VI. Más sobre lo mismo

Lo que habían dicho antes de morir algunos cuando afirmaban que en el campo contrario habrían hecho lo mismo pero informando en favor nuestro, probablemente Paquita lo habría hecho también. Quiero decir al revés. En contra nuestra.

Había nacido coqueta, Paquita, y usaba su coquetería, no importa en qué dirección. Badillo y don Bruno habían nacido traidores y usaban su bellaquería.

En cuanto tuve yo la completa seguridad de que cada diligencia de Paquita producía consecuencias fatales me enamoré más de ella. No sé por qué. Tal vez porque la muerte es el revés sólido y reintegrador de la vida y toda la vida con su reverso está en ese mundo inconsciente del que le gustaba hablar a Vares y en el que nace y prospera el amor.

Ya creo haberlo dicho antes.

Hablaba yo mucho más a menudo con Paquita y 1o decía menos galanterías porque comenzaba a considerarla para mis adentros parquita y no sólo Paquita. La había añadido una r. Y era una novedad ante la cual no sabía cómo conducirme a veces.

De Parca, Paquita. Digo, Parquita. Demasiado seductor, aquello.

Realmente ella cortaba los hilos de la vida de algunos hijos de mala madre. Y eso no mejoraba su ego sino lo otro, lo que pedantemente llamaba Vares su id. Porque, como vemos, se puede ser asesino y sabihondo.

A veces yo le hacía preguntas a mi amiga sobre su amante que me interesaba más cada día. Tenía un hermano que se había enamorado de una metralleta que yo llevaba colgada del hombro y se la cambié por una pistola Astra. El hermano de Vares era también comandante y la mejor persona del mundo. A pesar de todo, o precisamente por eso, acabó mal.

Como digo, yo preguntaba a Paquita:

—¿Qué te dice Vares?

—Nada. Recibe mis informes, toma notas y me mira siempre un poco extrañado.

—¿Extrañado de qué?

Ella se encogía de hombros y yo insistía:

—Tú quieres que te mire agradecido o embelesado.

—Pues… me mira como tú a mí: extrañado.

Lo decía pensando: «sois raros, los hombres. Nunca agradecéis lo que hacemos por vosotros». Estoy seguro de que era eso lo que pensaba. Yo cada día la deseaba más. Un día la llamé criminal. Ella me replicó:

—¡Marica! Sólo los maricas tienen miedo de la sangre.

Entonces yo le di una bofetada de las buenas, es decir, a plena palma y carrillo y Paquita cayó al suelo larga y reumática, es decir con pechos y rondeles lumbares. No hizo ruido su cuerpo al caer.

Yo la levanté y la besé en los labios pidiéndole perdón. Ella me llamaba idiota, pero me besaba también.

Nos habíamos conocido un poco antes de que comenzara la guerra y ella creía que yo era alguien porque me disfrazaba de un modo u otro, según los casos. La bofetada no se la dio mi máscara ni mi persona —es decir mi ego—. Era una bofetada ganglionar, compatible, desde luego, con la pasión sexual. Ella, como todas las mujeres, tenía una excelente intuición para esas cosas.

Lo comprendía y cuando le pedí que no le dijera nada a Vares y ella lo prometió, me di cuenta de que cumpliría su promesa porque aquello —la bofetada— representaba una victoria secreta para ella. Para ella sola.

Me miraba en silencio y yo veía en sus ojos una reflexión:

«Tu vida depende de mí. Cuidado».

No lo dijo, pero yo le respondí:

—Vares no cree en el amor. Sólo en tus informes. —Ya lo sé. Pero tu vida depende de mis informes.

—Eso, sí. Y no te lo agradezco porque no le tengo miedo al paredón.

—No hay paredón.

—Pues ¿qué hay?

—Ahora los llevan por un pasillo subterráneo mal iluminado, con el pavimento de tierra y tropiezan con un travesaño que apenas se ve. Entonces el «manús» cae al suelo y Vares le pone la rodilla en la espalda y el cañón de la pistola en la nuca.

—¿Así fue con Badillo?

—Quizá.

—¿El «manús» era Badillo?

—No sé.

—¿Con quién hablas tú de esas cosas?

—Con el que las hace. Sólo el que hace esas cosas se atreve a decirlas, tú comprendes.

—Y a llamar «manús» a la víctima.

—Pues…

Me hacía gracia oír en aquellos labios exquisitos la palabra «manús», del argot gitano.

—¿Y eso me pasaría a mí si tú quisieras?

Ella tardaba en responder.

—Es posible —dijo, por fin.

—No lo creas, porque antes de que me atara las manos el verdugo yo sabría estrangularlo.

—¿A Vares?

—No. Él no sería nunca mi verdugo.

Yo de veras no podía entender la conducta de Vares a veces. Y veía en los ojos de ella la sugestión un poco aterradora de que el verdugo a quien yo podía estrangular sería ella misma.

Cuando le hablaba del amor a Vares éste respondía como siempre: «Tonterías, el amor no existe. A veces se tienen los testículos llenos de amor, pero los vacías y a escupir a la calle».

—Muchas veces la mujer queda preñada.

—Allá ella. Que se vaya a una casa de maternidad o de putas si está más cerca. A mí me da lo mismo.

A veces olvidaba yo que mi amigo seguía restaurando así su persona. Para eso tenía que hacer ciertas cosas él mismo. Quizá sus ideas sobre la mujer eran un recurso más.

Lo malo conmigo era que nadie me había deshecho y no tenía que recomponerme. Por eso éramos tan distintos. Tal vez si hubiera estado yo en su caso mi reacción habría sido parecida.

Entretanto nos llevábamos bien, aunque casi sin palabras. No solíamos hablar. Yo lo evitaba como se evita a un asesino y él a mí como se evita a un hombre honrado. Porque hay asesinos honrados y respetuosos con la pureza.

Mi pureza, como la de cualquier otro en tiempos de guerra, era relativa, claro. Así y todo yo lo era de veras en los niveles de la sangre, es decir de la agresión. Evitaba la impunidad. O como dicen los jueces, la agresión alevosa. Entendámonos. Me batía con los de enfrente y eso era todo. En cuanto a Vares yo sabía que él sabía que yo sabía. Es una formulita frecuente en la vida social y en tiempos de crisis agudas. Y a veces, según la clase de sujetos, trae consecuencias sin mañana o con un mañana enlutado que tendrá ya sólo aniversarios si se tienen parientes.

Porque nuestra guerra no era una guerra religiosa aunque los enemigos hablaran de «cruzada». ¡Vaya con las cruzadas! De cada cristazo mataban treinta o cuarenta tiernos infantes en las escuelas y cien ancianas en los asilos. Ancianas rezadoras o blasfemas, que de todo había. (Pero el Señor prefiere la blasfemia a la indiferencia atea, eso es verdad). En el nombre de la cruzada se andaba a bombazo limpio contra los comulgatorios y los baptisterios. Criaturas incluidas.

Pero Paquita decía más:

—Sabía Badillo lo que iba a sucederle, porque alguien le había contado cómo se hacían las ejecuciones. Y caminaba por el sótano alzando los pies como el caballo las patas delanteras, en el circo. Pero no le valió porque una vez fue a caer su pie exactamente sobre el travesaño del tropiezo y cayó como un fardo. Vares se montó en su espalda según solía y apretó el gatillo.

—¿Dijo algo antes de disparar?

—Sí.

Ella dudaba porque al parecer era una palabra sucia y resultaba excesiva para sus bonitos labios:

—Vares gritó: ¡Mariconazo! —Y pronunció Paquita la z como la s. Coqueterías. Al hablar conmigo las intercambiaba regularmente. A mí me gustaba y ella lo sabía.

—¿Eso fue todo?

—El Badillo ese parece que se sintió insultado y antes de que disparara Vares tuvo tiempo para decir: «No, eso, no. Los tengo mayores que usted aunque ya no me servirán para nada».

—¿No era maricón?

—Hombre, parece mentira —dijo ella— que hables así, es decir que emplees delante de mí palabras como ésas. En mis oídos suenan muy feo. Nunca se han dicho cosas de ésas en mi familia.

Una cosa era repetir lo que había dicho Vares y otra muy diferente insultarla a ella usando palabras como aquéllas en una conversación corriente y normal.

Yo me eché a reír.

—Entre vosotras las mujeres ¿no decís esas palabras?

—No. Decimos «apios» o «afeminados».

Me di cuenta de que mi risa la ofendía y recordé que tenía mi vida en sus manos. Me dije a mí mismo: «Oído a la caja». Ella volvía a su relación: «Badillo le dijo: máteme, pero mi cara aparecerá delante de usted por la noche a la vuelta de cada esquina para decirle…». Al llegar aquí Vares disparó. No pudo Badillo anunciarle lo que su cara asomada a la esquina le diría.

—¿Qué crees tú que podría decirle? —pregunté.

—No sé.

Yo me quedaba pensativo:

—Sería bastante si le dijera: «Hola».

—¿Hola?

—Hola. ¿Te parece poco?

Tal vez sería lo que diría yo si llegaba a caer porque, como digo por tercera vez, tenía mi vida en manos de Paquita.

Asomaría un ojo detrás de la esquina y diría: «Hola. ¿Cómo te va?».

Pero oído a las bambalinas del teatro de marionetas cementerias en el que andábamos todos. Una vez más digo que yo no tenía miedo físico. Sólo tenía miedo a eso que la gente culta llama «los imponderables». El número de los imponderables es infinito, como el de los aconteceres. Y con las guerras se reproducen como los hongos durante las tormentas.

El peor malentendido en casos de guerra civil es el del disentimiento afable con los que tienen el mango de la ametralladora política, sobre todo si la discrepancia es sutil. A eso le llamábamos «morir de disentería». Dentro de cada partido se hace la vista gorda, pero si hay una oportunidad de liarse a tiros en colectividad, es decir, de manera impersonal lo hacen con verdadero placer. Así hicieron los comunistas rusos en el Bajo Aragón. Y en Barcelona con los de la CNT.

Y en todas partes contra Largo Caballero, que se obstinaba en ganar la guerra, lo que no les convenía a los rusos porque querían que España cayera en manos de las tropas alemanas para tomarle la retaguardia a Francia y que los alemanes atacaran al país de Víctor Hugo y no al de Tolstoi.

Lo consiguieron gracias a infinitos imponderables sutiles como hilos de tela de araña (fue mi caso) o burdos como cabrestantes de barco de carga, que fue el caso de Andrés Nin. Y tantos otros.

Lo malo era cuando alguien con autoridad para matar te decía mirando a otra parte:

«Me han pasado una nota de los servicios especiales en la que aparece tu nombre. Debe ser un error».

Un error con su gatillo y su plomazo.

Era lo que le pasó a Badillo. Él comprendió en seguida que estaba atrapado por Paquita y debió decirse otra palabra que nunca se oía en la atmósfera social de mi amiga: «Oh, la gran puta». O tal vez no. Habría dicho mejor: «La linda picaruela». Porque eso era lo que parecía Paquita.

Para demostrar Paquita a Vares que existía el amor y que lo amaba por encima de todas las circunstancias propicias o contrarias le dijo que iba a darle el secreto más íntimo de su vida. Un secreto feo, como suelen ser. Y le contó cosas raras. Es decir, cosas feas y que la dañaban según ella creía:

—Aquí donde me ves, tan aparentemente angelical, yo he zido una chica difísil que ha hecho idioteces vergonzosas. Mira, voy a haser por ti el sacrifisio más grande de una mujer enamorada. Voy a desirte ese secreto para demohtrarte que eres mi mejor amigo. Cuando yo tenía trese o catorce años me entraron unas ganas atrose de desnudarme y mostrarme desnuda en medio de la calle. Sí, en medio de la misma calle donde vivía. Ahora que lo recuerdo me dan ecalofrío. Zoy ahora una pezona diferente, de veras. Quería enzeñarme desnuda en medio de la calle y hacer parar a los automóviles para no atropellarme. ¡Qué manías, eh! Aquel mismo año… ay, hijo, eto é ma difísil de desí. Aquel mismo año… pues bueno, jugando con mis partes sexuales sentí un plaser raro y seguí jugando y por fin metí mi dedo en la vagina —aquí Paquita cerró los ojos avergonzada, pero siguió hablando— hasta que tuve un orgasmo como si hubiera hecho el amor con un hombre. ¡Qué coza! Me entró un remordimiento tan grande que luego quería cortarme el dedo que hiso aquello. No es broma. Mira, aquí está la sicatrí, porque lo hise con la navaja barbera de mi papá. Más tarde, hase pocos años, se lo dije a un siquiatra en confiansa porque tenía la obsesión de todo aquello y el siquiatra me preguntó si le ocultaba alguna otra cosa. Yo recordé que el mimo día que quise exhibirme desnuda en público etuve cortando antes con una tijerita todo el pelo de mi pubis. No lo había dicho entonse lo mismo que ahora, porque me parece una tontería. Pero er siquiatra me dijo que cortarme el vello de lugar era porque no quería dejar de ser niña para que me siguiera acarisiando mi padre, porque mi inconsiente sabía que cuando fuera mayor mi padre no me acarisiaría. Poco más tarde tuve el orgasmo que te he dicho y luego quise castigar al que me había violado y cortarme er dedo. Ya lo sabes. Ése es el secreto más hondo y más feo de mi vida. Zólo a ti te diría una cosa como eza.

Paquita se quedó callada mirando fijamente a Vares y él la contempló de arriba abajo y dijo, displicente:

—Esas confesiones son idiotas y no revelan amor ninguno (no podrían revelarlo, porque no existe tal cosa), sino que me lo cuentas por puro exhibicionismo. Un pequeño vicio más. Mostrarte desnuda en la calle. Y masturbarte.

—Perdona, hijo —dijo ella, ofendida—. ¿No os masturbáis los chicos nunca?

—Eso es cuestión mía y no tiene nada que ver contigo. Ni tiene el menor interés para nadie.

—Claro es que a pesar de todo —siguió Paquita— yo he sido siempre una mujé normal. Mi madre era muy diferente. Y para que vea que no me importa hablarte a ti mal de la persona que más quiero en er mundo (después de ti mismo) te diré que mi madre era una sinvergüenza.

—¿Y tu padre un cornudo?

—No, no es eso.

Mi madre nunca le faltó a mi padre. Pondría las dos manos en er fuego. Pero mi madre despreciaba a mi padre porque no ganaba bastante dinero para comprarle un automóvil. Zólo por eso. En lo demás lo quería y lo trataba bien. Ahora, en el fondo, lo consideraba un pelanas porque no tenía garra para los negosios. Pensó en divorciarse de él, pero no se divorció pensando en nosotros, los hijos. Entonces ella se acusaba a sí misma cien veces cada día por falta de capacidad de desisión y por flojera. Llegó a odiarse a sí misma y entonces perdió er apetito y er sueño. ¡Qué te parese! Pero dejó de odiar a mi padre. El odio que le tenía lo dirigió entonse contra sí misma y las cosas iban poniéndose mejor en la casa. Había menos peleas entre madre e hijos y nunca le hablaba a nuestro padre, para bien ni para mal. Pero mi madre comenzó a quejarse de dolores en una parte y en otra del cuerpo, que nos traía a todos preocupados. Todos corríamos a su lado y le hacíamos masaje o le llevábamos tazas de té. Desde luego ella no hacía nada en la casa y como nosotros los hijos teníamos que ir a la escuela mi padre le puso una doncella además de la cocinera que ya teníamos. Poco después, lamentándose de la escasez de recursos de la familia, comenzó a recibir ayuda económica de sus padres. Mi padre bebía los vientos por ella y la trataba como a un objeto de lujo. Como a una muñeca de oro y rubíes. Ella entretanto lo castigaba negándose a tener con él relación sexual. Y mi madre estaba sana como una mansana y tenía más fuerzas que todos nosotros. Pero decía que su enfermedad no la entendían los médicos. Hasta que yo me leí unos tratados de sicopatología, hijo, y aprendí a curarla eliminando poco a poco algunos de los que ella llamaba achaques pero halagándola al mismo tiempo por otro lado. En algunos meses desaparecieron todos aquellos síntomas falsos y ella volvió a hacer vida marital con papá y despidió a la doncella y renunció al automóvil y como en los cuentos de la infancia todos fuimos felices y comimos perdices.

—¿Por qué me cuentas eso? ¿Qué tiene que ver conmigo?

—Yo no hablaría mal de mi padre ni de mi madre sino contigo.

—Bah, eso no quita ni añade nada. Tu madre era una sinvergüenza que quería sacar partido del resto de la familia y cobrarse en facilidades la falta del automóvil. ¿Contarme a mí eso crees que es una prueba de amor, Paquita?

—¿Por qué no? A nadie se lo he contado nunca.

Vares encendió un cigarrillo, para lo cual tenía que torcer extrañamente los labios, y después dijo mientras echaba el humo al aire:

—Con eso no me demuestras que el amor existe sino que existen extrañas e infinitas formas de egoísmo lo mismo dentro que fuera de las familias y que el amor no resuelve nada por la sencilla razón de que no ha existido nunca.

—Dios te castigará si sigues pensando así. El amor es lo único que hace la vida deseable, querido.

—Muy deseable, niña. Sobre todo en las trincheras. Y ahora, con los tovarich

—¿Te pasa argo con ellos?

—Todavía no, pero es un enemigo tan peligroso como el de enfrente.

Paquita estaba aterrada oyéndole hablar así. Un día le dijo que tuviera cuidado y que no dijera cosas como aquélla cuando podía escucharle alguno, porque bastaba para llevarle al sótano. «Hijo, hay días que estás imposible. Es como si quisieras echarme de tu lado. ¿Por qué? ¿Es que yo te recuerdo las cosas terribles que suceden a tu alrededor?».

—¿Qué cosas?

—Los sótanos.

Eso no tiene importancia. El mundo entero sabe que son niñerías. Por cierto que es lo primero que hacen todos los niños del mundo: jugar a los asesinos.

Paquita pensaba que era verdad y no sabía qué responder.