absoluta para todo menos para los planes militares de mar o de tierra era que el pueblo estuviera en antecedentes y diera por sí mismo las soluciones. Antonete creía en el certero instinto del pueblo. “Eliminará a los elementos dañinos y será él mismo quien salve el movimiento, si al final se ha de salvar.” Aquel sistema determinó una ola creciente de impopularidad para algunos elementos del antiguo Gobierno y concretamente para Barcia. Al ver a Antonete defender esa posición con insistencia Contreras se sentía un poco desorientado. No sabía qué pensar, aunque Antonete era uno de los que hablaban no para ocultar o desfigurar su intención, sino para exponerla valiente y desinteresadamente. “Ese —decía— tiene más fe en los presidiarios que ha soltado y en el pueblo de la Maestranza y de Santa Lucía que en mis soldados.” Quizá tuviera razón Contreras. Pero una de las impresiones últimas de Antonete y de las que más influyeron inconscientemente en su actitud era que en la carta de Martínez Campos a Contreras, a “su antiguo jefe”, había cierto respeto personal, que representaba para Contreras la garantía de no ser fusilado si caía en sus manos. En cambio, Antonete, que no las tenía todas consigo, buscaba la fusión con el pueblo, que representaba para él una fuerza superior, en la que quizá se pudiera diluir y salvar. Como se ve, y aun sin llegar a planteárselo claramente, desde la zona turbia de la subconsciencia habían presentido ya la posibilidad final del fracaso.
Todo eso trascendía a la calle e incluso al campamento de La Unión. La torpeza política de Salcedo, que había quedado al frente de la línea mientras Martínez Campos se desplazó para combatir a Cabrera en el Maestrazgo, fue la causa de que en aquella oportunidad no se desbaratara el bloque de los cantonales. Pero la debilidad interior, las dudas y los recelos estaban de manifiesto incluso para seres tan poco advertidos en política como Milagritos, que abandonó El Cantón sobre una pila de sábanas y se puso a mirar a través del balcón de su cuarto con melancolía. Milagritos creía en la pujanza, la inteligencia y la honradez política de todos los jefes cantonales. Si es tan fácil de comprender todo esto —se decía—, ¿por qué hay discrepancias? Si el movimiento tiene una base tan firme en la calle y unos jefes como Colau y Antonete, ¿cómo es posible que nadie piense en el fracaso?
Milagritos, en su cuarto, seguía destruyendo pilas inmensas de ropa blanca y convirtiéndolas en vendas e hilas para la Cruz Roja. Se había convertido poco a poco en uno de los elementos protectores más fuertes de la institución que regían las barbas seráficas de Bonmatí, y éste, en los últimos días, apenas tomaba una medida de importancia sin consultársela a Milagritos. Mister Witt se asomaba a su cuarto y se quedaba recostado en el aro de la puerta, contemplándola en silencio con aire de tedio. Esa actitud distraída encubría un mar agitado de sentimientos. Desde que presenció el triunfo de las baterías del puerto sobre la escuadra del almirante Lobo, Mister Witt sentíase hundido en una melancolía, en una tristeza de sí mismo, infinita. Aquel triunfo de los cantonales le había empujado más aún al rincón de su destartalada intimidad, donde ni siquiera se encontraba a sí mismo en relación con Milagritos, porque ella estaba lejos, absorbida enteramente por su papel de providencia del señor Bonmatí. Esa melancolía sacaba a primer plano el despecho por su perdida virilidad no como capacidad sexual agotada, sino como anuncio y llamada a la vejez, en la que se secan todas las fuentes, menos la del recuerdo. Mister Witt esperaba aquella catástrofe cualquier día. Y sentía que al apagarse el fuego sexual las pasiones se replegaban al espíritu y armaban en él sus complejos laberintos. Había roto la urna, pero con eso no había hecho más que ponerse en evidencia con Milagritos. Desde aquel día Mister Witt se había replegado a la defensiva. Creía que su propia intemperancia le había delatado con su mujer y que Milagritos sabia quizá a qué atenerse sobre el fusilamiento de Carvajal. Esto le daba un aire inseguro por los pasillos de la casa. A veces Milagritos le preguntaba algo de improviso y Mister Witt se sobresaltaba.
Milagritos habló esta vez a Mister Witt después de contemplarle un instante, muy sonriente:
—Bonmatí quiere que me embarque en el Buenaventura —le dijo.
Mister Witt hizo un gesto de extrañeza.
—Sí —añadió ella—. Parece que a bordo todo va manga por hombro. Hace falta una mujer civil que esté al frente de las monjas y de los sanitarios.
Mister Witt callaba. Milagritos añadió:
—Ya sé que te disgusta a ti la idea de que yo vaya a bordo.
—¿A mi? ¿Por qué?
Lo había preguntado con un aire verdaderamente falso, pero empujado a las concesiones por el recuerdo de la generosidad de ella. Mister Witt aún no había oído a Milagritos una sola palabra sobre el incidente de la urna. En aquel silencio de Milagritos había una elegancia moral que llenaba de sorpresa y de agradecimiento a su marido. Por eso no dudó un instante de que debía autorizar a Milagritos a ir al Buenaventura. Milagritos se vio a si misma ganando terreno en el hogar y le extrañó: “No es que avance yo. No tengo ningún interés en avanzar. Es él que retrocede.” Lo veía precavido, miedoso; no era él. Quizá influían los acontecimientos demasiado en aquella sensibilidad tan segura, tan ordenada, tan al margen siempre de lo inesperado.
—¿Cómo estamos de víveres? —preguntó.
—Pues como todo el mundo. Muy mal. Pero aquí no faltará lo preciso.
Lo decía por él, por Mister Witt. A Milagritos no le hubiera importado pasar hambre. Pero tantas eran las responsabilidades, que con un extranjero como Mister Witt —dijo sonriendo— no quería tenerlas mayores.
Mister Witt contestó preocupado:
—Creo que veis demasiado frívolamente todo esto.
—¿Yo? —preguntó ella abriendo mucho los ojos.
—Si; no sabéis todavía lo que os aguarda.
Milagritos, después de una pausa, se hizo la advertida:
—No creas que a mí me engaña la voluntad. Ya me doy cuenta de que estas cosas no llegan de rositas.
“Estas cosas” eran la República federal. Mister Witt advirtió, sintiendo que su propia voz escapaba a su control:
—Esperan días negros, días terribles.
Milagritos lo miraba extrañada por el ímpetu que ponía en sus palabras.
—Mucha hambre —insistió Mister Witt—. Y epidemias. Mucha sangre estéril y al final todavía el muro de los fusilamientos.
Milagritos callaba y seguía en su trabajo. Veía que a su marido le gustaba decir todo aquello por oírlo simplemente, por escuchar su propia voz. Poco después llegó Bonmatí. Saludó muy ceremonioso y preguntó al mismo tiempo a los dos si estaban dispuestos a seguir colaborando en la misión humanitaria de la Cruz Roja. Mister Witt, sin contestar, miraba las mejillas de Bonmatí, arreboladas por la fatiga. Le preguntó si había heridos.
—Muchos más de los que se pueden atender. Hasta ahora, gracias a la asistencia de personas como ustedes, no ha faltado lo indispensable, pero todavía tenemos que pedirles más.
Mister Witt veía en el acento de Bonmatí que consideraba la piedad y la humanidad como cotos propios en los que él plantaba flores históricas. Comprobó que miraba a Milagritos como un símbolo del instinto maternal aplicado al bien de los hombres. Le gustó aquella impresión, aquel hecho de encontrar en Milagritos algo superior y purísimo. Pero a Milagritos no le gustaban las solemnidades.
—Cuando Bonmatí se pone tan grave es que prepara un sablaso, ¿verdad?
Bonmatí se quedó confuso. Recordaba que había obtenido de ella más de tres mil pesetas.
—Nuestra causa... —comenzó a explicar con grandilocuencia, pero al percatarse de la presencia de Mister Witt puntualizó—, nuestra causa, que no es la de los cantonales ni la de los castelarinos, sino la causa universal de la humanidad doliente, tiene mucho que agradecer a ustedes. Y concretamente a usted, doña Milagritos. Pero todavía hace falta más.
Se dirigió a Mister Witt para pedirle que permitiera a Milagritos ir a bordo. El marido veía a Bonmatí suplicar con un gesto dulce y correcto, comedido, sin hacer de la súplica más que un juego dialéctico, sin abandonarse al humilde sentimiento del que mendiga. “Es un pastor protestante.” El buen Bonmatí era el “reverendo Bonmatí” Mister Witt estaba encantado con la idea de que Milagritos, a la que no podía negarle ir al Buenaventura, estuviera bajo la influencia de Bonmatí.
Milagritos preparó unas tazas de café y unos pasteles. Para Mister Witt un tazón de té. Bonmatí se resistía a tomar nada, alegando la escasez de víveres y la necesidad de limitar el consumo para que no faltara nada a sus heridos. Mister Witt lo veía tan imbuido de su piadoso papel que no sabía si tomarlo por un gran farsante o por un ser tocado de santidad. Cuando terminaban de merendar llegó Colau. A través de Milagritos Mister Witt había formado de Colau la idea de un bárbaro. Cuando lo vio entrar se encontró con un gigante, de aspecto tremebundo, pero de una suavidad de maneras inesperada. Mister Witt pensó que para que Milagritos se percatara del carácter terrible de Colau tuvo que darse una de dos condiciones: que no lo hubiera tratado (que lo hubiera conocido sólo por su facha) o que lo hubiera tratado más de lo que lleva consigo una relación indiferente. Colau fue presentado a Mister Witt por Milagritos. Saludó correctamente y se sentó, rechazando la taza y las pastas que le ofrecían. Intervino pocas veces en la conversación. Mister Witt lo trataba con una frialdad calculada, llena de fórmulas correctas. Se veía que quería coaccionarlo. Colau lo miraba a los ojos sin pestañear y las más veces no respondía. Es decir, contestaba lanzando su mirada sobre el puerto a través del balcón. Colau iba en mangas de camisa, pero le habían cosido ya el desgarrón que llevaba en la derecha. Milagritos se preguntó quién se lo habría cosido. Tenía el pecho abombado y robusto, la cintura estrecha; cadera y piernas se perdían hacia abajo dentro de un pantalón basto, fuerte, lleno de oquedades. “Tiene —se dijo ella— el talle y las piernas perdidos, como los gitanos.” Mister Witt vio que Colau no quería ir a su terreno. Prefería callar o contestar con una ancha risa contenida que quizá a él le pareciera muy conveniente, pero que para Mister Witt tenía cierta insolencia desdeñosa. Mister Witt se decía: “¡Qué bestia!” Pero esa no era la impresión exacta. Para completarla añadió, contemplando la roseta de la Legión de Honor: “¡Qué gentleman más cafre!” Mister Witt le explicaba con largas razones de economía en qué consistía el bajo standard de vida en la población. Colau interrumpía de pronto con una simple síntesis y cierto acento lejano y soñoliento:
—Sí. Se come menos.
Y ya no había nada que añadir. O bien, cuando Mister Witt, hablándole de la escuadra inglesa, se detenía en pormenores de organización técnica, Colau le atajaba:
—Ya, ya. Es claro. Llevan doscientos años echándole oro al mar.
Mister Witt veía que después de aquel “echarle oro al mar” no había ya que insistir. Allí estaba la política imperial. Toda la política de Victoria, de los torys y de los liberales, de Melbourne y de Disraeli. Colau parecía estar de vuelta de todas las cosas, dentro de su tosquedad de formas, y de vez en cuando sabía apresarlas directamente en juicios generales y simples. A los conceptos huidizos, Colau los cogía del rabo y los plantaba sobre la mesa sencillamente. Una vez que Mister Witt fue a llamarle por su nombre y le dijo “Don Nicolás”, observó por primera vez que aquel respeto, aquellas fórmulas, le divertían. No pudo o no quiso contener una sonrisa buída que asomaba más a sus ojos que a sus labios. Mister Witt preguntó:
—¿No se llama usted así?
Colau hizo un gesto zafio de indiferencia. Bajo la camisa sus hombros eran de madera.
—Es igual. Me llaman Colau.
Milagritos intervino con el ceño graciosamente fruncido:
—¡Capitán Colau, hombre!
Colau soltó a reír completamente satisfecho.
—La patrona —dijo, por Milagritos— me asciende.
Como Colau iba sólo a buscar a Bonmatí se levantaron los dos y se despidieron. Bonmatí suplía con zalemas muy finas el laconismo de Colau. Cuando salieron los dos, después de insistir el jefe de la Cruz Roja en que Milagritos hacía falta a bordo, Mister Witt volvió pasillos adentro junto a su mujer, a quien le duraba todavía en los labios el eco de la última sonrisa. Mister Witt sentía la impresión de anonadamiento que solía quedarle de sus entrevistas con los jefes cantonales. Pensaba en Bonmatí, cuyo blando humanitarismo desmenuzaba Mister Witt en rasgos de humor, cuyas lacias barbas, cuya mirada dulce eran tan propicias para sus juegos de dominio y recordaba enseguida la presencia de Colau como algo silencioso, pero arrollador. “Una vez más lo ridículo me muestra su reverso de grandeza.” También había algo en la atmósfera que identificaba a Colau con Antonete y con Carvajal.
—¿Dónde está la venda? —preguntó de pronto a Milagritos.
Allí donde centenares de vendas estaban preparadas para el Buenaventura, la venda, en singular, era sólo una. La de la urna. Milagritos contestó con un acento neutro —ni valiente ni humillado—:
—La tengo yo.
Mister Witt no se atrevió a añadir nada. Milagritos lo veía con otra expresión muy diferente de la que adoptaba con las visitas. El rostro se le había quedado ceniciento, gris. El gesto, abandonado. Mister Witt volvió a recostarse en el aro de la puerta. Milagritos se sentó en su silla baja y comenzó a desgarrar una sábana. Comenzaba abriendo mella con la tijera y luego tiraba fuertemente con las manos. A veces resistía la tela y en el ímpetu recomenzado y contenido le temblaban los senos. Mister Witt la veía en plena sazón, con la risa fresca y los dientes blancos como sábanas de boda, como las sábanas de boda que estaba haciendo trizas para los heridos.