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enía las manos esposadas a la espalda. Dos hombres de la SS lo sujetaban contra la pared, contra el mapa del frente oriental, y Globus se encontraba ante él. Se habían llevado a Pili, gracias a Dios.

—He esperado este momento —dijo Globus— como el novio espera a la novia. —Y dio un fuerte puñetazo a March en el estómago. March se dobló, cayó de rodillas, arrastrando consigo el mapa y sus pequeños alfileres, pensando que nunca podría volver a respirar. Entonces Globus lo cogió por el pelo y lo aupó, y su cuerpo intentaba vomitar y absorber oxígeno al mismo tiempo y Globus lo volvió a golpear y él cayó de nuevo. El proceso se repitió varias veces.

Por fin, cuando yacía en la alfombra con las rodillas encogidas, Globus plantó su bota sobre su cabeza y le pisó la oreja.

—Mirad, he pisado mierda —dijo.

Y desde muy lejos March oyó el sonido de hombres riendo.

—¿Dónde está la chica?

—¿Qué chica?

Globus extendió lentamente sus gruesos dedos ante la cara de March, y luego dirigió su mano, en un golpe de karate, hacia sus riñones.

Este fue peor que los demás, un destello de dolor blanco y cegador que lo atravesó y volvió a derribarlo, vomitando bilis. Y lo peor era saber que estaba al pie de una larga colina. Las etapas de tortura se extendían ante él, ascendiendo como notas de una escala, desde el grave bajo de un puñetazo en el vientre, a través del registro medio de los golpes en los riñones, hacia delante y hacia arriba hasta algún tono agudo más allá de la capacidad del oído humano, una cima de cristal.

—¿Dónde está la chica?

—¿Qué… chica…?

Lo desarmaron, lo registraron, y luego lo sacaron de la casa, medio a rastras medio a empujones. Una pequeña multitud se había congregado en la calle. Los ancianos vecinos de Klara vieron cómo lo introducían, cabizbajo, en la parte de atrás del BMW. March vio brevemente cuatro o cinco coches con luces giratorias, un camión, tropas. ¿Qué esperaban? ¿Una guerra? Seguía sin haber ninguna señal de Pili. Las esposas lo obligaban a sentarse encorvado hacia delante. Dos hombres de la Gestapo ocuparon el asiento trasero, uno a cada lado. Cuando el coche arrancaba, March pudo ver que algunos de los viejos regresaban ya a sus casas, de vuelta al brillo tranquilizador de sus pantallas de televisión.

Lo condujeron hacia el norte a través del tráfico, hasta Saarland Strasse, y luego hacia el este, a Prinz-Albrecht Strasse. Cincuenta metros más allá de la entrada principal del cuartel general de la Gestapo, el convoy giró a la derecha, atravesó un par de altas verjas de prisión y entró en un patio de ladrillo situado en la parte trasera del edificio.

Lo sacaron del coche y lo hicieron atravesar una puerta baja, descender un tramo de empinados escalones de hormigón. Entonces sus talones rozaron el suelo de un pasadizo abovedado. Una puerta, una celda, y silencio.

Lo dejaron solo, para permitir que su imaginación se pusiera en funcionamiento: el procedimiento típico. Muy bien. Se acurrucó en una esquina y descansó la cabeza contra el ladrillo húmedo. Cada minuto que pasaba era otro minuto de viaje para ella. Pensó en Pili, en todas las mentiras, y cerró los puños.

La celda estaba iluminada por una débil bombilla sobre la puerta, aprisionada en su propia jaula de metal oxidado. Se miró la muñeca, un reflejo inútil, pues le habían quitado el reloj. Seguramente, ella no podía estar ya lejos de Nuremberg. Intentó llenar su mente con imágenes de las torres góticas: San Lorenzo, San Sebaldus, San Jakob…

Le dolían todos los miembros, todas las partes de su cuerpo a las que podía poner nombre, aunque no podían haber estado trabajándole más de cinco minutos, y habían conseguido no dejarle ni una sola marca en la cara. Cierto, había caído en manos de expertos. Casi se echó a reír, pero eso le lastimó las costillas, así que se detuvo.

Lo llevaron por el pasadizo hasta una sala de interrogatorios: paredes de cal, una pesada mesa de roble con una silla a cada lado; en el rincón, una estufa de hierro. Globus había desaparecido, Krebs estaba al mando. Le quitaron las esposas. Otra vez el procedimiento típico: primero el policía duro, luego el blando. Krebs incluso intentó hacer un chiste:

—Normalmente, arrestaríamos a su hijo y lo interrogaríamos también, para animarlo a cooperar. Pero en su caso, sabemos que ese curso de acción sería contraproducente.

¡El humor del policía secreto! Se arrellanó en su asiento, sonriendo, y señaló su lápiz.

—Sin embargo, es un chico notable.

—«Notable»… usted lo dice. —En algún momento, durante la paliza, March se había mordido la lengua. Ahora hablaba como si hubiera pasado una semana en el sillón de un dentista.

—Se dio a su ex esposa un número de teléfono anoche —dijo Krebs—, por si intentaba usted entrar en contacto. El niño lo memorizó. En el momento en que lo vio, llamó. Ha heredado su cerebro, March. Su iniciativa. Debería sentirse orgulloso.

—En este momento, mis sentimientos hacia mi hijo son bastante fuertes.

Bien, pensó, que siga así. Otro minuto, otro kilómetro.

Pero Krebs ya se había puesto a trabajar, y pasaba las páginas de un grueso clasificador.

—Hay dos temas aquí, March. Uno: su confianza política general, que se remonta a muchos años. Eso no nos concierne hoy: al menos, no de modo directo. Dos: su conducta durante la última semana; específicamente, su relación con los intentos del difunto camarada Luther para desertar a Estados Unidos.

—No tengo ninguna relación.

—Ayer por la mañana le interrogó un oficial de la Ordnungspolizei en Adolf Hitler Platz, en el momento exacto en que el traidor Luther planeaba reunirse con la periodista americana Maguire y un oficial de la embajada de Estados Unidos.

¿Cómo sabían eso?

—Absurdo.

—¿Niega que estuvo en la Platz?

—No. Por supuesto que no.

—¿Entonces por qué estaba allí?

—Seguía a la americana.

Krebs tomaba nota.

—¿Por qué?

—Fue la persona que descubrió el cadáver del camarada Stuckart. Sospechaba de ella, en su papel de agente de la prensa democrática burguesa.

—No me joda, March.

—Muy bien. Me había ofrecido a acompañarla. Pensé: si puede toparse con el cadáver de un secretario de Estado retirado, también puede toparse con otro.

—Buen razonamiento. —Krebs se frotó la barbilla y pensó unos instantes, luego abrió un paquete de cigarrillos y ofreció uno a March, encendiéndolo con una caja de cerillas sin usar. March llenó sus pulmones de humo. Advirtió que Krebs no había cogido un cigarro para él: era simplemente parte de su actuación, los gestos de un interrogador.

El hombre de la Gestapo volvió a repasar sus notas, el ceño fruncido.

—Creemos que el traidor Luther intentaba entregar cierta información a la periodista Maguire. ¿Cuál era la naturaleza de esa información?

—No tengo ni idea. ¿El fraude artístico, tal vez?

—El jueves, visitó usted Zúrich. ¿Por qué?

—Era el lugar al que fue Luther antes de que se esfumara. Quería ver si había alguna pista que pudiera explicar por qué desapareció.

—¿Y la había?

—No. Pero mi visita fue autorizada. Entregué un informe completo al Oberstgruppenführer Nebe. ¿No lo ha visto?

—Por supuesto que no. —Krebs tomó nota—. El Obertsgruppenführer no enseña su mano a nadie, ni siquiera a nosotros. ¿Dónde está Maguire?

—¿Cómo puedo saberlo?

—Debería saberlo porque la recogió de Adolf Hitler Platz ayer después del tiroteo.

—Yo no, Krebs.

—Sí, usted, March. Después, fue a la morgue y registró los efectos personales de Luther… Lo sabemos por el doctor Eisler.

—No sabía que los efectos fueran de Luther —dijo March—. Tenía entendido que pertenecían a un hombre llamado Stark que estaba a tres metros de Maguire cuando le dispararon. Naturalmente, me interesaba saber qué llevaba, porque estaba interesado en Maguire. Además, si recuerda, usted me mostró el cadáver de Luther el viernes por la noche. Por cierto, ¿quién le disparó a Luther?

—Eso no importa. ¿Qué esperaba encontrar en la morgue?

—Mucho.

—¿Qué? ¡Sea preciso!

—Pulgas. Piojos. Una piel áspera por la ropa sucia.

Krebs soltó el lápiz. Se cruzó de brazos.

—Es usted un tipo listo, March. Consuélese pensando que le concedemos eso, al menos. ¿Cree que nos preocuparíamos si fuera un gilipollas inútil, como su amigo Max Jaeger? Apuesto a que podría continuar así durante horas. Pero no tenemos tiempo, y somos menos estúpidos de lo que cree. —Revisó sus papeles, sonrió, y entonces sacó su as—: ¿Qué había en la maleta que cogió del aeropuerto?

March lo miró directamente. Lo habían sabido todo el tiempo.

—¿Qué maleta?

—La maleta que parece un maletín de médico. La maleta que no pesa mucho, pero que podría contener papel. La maleta que le dio Friedman treinta minutos antes de que nos llamara. Verá, March, volvió para encontrar un télex de Prinz-Albrecht Strasse, una alerta para impedir que saliera usted del país. Cuando lo vio, decidió, como ciudadano patriota, que sería mejor informarnos de su visita.

—¡Friedman! —dijo March—. ¿«Ciudadano patriota»? Los está engañando, Krebs. Está ocultando algún plan propio.

Krebs suspiró. Se puso en pie y dio la vuelta hasta colocarse detrás de March, apoyando las manos en el respaldo de su silla.

—Cuando esto acabe, March, me gustaría llegar a conocerle. De verdad. Suponiendo que quede algo por conocer. ¿Por qué alguien como usted se estropea? Me interesa. Desde un punto de vista técnico. Para intentar impedir que suceda en el futuro.

—Su pasión por mejorar es encomiable.

—Ya está otra vez, ¿ve? Un problema de actitud. Las cosas están cambiando en Alemania, March, desde dentro, y usted podría haber sido parte de ello. El propio Reichsführer tiene interés personal en la nueva generación: nos escucha, nos asciende. Cree que hay que reestructurar, que abrirse más, que hablar con los americanos. Los días de hombres como Odilo Globocnik están pasando. —Se detuvo y susurró a March al oído—: ¿Sabe por qué no le gusta usted a Globus?

—Ilumíneme.

—Porque le hace sentirse estúpido. En el libro de Globus, eso es una ofensa capital. Ayúdeme, y podré protegerle de él. —Krebs se enderezó y continuó hablando con su tono normal—. ¿Dónde está la mujer? ¿Cuál era la información que Luther quería darle? ¿Dónde está el maletín?

Aquellas tres preguntas, una y otra vez.

Los interrogatorios tienen esta ironía, al menos: pueden iluminar a los que son interrogados tanto o más que a aquellos que hacen las preguntas.

Por lo que Krebs preguntaba, March pudo medir la extensión de su conocimiento. Esto era, en ciertos asuntos, muy bueno: sabía que March había visitado la morgue, por ejemplo, y que había retirado un maletín del aeropuerto. Pero había una laguna significativa. A menos que Krebs estuviera jugando a un terrible juego, parecía que no tenía idea de la naturaleza de la información que Luther había prometido a los americanos. Sobre este terreno inestable se encontraba la única esperanza de March.

Después de media hora que no condujo a nada, la puerta se abrió y apareció Globus, agitando un largo palo de madera pulida. Tras él había dos hombretones con uniforme negro.

Krebs se puso firmes.

—¿Ha hecho una confesión completa? —le preguntó Globus.

—No, Herr Obergruppenführer.

—Qué sorpresa. Entonces creo que es mi turno.

—Por supuesto. —Krebs se inclinó y recogió sus papeles.

¿Era imaginación de March o vio en aquel rostro largo e impasible un destello de pesar, incluso de disgusto?

Después de que Krebs se marchara, Globus empezó a tararear una vieja marcha del Partido, mientras arrastraba el palo sobre el suelo de madera.

—¿Sabe qué es esto, March? —Esperó—. ¿No? ¿No hay respuesta? Es un invento americano. Un bate de béisbol. Me lo trajo un amigo de la embajada en Washington. —Lo blandió sobre la cabeza un par de veces—. Estoy pensando en crear un equipo de la SS. Podríamos jugar contra el Ejército americano. ¿Qué le parece? Goebbels es astuto. Piensa que las masas americanas responderían bien a las fotos.

Apoyó el bate contra la pesada mesa de madera y empezó a desabrocharse la guerrera.

—Si quiere mi opinión, el error original fue en el treinta y seis, cuando Himmler dijo que todos los pies planos de la Kripo del Reich tenían que llevar el uniforme de la SS. Fue entonces cuando nos encontramos con escoria como usted, y viejos jodidos como Artur Nebe.

Le tendió la chaqueta a uno de los dos guardias y empezó a arremangarse. De repente, se puso a gritar.

—Dios mío, antes sabíamos cómo tratar con gente como usted. Pero nos hemos vuelto blandos. Ya no se trata de «¿Tiene agallas?», sino de «¿Tiene un doctorado?» No necesitábamos doctorados en el Este, en el cuarenta y uno, cuando había cincuenta grados de escarcha y el orín se congelaba en el aire. Tendría que oír a Krebs, March. Le encantaría. Al carajo, creo que es uno de los suyos. —Adoptó una voz quejumbrosa—. «Con permiso, Herr Obergruppenführer, me gustaría interrogar primero al sospechoso. Creo que puede responder ante una aproximación más sutil.» Sutil, un carajo. ¿De qué sirve usted? Si fuera mi perro, le daría veneno.

—Si fuera su perro, lo tomaría.

Globus sonrió a uno de sus guardias.

—¡Escuchad al gran hombre! —Se escupió en las manos y agarró el bate de béisbol. Se volvió hacia March—. He estado mirando su archivo. Veo que es bueno escribiendo. Siempre tomando notas, recopilando listas. Un autor frustrado. Dígame: ¿es diestro o zurdo?

—Zurdo.

—Otra mentira. Ponga el brazo derecho sobre la mesa.

March sintió como si le hubieran colocado bandas de hierro en el pecho. Apenas podía respirar.

—Váyase al carajo.

Globus miró a los guardias y unas manos poderosas agarraron a March por detrás. La silla se inclinó y lo empujaron de cabeza hacia la mesa. Uno de los hombres de la SS le retorció el brazo izquierdo en la espalda, y March rugió de dolor mientras el otro hombre le agarraba la mano libre.

El hombre casi se subió a la mesa y plantó la rodilla justo debajo del codo derecho de March, sujetándole el antebrazo, la palma hacia abajo, contra las tablas de madera.

En segundos, todo quedó inmovilizado menos sus dedos, que apenas podían aletear levemente, como un pájaro atrapado.

Globus se encontraba a un metro de la mesa, frotando suavemente la punta del bate sobre los nudillos de March. Entonces lo alzó, trazó un gran arco de trescientos grados y lo descargó con todas sus fuerzas.

No se desmayó, no al principio. Los guardias lo soltaron y se deslizó hasta quedar de rodillas, un hilillo de saliva manando de la comisura de su boca, dejando el rastro de un caracol sobre la mesa. Todavía tenía el brazo estirado. Permaneció así durante un rato, hasta que alzó la cabeza y vio los restos de su mano (una extraña mezcla de sangre y cartílago sobre una tabla de carnicero), y entonces se desvaneció.

Pisadas en la oscuridad. Voces.

—¿Dónde está la mujer?

Patada.

—¿Cuál era la información?

Patada.

—¿Qué es lo que robó?

Patada. Patada.

Una bota se estampó sobre sus dedos, se retorció, los aplastó contra la piedra.

Cuando volvió en sí estaba tendido en un rincón, con la mano rota extendida ante él, como un bebé recién nacido dejado junto a su madre. Un hombre (Krebs, tal vez) estaba agachado ante él, diciendo algo. Intentó concentrarse.

—¿Qué es esto? —decía la boca de Krebs—. ¿Qué significa?

El hombre de la Gestapo respiraba entrecortadamente, como si hubiera subido y bajado corriendo las escaleras. Con una mano, agarró la barbilla de March, girando su cara hacia la luz. En la otra tenía un fajo de papeles.

—¿Qué significa esto, March? Estaba escondido en su coche. Pegado bajo el salpicadero. ¿Qué significa?

March apartó la cabeza y volvió el rostro hacia la pared oscura.

Tap, tap, tap. En sus sueños. Tap, tap, tap.

Algún tiempo después (no podía ser más preciso, pues el tiempo estaba más allá de la medida, ora aceleraba, ora se refrenaba a un ritmo infinitesimal), una chaqueta blanca apareció sobre él. Un destello de acero. Una fina cuchilla colocada verticalmente ante sus ojos.

March intentó retroceder, pero unos dedos se enroscaron en su muñeca y la aguja fue insertada en una vena. Al principio, cuando le tocaron la mano, aulló, pero entonces sintió el fluido extendiéndose por sus venas y la agonía remitió.

El médico especializado en torturas era viejo y jorobado, y a March, que rebosaba de gratitud hacia él, le pareció que debía de haber vivido en el sótano durante muchos años. La mugre se había asentado en sus poros, la oscuridad colgaba en bolsas bajo sus ojos. No habló. Limpió la herida, la pintó con un líquido claro que olía a hospitales y depósitos y la vendó con fuerza con un vendaje blanco. Entonces, todavía sin hablar, Krebs y él ayudaron a March a ponerse en pie. Lo devolvieron a la silla. Un tazón de dulce café con leche le esperaba en la mesa. Le colocaron un cigarrillo en la mano buena.