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eñales amarillas con la palabra FERNVERKEHR, tráfico de larga distancia, señalaban la salida de Berlín, hacia el tramo de autobahn que rodeaba la ciudad. March tenía el carril de dirección sur casi entero para él: los pocos coches y autobuses a estas horas del domingo iban en sentido contrario. Pasó el perímetro de alambre del aeródromo de Tempelhof y bruscamente se encontró en los suburbios, y la amplia carretera dio paso a cansinas calles de tiendas y casas de ladrillo rojo, flanqueadas por árboles enfermos con troncos ennegrecidos.

A su izquierda, un hospital; a su derecha, una iglesia cerrada y cubierta con lemas del Partido. «Marienfelde», decían los carteles. «Bückow.» «Lichtenrade.»

Se detuvo en un semáforo. La carretera al sur se encontraba despejada: al Rin, a Zúrich, a América… Tras él, alguien tocó el claxon.

Las luces habían cambiado. Puso el intermitente, salió de la carretera principal y se perdió rápidamente en el laberinto de calles.

A principios de los años cincuenta, con el brillo de la victoria, las carreteras recibieron nombres de generales: Student Strasse, Reichnau Strasse, Manteuffel Allee. March se confundía siempre. ¿Era a la derecha, saliendo de Model a Dietrich? ¿O era a la izquierda hacia Paulus, y luego Dietrich? Condujo despacio entre las filas de chalecitos idénticos hasta que por fin lo reconoció.

Aparcó en el espacio familiar y estuvo a punto de tocar el claxon, hasta que recordó que era el tercer domingo del mes, no el primero (y por tanto no el suyo), y que su acceso había sido revocado. Sería necesario un asalto frontal, una acción con el espíritu del propio Hasso Manteuffel. No había juguetes en el camino de asfalto, y cuando tocó el timbre no ladró ningún perro. Maldijo en silencio. Parecía que su destino esta semana era encontrarse ante casas desiertas. Se apartó del porche, los ojos fijos en la ventana. La cortina de red se agitó.

—¡Pili! ¿Estás ahí?

La esquina de la cortina se separó bruscamente, como si algún dignatario oculto hubiera tirado de un cordón para revelar un retrato, y allí apareció: el blanco rostro de su hijo, mirándolo.

—¿Puedo pasar? ¡Quiero hablar!

La cara carecía de expresión. La cortina volvió a caer.

¿Un signo bueno o malo? March no estaba seguro. Agitó la mano ante la ventana y señaló el jardín.

—¡Te esperaré aquí!

Retrocedió hasta la pequeña valla de madera y comprobó la calle. Chalecitos a cada lado, chalecitos enfrente. Se extendían en todas direcciones, como los barracones de un campamento del ejército. En casi todos ellos vivía gente mayor: veteranos de la Primera Guerra, supervivientes de todo lo que siguió: inflación, desempleo, el Partido, la Segunda Guerra. Incluso diez años antes eran grises y encorvados. Habían visto bastante, soportado suficiente. Ahora se quedaban en casa, y le gritaban a Pili por hacer demasiado ruido, y veían la televisión todo el día.

March deambuló por el pequeño parche de césped. No era gran cosa para el niño. Pasaron los coches. Dos puertas más abajo, un anciano reparaba una bicicleta, inflando los neumáticos con una bomba chirriante. Por todas partes, el ruido de una segadora de césped. No había rastro de Pili. Se preguntaba si tendría que ponerse de rodillas y gritar su mensaje a través de la abertura para el correo cuando la puerta empezó a abrirse.

—Buen chico. ¿Cómo estás? ¿Dónde está tu madre? ¿Dónde está Helfferich? —No podía llegar a decir «el tío Erich».

Pili había abierto la puerta lo suficiente para asomarse.

—Están fuera. Estoy terminando mi dibujo.

—¿Fuera dónde?

—Ensayando para el desfile. Estoy a cargo de la casa. Eso dijeron.

—Apuesto a que sí. ¿Puedo pasar y hablar contigo?

Había esperado resistencia. En cambio, el niño se hizo a un lado sin decir palabra y March se encontró cruzando el umbral de la casa de su ex esposa por primera vez desde el divorcio. Observó los muebles, baratos, pero con buen aspecto; el puñado de flores frescas sobre la repisa; la limpieza; las superficies inmaculadas. Ella se las había apañado lo mejor posible, sin gastar mucho. Era de esperar. Incluso el retrato del Führer sobre el teléfono (una fotografía del anciano abrazando a un niño) era de buen gusto: la deidad de Klara había sido siempre un dios benigno, más del Nuevo Testamento que del Antiguo. March se quitó la gorra. Se sentía como un ladrón.

Permaneció de pie sobre la alfombra de nailon y empezó su discurso.

—Tengo que marcharme, Pili. Tal vez por mucho tiempo. Y la gente, tal vez, va a decirte algunas cosas sobre mí. Cosas horribles, que no son verdad. Y yo quería decirte…

Sus palabras se apagaron. «¿Decirte qué?» Se pasó la mano por el pelo. Pili estaba de pie, cruzado de brazos, mirándolo. Lo intentó de nuevo.

—Es duro no tener a un padre cerca. El mío murió cuando yo era muy pequeño… aún más joven que tú. Y a veces, lo odiaba por eso…

Aquellos ojos fríos…

—… Pero eso pasó, y luego… lo eché de menos. Y si pudiera hablar con él ahora, preguntarle… Daría cualquier cosa…

«… todo el pelo humano cortado en los campos de concentración debe ser utilizado. El pelo humano será procesado para fieltro industrial y tejido…»

No estaba seguro de cuánto tiempo había permanecido allí, sin hablar, con la cabeza gacha. Por fin, dijo:

—Ahora tengo que irme.

Y entonces Pili se acercó a él y lo cogió de la mano.

—Está bien, papá. Por favor, no te vayas todavía. Por favor. Ven a ver mi dibujo.

El dormitorio del niño era como un centro de mando. Maquetas de plástico de reactores de la Luftwaffe cabriolaban y combatían, colgados del techo por hilos de pescar invisibles. En una pared, un mapa del frente oriental, con alfileres de colores para mostrar la posición de los ejércitos. En otro, una fotografía de grupo de la unidad Pimpf de Pili: rodillas desnudas y caras solemnes, fotografiados contra una pared de hormigón.

Mientras dibujaba, Pili no dejaba de hacer comentarios, con efectos sonoros.

—Estos son nuestros reactores… ¡rroow!, y estos son los antiaéreos de los rojos. ¡Bang! ¡Bang! —Líneas de lápiz amarillo se dirigieron al cielo—. Ahora van a ver. ¡Fuego! —Pequeños huevos negros de hormiga cayeron hacia abajo, creando entrecortadas coronas rojas de fuego—. Los comunistas llaman a sus cazas, pero no pueden contra los nuestros… —Continuó durante otros cinco minutos, acción tras acción.

Bruscamente, aburrido de su propia creación, Pili dejó los lápices y se zambulló bajo la cama. Sacó un puñado de revistas de la guerra.

—¿De dónde las has sacado?

—El tío Erich me las dio. Las coleccionaba.

Pili se sentó en la cama y empezó a pasar las páginas.

—¿Qué dicen los textos, papá? —Pasó la revista a March y se sentó junto a él, agarrado a su brazo.

—«El zapador se ha abierto camino hasta las alambradas, protegiendo la posición de la ametralladora —leyó March—. Unos cuantos brotes de llamas y el letal río de aceite hirviendo ha dejado al enemigo fuera de combate. Los encargados de los lanzallamas deben ser hombres intrépidos con nervios de acero.»

—¿Y esa?

Esta no era la despedida que March había esperado, pero si era lo que el niño quería… Continuó.

—«Quiero luchar por la nueva Europa: eso dicen tres hermanos de Copenhague con el líder de su compañía en el campamento de entrenamiento de Alsacia Superior. Han cumplido todas las condiciones relativas a cuestiones de raza y salud y ahora disfrutan de la viril vida al aire libre en los bosques.»

—¿Y estas?

March sonrió.

—Vamos, Pili. Tienes diez años. Puedes leerlas sin problemas.

—Pero quiero que tú las leas. Aquí hay una foto de un submarino, como el tuyo. ¿Qué dice?

March dejó de sonreír y soltó la revista. Había algo extraño. ¿Qué era? Lo advirtió: el silencio. Durante varios minutos, no había sucedido nada en la calle: ni un coche, ni un paso, ni una voz. Incluso la segadora de césped se había callado. Vio los ojos de Pili dirigirse hacia la ventana, y entonces comprendió.

En algún lugar de la casa, un tintineo de cristal. March saltó hacia la puerta, pero el niño fue demasiado rápido para él: se bajó de la cama, lo agarró por las piernas y se enroscó alrededor de los pies de su padre en una pelota fetal, la parodia de una súplica infantil.

—Por favor, no te vayas, papá —decía—. Por favor…

Los dedos de March agarraron el pomo de la puerta, pero no podía moverse. Estaba anclado, encallado. He soñado esto antes, pensó. La ventana estalló tras ellos, rociando sus espaldas de cristal. Ahora, uniformes reales con metralletas reales llenaban el dormitorio, y de repente March se encontró de espaldas, contemplando los pequeños aviones de plástico que se agitaban y giraban locamente en los extremos de sus cables invisibles.

Pudo oír la voz de Pili.

—Todo va a salir bien, papá. Van a ayudarte. Te harán un hombre mejor. Entonces podrás venir a vivir con nosotros. Prometieron…