VIII. Las entrañas en la mesa

Tenía Felipe que hacer su discurso aclaratorio, es decir explicar la naturaleza y el olor de sus propias entrañas. Eran suyas y no tenía otras.

Yo fui hijo único —decía Felipe—, ¿usted sabe? Y ésos, según se dice, tienen tendencias homosexuales por aquello de la mamaíta y de la exclusividad en el cambio de pañales que ejerce la mamaíta apasionadamente. Así pues, en el barrio, desde chico me las daba de ser el primero en todo menos en las peleas, claro. A los que peleaban yo los despreciaba desde la altura de mi peculiaridad de niño especial.

»Porque lo que hacía yo era siempre prodigioso para mi madre y ella lo decía a todo el mundo y por desgracia me lo decía a mí, también. Yo no sé por qué comencé a sentir por mi madre la misma aversión que tenían sin duda antiguamente los ricos por los esclavos. Ella me había parido y eso no representa autoridad ni superioridad porque hay un error y el que la había parido a ella era yo, como hijo. Gracias a mí ella era madre y podía presumir de serlo. La madre había nacido de mí. Y yo le permitía vivir y darse tono. Porque yo no era del todo feo y mi nombre…

»Bueno, era viuda mi madre, porque mi padre a pesar de la grandeza de sus nombres se suicidó. Hizo bien. Mató al otro que llevaba dentro y que no quería dejarse mandar. No sé si me entiende, pero entre lo que yo digo y lo que usted oye hay una cantidad notable de susurros de esos heraldos de la degollina, usted sabe.

»Tuvo mi padre la buena idea de matarse cuando se dio cuenta de que nunca sería nadie. No había en el universo un ser humano que lo tomara en serio, aunque trataba de contar cuentos verdes en todas partes y no lo hacía mal. La verdad es que mi padre era un genio en eso de los cuentos verdes que inventaba y el único que recuerdo en este momento le hará a usted gracia, estoy seguro. Verá. Dos monjitas pasaban por un parque al atardecer. Y dos barbianes que estaban en celo, usted diría dos sátiros…

Vares le interrumpió:

—Usted no es quién para suponer lo que yo diría.

—Perdone. Quiero decir que cualquier persona decente…

—Yo no soy una persona decente. Soy sólo un mamífero vertebrado con cinco balazos en el cuerpo escuchando a un elocuente hijo de puta. Siga.

El otro cambió de color, pero después de tragar saliva y pasarse una mano por la frente continuó:

—Perdone. Los dos tipos encelados violaron a las monjitas y consumada la violación escaparon. La monja menos joven alzó el rostro al cielo y dijo: «Perdónalo, Señor, porque no sabía lo que hacía». Y la otra monjita respondió bajando los ojos y con su voz satisfecha y meliflua: «Pues el mío, sí. El mío lo sabía muy bien». ¿Por qué no se ríe? ¿Es que no se ríe usted nunca? Eso podría darle con el tiempo reputación de Frankenstein, usted sabe. El Frankenstein de la mujer de Shelley. Porque la esposa del señor Shelley escribió una novela con ese Frankenstein y se hizo tanto o más famosa que su marido con sus versos y el teatro. ¿O es que no hizo teatro? La verdad es que Shelley se suicidó, como los héroes antiguos, arrojándose al mar. No como mi padre. Bueno, no lo he dicho todo. Mi Padre…

—Engañado. Como todos.

—Gracias. Gracias por el eufemismo. Otro en su caso habría dicho una palabra más fea y entonces… bueno, entonces yo sería un verdadero hijo de puta como usted se permitió decir hace poco. No afirmo ni niego, según usted puede ver. La verdad es que esa expresión tiene muchas y diversas acepciones. Se puede llamar hijo de puta a un camarada, amistosamente. ¿No le parece?

—Tal vez, pero yo no soy su camarada.

—No lo digo por tanto. Usted y yo no se puede decir que seamos camaradas porque para eso hace falta coincidir en muchas cosas según los tiempos que corren y antes que nada en las ideas políticas.

—Yo no tengo ideas políticas.

—O religiosas tal vez.

—Ésas no serían ideas, sino convicciones. Y son diferentes.

—Lo siento porque en algo como eso podríamos coincidir aunque sin familiaridad ni similitud alguna. Yo creo en Dios.

—Yo sí o no. Depende del día y de la hora.

—Y en Cristo.

—Eso habría que esclarecerlo y discutirlo más despacio.

—En todo caso yo soy…

—Usted es Felipe. Un Felipe más. Y usted es un tipo que va a dejar de serlo dentro de algunas horas. O minutos, quién sabe. Pero es seguro que no verá la luz de mañana. ¿Me entiende? ¿O lo quiere más claro? No verá el amanecer. Quizá no vea tampoco el atardecer de este día. No se extrañe. Tal vez usted no se ha enterado aún de que sólo nació para lo que vamos a hacer un poco más tarde con una capsulita de plomo que pesa unas tres onzas. Usted, con sus nombres longicuos. Es una expresión nueva: nombres longicuos de los que se hace a veces un uso frecuente y ridículo en nuestro hermoso país. Y mirando un papel que Paquita había dejado en la mesa leyó:

—Usted es don Felipe Conrado de la Calatrava y Nogales de la Vega del Turia según su tarjeta y ha tenido siempre empleos falsos, es decir honorablemente innecesarios y vitalmente inútiles toda su vida de cuarenta y cuatro años.

—Perdón, cuarenta y cinco.

—No es preciso que rectifique. Usted no es ya sino ese nombre longicuo que va a ser en el otro mundo (si lo hay) la irrisión de todos los ciudadanos que lo preceden…

—Yo no creo en los predecesores, señor.

—Va usted a creer en eso dentro de poco.

—No puedo concebirlo, señor. Yo nací para antecedente.

—A mí no me llame usted otra vez señor. Un hombre que ha recibido cinco balazos y no ha muerto y no tiene odio a sus enemigos ni pretende que éstos dejen de serlo no es un señor. Soy un animal que trata de ser un ente, es decir de reintegrarse con patada y beso, oración y blasfemia, suspiro y tos de fumador. El que es un señor es usted. Un señor cuya ridiculez comienza con sus nombres y después con sus supuestas aspiraciones al amor de una mujer como Paquita.

—Le juro que esa señora…

Vares tosió un poco y siguió:

—Tampoco ella es una señora. Ella es un simple juguete de la eternidad como yo, pero mientras el juego dura somos un hombre y una mujer. Y usted es un besugo que se deja pescar sin cebo, porque suponer que a Paquita puede engullírsela usted es algo que me desencajaría las mandíbulas de risa si yo fuera capaz de reír y de tomar en serio sus pretensiones. Usted es una especie de supergato capado que anda por ahí llamándose a sí mismo señor de tantos y cuantos y de la Ría del Turia y la Villacampa del Cierzo de Castrourdiales o cosa parecida. Usted es un supergato que mea y defeca avergonzado y placentero y duerme y sueña consigo mismo, con su grandeza siendo pequeño, con su honor siendo un modelo de mentecatez. ¡Honor! ¿Qué es el honor? ¿Puede usted definirlo? ¿Qué color tiene?

—Dorado en mi familia si me permite. Y sin deseos de faltar.

—Ricos, ¿eh? Pues no le va a valer porque éste es ahora el momento de los candidatos a la eternidad, o mejor dicho a los estadios de la verdad, como diría usted. Ricos admirables he conocido yo, pero el color de la verdad de usted cambia constantemente: se hace amarillento, rojo-ladrillo, malva, blanco de zinc, en cada minuto. Porque la ve llegar, ¿eh? La ve llegar a la verdad disfrazada y nunca pudo imaginar que se atreviera con un señor como usted: don Felipe de las secreciones génito-urinarias y de los sueños de erectomanía putesca. ¿Qué grandeza? Aquí no hay más grandeza que la dosis de ella que me he ganado con los cinco balazos y no me presento entero porque soy sólo la mitad de una grandeza genuina. La otra mitad se la quedaron ellos, ustedes, sí.

Yo creó que usted está pensando en Paquita cuando habla de la otra mitad.

No, a ella le basta con ser sí misma.

Es que el amor…

Eso no es más que una ilusión de gente como usted.

Perdone, pero en mi caso el amor me da goces superiores a la vida y a la muerte porque durante medio minuto yo estoy fuera de la muerte y de la vida como debe estar permanentemente ese dios mío en el cual creo. Ella, la mujer que amo, es la otra mitad de mí mismo. Usted dirá que no es inteligente de mi parte hablar así…

—No. Es estúpido. Usted va a vivir no más (ir tres horas y no tendrá la oportunidad de hablar con nadie ni siquiera con su verdugo. Uno de los cinco balazos me atravesó por aquí, sobre la rabadilla más o menos uretrotesteprostaticular y me ha dejado una excelente lesión muy ventajosa porque el orgasmo dura en mí doble que en usted: más de un minuto por no sé qué razones biológicas. Lo tengo cronometrado. Pero eso es otra cosa. El amor no existe. ¿Eh? ¿Ahora se pone otra vez amarillo? ¿Por lo que dije antes del verdugo? ¿Cuánto le dura a usted el orgasmo cuando se masturba? Porque ustedes los Calatrava de la Vega del Turia o del Turbión suelen masturbarse. ¿Hay algo más hermoso que ustedes mismos? Se miran al espejo desnudos y no pueden remediarlo.

—Yo le juro, señor…

Vares le arrojó un tintero a la cara aunque no era hombre de violencias menores como aquélla, y la tinta le hacía llorar un ojo a Felipe y guiñar el otro. Los ácidos le irritaban.

—Eso esperaba —dijo Vares—, que comenzara usted a llorar aunque sea el suyo un llanto químico y no como yo quería. Tal vez llore cuando se vea con el revólver delante de las narices, ¿verdad? No se preocupe, que no lo verá. No lo verá nunca, mi revólver. Sólo lo vemos mi sombra y yo. Una sombra sin nombre. Una sombra debajo del suelo y encima del cielo.

Así le hablaba Vares.

La vida es curiosa. Algunos años más tarde había de escribirme un poeta desde una cárcel de Berlín, un buen poeta llamado Peter-Paul zahl que estaba preso no sé por qué, diciendo:

…Todavía no he muerto,

pero he encontrado ya

muchos que pensaban que vivieron

y estaban casi muertos

y se marcharon juntos

y otros tengo, testigos

que llevan un año y más

debajo de la tierra

y todavía bailan, circulares

alrededor de obras gentes.

Vares decía: «Alrededor de mi nombre». Pensando en los germanófilos desaforados que bombardeaban Madrid. A Vares en aquel momento le sucedía algo parecido, pero al revés. Había conocido bastante gente que estaba bajo tierra bailando alrededor de otros todavía vivos como él. Pero bailaban rigodones cortesanos y faltaban parejas. Había que aumentar el número de galanes muertos. Y allí estaba Felipe dispuesto sin saberlo a incorporarse y a bailar al son de la chuflaina de los probables futuros vencedores. Aunque verdaderos vencedores no los hay nunca en la tierra sino debajo de ella.

Cayó Felipe como los demás, es decir con un poco más de retórica, porque estuvo hablan(lo hasta el último instante.

Tuvo Vares un asomo de piedad, lo que por (in lado le extrañó y le enojó y por otro creyó que tenía derecho a entenderlo es decir a interpretarlo como un síntoma de curación. De reintegración.

La famosa reintegración.

Pero esta última sugestión no duró mucho. Y volvió a burlarse de sí mismo. Había estado a punto de compadecerse de Felipe. ¡Qué les parece a ustedes!

Pasaban los días.

Había logrado Vares «ejecutar» más de diez pero no los adecuados para que pagaran la deuda de Guadarrama. De éstos, es decir los franca y obviamente fascistas, sólo había matado a cuatro. Y uno de ellos lo había ejecutado Paquita, lo que le dejaba a él con cierto sentimiento de frustración.

Paquita le dijo un día:

—¿No cree tú que ya son bahtante?

—No. No.

—Pero, Vares…

—La primera función placentera del ser humano cuando viene a la vida tú sabes cuál es. ¿O es que eres sorda? Renunciar al asesinato es renunciar a la vida, como hacían los brahmanes en oriente y los místicos en occidente. Yo no soy lo uno ni lo otro. Hasta las leyes humanas y divinas que castigan el asesinato lo practican. Las leyes, con la pena de muerte y la horca. La Iglesia, con las hogueras de la Inquisición y los cientos de millones que el Vaticano tiene invertidos en industrias de guerra. ¿Lo quieres más claro?

Paquita se quedaba reflexionando:

—Somos —decía, tristemente— peores que los animales.

—No. También ellos cultivan el asesinato a pesar de lo que han dicho algunos premios Nobel como Konrad Lorenz. Hay docenas de especies que asesinan a su propia gente. Los naturalistas han identificado docenas de especies que se matan entre sí, incluidos los leones, los hipopótamos, los osos, los lobos, las hienas, las gaviotas de gracioso vuelo y más de quince tipos de antropoides, es decir de monos. Lo curioso es que el descubrimiento lo han hecho con los monos «sagrados» de la India. Eso de que sólo matan para comer es un cuento de idealistas babiecas. Matan por todo, por capricho y especialmente por ambición que podríamos llamar política (erigirse en jefes de la horda) y sobre todo por la hembra, es decir por todas las hembras, ya que cono no tienen leyes escritas la poligamia es la ley universal. También entre los hombres, pero a escondidas y un poco más cobardemente. En el campo de la política, es decir en el predominio de un primate macho que quiere hacer bailar a sus inmediatos inferiores para divertirse con la evidencia de su poder como hacía Stalin con sus ministros, hemos matado en España los de un lado y del otro más de medio millón de primates sin cola o con la cola reabsorbida y digo re porque otras veces había sucedido que la perdieran como ahora los blue nose baboons y la han recuperado poco a poco. Somos en eso iguales que ellos. Es decir no iguales sino bastante peores porque nos ayuda la imaginación y ésta se equivoca, y pagan justos por pecadores. O nos hacen ver tocinos donde no hay estacas o, al revés, gigantes donde sólo hay molinos. Estamos entregados a la verbena de los asesinos. Aquí es la verbena y en el otro lado la romería. Allí los moros llevan el escapulario de Santiago y decapitan cristianos. Aquí los cristianos se hacen bolcheviques para justificar el asesinato con el materialismo dialéctico. Entretanto el sol sale todos los días y la luna casi todas las noches.

—Pero los animales —dijo Paquita— matan sólo por conquistar su hembra. Por amor.

Puso Vares los ojos en blanco:

—Ya apareció el peine. ¡Tú llamas amor al contacto de dos membranas con un falo! ¿No ves tú que hasta las palabras hembra y hambre se corresponden? —dijo él en broma.

—¡Hijo, qué cosas dise!

Lo de siempre. Vares concluyó:

—La violencia con hembra o con hambre rige el universo. Llámale amor si quieres. La palabra es lo de menos y se ha inventado para ocultar o confundir la verdad. La civilización comenzó con el hombre caminando a cuatro manos entre los arbustos con el cuchillo entre los dientes. Ahora tenemos la ametralladora, el morterito de la bomba con espoleta y aletas de dirección y el glorioso avión de bombardeo o de caza. Cuestión de eliminar o disminuir el esfuerzo y aumentar la producción. Todos somos —¿te enteras de una vez?— hijos de asesinos y vivimos y caminamos sobre una tierra que está formada por los huesos pulverizados de cientos de miles de millones de nuestras víctimas del pasado. Asesinos, eso somos y seremos siempre: asesinos. Tú también, que pareces toda remilgos y coqueterías y dulces meneos. Tú has matado gente y, recordándolo, tal vez has tenido por la noche mi orgasmo más hondo y largo conmigo… O quién sabe con quién. No, si yo no te culpo. Me parece natural aunque no lógico. Y yo he preferido siempre lo natural a lo lógico también. En lo lógico nos engañamos todos. En lo natural no se engaña nadie.

—¿Lo del id y el ego todavía? ¡Vaya lata!

—Llámalo como quieras, pero calla y obedece. La bestia es la que decide y el hombre ayudado por lo que llama su «razón» hace la decisión más refinada, más extensa y duradera y más cruel, de modo que manos a la tarea.

Hubo un silencio y Vares llamó en la dirección de la antesala:

—¡El próximo!

Resultó que no había nadie. Miró Vares a Paquita con un gesto de acusación y ella dijo, tratando de protestar:

—Hijo, yo sola no puedo traerte un tío cada día.

—No eres tú sola. Sois varias, pero procuro que no os conozcáis unas a otras.

Entonse —dijo ella protestando— puede susedé que una de nosotras traiga a otra aquí y le den pasaporte sin comerlo ni beberlo.

—No. Hay contraseñas como la tuya del lacito malva. Aunque menos graciosas. Y ninguna de ellas se ha cortado con una tijerita de plata el vello del pubis, como tú.

—Yo no he dicho que la tijera fuera de plata.

—No. Lo he dicho yo. En esos cuentos las tijeritas son siempre de plata.

—Ya veo. Ahora vas a ir publicándolo por ahí. A veces me dan ganas de estrangularte.

—Tus manitas no bastan. Tienes los músculos de las manos menos fuertes que yo los del cuello. No bastan.

—¿Quieres desí?

—Que los tuyos son musculitos. Como éstos. Y le dio una palmada cariñosa en el trasero.

Ella casi le dio las gracias y las amistades quedaron restablecidas.

Con sus ids y sus egos.

Entonces resultó que había «uno» en la antesala. «Uno» presumiendo con las mecanógrafas, quienes lo escuchaban con ironía. Les contaba cosas raras sospechando quizá que estaba en terreno resbaladizo. Les decía que él no se metía en cosas políticas, pero que no pudiendo tener un rey —había sido monárquico toda su vida— le gustaban las tendencias comunistas porque tenían seguro bajo el pie al proletariado y no le permitían huelgas ni libertades de ninguna clase. La desorientación de aquel chico era completa. Paquita no había intervenido en aquello y según solía suceder los casos que no eran «de ella» le inspiraban lástima y trataba de ayudar al supuesto reo.

En aquel caso se llevó una sorpresa. El reo no quería ayuda.

—Yo lo que querría —decía— es un bolchevismo con iglesia. Incluso con inquisición.

Oyéndolo hablar recordaba Vares que uno de los que lo fusilaron llevaba la boina roja de los requetés y que tal vez aquellos llamados requetés eran dados a pensar de la misma manera. Un bolchevismo con inquisición. No sabía por qué tener delante un caso de aquellos le gustaba a Vares.

—¡Pero si es un niño! —decía Paquita.

Vares la hizo salir de la oficina y llamó a otra por teléfono. Aquella nueva agente femenina era lo contrario de Paquita. Descuidada de apariencia, pero con un cuerpo apetitoso y una mala sangre infernal. Odiaba a todos los hombres sin saber por qué. Por el simple hecho de serlo.

Cuando sacaron a Paquita de la oficina, lo que quería decir que sin lacito malva no era necesario, se sentía deprimida. Puesta a ser criminal quería serlo del todo y a conciencia. «Ya que ese bruto de Vares cree que una vez nacidos es inevitable».

Salió Paquita bromeando con dos milicianos. Uno de ellos era campesino y decía de una mecanógrafa abundante de pecho que era «pechugona». El otro miliciano, estudiante de Filosofía y Letras, había leído a Hegel y llamaba a la otra secretaria —que era lo contrario— la Sintética.

Aquel «reo» al sentirse en peligro tuvo una reacción insospechable y quería ser más peligroso de lo que era, realmente. Inventaba actos que no habían sucedido y delitos que no había cometido.

Se acusó a sí mismo de haber matado milicianos, de haber quemado la bandera republicana y de haber robado los fondos de un Ateneo Libertario. Su ignorancia en materia de sociología era notable. Creía que los ateneos libertarios eran bolcheviques.

Resultó ser un seminarista en el último año de la carrera, con ínfulas de mártir. Así le dijo Vares: «ínfulas de mártir», lo que tenía cierta gracia. Como no pudo probar los crímenes que a sí mismo se atribuía, Vares lo envió a los tribunales ordinarios y legales sin acusación concreta. Allá ellos, si querían averiguar.

Pero antes había dicho algo contra los bolcheviques que quizás iba a costarle caro más tarde.

Algunos días Vares olvidaba los riesgos que lo rodeaban y se abandonaba, confiado. Era agradable no pensar ni esperar ni temer. Una atonía gustosa.

Luego, a solas, pensaba:

«Tal vez si hubiera estado aquí Paquita lo habríamos apiolado a ese seminarista. Ella misma quizá con su pistolita de plata y de nácar».

Porque a él comenzaba a fatigarle aquel trabajo.