X. El mastuerzo del malentendido

Pues sí. Así son las cosas. Un mastuerzo es mi mastuerzo y no hay otra palabra. Es un hombre con corazón de esparto y cabeza de sarrio que a veces se pone bravisco y alza el bramido y las patas delanteras. Entonces alguien le da un estacazo. Luego dice que fue mi malentendido.

Y en tiempos de guerra civil, como la moda está en disentir, anda el mastuerzo con los calzones mojados por ahí chupando una pipa vacía y tratando de conspirar política, militar o religiosamente e incluso eróticamente. Porque con el relajo de todas las cosas también había nuevas posibilidades en las alcobas prohibidas. Este mastuerzo —no es necesario decir su nombre— se dio cierta cuenta de que conspirar estaba de moda. Y allí lo atrapó Paquita, en un cine. Él la miraba a ella y ella miraba a la pantalla. En la película aparecía un conde. Un conde francés representado por un tal Boyard. Y cada vez que aparecía el conde, Paquita se sentía regocijada y a la vez halagada.

Lo mostraba escotolándose (así dirían en Aragón), es decir, estremeciéndose placenteramente y graciosamente dentro de su ropa como si se rascara con ella. Y al mismo tiempo murmuraba:

—Eso es vivir y no como ahora, que todo es proletariado y checas.

Eso decía entre dientes.

El de al lado —el mastuerzo— le agarró el brazo como si quisiera apresarla y al principio ella creyó que se trataba de un policía y que iba a ser arrestada. Se disponía a mostrar sus credenciales cuando se acabó la película y encendieron la luz.

Al mirarlo a la cara vio Paquita que su vecino era ese mastuerzo del que hablaba. Se dirá: ¿Es que es posible conocer a un mastuerzo a primera vista?

¡Pues no ha de ser! Sobre todo cuando la apariencia no sólo es verdad sino afectación (doblemente aparente) y además subrayada por la seducción erótica. Porque los mastuerzos suelen tener suerte con las chicas que admiran a los condes. Y cuando ven una, mueven la oreja izquierda de abajo arriba.

Todo es así en la vida. Paquita cerró su bolso —que había abierto para mostrar las credenciales— de veras asustada, porque había estado a punto de cometer una pifia de las gordas. Y al mirarlo vio que era del género de los acantopterigios. Tenía perfil de atún y espina dorsal irregular con altos y bajos como la iguana, que a veces rozaban ruidosamente contra el respaldo del asiento. Ese ruido lo producía con los botones traseros de una chaqueta de estilo viejo parecida al chaqué francés.

Nunca había encontrado Paquita un acantopterigio, aunque sabía que los había desde que era niña, en la escuela. Aunque más marítimos que terrestres.

Y aquél era de veras un héroe dentro de lo que cabe entre los mastuerzos, porque todo tiene su categoría y es clasificable. Los acantopterigios suelen fornicar de pie detrás de las puertas de los corrales con las pobres sirvientas huérfanas.

«Horrendo», pensaba Paquita.

Pero lo peor era lo que decía el del chaqué:

«Pienso como usted. Estos hijos de la cerda triquinosa que mandan ahora merecen lo que van a tener. Vamos a arrancarles la piel a tiras. Van a torearlos como han hecho en Badajoz, según tengo entendido, y picarlos y banderillearlos como cornúpetas. A otros los van descuartizar, pero no con cuatro caballos tirando de cada pata y de cada brazo hasta arrancárselos. No merecen tanto honor. Los que tirarán serán mulos o burros. Cuatro burros, creo. Será cosa no sólo de justicia sino de risa».

Esas cosas y otras parecidas decía. Después, para inspirar compasión a Paquita le dijo que era un hombre que no había querido de veras a ninguna mujer porque había estado toda la vida enamorado de su madre y bueno, ella comprendía. Ninguna mujer de las que tuvo era comparable. Sin embargo a Paquita la llenaba de elogios entusiastas y le besó la mano y el brazo desnudos sin que ella protestara y hasta quiso llevarla —lo dijo con expresiones de veras tímidas— a una casa de citas. Era casto, pero súbitamente enloquecido —así decía— por una especie de impulso nuevo e irresistible.

Paquita le dijo prudentemente que aquella casa era demasiado conocida y ella tenía marido y necesitaba disimular. Su marido estaba en el frente, muy contra su voluntad, el pobre. Sabía ella de otra casa de citas mejor y allí todo sucedería de una manera prudente y desapercibida.

El mastuerzo se sentía jubiloso y feliz. Ella le mostró una tarjeta con las señales misteriosas de la red H-B (conspiración anti-frente popular) y él rio diciendo que los asturianos habían inventado la enseña H-P (hijos del pueblo) que se interpretaba siempre como hijos de puta. En cambio al interpretar las iniciales de ella decía hijos de la venganza. Como se ve no estaba muy fuerte en ortografía. H-B (hijos de la benganza).

Paquita le dijo:

—Pero yo no voy con usted a ninguna parte si no me demuestra con documentos y sobre todo con consignas secretas y nombres de centuriones clandestinos que es realmente de los nuestros. Comprenderá que me juego la cabeza.

Y el mastuerzo cayó en el lazo o fingió caer. Le dijo los nombres de dos centuriones clandestinos que tenían listas en las cuales figuraban él y otros muchos como él fieles a la usa y también había nombres y direcciones de enemigos a quienes esperaban liquidar, una vez acabada la guerra. Todo era mentira. Repetía con entusiasmo:

—Miles, miles de ellos caerán después de la victoria, que yo sé quién tiene las listas y las direcciones.

Seguía mintiendo aunque proféticamente porque después de la derrota del pueblo español hubo años en los que sacaron de la cárcel diecisiete mil individuos para fusilarlos sólo por el placer del asesinato impune. (Que al fin parece que es realmente un placer).

Tenía el mastuerzo nariz de águila, pero sólo la nariz. Era un ave de corral. Y aunque se las daba de gallo era más bien un gallino. Porque además de gallinas hay gallinos.

Tal vez en sus horas libres era un marica.

Todas estas cosas pensaba la angelical Paquita al salir del cine y a pesar de la amorosa impaciencia del mastuerzo. Como siempre iba sonsacándole informes por el camino y llevándolo a la «casa de citas» más secreta que era la de las citas con la comadre Sebastiana, la de las tibias cruzadas bajo la calavera, la madrina de Vares.

Del Superviviente.

Ya he dicho que era un mastuerzo muy raro. Aunque todo el mundo es raro, a veces. Lo más raro de todo es que los cuatro mil millones de seres humanos que hay en el mundo sean tan diferentes y raros uno por uno. ¿Qué genio maravilloso ha hecho que todo eso sea posible?

¡Qué gran artista, qué prodigio! ¡Haber llenado el gran museo del mundo con tanta obra maestra, siempre diferente! Sólo coincidían en aquel deseo de acabar con el vecino.

Aquel acantopterigio era un tipo sin igual. Todo se convertía en querer tocar alguna parte del cuerpo de Paquita y ella evitaba sus manos porque era un tipo del todo repugnante. El deseo amoroso le daba, además del perfil acantopterigio, una calidad inesperada de paquidermo.

Hasta que llegaron a la oficina de Vares, por la calle, la llevaba él cogida por la cintura y ella se separaba de vez en cuando diciendo: «¡Mi marido puede vernos!».

—¿No está en el frente? —Pero a veces viene al cuartel general.

—No hay nadie en la calle decía él, obtuso.

—A veces pasan coches con milicianos. Cobardes milicianos, mal rayo los parta.

—Por mí que los parta, es verdad. Pero cobardes no lo son. A cada cual lo suyo.

Cuando entraron en la casa donde Vares tenía sus oficinas, que eran la planta baja de un palacio requisado, con blasones en la puerta, el mastuerzo se extrañó un poco. Paquita explicó:

—Fue requisado este palacio por la Gravina.

—¿Quién es la Gravina?

—¿No la conoces? La reina de las… de las… cortesanas. Digo, en Madrid.

Eso de que en lugar de putas dijera cortesanas le pareció encantador al mastuerzo; pero lo curioso era que aquella víctima no tenía nada de facha sino que era un hombre del pueblo, republicano clásico, socialista, quizás anarquista. En el cine creyó que ella era una hija de la aristocracia, y siendo además una niña encantadora lo fascinó y ya se sabe: el sexo es más fuerte que las convicciones. Se fingió enemigo de los que defendían Madrid. Dio un nombre y una consigna falsos. Nombres falsos también de centuriones. Dijo estúpidamente que era dos veces viudo. Estaba dispuesto a dar la vida —y la dio por fin— por aquella mujer que debía producir deleites milagrosos y jamás imaginados. Sólo había que verla sonreír con sus ojos limpios de nena de doce años y oír su acento malagueño y besar sus manitas de cera perfumada. Todo aquello lo habían transtornado, al mastuerzo. Y cuando estuvo delante de Vares comenzó a decirle a Paquita:

—¿Es este caballero el que cobra por la habitación?

Paquita le dijo que sí, pero igual que otras veces se había puesto el lacito malva en el pecho y Vares no tenía la menor duda. El mastuerzo no contestaba a las preguntas sino que miraba a Paquita en éxtasis y repetía: «¿Vamos?». Luego repetía una y otra vez: «¿Qué cuarto nos da? Pagaré lo que sea». Añadía que más tarde debía acudir a una reunión de fascistas, una reunión clandestina, claro. Lo decía en voz baja y misteriosa. Es decir, lo inventaba. Seguía creyendo que aquella casa de citas, sin dejar de serlo, era también un lugar de conspiración y que Vares era a juzgar por su apariencia uno de los jefes más importantes. Todo esto parece mentira siendo como era el mastuerzo un entusiasta militante y miembro de una brigada de fortificaciones.

Pero no le valió. No estaba bastante fortificado, él mismo, contra Paquita.

Dio su vida por su id, como dijo después Vares con la cabeza entre las manos. Le parecía estúpidamente natural. Cualquier otro hombre habría hecho lo mismo en su caso con los ganglios encendidos. Y los aviones zumbando en el aire.

Pero, una vez consumado todo, pensó que no debería repetirse aquello y que había que obtener informes más seguros y completos sobre las posibles víctimas. Paquita se enteró también de todo cuando no tenía remedio y no sabía qué pensar. Se lo dijo a Vares y éste le dio la razón.

Es estúpido que todavía haya gente que dé la vida por una pasión amorosa. Además, esa vida no nos interesa. No me sirve para nada.

—Yo sólo podía ser para el mastuerzo un capricho —decía ella—. Acababa de conocerme.

—Un capricho, claro. ¿Qué otra cosa puede ser la vida entera para algunos sino un capricho? ¿Un capricho lleno de cabritos brincadores a los que les van naciendo al mismo tiempo y poco a poco los testículos y los cuernos? Un capricho maravilloso sin duda para algunos, porque no saben mirarlo ni por lo tanto verlo como es. No han aprendido aún.

Ese hombre —decía ella, preocupada— ha lado la vida por mí.

—¿No morirías tú por mí, también? —preguntó Vares burlón arriesgando algo.

Ella vaciló un momento. Se veía que pensaba en otra cosa. Repitió sus palabras Vares y ella dijo, un poco sobresaltada:

—Claro que sí, mi amor.

La contempló un momento, Vares, y murmuró:

—¡Valiente estupidez! ¡Tal vez es necesario que lo fusilen a uno para entender las cosas tal como son!

Miró Vares a Paquita con cierta sorna y dijo en voz baja y haciendo rayas con un lápiz en un papel:

—Yo no la daría en modo alguno por ti, hermosa. Y sin embargo ya que estás tan dispuesta y por otra parte a mí me interesa tan poco seguir bailando alrededor de mí mismo, te voy a hacer una proposición rara y difícil. Y un poco humorística: en cuanto haya caído el facha número veinticinco, ¿quieres que nos matemos juntos?

—Solamente falta uno, porque ya van veinticuatro —reflexionaba ella, temblorosa.

—No, no. El último no cuenta porque era un idiota enamorado de ti que pensaba conquistarte haciéndose pasar por lo que no era.

Así pues, faltan todavía dos.

Aunque aquello parecía aliviarla un poco ella abría grandes ojos con una sombra de miedo. Pensaba en el tiro sobre el corazón y palidecía. A pesar de todo se atrevió a decir:

—Pues yo… si es con esas capsulitas que la anestesian a una…

Rio Vares burlándose de ella —era la segunda vez que reía desde que lo fusilaron— y dijo:

—No te asustes. Era una broma.

—¿De veras?

—¿Pues qué otra cosa puede ser? Una broma estúpida.

Ella suspiró súbitamente tranquila y exclamó al estilo ceceante malagueño:

—¡Ozú! ¡Qué bromitas las tuyas!

Tal vez ahora el hecho de que fuera una broma la decepcionaba.

Vares estaba cambiando desde hacía algunas semanas. A veces pensaba Paquita que ya no era un antifascista, sino un monstruo. Un verdadero asesino enemigo de la humanidad. Sin embargo ella por lealtad seguía llevándole presuntos culpables. Algunos muy raros como hemos visto.

Porque no todos los reos que llevaba Paquita eran seres normales. Tampoco digo que fueran anormales en el mal sentido, sino tal vez solo en el sentido pintoresco, es decir lo que ella llamaba «locatis». A veces no eran siquiera reales ni verdaderos.

Así llevó un día a un tipo que andaba por Madrid protestando contra los «paseos en la Casa de Campo». Es decir en todas partes. Y hacía falta valor, de veras, para conducirse así en aquellos días. Cuando llegó ante la mesa de Vares serio y solemne aunque sin arrogancia, preguntó:

—¿Puedo sentarme?

Afirmó Vares y el nuevo cliente, que parecía educado y culto, bajó un poco la voz para decir, con la mayor naturalidad: «Lo que sucede estos días alrededor de mí me ha cambiado la naturaleza y me obliga por vez primera a confesar mi verdadera personalidad. Soy de origen árabe y me llamo Cide Hamete Benengelí».

Arrugaba el entrecejo Vares para advertir:

—¿El del Quijote?

—El mismo. Los tontos más o menos profesorales con toda su cultura orientada hacia el francés y el alemán ignoran que Benengelí quiere decir en árabe «hijo del ciervo».

—¿Cervantes?

Eso es, y usted no vaya a pensar que estoy loco. Cada uno es otro anterior, y en situaciones, como la que estamos viviendo ahora y que en España no se han dado en más de veinte siglos a veces nuestros antecesores aparecen en la superficie de la realidad. Heme aquí, por ejemplo. Como le digo yo soy Cide Hamete Benengelí.

—¿Quiere decir Miguel de Cervantes?

—Y Saavedra, señor.

—Pero…

—No se extrañe. El tiempo es una invención muy fácil y muy inferior a la del arte. Podemos adelantarlo o atrasarlo como un reloj. Se levantó y alargó la mano haciendo su presentación formal:

—Cide Hamete Benengelí.

—Vares.

Él no quiso dar su apellido y Benengelí no se incomodó. Suponía que debía de haber alguna razón.

Y así como otros reos se habían callado éste se sintió muy locuaz: «No sé por qué me han arrestado. Tal vez porque voy protestando contra todo lo que veo. ¿Españoles matando españoles? ¿Por qué? ¿Militares viviendo del pueblo y matando gentes del pueblo con armas que el pueblo ha puesto en sus manos?

¡Pura locura, señor! Si es por protestar por lo que arrestan a la gente, ustedes padecen esa misma locura de los militares sublevados. En todo caso usted es más inteligente y quiero decirle un secreto, si me lo permite. Quiero decirle cómo nació un libro titulado Don Quijote. ¿Lo ha leído usted? ¿Sí? Tanto mejor. Pues bien don Quijote soy yo mismo. Sí, Miguel de Cervantes. Claro es que a mí no me fusilaron como a usted».

Observó Vares en aquel momento la nariz Aguileña del detenido, su pelo rubio-gris, la barba puntiaguda, las mejillas un poco hundidas, los labios saledizos. Todo respondía muy bien a la imagen que conocemos de Cervantes.

—Voy a decirle cómo nació don Quijote, porque nadie lo sabe o al menos nadie lo ha escrito que yo sepa. Don Quijote, como digo, soy yo mismo y nació en los llamados «baños le Argel» durante los años que estuve allí prisionero de los árabes. Ellos creían que yo era un príncipe porque llevaba una carta de Don Juan de Austria para su hermano el rey Don Felipe. Y al principio me trataban como tal príncipe y a veces yo llegaba a creer que lo era. No me disgustaba. Y me conducía con la nobleza de mi condición. Debía ser un caballero sin reproche. Y cada vez que sucedió un desaguisado en la prisión y alguien iba a ser castigado y a perder la cabeza de un golpe de cimitarra salía yo y me hacía responsable único de aquel delito. Fueron varias ocasiones. Intentos de sublevación, de fuga, hasta conspiraciones para matar a Mohamed Abdel-Kebir que era quien mandaba en todo aquello. Pues bien, yo me declaraba responsable de todo y le aseguro a usted que no lo hacía porque creyera que mi condición de príncipe me iba a salvar, y que los árabes esperaban obtener una buena recompensa con mi rescate. No. Pronto llegó el día en que mi hermano, que estaba allí conmigo, fue liberado por los frailes trinitarios y lo que pagaron por él fue una miseria. Allí descubrieron que yo no era tampoco nadie. Y por lo tanto no les prometía dinero alguno mi liberación. Los trinitarios no pagarían por mí más de lo que habían pagado por mi hermano. Quiero decir con todo esto que no me consideraba inmune delante de la justicia árabe y que el hacha que había cortado otras cabezas podía cortar la mía también. Es decir, la cimitarra, porque allí no hacen uso del hacha. La cimitarra curvada como un gajo de luna. Arriesgué la vida en seis ocasiones memorables. Pero lo curioso es que aquellos individuos a quienes yo salvaba declarándome culpable no sólo no me lo agradecían sino que trataban de ponerme en ridículo de las maneras más ofensivas. Yo llegué a acostumbrarme y a tomarlo a broma y seguí hasta el fin haciendo lo mismo. Es decir que mientras estuve en Argel sólo cayeron dos o tres españoles por delitos obviamente intransferibles (yo no podía atribuírmelos) y salvé la vida de algunos centenares de compatriotas. Pero, como digo, si entre ellos había alguno que me lo agradecía, al estilo de la moda cabelleresca de entonces, la mayoría buscaban oportunidades para vejarme de la manera más grotesca. Allí aprendí a comprender a los hombres y a negarme poco a poco a la ofensa. Llegué incluso a desprenderme de mí mismo y a poderme reír del otro Benengelí, aunque parezca raro.

—De Cervantes.

—Eso es. De otra manera no habría podido vivir una semana más. Éramos dos personas diferentes y un solo mongoloide verdadero.

—Hombre…

—No, no. Sin desdoro para mí. Eso me permitió dar vida al Quijote. Porque el otro yo era don Quijote de la Mancha, el caballero andante que ha recorrido a pie o a caballo todos los territorios de este vasto planeta. Y burlándome de mí mismo, ataqué molinos de viento creyendo que eran gigantes, liberé galeotes creyendo que eran seres humanos que merecían piedad y justicia, amé a Dulcinea en una campesina que Sancho conocía por el nombre de Aldonza Lorenzo y a veces soñé conmigo mismo velando las armas, comiendo en casa de los duques, atacando ejércitos imaginarios y viendo cómo los follones malandrines y los vestiglos querían cambiarme la realidad de las cosas a mi alrededor y disfrazarme a mí mismo. Complicada es la vida, señor mío. Usted lo sabe sin duda lo mismo que yo. Deshice entuertos, maté incluso algún guardia de la Santa Hermandad, me dejé halagar de pícaros y de monos adivinos, fui huésped de caballeros de verdes gabanes y escuché poemas y elogié glosas rimadas. En casa de los duques de Villahermosa pasé algunas semanas inolvidables y fui siempre desde el principio al fin heroico y ridículo, sublime y despreciable, dramático y risible, más que humano y casi divino, menos que humano y casi satánico. En fin lo que somos todos y nadie quiere confesar ni aceptar. Yo me había jugado la vida en Lepanto y ésa es una experiencia que hace a los buenos mejores y a los malos intolerables y dañinos. Al volver a España y ver cómo se negaban a oírme, y en la corte y entre la gente del pueblo querían burlarse de mí o al menos evitarme, tuve que llenarme de paciencia, tragarme la bilis que me subía del estómago y aprender a amar a los hombres tales como Dios los hizo: estúpidos, inteligentes, geniales, bufonescos, monstruosos, cobardes, valientes por miedo o por vanidad, soñadores ridículos y traidores venenosos. Me convencí ya viejo de que merecían amor y escribí la historia de don Quijote, es decir la vida secreta mía en la cual me retraté de cuerpo entero. Ahora envíeme usted a los sótanos y me evitará el seguir viviendo entre monstruos, que aunque lo sean por verse obligados a restablecer alguna clase de justicia, no lo son menos.

En aquel entonces entraba Paquita en la sala y al ver que Vares estaba solo y con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados en la mesa preguntó en voz baja:

—¿Duermes?

Se sobresaltó Vares y al ver a Paquita con el lacito malva en el pecho gritó:

—No, a éste, no.

—¿A quién?

Porque no había nadie más en la sala. Todo aquello de Benengelí lo había soñado Vares. Pero no quiso explicárselo. A mí me lo contó un día, a solas, sabiendo que me interesa la literatura.

—¿Qué te pasa? —preguntaba Paquita intrigada.

—¿Y a ti qué te importa lo que a mí me pase?

—Pero es que cuando entré…

Vares estaba de mal humor como solemos estar cuando despertamos y gritó:

—Cállate, vieja puta, que nadie te pregunta nada.

Ella decidió tomarlo a broma:

—Lo de vieja no es sierto, queridito. Al menos todavía. Y en cuanto a lo otro…

—Bueno, perdona, pero déjame en paz.

Por la puerta de las secretarias asomaba la pechugona.