III. La heroína
Un día encontré a Vares en mi puesto de mando. Vino a verme al cuartel de la Moncloa. Le pregunté dónde estaba la heroína (Paquita). Yo decía eso de la heroína con doble y aun triple sentido, y él, sin querer contestar, me dijo:
—En este cuartel hay un cerdo de la misma casta de los que intervinieron en lo de Guadarrama: esos que llaman de las JONS.
—¿Estás seguro?
—Y le va a llegar su San Martín. Tú no te has enterado porque no ves más allá de tus narices.
Entonces yo lo insulté llamándolo hijo de una cabra tiñosa. Se lo dije riendo, claro. Él me oía, impasible. Nunca se enfadaba ni reía conmigo. Ni con los demás. Era lo que correspondía a un verdadero SUPERVIVIENTE, así, con mayúscula. Supongo. Superviviente con diez cicatrices y la boca desnivelada. Al parecer por entonces no había matado aún a nadie.
—Envíame a la heroína y ella lo encontrará —le dije.
—¿Qué pretextos puedo poner para mezclarla con esta gente?
—Hay un herido leve, de granada, porque nos tiran a veces morterazos. Envíala con una toca blanca y una crucecita roja en la frente. Tiene buen olfato para los fascistas.
—El olfato no basta. Además la Cruz Roja no permite esos disfraces.
Yo quería molestarlo y le dije que Paquita tenía algo más que unas naricitas de nácar sonrosado. Tenía otras cosas secretas de colores parecidos.
Vares encendió un cigarrillo sin responder. Cuando fumaba, el desnivel de su boca se notaba más. Le molestaron mis palabras y parecía haber tomado una determinación al margen de Paquita y de mí.
A pesar de sus largos silencios y sus ausencias discretas se había hecho una reputación de asesino terriblemente cruel e implacable. Nadie sabía concretamente qué era lo que hacía ni dónde ni cuándo ni cómo, pero su presencia les ponía a algunos los pelos de punta. A mí, no, porque habiéndolo tratado antes de la guerra conocía sus buenas cualidades. Y sabía —repito— que no había matado aún a nadie.
Aunque confieso que a veces olvidaba aquellos tiempos de amistad y veía en él a un tipo nuevo y difícil de definir. Trataba de reconstruirse (después del fusilamiento) por todos los medios. Y sabía que sus enemigos le habían destruido la fe en sí mismo. Esa fe, querámoslo o no, está hecha de capacidades de agresión. Naturalmente, disimuladas. No andaba pegando ni insultando a la gente. No provocaba la discrepancia siquiera, pero el ego muerto debía resucitar. Ese ego es normalmente, según mi amigo, y cuando no hay catástrofes por medio, todo él afirmación. Está formado en cada cual por un grupo de funciones gracias al cual uno es capaz de razonar oportunamente, percibir con la inteligencia práctica, hacer juicios, opinar frente a los demás, almacenar recuerdos y conocimientos, resolver problemas. Era algo como la gerencia o la dirección ejecutiva de la personalidad humana y gracias a sus muchas funciones podemos modificar a veces nuestros impulsos naturales y hacer convenios con todo el mundo, incluso con uno mismo, es decir con la conciencia del superego si la hay (lo que es frecuente) y en general tratar positiva y efectivamente —y eficientemente, también— con la realidad. Ése era —y ustedes perdonen— el ego que le habían roto a Vares.
¿Qué puede hacer uno para levantar todo uso cuando a uno lo fusilan? Porque hay que reconstruirlo o renunciar a vivir. Podía mi amigo hacerse fraile cartujo, pero no tenía vocación para la renuncia ni para refugiarse en lo absoluto. Y con la «persona» destruida —el ego—¿qué hacer?
Simplemente lo que estaba haciendo. Tenía que recurrir a lo único que le quedaba: el oscuro mundo de su inconsciente capaz de actuar. Le habían dejado intacto el odio. Sólo eso. Y lo cultivaba.
Un día hablamos seria e íntimamente y me dijo que lo que estaba haciendo (buscar traidores) era lo mismo que yo escribiendo novelas o un pintor pintando o un músico escribiendo una sinfonía.
Yo no comprendía del todo y Vares añadió con la expresión más grave y noble que se puede imaginar:
—Yo estoy tratando de levantar un verdadero y genuino superviviente que nadie ha conocido nunca y que nunca llegará a conocer nadie más que yo mismo. A partir del odio. ¿Comprendes?
—Es posible, pero yo prefiero el amor.
—Pamplinas, eso es cosa de las mujeres con sus hijos. No hay otro amor. En nosotros no hay más que la violación y la fuga. Además lo mío es otra cosa.
Yo discrepaba, aunque no del todo. La violación y la fuga, de acuerdo. ¿Quién no lo ha hecho alguna vez? Pero hay también el deliquio compartido sin fuga alguna, quedando juntos macho y hembra fatigados del recíproco gozo y dormidos con los labios rozándose todavía y cambiándose los alientos. Y hay también el sentido de la justicia.
Quizá Vares no lo había conocido, eso. Porque habría sido una manera de curarse, también, y de tal modo es verdad que me arrepentí de habérselo aconsejado pensando en Paquita. En esa heroína que químicamente no conozco.
Porque ella es el tipo ideal para reconstruir no importa qué.
Hay una palabra que todos conocemos: idilio.
Siempre que hay un nombre hay un hecho seguro detrás, porque ese nombre se ha formado por la reiteración del hecho durante siglos y milenios: idilio. El idilio.
Yo seguía, como se ve, pensando en Paquita.
En cambio Vares pensaba sólo en sus enemigos del lado contrario de Guadarrama.
No era para menos.
Y se contaban cosas raras de mi amigo. Estaba leyendo Vares libros antiguos sobre la Inquisición para aprender las diferentes maneras de arrancar confesiones por la violencia y al parecer las ponía en práctica. No siempre era Paquita la que conseguía la declaración de culpabilidad. Había tipos amariconados (así decía ella, con su vocecita de cristal, un poco (decepcionada) que resistían a sus miradas oblicuas y a la puntita de la lengua cuando se mojaba los labios.
Incluso el ceceo cachondito, como se dice ahora. También a eso resistían.
Hubo dos o tres tipos recalcitrantes, según ella misma me dijo, pero por el procedimiento simplicísimo de la tortura del agua se rendían. Digo simplicísimo porque consiste en acostarlos en una mesa, oprimirles las narices con una mano y echarles con la otra el agua de un pichel (un chorrito cada vez) cuando abrían la boca para respirar.
A la cuarta o quinta vez, viendo acercarse a la vieja momia de la guadaña lo contaban todo. Y decían innecesariamente los nombres (le otros para tratar de salvar ellos la piel. Sin embargo, Vares renunció a esos procedimientos al comprobar que a veces los sospechosos mentían.
Había que salvar el ego como decía también un estudiante de cura atrapado con una pistola en la mano disparando por la noche desde una ventana contra el cuerpo de guardia de un cuartel de milicias.
No era que aquel individuo hubiera estudiado siquiatría como Vares, pero sabía latín. En España nunca faltan. La verdad es que cada cual defiende ese ego que buenamente se formó en los primeros veinte años de su vida. Y si fue a costa del ego del vecino, no importa. Tanto mejor.
Era lo que hacía el Superviviente con ayuda de Paquita, la heroína (a un tiempo calmante y excitante). Lentamente, porque lleva tiempo y supone faenas complejas reelaborar el yo de un tío fusilado.
¡No es nada que tenga uno que aceptar su propia aniquilación, y una vez aceptada, y por lo tanto lograda más o menos por sus enemigos, ir compensándola poco a poco en la conciencia! Porque la verdad es que casi no queda conciencia en esos casos. Sólo queda odio. Y sobre el odio es difícil edificar algo. Y más difícil reedificarlo.
¡Un ego ensangrentado por diez heridas!
¡No es nada!
Como digo, la heroína le ayudaba, y sin embargo Vares no creía en el amor. Ni Paquita en la maternidad. Se había hecho operar para evitarla. El hecho de que al parir saliera por allí —por un lugar tan pequeñito— un chico con una cabezota enorme no acababa de entenderlo y creía que debía producir una tortura cruel y era, según ella, desde luego, un error de la naturaleza. Sentía verdadero pánico —y desprecio— por la maternidad y cuando algún joven iluso le hablaba de hacerla «la madre de sus hijos» salía corriendo diciéndose: «¿Qué se ha creído ese idiota? En este mundo aburrido no hay más que gente. ¿Y quiere traer más?».
Es cierto que yo nunca llamé heroína a Paquita, al menos en el sentido secretamente químico. Estaba enamorado de ella y con el amor no hay bromas. Pero es verdad que para Vares ella era la heroína que si no cauteriza las heridas ni las cicatriza al menos suaviza el dolor, lo alivia y lo sustituye con el placer, fortalece los nervios y después ayuda a dormir.
Con despertares ocasionales especialmente orgiásticos que también contribuían a hacer más denso el sueño y más fácil el olvido. Sin amor alguno, según decía Vares.
Pero no lograba tranquilizarse, aún, del todo, como se puede suponer.
A veces el Superviviente tomaba notas. No sólo con vistas a la estadística y a la identificación futura si se daba el caso de haber cometido un error, sino también con sus aficiones a la siquiatría y por lo que dije antes del «yo» único, ignorado por los demás y todavía por uno mismo.
Sobre el fascista emboscado en mi cuartel, decía: «Es un pobre chico víctima de sí mismo. Veintitrés años sin conseguir que nadie le mire con alguna clase de atención o consideración.
»No comprende que esa atención y esa consideración no son nada. Hay que tener algo más para poder tolerarse uno a sí mismo: Yo quiero que me tengan miedo. Todo el miedo que yo tuve cuando salté a la trinchera, sobre ti, ensangrentado y gritando como un cerdo.
»Que sepan que puedo matar también y que mato mejor que aquellos tipos que me fusilaron. Un superviviente en activo tiene la obligación de matar.
»Quiero que me tengan miedo por otras razones también, pero ésa es la primera. Estoy en activo como tal Superviviente. Y no en la reserva».
Eso le parecía gracioso a Vares.
—Porque matar, eso, sería poco. Eso es un hecho natural e inevitable que a veces sale mal, como les pasó a mis verdugos. Quiero que me tengan miedo para desviar su atención por otros caminos. Creerán que soy alguien, porque habiéndome fusilado sobrevivo y mato, pero sólo yo debo saber quién es ese alguien. Un alguien a quien los demás le importan mi bledo. Estoy aprendiendo. En mi manera nueva de mirar, de caminar y desde luego de hablar podrían encontrar indicios, pero no son bastante inteligentes.
»Nadie más que yo va a existir en el mundo (nadie como yo, quiero decir, moralmente hablando). Esos que no han logrado identidad alguna en la vida ordinaria ni por lo tanto respeto de nadie y tienen que entrar en esas organizaciones «terribles» del fascismo deben desaparecer. Este que buscamos ahora es un ente tributario de mi idea de mí mismo que todavía no está clara y cuyo conocimiento debo hacer lo más propiciamente halagüeño para mí mismo. Halagüeño y secreto.
»Inaccesible.
»No soy un monstruo, pero puedo serlo si quiero y sé cuándo y cómo y por qué. Y en el rincón más íntimo de la renuncia a la monstruosidad, allí estaré yo. Sabré ocultarlo, ese hecho, como sé respirar.
»Y allí estaré yo con los ojos —uno solo, quizá— eternamente observando. Eternamente abiertos. Llenos de luz interior y abiertos hacia arriba.
»Si hay un dios estará orgulloso de mí. Después de decirme o dejarme adivinar estas cosas fue él mismo a buscar a su víctima. Era la primera vez que lo hacía y al parecer —yo lo vi sólo un instante, al pasar— no debía ser culpable, porque parecía un buen chico aunque un poco asustado.
Tal vez era otro que no tenía que ver con la supuesta víctima ya que todavía ésta no había sido identificada con la intervención o sin la intervención de Paquita. Yo sugerí esa intervención sólo para tener la oportunidad de verla. Durante la guerra es difícil encontrar a una persona fuera del marco militar en el que uno está encuadrado.
El chico que salió con Vares debía de ser un agente subalterno de los servicios de información integrado en mis unidades sin mi conocimiento, lo que no dejó de extrañarme.