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edia hora más tarde, Xavier March se encontraba al volante de uno de los Volkswagen de la Kripo, siguiendo el camino curvo del Havel-Chaussee, muy por encima del lago. A veces el panorama quedaba oculto por los árboles. Entonces doblaba una curva, o el bosque se hacía menos denso, y volvía a ver el agua, chispeando al sol de abril como una bandeja de diamantes. Dos yates surcaban su superficie: recortables infantiles, triángulos blancos contra el azul.

Había bajado la ventanilla, y tenía el brazo apoyado en ella, mientras la brisa le tiraba de la manga. A cada lado, las ramas peladas de los árboles estaban moteadas con el tono verde del final de la primavera. Dentro de un mes, la carretera estaría atestada de coches: berlineses escapando de la ciudad para navegar o nadar, o hacer excursiones, o tumbarse simplemente al sol en una de las grandes playas públicas. Pero hoy había suficiente frío en el aire, y el invierno todavía estaba cercano, por lo que March tenía la carretera para él solo. Pasó el puesto de guardia de ladrillo rojo de la torre del Kaiser Wilhelm y la carretera empezó a bajar hacia el lago.

Diez minutos más tarde se encontró en el lugar donde habían descubierto el cadáver. Con el buen tiempo parecía completamente distinto. Era un lugar turístico, un punto de observación conocido como el Grosse Fenster: el Mirador. Lo que ayer era una masa gris era ahora un panorama gloriosamente despejado que se extendía durante ocho kilómetros de agua, hasta Spandau.

Aparcó y rehízo la ruta que Jost había seguido corriendo cuando descubrió el cuerpo, sendero abajo, un brusco giro a la derecha, y por el borde del lago. Lo hizo una segunda vez; y una tercera. Satisfecho, volvió al coche y se dirigió al puente bajo que conducía a Schwanenwerder. Una barra roja y blanca bloqueaba la carretera. Un centinela salió de una pequeña cabaña, con una carpeta en la mano y un rifle al hombro.

—Su identificación, por favor.

March le tendió su carnet de la Kripo a través de la ventanilla abierta. El centinela lo estudió y se lo devolvió. Saludó.

—Muy bien, Herr Sturmbannführer.

—¿Qué procedimiento siguen aquí?

—Detenemos a todos los coches. Comprobamos los papeles y preguntamos adónde van. Si parecen sospechosos, llamamos a la casa, y vemos si los esperan. A veces registramos el coche. Depende de que el Reichsminister esté en la residencia.

—¿Lleva un registro?

—Sí, señor.

—Hágame un favor. Mire si el doctor Josef Buhler tuvo alguna visita el lunes por la noche.

El centinela cogió su rifle y volvió a la cabaña. March pudo verle pasar las páginas de un libro. Cuando regresó, sacudió la cabeza.

—No vino nadie a ver al doctor Buhler en todo el día.

—¿Salió él de la isla?

—No llevamos un registro de los residentes, señor, sólo de los visitantes. Y no controlamos las salidas de la gente, únicamente las llegadas.

—Bien. —March miró más allá del guardia, hacia el lago. Un puñado de gaviotas revoloteaba sobre el agua, chillando. Algunos yates habían atracado en un malecón. Pudo oír el crujido de sus mástiles con el viento.

—¿Qué hay de la orilla? ¿Se vigila?

El guardia asintió.

—La policía del río patrulla cada hora. Pero la mayoría de las casas tienen suficientes sirenas y perros para proteger un KZ. Nosotros solo espantamos a los curiosos.

KZ, pronunciado «katset». Abreviatura de Konzentrationslager. Campo de concentración.

En la distancia se oía el sonido de motores poderosos. El guardia se volvió a mirar la carretera tras él, hacia la isla.

—Un momento, señor.

De la curva, a toda velocidad, llegó un BMW gris con las luces encendidas, seguido por una gran limusina Mercedes negra, y luego otro BMW. El centinela dio un paso atrás, pulsó un interruptor, la barrera se levantó, y él saludó. Mientras el convoy pasaba, March logró atisbar a los pasajeros del Mercedes: una mujer joven, hermosa, tal vez una actriz, o una modelo, con pelo rubio y corto; y a su lado, derecho, un viejo ajado cuyo perfil de roedor reconoció al instante. Los coches se perdieron rumbo a la ciudad.

—¿Siempre viaja así de rápido? —preguntó March.

El centinela le dirigió una mirada de inteligencia.

—El Reichsminister ha estado haciendo pruebas para la pantalla, señor. Frau Goebbels volverá a la hora del almuerzo.

—Ah. Todo está claro. —March puso el motor en marcha y el Volkswagen cobró vida—. ¿Sabía que el doctor Buhler ha muerto?

—No, señor. —El centinela no pareció mostrar ningún interés—. ¿Cuándo sucedió?

—El lunes por la noche. Lo sacaron del lago a unos centenares de metros de aquí.

—Había oído decir que encontraron un cadáver.

—¿Cómo era?

—Apenas lo veía, señor. No salía mucho. No recibía visitas. Nunca hablaba. Pero hay muchos como él aquí.

—¿Cuál era su casa?

—No tiene pérdida. Está en la parte este de la isla. Dos enormes torres. Es una de las más grandes.

—Gracias.

Mientras recorría el camino, March miró por el retrovisor. El centinela se lo quedó mirando unos segundos, luego volvió a cargarse el rifle al hombro, se dio la vuelta y regresó lentamente a su cabaña.

Schwanenwerder era pequeño, menos de un kilómetro de largo y medio de ancho, con una sola carretera que lo recorría en el sentido de las agujas del reloj. Para llegar a la propiedad de Bühler, March tuvo que rodear tres cuartas partes de la isla. Condujo con cuidado, reduciendo la marcha hasta casi pararse cada vez que veía una de las casas a su izquierda.

El lugar había sido bautizado en honor a las famosas colonias de cisnes que vivían en el extremo sur del Havel. Se había puesto de moda a finales del siglo pasado. La mayoría de sus edificios databan de entonces: grandes casas de campo, de tejados inclinados y frontales de piedra al estilo francés, con largos caminos de acceso y césped, protegidas de los curiosos por altos muros y árboles. Un pedazo del destruido Palacio de las Tullerías se alzaba incongruentemente a un lado de la carretera: se trataba de un pilar y un trozo de arco traído de París por algún hombre de negocios ya desaparecido. De vez en cuando, a través de los barrotes de una verja, March veía un perro guardián y en una ocasión a un jardinero apilando hojas. Los dueños estaban trabajando en la ciudad, o fuera, o durmiendo.

March conocía las identidades de algunos: jefes del Partido; un magnate de la industria automovilística engordado con los beneficios de la mano de obra barata inmediatamente después de la guerra; el director de Wertheim, los grandes almacenes de la Postdamer Platz que habían sido confiscados a sus dueños judíos hacía más de treinta años; un fabricante de armamento; el jefe de un conglomerado que construía las grandes autobahnen de los territorios orientales. Se preguntó cómo había podido permitirse Buhler tener una compañía tan adinerada, y luego recordó la descripción de Halder: lujo como en el Imperio romano…

—KP17, habla el cuartel general. ¡KP17, responda por favor! —La urgente voz de una mujer llenó el coche. March recogió el micrófono de la radio oculto bajo el salpicadero.

—Aquí KP17. Adelante.

—KP17, el Sturmbannführer Jaeger quiere hablarle.

Había llegado a la verja de la casa de Buhler. A través del entramado metálico pudo ver la curva amarilla del camino de acceso, y las torres, exactamente como las había descrito el centinela.

—Hablaste de problemas —tronó la voz de Jaeger—, y los tenemos.

—¿Qué pasa ahora?

—Apenas llevaba aquí diez minutos cuando llegaron dos de nuestros estimados colegas de la Gestapo. «Dada la prominente posición del camarada Buhler, bla bla bla, el caso ha sido considerado cuestión de seguridad.»

March dio un manotazo al volante.

—¡Mierda!

—«Todos los documentos deben ser entregados de inmediato a la Policía de Seguridad, junto con los informes de los oficiales encargados de la investigación. La Kripo debe cerrar el caso, a efecto inmediato.»

—¿Cuándo sucedió eso?

—Está sucediendo ahora. Están sentados en nuestra oficina.

—¿Les has dicho dónde estoy?

—Por supuesto que no. Acabo de salir, asegurándoles que intentaría encontrarte. He venido directamente a la sala de control. —La voz de Jaeger se apagó. March pudo imaginarlo volviendo la espalda a la operadora—. Escucha, Zavi, no te recomiendo ninguna heroicidad. Hablan en serio, créeme. La Gestapo aparecerá en Schwanenwerder en cualquier momento.

March miró la casa. Estaba completamente silenciosa, desierta. Maldita Gestapo.

Se decidió en ese instante.

—No puedo oírte, Max —dijo—. Lo siento. La comunicación se interrumpe. No he podido comprender nada de lo que has dicho. Te pido que informes que hay un fallo en la radio. Corto. —Apagó el receptor.

Unos cincuenta metros antes de llegar a la casa, en el lado derecho de la carretera, March había visto una verja y un camino que conducía al bosque que cubría el centro de la isla. Dio marcha atrás y aparcó. Corrió de vuelta a la verja de Buhler. No tenía mucho tiempo.

Estaba cerrada. Era de esperar. El cerrojo era un sólido bloque de metal a metro y medio del suelo. Apoyó el pie en él y subió. En lo alto de la verja había una hilera de lanzas de hierro, con una separación de treinta centímetros, justo encima de su cabeza. Agarrando una con cada mano, se aupó hasta que pudo pasar por encima la pierna izquierda. Un asunto difícil. Por un momento quedó a horcajadas sobre la verja, recuperando el aliento. Entonces se dejó caer al suelo de grava del otro lado.

La casa era grande y con un diseño curioso. Tenía tres plantas rematadas por un tejado de pizarra azul. A la izquierda se hallaban las dos torres de piedra que había descrito el centinela. Estaban unidas al cuerpo principal de la casa, que tenía un balcón con una balaustrada de piedra a lo largo de toda la planta baja. El balcón se apoyaba en pilares. Tras ellos, medio oculta en las sombras, estaba la entrada principal. March se dirigió hacia ella. Hayas y abetos crecían con profusión desordenada a los dos lados del camino. Los bordes estaban descuidados. Hojas muertas, sin barrer desde el invierno, volaban sobre el césped.

Llegó a las columnas. Primera sorpresa. La puerta principal no estaba cerrada.

March entró en el vestíbulo y miró alrededor. Había una escalera de roble a la derecha, dos puertas a la izquierda, y un sombrío pasillo al frente, que supuso conducía a la cocina.

Probó con la primera puerta. Detrás había un comedor forrado de madera. Una larga mesa y doce altas sillas de respaldo tallado. Frías y mustias por el desuso.

La siguiente puerta conducía a la sala. March continuó su inventario mental. Alfombras sobre un suelo de madera pulida. Pesados muebles tapizados con ricos brocados. Tapices en las paredes, y bastante buenos, por lo que parecía, aunque March no era ningún experto. Junto a la ventana había un gran piano sobre el que reposaban dos grandes fotografías. March giró una hacia la luz, que resplandeció débilmente a través de los cristales cubiertos de polvo. El marco era de plata, con una esvástica como motivo. La imagen mostraba a Buhler y su esposa el día de su boda, bajando unas escaleras entre una guardia de honor de hombres de la SA que sostenían ramas de roble sobre la feliz pareja. Buhler también vestía uniforme de la SA. Su esposa lucía flores trenzadas en el pelo y era (por usar la expresión favorita de Max Jaeger) fea como una caja de sapos. Ninguno de los dos sonreía.

March cogió la otra foto, y de inmediato sintió que se le encogía el estómago. Allí estaba Buhler otra vez, ahora levemente inclinado, y estrechando la mano a un hombre que era el objeto de su obediencia y tenía la cara medio vuelta hacia la cámara, como distraído en mitad del saludo por algo situado tras el hombro del fotógrafo. Había una inscripción. March pasó el dedo por la suciedad del cristal para descifrar la convulsa escritura: «Al camarada Buhler. De Adolf Hitler. 17 de mayo de 1945».

De pronto, March oyó un ruido. Un sonido como si patearan una puerta, seguido de un gemido. Dejó la foto en su sitio y volvió al vestíbulo. El ruido procedía del fondo del pasillo.

Sacó la pistola y recorrió el pasillo. Como sospechaba, conducía a la cocina. El ruido se repitió. Un gemido de terror y golpes. También olía… a algo hediondo.

Al fondo de la cocina había una puerta. March extendió la mano, cogió el pomo y luego, de un tirón, abrió la puerta. Algo grande saltó desde la oscuridad. Un perro, con un bozal, los ojos desorbitados por el terror, cruzó dando tumbos la cocina, salió al pasillo, al vestíbulo y luego se perdió tras la puerta abierta. El suelo de la despensa apestaba y estaba cubierto de heces, orina y comida que el perro había derribado de los estantes y no había podido devorar.

Después de eso, a March le habría gustado detenerse unos minutos para tranquilizarse. Pero no tenía tiempo. Guardó la Luger y examinó rápidamente la cocina. Unos cuantos platos grasientos en el fregadero. Sobre la mesa, una botella de vodka, casi vacía, con un vaso al lado. Había una puerta que conducía a una bodega, pero estaba cerrada; decidió no forzarla. Subió las escaleras. Dormitorios, cuartos de baño… todo tenía la misma atmósfera de lujo decadente, de un grandioso estilo de vida echado a perder. Y por todas partes, advirtió, había cuadros, paisajes, alegorías religiosas, retratos, la mayoría cubiertos de polvo. El lugar no había sido limpiado adecuadamente desde hacía meses, tal vez años.

La habitación que debía de ser el estudio de Buhler se hallaba en la última planta de una de las torres. Estantes de textos legales, casos de estudio, decretos. Un gran escritorio con una silla giratoria junto a una ventana que asomaba al jardín trasero de la casa. Un largo sofá con sábanas apiladas a un lado, como si Buhler hubiera dormido en aquel sitio regularmente. Y más fotografías. Buhler con su toga de abogado. Buhler con su uniforme de la SS. Buhler con un grupo de jefazos nazis, a uno de los cuales March reconoció vagamente como Hans Frank, en primera fila de lo que tal vez fuera un concierto. Todas las fotos parecían tener al menos veinte años.

March se sentó ante la mesa y se asomó a la ventana. El jardín conducía al borde del Havel. Había un pequeño espigón con un yate atracado, y detrás una clara vista del lago, hasta la orilla opuesta. En la distancia, pasó el ferry Kladow-Wannsee.

March volvió su atención hacia el escritorio. Un tintero. Un pesado soporte de bronce. Un teléfono. Extendió la mano hacia él.

Empezó a sonar.

Su mano gravitó, inmóvil. Una llamada. Dos. Tres. La quietud de la casa ampliaba el sonido; el aire polvoriento vibraba. Cuatro. Cinco. Flexionó los dedos sobre el receptor. Seis. Siete. Lo cogió.

—¿Buhler? —La voz de un viejo más muerto que vivo; un susurro de otro mundo—. ¿Buhler? Háblame. ¿Quién es?

—Un amigo —dijo March.

Pausa. Clic.

Quienquiera que fuese había colgado. March colocó el receptor en su sitio. Rápidamente empezó a abrir cajones al azar. Unos cuantos lápices, papel de notas, un diccionario. Sacó los cajones del fondo, uno tras otro, y metió la mano en el espacio que dejaron.

No había nada…

Había algo.

Al fondo, sus dedos rozaron un objeto pequeño y suave. Lo sacó. Una libreta encuadernada en cuero negro, con un águila y la esvástica grabadas en oro en la cubierta. Lo hojeó. La agenda del Partido para 1964. Se lo metió en el bolsillo y colocó los cajones en su lugar.

En el exterior, el perro de Buhler se había vuelto loco, y corría de un lado al otro junto a la orilla, miraba el Havel y gemía con la fuerza de un caballo. De vez en cuando se sentaba sobre sus cuartos traseros, antes de reemprender su desesperada patrulla. March pudo ver ahora que casi todo su flanco derecho estaba manchado de sangre seca. El perro no le prestó atención cuando se acercó al lago.

Los tacones de sus botas resonaron en las tablas de madera del atracadero. A través de las aberturas pudo ver el agua fangosa a un metro por debajo, lamiendo los pilares. Tras recorrer el espigón, subió al barco, que se meció con su peso. Había varios centímetros de agua de lluvia acumulada en la popa, sucia de tierra y hojas, y un arco iris de aceite sobre la superficie. Todo el barco apestaba a combustible. Debía de haber una filtración. Se detuvo e intentó abrir la puerta de la cabina. Estaba cerrada. Haciéndose pantalla con las manos, se asomó a la ventana, pero estaba demasiado oscuro para ver nada.

Salió del barco y empezó a rehacer sus pasos. La madera del espigón estaba gris y ajada, excepto en un sitio, justo en el borde opuesto del barco. Allí había astillas anaranjadas, un roce de pintura blanca. March se inclinó para examinar las marcas cuando un pálido reflejo en el agua, junto al lugar donde el espigón dejaba la orilla, llamó su atención. Retrocedió y se arrodilló, y sujetándose con la mano izquierda y estirándose todo lo que pudo, logró recogerlo. Rosa y desportillado, como una antigua muñeca de porcelana, con tiras de cuero y broches de acero, era un pie artificial.

El perro los oyó primero. Ladeó la cabeza, se volvió y corrió hacia la casa. De inmediato, March dejó caer su descubrimiento al agua y corrió tras el animal herido. Maldiciendo su estupidez, se abrió camino hacia el lado de la casa hasta que se encontró a la sombra de las torres y pudo ver la verja. El perro saltaba ante las rejas de hierro, gruñendo a través del bozal. Al otro lado, March pudo distinguir dos figuras que contemplaban la casa. Entonces apareció una tercera con un gran par de tenazas, que aplicó al cerrojo. Después de diez segundos de presión, el cerrojo cedió con un fuerte chasquido.

El perro retrocedió mientras los tres hombres entraban en la propiedad. Como March, llevaban los negros uniformes de la SS. Uno pareció sacar algo de su bolsillo y se dirigió hacia el perro, la mano extendida, como ofreciendo un dulce. El animal retrocedió. Un solo disparo destrozó el silencio, resonó en el jardín e hizo que una bandada de cornejas se dispersara en el aire. El hombre enfundó su revólver y señaló a uno de sus compañeros, quien agarró el cadáver del perro y lo arrastró hacia los matorrales.

Los tres hombres se encaminaron hacia la casa. March permaneció tras la columna, girando lentamente mientras ellos subían por el camino de acceso, manteniéndose fuera de su vista. Se le ocurrió que no tenía motivos para esconderse. Podía decir a la Gestapo que había estado registrando la propiedad, que no había recibido el mensaje de Jaeger. Pero algo en sus modales, en la fría falta de escrúpulos con que habían eliminado al perro, le advirtió que no lo hiciera. Habían estado allí antes.

Mientras se acercaban, pudo distinguir sus rangos. Dos Sturmbannführer y un Obergruppenführer, una pareja de mayores y un general. ¿Qué asuntos de la seguridad del Estado podían exigir la atención personal de todo un general de la Gestapo? El Obergruppenführer tenía aproximadamente sesenta años, con la constitución de un buey y el rostro lacerado de un ex boxeador. March lo reconoció de la televisión, de las fotos de los periódicos.

¿Quién era?

Entonces recordó. Odilo Globocnik. Familiarmente conocido en la SS como Globus. Años antes, había sido Gauleiter de Viena. Fue él quien disparó al perro.

—Tú, a la planta baja —dijo Globus—. Tú, comprueba la parte de atrás.

Sacaron sus pistolas y desaparecieron dentro de la casa. March esperó medio minuto, y luego corrió hacia la verja. Rodeó el perímetro del jardín, evitando el camino de acceso, encogido entre los matorrales. A cinco metros de la verja se detuvo a recuperar el aliento. En el interior del poste derecho, tan discreto que apenas podía distinguirse, había un oxidado contenedor de metal, un buzón de correos, donde esperaba un gran paquete marrón.

Esto es una locura, pensó March. Una locura absoluta.

No corrió hacia la verja. Sabía que nada atrae más al ojo humano que un movimiento repentino. En cambio, se movió entre los matorrales como si fuera la cosa más natural del mundo, cogió el paquete del buzón y atravesó la verja abierta.

Esperó oír un grito a sus espaldas, o un disparo. Pero el único sonido era el leve rumor del viento entre los árboles. Cuando llegó a su coche, descubrió que le temblaban las manos.