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e regreso al centro de Berlín, las calles parecían extrañamente silenciosas, y cuando March llegó a Werderscher Markt descubrió el motivo. Una enorme nota en el tablón de anuncios del vestíbulo anunciaba que a las cuatro y media habría una declaración del Gobierno. El personal tenía que congregarse en la cantina. Asistencia obligatoria. Llegaba justo a tiempo.
Habían desarrollado una nueva teoría en el Ministerio de Propaganda: la mejor hora para hacer grandes anuncios era al final del día de trabajo. Así, la noticia se recibía en común, con espíritu de camaradería: no había posibilidades para sentir escepticismo o derrotismo privado. También, las emisiones se preparaban para que los trabajadores se fueran a casa temprano (a las cinco menos cinco, en vez de a las cinco), con una sensación de felicidad, asociando subliminalmente al régimen con sus buenos sentimientos. Así se hacía ahora. El palacio de cuento de hadas del Ministerio de Propaganda en Wilhelm Strasse empleaba más psicólogos que periodistas.
El personal de Werderscher Markt atestaba la cantina: oficiales y empleados y secretarias y conductores, hombro con hombro en una encarnación viviente del ideal nacionalsocialista. Los cuatro aparatos de televisión, uno en cada esquina, mostraban un mapa del Reich con la esvástica superpuesta, acompañados por selecciones de Beethoven. De vez en cuando, un locutor interrumpía, excitado:
—¡Pueblo de Alemania, preparaos para un comunicado importante!
En los viejos tiempos, por la radio, solo se oía música. Otra vez el progreso.
¿Cuántos hechos similares podía recordar March? Se extendían a sus espaldas, islas en el tiempo. En el treinta y ocho, lo sacaron de clase para escuchar que las tropas alemanas entraban en Viena, y que Austria había regresado a la Patria. El director, que había sido gaseado en la Primera Guerra, lloró en el estrado del pequeño gimnasio, mientras un puñado de niños lo observaba sin comprender.
En el treinta y nueve, estaba en casa con su madre, en Hamburgo. Un viernes por la mañana, a las once, el discurso del Führer en directo desde el Reichstag: «A partir de ahora soy el primer soldado del Reich. Una vez más me he puesto el uniforme más sagrado y querido. No me lo quitaré hasta que la victoria esté asegurada, o no sobreviviré al resultado».
Un estruendo de aplausos. Esta vez su madre lloró, un murmullo de tristeza mientras su cuerpo se mecía hacia delante y hacia atrás. March, con diecisiete años, apartó la mirada, avergonzado, y buscó la fotografía de su padre, espléndido con el uniforme de la Armada Imperial Alemana, y pensó: Gracias a Dios. Guerra por fin. Tal vez ahora podré cumplir lo que querías.
Cuando los siguientes comunicados, se encontraba en el mar. La victoria sobre Rusia en la primavera del cuarenta y tres, ¡un triunfo del genio estratégico del Führer! La ofensiva de verano de la Wehrmacht el año anterior había aislado a Moscú del Cáucaso, separando los ejércitos rojos de los campos de petróleo de Bakú. La maquinaria bélica de Stalin se había detenido, falta de combustible.
La paz con los británicos en el cuarenta y cuatro, ¡un triunfo del genio de contraespionaje del Führer! March recordó cómo todos los submarinos habían sido convocados a sus bases en la costa atlántica para ser equipados con un nuevo sistema decodificador: les dijeron que los traicioneros británicos habían estado leyendo los códigos de la Patria. Después de eso, interceptar a los barcos mercantes fue bastante fácil. Inglaterra se moría de hambre, y se rindió. Churchill y su cuadrilla de agitadores bélicos huyeron a Canadá.
La paz con los americanos en el cuarenta y seis: ¡un triunfo para el genio científico del Führer! Cuando Estados Unidos derrotó a Japón haciendo estallar una bomba atómica, el Führer envió un cohete V-3 para que explotara sobre el cielo de Nueva York, demostrando así que podía contraatacar en este tipo de lucha.
Después de eso, la guerra se redujo a una serie de sangrientas guerrillas en las fronteras del nuevo Imperio Alemán. Un empate nuclear que los diplomáticos llamaron Guerra Fría.
Pero los comunicados habían continuado. Cuando Göring murió en el cincuenta y uno, hubo todo un día de música solemne antes de que se hiciera el anuncio. Himmler recibió tratamiento similar cuando murió en una explosión aérea en el sesenta y dos. Muertes, victorias, guerras, exhortaciones al sacrificio y la venganza, la sombría pugna con los rojos en el frente de los Urales con sus impronunciables campos de batalla y ofensivas: Oktyabrskoye, Polunochoye, Alapayevsk…
March miró las caras que lo rodeaban. Humor forzado, resignación, aprensión. Gente con hermanos, hijos y maridos en el este. No dejaban de mirar las pantallas.
—¡Pueblo de Alemania, preparaos para un comunicado importante!
¿Qué sucedía ahora?
La cantina estaba casi llena. March estaba apretujado contra una columna. Podía ver a Max Jaeger a unos pocos metros de distancia, bromeando con una secretaria pechugona de VA1, el departamento legal. Max lo divisó por encima del hombro de la mujer y le dirigió una sonrisa. Hubo un redoble de tambores. La habitación guardó silencio. Un presentador dijo:
—Conectamos en directo con el Ministerio de Asuntos Exteriores en Berlín.
Un relieve de bronce destelló en los televisores. Un águila nazi, agarrando el globo terráqueo, emitía rayos luminosos, como un dibujo infantil del sol. Ante ella, con sus pobladas cejas negras y sus mejillas ensombrecidas, se encontraba el portavoz del Ministerio, Drexler. March reprimió una carcajada: uno hubiese esperado que, en toda Alemania, Goebbels hubiera podido encontrar un portavoz que no pareciera un criminal convicto.
—Damas y caballeros, tengo para ustedes una breve declaración del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Se dirigía a un grupo de periodistas que se encontraban más allá de las cámaras. Se puso las gafas y empezó a leer.
—Según el antiguo y bien documentado deseo del Führer y del Pueblo del Gran Reich de Alemania de vivir en paz y seguridad con los países del mundo, y siguiendo extensas consultas con nuestros aliados de la Comunidad Europea, el ministro de Asuntos Exteriores del Reich, en nombre del Führer, ha cursado hoy una invitación al presidente de Estados Unidos de América para mantener discusiones personales con el fin de promover una mayor comprensión entre nuestros dos pueblos. La invitación ha sido aceptada. Entendemos que la administración americana ha indicado esta mañana que Herr Kennedy tiene intención de reunirse con el Führer en Berlín en septiembre. ¡Heil Hitler! ¡Larga vida a Alemania!
La imagen se fundió en negro y otro redoble de tambor indicó el comienzo del himno nacional. Los hombres y mujeres de la cantina empezaron a cantar. March los imaginó en ese momento por toda Alemania (en astilleros y talleres, oficinas y escuelas), las voces agudas y graves mezcladas en un gran aullido de aclamación que se alzaba hasta los cielos.
Deutschland, Deutschland, über Alles!
Über Alles in der Welt!
Sus labios se movían como los de los demás, pero no emitían ningún sonido.
—Más jodido trabajo para nosotros —dijo Jaeger. Habían vuelto a su oficina. Tenía los pies sobre la mesa y fumaba un cigarro—. Si piensas que el Führertag es una pesadilla para los de seguridad, ¿puedes imaginarte cómo será con Kennedy también en la ciudad?
March sonrió.
—Creo que estás pasando por alto la dimensión histórica del hecho, Max.
—Al carajo la dimensión histórica del hecho. Las bombas van a estallar como fuegos artificiales. Mira esto.
Jaeger quitó las piernas de encima de la mesa y buscó en una pila de clasificadores.
—Mientras tú jugabas en el Havel, algunos de nosotros teníamos trabajo que hacer.
Cogió un sobre y vació su contenido. Era un archivo del Partido. «Propiedades personales de los Difuntos.» De un montón de papeles sacó dos pasaportes y se los tendió a March. Uno pertenecía a un oficial de la SS, Paul Hahn; el otro a una joven, Magda Voss.
—Bonita, ¿eh? —dijo Jaeger—. Acababan de casarse. Dejaban el banquete en Spandau. Camino a su luna de miel. El conduce. Llegan a Nauener Strasse. Una furgoneta se detiene ante ellos. De la trasera salta un tipo con una pistola. Nuestro hombre se deja llevar por el pánico. Da marcha atrás. ¡Zas! Se sube a la acera, choca con una farola. Mientras intenta meter la primera, bang, un tiro en la cabeza. Fin del novio. La pequeña Magda sale del coche, intenta echar a correr. ¡Bang! Fin de la novia. Fin de la luna de miel. Fin de todo. Pero no es el fin, porque las familias están todavía en el banquete, brindando por los recién casados, y nadie se molesta en informarles de lo que ha pasado hasta dos horas después.
Jaeger se sonó la nariz en un pañuelo sucio. March volvió a mirar el pasaporte de la muchacha. Era bonita; rubia y de ojos oscuros; ahora yacía muerta en la calle, a los veinticuatro años.
—¿Quién lo hizo? —Devolvió el pasaporte.
Jaeger fue contando con los dedos.
—Polacos. Letones. Estonios. Ucranianos. Checos. Croatas. Caucasianos. Georgianos. Anarquistas. Rojos. ¿Quién sabe? Hoy en día, podría ser cualquiera. El pobre idiota clavó una invitación de boda en el tablón de anuncios de su barracón. La Gestapo considera que una limpiadora, un cocinero, o alguien por el estilo, la vio y pasó la noticia. La mayoría de los sirvientes de esos barracones son extranjeros. Se los llevaron a todos esta tarde, pobres bastardos.
Guardó los pasaportes y los carnets de identidad en el sobre y lo arrojó al cajón del escritorio.
—¿Cómo te fue?
—Toma un bombón. —March le tendió la caja a Jaeger, quien la abrió. La musiquita llenó la oficina.
—Muy fino.
—¿Qué sabes de la música?
—¿Qué? ¿La viuda alegre? La opereta favorita del Führer. A mi madre le encantaba.
—Y a la mía.
A todas las madres alemanas les encantaba. La viuda alegre, de Franz Lehár. Representada por primera vez en Viena en 1905: empalagosa como uno de los pasteles de nata de la ciudad. Lehár murió en 1948, y Hitler envió un representante personal a su funeral.
—¿Qué más hay que decir? —Jaeger cogió un bombón con una de sus grandes zarpas y se lo metió en la boca—. ¿De quién son? ¿De una admiradora secreta?
—Los cogí del buzón de Buhler. —March mordió un bombón y dio un respingo ante el fuerte sabor de la cereza líquida—. Piénsalo: no tienes amigos, y sin embargo alguien te envía una cara caja de bombones de Suiza. Sin ningún mensaje. Una caja con la música favorita del Führer. ¿Quién lo haría? —Tragó la otra mitad del chocolate—. ¿Un envenenador, tal vez?
—¡Oh, Cristo! —Jaeger escupió en su mano el contenido de su boca, sacó su pañuelo y empezó a limpiarse las manchas marrones de saliva de sus dedos y labios—. A veces dudo de tu cordura.
—Estoy destruyendo sistemáticamente pruebas del Estado —dijo March. Se obligó a comer otro bombón—. No, peor aún: estoy «consumiendo» pruebas del Estado, cometiendo por tanto una doble ofensa. Entrometiéndome en asuntos de la justicia mientras me enriquezco.
—Tómate unas vacaciones, amigo. Hablo en serio. Necesitas un permiso. Te aconsejo que vayas y tires esos jodidos bombones a la basura lo más rápido que puedas. Luego vente a casa y cena conmigo y Hannelore. Parece que no has tomado una comida decente desde hace semanas. La Gestapo se ha encargado del caso. El informe de la autopsia va derecho a Prinz-Albert Strasse. Se acabó. Fin. Olvídalo.
—Escucha, Max. —March le contó la confesión de Jost, y cómo este había visto a Globus con el cadáver. Sacó el diario de Buhler—. Estos nombres que aparecen aquí escritos. ¿Quiénes son Stuckart y Luther?
—No lo sé. —La cara de Jaeger se volvió súbitamente hosca y sombría—. Y lo que es más, no quiero saberlo.
Un empinado tramo de escalones de piedra se perdía en la semioscuridad. Al llegar abajo, con los bombones en la mano, March vaciló. Una puerta a la izquierda conducía al patio central, donde se recolectaba la basura en grandes contenedores oxidados. A la derecha, un pasillo tenuemente iluminado llevaba al Registro.
Se colocó la caja de bombones bajo el brazo y giró a la derecha.
El archivo de la Kripo estaba alojado en lo que antaño fuera un pabellón situado junto a las calderas. La cercanía de estas y la maraña de tuberías de agua caliente que cruzaba el techo mantenían el lugar permanentemente caliente. Había un olor tranquilizador a polvo cálido y papel seco, y con tan pobre luz, entre las columnas, las hileras de archivos e informes parecían extenderse hasta el infinito.
La archivera, una mujer gorda con una túnica grasienta que antiguamente había sido guardiana en la prisión de Plötzensee, le pidió su identificación. March se la tendió, como había hecho más de una vez por semana durante los últimos diez años. Ella miró la tarjeta, como hacía siempre, como si no lo hubiera visto antes, y luego miró su rostro, otra vez la tarjeta, la devolvió e hizo un leve movimiento de barbilla, algo entre el reconocimiento y el desprecio. Agitó el dedo.
—Y nada de fumar —dijo por enésima vez.
Del estante de libros de referencia que había junto a su escritorio March seleccionó Wer Ist’s?, el Quién es quién alemán, un directorio de mil páginas encuadernado en rojo. También cogió la publicación del Partido, Guía de las personalidades del NSDAP, que incluía fotos tamaño pasaporte de cada entrada. Se trataba del libro que Halder había usado para identificar a Buhler esa mañana. Abrió ambos volúmenes sobre la mesa, y encendió la luz de lectura. En la distancia, las calderas hervían. El archivo estaba desierto.
De los dos libros, March prefería la guía del Partido, publicada más o menos anualmente desde mediados de los años treinta. A menudo, durante las oscuras y silenciosas tardes de invierno, bajaba a la cálida sala para revisar viejas ediciones. Le intrigaba descubrir cómo cambiaban los rostros. Los primeros volúmenes estaban dominados por los canosos ex Freikorps apaleadores de rojos, hombres con cuellos más anchos que sus frentes. Miraban a la cámara, escamados e intranquilos, como granjeros del siglo diecinueve vestidos de domingo. Pero hacia los años cincuenta, los agitadores bebedores de cerveza habían dado paso a los suaves tecnócratas estilo Speer: universitarios bien vestidos con sonrisas blandas y ojos duros.
Había un Luther. Nombre propio: Martin. Aquí, camaradas, hay un nombre histórico con el que jugar. Pero este Luther no se parecía en nada a su famoso homónimo. Tenía el rostro porcino, el pelo negro y gruesas gafas de concha. March sacó su libreta.
Nacido el 16 de diciembre de 1895, en Berlín. Sirvió en la división de transportes del ejército alemán, 1914-1918. Profesión: mudanzas de muebles. Se afilió al NSDAP y la SA el 1 de marzo de 1933. Miembro del Concejo Municipal de Berlín por el distrito de Dahlem. Ingresó en Asuntos Exteriores, 1936. Jefe de Abteilung Deutschland, la «División Alemana», de Asuntos Exteriores, hasta su jubilación en 1955. Ascendido a subsecretario de Estado en julio de 1941.
Los detalles eran escasos, pero lo bastante claros para que March imaginara su carácter. Vivaracho y agresivo, un rudo político callejero. Y un oportunista. Como otros miles, Luther había corrido a afiliarse al Partido una semana después de que Hitler llegara al poder.
Pasó las páginas hasta encontrar a Stuckart, Wilhelm, doctor en leyes. La fotografía era de un estudio profesional, el rostro vuelto en la pose de una estrella de cine. Un hombre vanidoso, y una mezcla curiosa: pelo gris rizado, ojos intensos, mandíbula recta, aunque la boca era blanda, casi voluptuosa. Tomó más notas.
Nacido el 16 de noviembre de 1902, en Wiesbaden. Estudió leyes y economía en las universidades de Múnich y Frankfurt-am-Main. Graduado magna cum laude, en junio de 1928. Se afilió al Partido en Múnich en 1922. Diversos puestos en la SS y la SA. Alcalde de Stettin, 1933. Secretario de Estado, ministro del Interior, 1935-1953. Publicación: Un comentario sobre las leyes raciales alemanas (1936). Ascendido a SS-Obergruppenführer honorario en 1944. Volvió a la práctica legal privada en 1953.
Aquí había un personaje completamente distinto a Luther. Un intelectual; un alter Kämpfer, como Buhler; un hombre de altos vuelos. Ser alcalde de Stettin, una ciudad portuaria de casi trescientos mil habitantes, a la edad de treinta y un años… De repente, March advirtió que había leído todo esto antes, hacía muy poco. ¿Pero dónde? No podía recordarlo. Cerró los ojos. «Vamos.»
Wer Ist’s? no añadió nada nuevo, excepto que Stuckart era soltero y Luther se había casado tres veces. March buscó en su libreta una página doble y dibujó tres columnas. Las marcó Buhler, Luther y Stuckart, y empezó a hacer listas de fechas. Compilar la cronología era uno de sus métodos favoritos, una forma de hallar una pauta en lo que por lo demás no parecía más que una bruma de hechos casuales.
Todos habían nacido aproximadamente en el mismo período. Buhler tenía sesenta y cuatro años; Luther, sesenta y ocho; Stuckart, sesenta y uno. Todos se habían convertido en funcionarios civiles en los años treinta; Buhler en 1939, Luther en 1936, Stuckart en 1935. Todos habían detentado rangos similares: Buhler y Stuckart habían sido secretarios de Estado; Luther, subsecretario. Todos se habían retirado en los años cincuenta: Buhler en 1951, Luther en 1955, Stuckart en 1953. Todos tenían que haberse conocido. Todos se habían reunido a las diez de la mañana del viernes anterior. ¿Dónde estaba la pauta?
March se acomodó en su silla y contempló la maraña de tuberías que se perseguían unas a otras por el techo como serpientes.
Y entonces recordó.
Se enderezó, se puso en pie.
Junto a la entrada había volúmenes encuadernados del Berliner Tageblatt, el Völkischer Beobachter y el periódico de la SS, Das Schwarzes Korps. Repasó las páginas del Tageblatt, hasta encontrar el ejemplar del día anterior: las necrológicas. Allí estaba. Lo había visto la noche antes.
Camarada Wilhelm Stuckart, antiguo secretario de Estado del Ministerio del Interior, que murió repentinamente de un ataque al corazón el domingo, 13 de abril, será recordado como un dedicado servidor de la causa nacionalsocialista…
El suelo pareció agitarse bajo sus pies. Fue consciente de que la archivera lo miraba.
—¿Se encuentra enfermo, Herr Sturmbannführer?
—No, estoy bien. Hágame un favor, ¿quiere? —Cogió un impreso de solicitud de archivo y escribió el nombre completo de Stuckart y su fecha de nacimiento—. ¿Quiere ver si hay un archivo sobre esta persona?
Ella miró el impreso y extendió una mano.
—Identificación.
Él le dio su carnet. La mujer lamió su lápiz y apuntó los doce dígitos del número de servicio de March en el impreso. De esta forma, quedaba registrado qué investigador de la Kripo había solicitado qué archivo, y a qué hora. La Gestapo podría ver su interés en el caso Buhler, ocho horas después de que le hubieran ordenado apartarse de él. Más evidencias de su falta de disciplina nacionalsocialista. No se podía evitar.
La archivera sacó un largo cajón de madera con tarjetas y las repasó.
—Stroop —murmuraba—. Strunck. Struss. Stülpnagel…
—Se lo ha saltado —dijo March.
Ella gruñó, hizo marcha atrás y sacó una nota en papel rosa.
—Stuckart, Wilhelm. —Lo miró—. Hay un archivo. Está fuera.
—¿Quién lo tiene?
—Véalo usted mismo.
March se inclinó hacia delante. El archivo de Stuckart lo tenía el Sturmbannführer Fiebes del Departamento VB3 de la Kripo. La división de crímenes sexuales.
El whisky y el aire seco le habían dado sed. En el pasillo había un depósito de agua fresca. Se sirvió un vaso y pensó en qué hacer a continuación.
¿Qué habría hecho un hombre sensato? Eso era fácil. Un hombre sensato habría hecho lo que Max Jaeger hacía cada día. Se habría puesto el sombrero y el abrigo y se habría marchado a casa con su esposa y sus hijos. Pero para March esa opción no existía. El apartamento vacío en Ansbacher Strasse, los vecinos peleones y el periódico del día anterior no tenían ningún atractivo para él. Había estrechado su vida hasta tal punto que solo le quedaba su trabajo. Si traicionaba eso, ¿qué más había?
Y había algo más, el instinto que lo impulsaba a levantarse de la cama cada mañana para salir a luchar con el desapacible día, y eso era el deseo de saber. En el trabajo policial, siempre había otra meta que alcanzar, otra esquina que vigilar. ¿Quién era la familia Weiss, y qué les había pasado? ¿Quién era el cadáver del lago? ¿Qué unía las muertes de Buhler y Stuckart? La compulsión por saber lo mantenía vivo, fuera un castigo o una bendición. Y por eso, en el fondo, no tenía elección.
Tiró el vaso a la papelera y subió las escaleras.