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n su mente, March había construido un muro. Tras él, colocó a Charlie en su veloz coche. Era un muro alto, hecho de todo lo que su imaginación podía recoger: pedruscos, bloques de hormigón, cabeceras de cama de hierro forjado, tranvías volcados, maletines, cochecitos de niño… y se extendía en todas direcciones sobre un iluminado paisaje alemán como una postal de la Gran Muralla de China. Delante de él, March patrullaba el terreno. No los dejaría flanquear el muro. Todo lo demás podrían quedárselo.

Krebs leía las notas de March. Estaba sentado con los dos codos apoyados sobre la mesa, la barbilla sobre los nudillos. De vez en cuando retiraba una mano para pasar una página, volvía a asumir la misma postura y seguía leyendo. March lo observaba. Tras el café y el cigarrillo y con el dolor mitigado, se sentía casi eufórico.

Krebs terminó y cerró momentáneamente los ojos. Su tez era blanca, como siempre. Entonces enderezó las páginas y las colocó ante él, junto con el cuaderno de notas de March y el diario de Buhler. Las ajustó al milímetro, con la precisión de una línea de desfile. Tal vez era efecto de la droga, pero de pronto March lo vio todo claramente: cómo la tinta de las baratas páginas de fibra se había corrido un poco, cada letra desplegando diminutos vellos; lo mal que se había afeitado Krebs, aquel manojillo de pelos negros en el pliegue de piel bajo su nariz. En medio del silencio, hasta llegó a creer que podía oír el polvo cayendo, esparciéndose sobre la mesa.

—¿Quiere usted matarme, March?

—¿Matarle?

—Con esto. —La mano de Krebs gravitó a un centímetro de las notas.

—Depende de quién sepa que las tiene.

—Solo un Unterscharführer cretino que trabaja en el garaje. Las encontró cuando trajimos su coche. Me las dio directamente. Globus no sabe nada… todavía.

—Entonces ya tiene su respuesta.

Krebs empezó a frotarse la cara vigorosamente, como si se secara. Se detuvo, las manos apretadas contra las mejillas, y miró a March a través de sus dedos extendidos.

—¿Qué está pasando aquí?

—Sabe usted leer.

—Sé leer, pero no comprendo. —Krebs alzó las páginas y las repasó—. Aquí, por ejemplo… ¿qué es el «Zyklon B»?

—Cianuro de hidrógeno cristalizado. Antes de eso, utilizaron monóxido de carbono. Antes aún, usaron balas.

—Y aquí… «Auschwitz/Birkenau.» «Kulmhof.» «Belzec.» «Treblinka.» «Majdanek.» «Sobibor.»

—Los campos de exterminio.

—Estas cifras: ocho mil diarios…

—Es el total que pudieron destruir en Auschwitz/Birkenau usando las cuatro cámaras de gas y crematorios.

—¿Y estos «once millones»?

—Once millones es el número total de judíos europeos que perseguían. Tal vez tuvieron éxito. ¿Quién sabe? No veo muchos por aquí, ¿y usted?

—Aquí aparece el nombre «Globocnik»…

—Globus era jefe de la policía y la SS en Lublin. Construyó los centros de exterminio.

—No lo sabía. —Krebs soltó las notas sobre la mesa como si fueran contagiosas—. No sabía nada de esto.

—¡Claro que lo sabía! Lo sabía cada vez que alguien hacía un chiste sobre «ir al este», cada vez que oía a una madre decirle a su hijo que se comportara bien o acabaría en la chimenea. Lo sabíamos cuando nos mudamos a sus casas, cuando nos hicimos con sus posesiones, con sus trabajos. Lo sabíamos, pero no teníamos los hechos. —Señaló las notas con la mano izquierda—. Esas ponen carne en los huesos. Ponen huesos donde solo había aire.

—Quiero decir que no sabía que Buhler, Stuckart y Luther estaban implicados en esto. No sabía que Globus…

—Claro. Solo pensaba que estaba investigando un fraude artístico.

—¡Es verdad! ¡Es verdad! —repitió Krebs—. El miércoles por la mañana… ¿puede recordar hasta tan atrás? Estaba investigando la corrupción en el Deutsche Arbeitsfront: la venta de permisos de trabajo. Entonces, caído del cielo, me llaman para ver al Reichsführer, cara a cara. Me dice que han descubierto a funcionarios retirados en un colosal fraude artístico. La vergüenza potencial para el Partido es grande. El Obergruppenführer Globocnik está a cargo. Debo ir de inmediato a Schwanenwerder y ponerme a sus órdenes.

—¿Por qué usted?

—¿Por qué no? El Reichsführer sabe que me interesa el arte. Hemos hablado de esos asuntos. Mi trabajo era simplemente catalogar los tesoros.

—Pero tuvo que darse cuenta de que Globus mató a Buhler y Stuckart.

—Por supuesto. No soy idiota. Conozco tan bien como usted la reputación de Globus. Pero Globus actuaba siguiendo las órdenes de Heydrich, y si Heydrich había decidido darle manga ancha, para ahorrar al Partido un escándalo público… ¿quién era yo para poner objeciones?

—¿Quién era usted para poner objeciones? —le repitió March.

—Seamos claros, March. ¿Está diciendo que sus muertes no tuvieron nada que ver con el fraude?

—Nada. El fraude fue una coincidencia que resultó una tapadera útil, eso es todo.

—Pero tenía sentido. Explicaba por qué Globus actuaba como ejecutor del Estado, y por qué estaba desesperado por cerrar una investigación de la Kripo. El miércoles por la noche yo estaba todavía catalogando las pinturas de Schwanenwerder cuando me llamó lleno de furia… por su causa. Dijo que había sido usted retirado oficialmente del caso, pero que había irrumpido en el apartamento de Stuckart. Me envió a por usted, cosa que hice. Y se lo digo: si Globus se hubiera salido con la suya, eso habría sido su final allí mismo, pero Nebe no lo consintió. Entonces, el viernes por la noche, encontramos al supuesto cadáver de Luther en la vía del tren, y eso pareció ser el final de todo.

—¿Cuándo descubrieron que el cadáver no era Luther?

—Alrededor de las seis de la mañana. Globus me telefoneó a casa. Dijo que tenía información de que Luther estaba aún vivo y que planeaba reunirse con la periodista americana a las nueve.

—Lo sabía por un chivatazo de la embajada americana —aseveró March.

Krebs hizo una mueca.

—¿Qué clase de tontería es esa? Lo sabía por el teléfono intervenido.

—Eso no puede ser…

—¿Por qué no? Véalo usted mismo. —Krebs abrió uno de sus clasificadores y sacó una hoja de débil papel marrón—. Lo trajeron de los estenotipistas de Charlottenburgo a medianoche.

March leyó:

Forschungsamt, Geheime Reichssache

G745, 275

23.51

HOMBRE: Se preguntará qué quiero. ¿Qué cree que quiero? Asilo en su país.
MUJER: Dígame dónde está.
HOMBRE: Puedo pagar.
MUJER: [Interrumpe.]
HOMBRE: Tengo alguna información. Hechos comprobados.
MUJER: Dígame dónde está. Iré a recogerle. Iremos a la embajada.
HOMBRE: Demasiado pronto. Todavía no.
MUJER: ¿Cuándo?
HOMBRE: Mañana por la mañana. Escúcheme. A las nueve. El Gran Salón. Escalinatas centrales. ¿Lo ha entendido?

Una vez más pudo oír su voz. Olerla. Tocarla.

Deslizó el papel sobre la mesa para devolverlo a Krebs, quien lo volvió a guardar en el clasificador antes de continuar.

—Ya sabe lo que sucedió a continuación. Globus hizo que dispararan contra Luther en el momento en que apareció… y, seamos sinceros, eso me sorprendió. Hacer una cosa así en un sitio público… Pensé: este hombre está loco. Por supuesto, entonces no sabía por qué estaba tan ansioso de que Luther no fuera capturado con vida. —Se detuvo bruscamente, como si hubiera olvidado dónde estaba, el papel que se suponía estaba jugando. Terminó rápidamente—: Registramos el cadáver y no encontramos nada. Entonces fuimos a por usted.

La mano de March había empezado a latir de nuevo. Bajó la cabeza y vio manchas escarlata empapando el vendaje blanco.

—¿Qué hora es?

—Las cinco cuarenta y siete.

Hacía casi once horas que ella había partido.

Dios, su mano… Las motas rojas se esparcían, se tocaban, formando archipiélagos de sangre.

—Había cuatro en total —dijo March—. Buhler, Stuckart, Luther y Kritzinger.

—¿Kritzinger? —Krebs tomó nota.

—Friedrich Kritzinger, Ministerialdirektor de la Cancillería del Reich. Si yo fuera usted, no escribiría nada de esto.

Krebs soltó el lápiz.

—Lo que les preocupaba no era el programa de exterminio en sí (eran miembros importantes del Partido, recuerde) sino la carencia de una orden adecuada del Führer. No había nada por escrito. Todo lo que tenían eran confirmaciones verbales de Heydrich y Himmler de que eso era lo que quería el Führer. ¿Puedo fumar otro cigarrillo?

Continuó después de que Krebs le proporcionara uno, tras dar unas cuantas dulces caladas.

—Esto es conjetura, ¿entiende? —Su interrogador asintió—. Supongo que se preguntaron: ¿por qué no hay ningún enlace escrito directo entre el Führer y esta política? Y supongo que su respuesta fue: porque es tan monstruoso que el jefe del Estado no puede estar implicado. ¿Dónde los dejaba esto? Metidos en mierda. Porque si Alemania perdía la guerra, podrían ser juzgados como criminales de guerra, y si Alemania la ganaba, podrían algún día ser convertidos en chivos expiatorios del mayor asesinato en masa de la historia.

—No estoy seguro de querer saber esto —murmuró Krebs.

—Por eso, tomaron una medida de seguridad. Hicieron declaraciones juradas (eso fue fácil: tres de ellos eran abogados), y retiraron documentos cada vez que pudieron. Y gradualmente fueron creando un archivo de documentos. Cualquier resultado quedaba cubierto. Si Alemania ganaba y se emprendía alguna acción contra ellos, podrían amenazar con revelar lo que sabían. Si los aliados ganaban, podrían decir: miren, nos opusimos a esta política e incluso arriesgamos nuestras vidas por recopilar información sobre ella. Luther también añadió un poco de chantaje: documentos embarazosos sobre el embajador americano en Londres, Kennedy. Deme eso.

Señaló su cuaderno de notas y el diario de Buhler. Krebs vaciló, luego los deslizó sobre la mesa.

Fue difícil abrir el cuaderno con una sola mano. El vendaje estaba empapado. Estaba manchando las páginas.

—Los campos fueron organizados para asegurarse de que no hubiera testigos. Prisioneros especiales se encargaban de las cámaras de gas y los crematorios. Finalmente, esos prisioneros especiales fueron también aniquilados, sustituidos por otros, que también fueron aniquilados. Y así sucesivamente. Si eso pudo suceder en el nivel más inferior, ¿por qué no en el superior? Mire. Catorce personas en la conferencia de Wannsee. El primero muere en el cincuenta y cuatro. Otro en el cincuenta y cinco. Luego uno al año en el cincuenta y siete, el cincuenta y nueve, el sesenta, el sesenta y uno, el sesenta y dos. Unos intrusos probablemente intentaron asesinar a Luther en el sesenta y tres, y contrató guardias de seguridad. Pero pasó el tiempo y no sucedió nada, así que supuso que fue solo coincidencia.

—Ya es suficiente, March.

—Pero en el sesenta y tres, empezó a acelerarse. En mayo muere Klopfer. En diciembre, Hoffmann se ahorca. En marzo de este año, Kritzinger vuela en un atentado. Ahora Buhler está realmente asustado. Kritzinger es el gatillo. Es el primero del grupo en morir.

March cogió el diario de bolsillo.

—Aquí, vea, marca con una cruz la fecha de la muerte de Kritzinger. Pero después de eso pasan los días. No sucede nada. Tal vez están a salvo. Entonces, el nueve de abril… ¡otra cruz! El viejo colega de Buhler en el Gobierno Central, Schöngarth, cae bajo las ruedas de un U-bahn en la Estación del Zoo. ¡Pánico en Schwanenwerder! Pero entonces ya es demasiado tarde…

—¡He dicho que ya es suficiente!

—Una pregunta me preocupaba: ¿por qué hubo ocho muertes en los primeros nueve años, seguidas de seis muertes en los últimos seis meses? ¿Por qué la prisa? ¿Por qué este terrible riesgo, después de tanta paciencia? Pero claro, los policías apenas levantamos los ojos del lodo para mirar más allá, ¿no? Todo debía quedar completo para el martes pasado, preparado para la visita de nuestros nuevos amigos, los americanos. Y eso provoca una pregunta más…

—¡Deme eso! —Krebs arrancó el diario y el cuaderno de la mano de March. En el pasillo, sonó la voz de Globus.

—¿Había hecho Heydrich todo esto por propia iniciativa, o actuaba siguiendo órdenes superiores? ¿Órdenes, tal vez, de la misma persona que no quiso poner su firma en ningún documento…?

Krebs abrió la estufa y metió en ella los papeles. Por un momento permanecieron humeando sobre las ascuas, luego prendieron en una llama amarilla mientras la llave giraba en la puerta de la celda.