XII. Tenía que ser

Después de lo que pasó con el Carajeta no lo culpaban los rusos de ser un asesino ni de conducirse como un fascista. Recelaban de él como simpatizante trotskista, eso sí. Y andaban alrededor buscando información. En Paquita no pensaba nadie. La consideraban una buena agente subalterna que trabajaba bien, pero se equivocó en aquella ocasión.

Y allí comenzó el calvario de Vares.

Lo primero que comprobó fue que no tenía su conciencia recompuesta. Después, que aquel segundo yo que había comenzado a remodelarse se suicidó de veras con la muerte de Hermógenes. Aunque esto último era una frivolidad increíble, para mí fue lo que determinó la suerte de Vares.

Paquita el día que llevó el tovarish a la oficina se había puesto, como ya dije, el lacito color malva que produjo las consecuencias de siempre. Añadía Paquita contándolo, con una expresión congelada:

—Pero ahora le han quitado a Vares la oficina, y va por ahí callado y atónito, hecho un verdadero fantasma. Yo me siento un poco desorientada, también.

—No te preocupes. Lo único que debes hacer es no decir a nadie que fui yo quien te presentó al fulano.

—¿No debo decirlo?

En cuanto a Vares, tenía que admitir que le invadía el miedo. Pero hay muchas clases de miedo y el suyo era parecido a lo que los gitanos llaman jindama, es decir, a los imponderables silenciosos, de origen ignorado. Eso los gitanos lo identifican con la culebra y con sus movimientos silenciosos.

El suyo era un miedo que le producía una tensión incómoda aunque no con el deseo de escapar sino por el contrario de avanzar hacia el peligro. Lo malo era que no se presentaba claramente ese peligro en la retaguardia. Los otros no lo amenazaban, sino que lo humillaban. No responder, cuando él preguntaba algo, se podía atribuir a confusión, a sordera, a falta de entendimiento. El caso es que a veces en lugar de contestarle los otros decían mecánicamente: «Ya veo». Y se alejaban.

Generalmente era eso: lo rehuían. Ésa era la humillación.

La tensión pasó a ser ansiedad y en ella una parte importante de su persona se rebelaba y tenía la tentación de avanzar en busca de un peligro que podía ser catastrófico pero que no le asustaba. El riesgo de muerte le tenía sin cuidado, pero la ansiedad de no saber lo que todos los otros pensaban de él cuando lo evitaban le inclinaba a la agresión. Lo malo era que no hallaba nunca resistencias. ¿Qué sentido puede tener dar puñetazos contra un colchón de lana? ¿O disparar contra un terrero? Tenía que agredir y no sabía a quién. Cuando la jindama se hacía lógica por circunstancias tan concretas como el hambre o la negación evasiva de los amigos habría sacado la pistola y comenzado a tiros, pero ¿contra quién? El que le negó el saludo podía suceder que no lo hubiera oído. En cuanto al hambre tal vez era la parte que le correspondía en la miseria de la ciudad entera. No había por qué lamentarse.

Lo peor era que no sabía nunca qué hacer.

Y comenzó a ser visible para los otros la ansiedad que ocultaba. Es decir, que se volvía nerviosamente hacia un lado creyendo que le habían dicho algo y no era verdad. O que respondía a alguien que no le había preguntado nada. La congoja se denunciaba sola.

Todo aquello comenzó con la ejecución del tovarich. No sabía entonces Vares que aquel tovarich habría sido ejecutado como lo fueron todos al volver a Rusia uno por uno, o tal vez todos en masa, para evitar el peligro del contagio de «liberalismo» que es el pecado nefando de los estalinianos y sus descendientes. Tal vez tenían razón en un mundo donde el asesinato es la tendencia inevitable. Si afloja sus tornillos la ley y desaparece la moral cristiana —incluido el miedo idiota al infierno— el asesinato se generaliza fácilmente.

A eso, como digo, no le tenía miedo Vares.

Tenía miedo a que la tensión interior ante el misterio se le convirtiera en miedo físico. Porque entonces no sabía lo que haría.

A él le gustaba estar consciente de sus recuerdos, de sus actos presentes y de sus esperanzas.

Comenzaba a no estarlo. Paquita se daba cuenta y lo compadecía en silencio, pero se guardaba muy bien de mostrarle compasión alguna porque sabía que lo ofendería. Era la compasión la peor circunstancia del amor. Del estúpido e inexistente amor. Y por lo tanto era mentira también. Paquita —pensaba él— se alegraría de su muerte.

Lo curioso es que los que tenían más miedo —miedo físico a los fascistas y metafísico al dios chiflado del Kremlin— eran los rusos mismos. Y no sabían cómo conjurarlo ese miedo. No se trataba en ellos de jindama alguna sino de pánico disimulado. Como sabían que lo más divertido para el amo del Kremlin era el asesinato, asesinaban cuanto podían —especialmente a disidentes trotskistas— y se lo hacían saber al amo por la vía de un tal Orlov, que era el policía máximo.

No tenía nada de tonto aquel Orlov, porque en lugar de regresar a Moscú se fue al Canadá. Sabía demasiado lo que le esperaba por haber aparecido en una foto del «frente popular» en la cual había un trotskista conocido.

Los españoles no discriminábamos. Un trotskista podía ser un buen soldado antifascista y nadie comprendía que hubiera que hacerles la cruz con el anatema de Stalin. Por esto el amo nos traicionó a todos.

En fin, Orlov voló sobre el Atlántico. Sin duda lo había hecho antes Poseidón en su carroza luminosa.

Pero Vares tenía amigos —al menos uno— en todas las organizaciones políticas, y solía ser un hombre con cargos de responsabilidad secreta. Por haber sido fusilado y por las condiciones positivas de su carácter ese «alguien» solía serle fiel y avisarle de algún peligro cuando lo había. Y uno de esos amigos, que era un socialista de Chamartín que se había pasado al partido de la hoz y el martillo, le dijo un día:

—Te veo mal. ¿Estás enfermo?

—No.

Estás peor que enfermo. Y yo sé por qué. Voy a darte un consejo y no me hagas preguntas.

—Venga.

—¿Puedes salir de España por tus medios, digo sin necesidad de permisos especiales?

—No.

—Entonces vuelve al frente. A las trincheras.

Allí te rehabilitarán o fe darán el tiro. Cualquiera de esas cosas es mejor que el estado en que te encuentras ahora.

—¿Yo?

—Tú me entiendes.

—¿Pero qué pasa? ¿Qué piensan de mí?

El amigo estuvo contemplándolo largamente:

—Ya te dije que no me preguntaras porque ellos mismos no lo saben. No saben lo que puede pasarles a ellos por el lado soviético por haber hecho algo o por no haberlo hecho contra ti. ¿Hacer qué? Tampoco lo saben. Entre ellos todo está flotante y expectante. Expectante, fluido y deteriorándose dentro y fuera de sus vértebras, dentro y fuera de sus convicciones, si las tienen. Yo creo que no y me arrepiento de haber salido del partido socialista porque éstos sólo tienen una cosa: miedo y disciplina. Eso sí. Hay que obedecer. ¿A quién? Al burócrata que recibe órdenes más directas del Kremlin donde espera el Moloch.

Llevaba Vares tres días sin comer y seguía oyendo a aquel amigo:

—Tu caso es el de todos los que no han jurado por las astas de Stalin.

—¡Bah!

—En serio. Y ésos se la juegan.

—¿Qué se juegan?

—La cabeza.

—Yo casi la he perdido ya.

—¿Por el fusilamiento de Guadarrama?

—No, porque me están volviendo majareta, pero te juro como hay Dios que no saben con quién tratan.

—Por eso mismo. Llevas la de perder. Yo, te digo la verdad, en tu caso…

Lo hizo callar, Vares, porque aquellas palabras hacían más angustiosa su ansiedad. El hecho de que los demás se dieran cuenta agravaba su situación ante sí mismo. «Volvería al contraespionaje —se decía— pero para matar rusos».

Luego se arrepentía de haberlo pensado. Y así pasaban los días.

Yo veía con alguna frecuencia a Paquita, quien habiendo perdido la relación de trabajo con su amante, no sabía qué hacer ni adónde ir. Es decir seguía en los servicios de contraespionaje, pero en otra oficina y muy a disgusto.

Tenía yo algunos víveres ocultos en Ríos Rosas (a un kilómetro de la línea de fuego) y con eso ayudaba a Vares. Pero se acabaron los víveres.

Madrid se había hecho para Paquita súbitamente intolerable y pensó en aprovechar un permiso que daban a las mujeres y a los niños para marcharse a Valencia. Yo le dije que no, y ella comprendía mi oposición.

El que no la comprendía —mi propia actitud— era yo. Porque sabía que, aunque le pasara «algo» a Vares, no trataría yo de hacerla mía a ella. Me sentía de veras culpable y ese sentimiento me desvelaba más que las granadas del enemigo. Culpable de no sabía qué. Desde el día en que me suplicó Vares que no hiciera la corte a su amante.

Se lo conté a Paquita un día, y ella se puso más que triste, indignada:

—La vida no vale la pena —comentó con una voz lejana.

—¡Quién sabe!

—¿Tú crees en la vida? —Creo que mientras vivo no estoy muerto y que tengo derecho a defenderme.

—Bueno, eso…

Conmigo ya no ceceaba, Paquita.

Madrid se había puesto como un inmenso manicomio de héroes, de locos y de irresponsables. Entre éstos los había admirables, claro. El idealismo generoso y valiente era lo mejor que podíamos tener y no faltaba en la ciudad. La primera cualidad del hombre —al menos la que yo más admiro— es el valor físico.

—Esto —decía un día Paquita viendo estrellarse un avión de caza nuestro contra un edificio con el piloto, supongo, muerto a balazos— es demasiado. Los hombres sois estúpidos en este lado y en el otro. ¿No crees?

—No, mi alma.

—¿Tú crees en el alma? —decía ella imitando a Vares.

—En la tuya sí, claro.

—Pero…

—En la tuya, que comienza a ser mía.

Ella ponía su cabecita en mi hombro:

—Ayúdale a Vares.

—No, no. Entonces nos perderíamos los tres.

En aquellos días de bombardeos enemigos más feroces que nunca la gente andaba un poco loca como digo. No se podía dormir. Y durante el día Vares no hallaba dónde comer, porque aunque llevaba dinero no le servía para nada. Sólo se podía conseguir algún alimento en el frente o en comedores colectivos —un plato de lentejas agusanadas y un vaso de vino— y a Vares le habían quitado la tarjeta de identidad con el pretexto de renovarla. Nadie lo acusaba, es verdad. Nadie le explicaba nada. Pero todos lo eludían. Es decir que poco a poco Paquita y él se quedaron fuera del orden regular. Él perdió su oficina y su identidad y ella su nuevo empleo y sus pequeñas facilidades en una ciudad sitiada donde todo era tan complicado y difícil.

Hubo días en que Paquita se quedó también sin comer porque sólo se comía en comunidad como en los conventos. También los antiguos amigos de Paquita la evitaban a ella. Alguno como yo los trataba a los dos como siempre, pero luego supe que los bonzos estalinistas me pusieron en sus listas secretas.

Así y todo algunos días cambiaba de parecer y esperaba tener en mis brazos a Paquita.

Se hundía Vares en formas nuevas de sacrificio y martirio. En cuanto a Paquita, que había perdido su ego ceceante, se sentía, por vez primera, terriblemente culpable. Y sus culpas la acercaban a mí. No había dicho a nadie mi intervención en los últimos hechos siniestros. Es decir, que yo le presenté al tovarish ejecutado en los sótanos.

No tuvo más remedio Vares que volver a las trincheras y lo hizo con el cargo altamente calificado que había tenido antes. Allí, por lo menos, comía. Nunca llegó a saber cuál fue mi casual intervención en su desdicha.

Nadie le discutía nada. Nadie le decía que sí ni que no cuando exponía una opinión. Pero tampoco le obedecía nadie. En cuanto a Paquita, volvió al Jai-Alai, es decir al hospital de sangre. El mismo donde conoció a Vares un año antes. Excuso decir que yo iba al Jai-Alai a menudo y que allí nos encontró un día Vares a Paquita y a mí muy inocentemente amartelados.

La unidad que mandaba Vares era en el frente la peor atendida. No recibía apenas comida y le daban las peores misiones, las más difíciles.

Harto de todo aquello, pocos meses más tarde, al producirse la batalla de Brunete salió al ataque Vares sin armas y delante de las tropas, delante de los tanques, delante de las avanzadas de choque. Seguía avanzando entre los morterazos y las granadas de mano. Gritando, delirante, palabras confusas.

Hasta que cayó, como era de esperar.

Allí sí que le quitaron —como él había dicho— el ego y el id. Y no tenía otros.

Es decir, siempre queda la semilla de un id diluida en las de los otros, por ejemplo en la de Paquita y la mía.

Entonces fue cuando conocí más íntimamente a Paquita y ella me contó muchos más detalles de todo esto. Sin llorar y ceceando. No fuimos nunca a la cama. No fue mía. No nos acostamos nunca, pensando en Vares.

Porque ella y yo creíamos en el amor. Y yo tenía otra mujer y ella el hermano de Vares que no había sido fusilado. Aquel que cambió su Astra belga por mi metralleta de Éibar.

Baja California, 1978