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usto antes de las siete, March bajó a Bülow Strasse. Su Volkswagen estaba aparcado a un centenar de metros calle arriba, a la izquierda, delante de una carnicería. El dueño estaba colgando las viandas en el escaparate. Una bandeja con salchichas rojo sangre a sus pies recordó algo a March.
Los dedos de Globus, eso era; aquellos inmensos puños despellejados.
Se inclinó sobre el asiento trasero del Volkswagen para coger su maleta. Mientras se enderezaba, miró rápidamente en cada dirección. No había nada especial que ver, solo los signos habituales de un sábado por la mañana temprano. La mayoría de las tiendas abrirían como de costumbre, pero cerrarían a la hora del almuerzo en honor a la fiesta.
De vuelta al apartamento hizo más café, colocó una taza en la mesilla de noche junto a Charlie y entró en el cuarto de baño para afeitarse. Un par de minutos después la oyó entrar tras él. Pasó los brazos alrededor de su pecho y apretó, presionando los senos contra su espalda desnuda. Sin volverse, él le besó la mano y escribió en el vapor del espejo: HAZ LA MALETA. NO VOLVEREMOS. Mientras borraba el mensaje, la vio claramente por primera vez: el pelo enmarañado, los ojos medio cerrados, las líneas de su cara todavía embotadas por el sueño. Ella asintió y volvió al dormitorio.
March se vistió con sus ropas de paisano, como había hecho en Zúrich, pero con una diferencia. Se guardó la Luger en el bolsillo derecho de su gabardina. La gabardina (un viejo sobrante de la Wehrmacht, comprada barata hacía mucho tiempo), era suficientemente amplia para que no se notara el arma. Incluso podía empuñar la pistola y apuntar subrepticiamente a través del bolsillo, estilo gángster: «Okey, amigo, vamos». Sonrió. América, otra vez.
La posible presencia de un micrófono ensombreció sus preparativos. Se movieron en silencio por el apartamento, sin hablar. A las ocho y diez, ella estuvo preparada. March cogió la radio del cuarto de baño, la colocó en la mesa del salón, y subió el volumen.
«Por los cuadros enviados para la exhibición está claro que el ojo de algunos hombres les muestra las cosas distintas de como son, que realmente hay hombres que por principio piensan que los prados son azules, los cielos verdes, las nubes amarillas…»
Era costumbre a esta hora volver a emitir los discursos históricos del Führer. Repetían este cada año: el ataque a los pintores modernos, pronunciado en la inauguración de la Casa del Arte Alemán en 1937.
Ignorando las silenciosas protestas de Charlie, March cogió su maleta junto con la suya propia. Ella se puso su impermeable azul. Se colgó al hombro un bolso de cuero. Del otro pendía su cámara. En la puerta se volvió para echar un último vistazo.
«O bien esos “artistas” ven realmente las cosas de esta forma y creen en lo que representan (entonces habrá que preguntar cómo se produce ese defecto en la visión, y si es hereditario el Ministerio del Interior tendrá que encargarse de que no se permita que un defecto tan molesto se perpetúe), o bien, si no creen en la realidad de esas impresiones sino que buscan en otros terrenos para imponerlos a la nación, entonces es asunto de un tribunal criminal.»
Cerraron la puerta sobre una tormenta de risas y aplausos.
—¿Cuánto dura esto? —preguntó Charlie mientras bajaban las escaleras.
—Todo el fin de semana.
—Eso complacerá a los vecinos.
—Ah, ¿pero se atreverá alguno a pedirte que bajes el volumen?
Al pie de la escalera, inmóvil como un centinela, se encontraba la portera, con una botella de leche en una mano y una copia del Völkischer Beohachter bajo el brazo. Habló a Charlie, pero miró a March.
—Buenos días, Fräulein.
—Buenos días, Frau Schustermann. Este es mi primo, de Aachen. Vamos a registrar las imágenes de la celebración espontánea en las calles. —Palpó la cámara—. Vamos, Harald, o nos perderemos el principio.
La mujer siguió mirando a March con el ceño fruncido, y este se preguntó si lo reconocía de la otra noche. Lo dudaba: solo recordaría el uniforme. Tras unos instantes, gruñó y volvió a su apartamento.
—Mientes muy bien —dijo March cuando se encontraron en la calle.
—La formación de periodista. —Caminaron rápidamente hacia el Volkswagen—. Fue una suerte que no llevaras puesto tu uniforme. Entonces sí que habría hecho algunas preguntas.
—No es lógico que Luther suba a un coche conducido por un hombre con uniforme de SS-Sturmbannführer. Dime: ¿parezco un chófer de la embajada?
—Solo uno muy distinguido.
March metió el equipaje en el maletero del coche. Cuando se sentó al volante, antes de poner el motor en marcha, dijo:
—No podrás volver, ¿te das cuenta? Sea cual sea el resultado. Ayudar a un desertor… pensarán que eres una espía. No será cuestión de deportarte. Es mucho más serio.
Ella agitó la mano, indiferente.
—De todas formas, nunca me gustó este sitio.
Giró la llave de contacto y se internaron en el tráfico de la mañana.
Conduciendo con cuidado, comprobando cada treinta segundos que no los seguían, llegaron a Adolf Hitler Platz a las nueve menos veinte. March dio una vuelta a la plaza. La Cancillería del Reich, el Gran Salón, el edificio del Alto Mando de la Wehrmacht… todo parecía normal: el mármol brillaba, los guardias desfilaban; todo era tan locamente desproporcionado como siempre.
Una docena de autocares descargaba ya a sus asombrados pasajeros. Una fila de niños se dirigía a las blancas escalinatas del Gran Salón, hacia las columnas de granito rojo, como una hilera de hormigas. En el centro de la Platz, bajo las grandes fuentes, había barreras apiladas, preparadas para ser colocadas en su sitio el lunes por la mañana, momento en que el Führer se dirigiría desde la Cancillería hasta el Salón para la ceremonia anual de acción de gracias. Después regresaría a su residencia para aparecer en el balcón. La televisión alemana había erigido una torreta de andamiaje justo enfrente. Las furgonetas encargadas de la transmisión se congregaban en torno a su base.
March aparcó junto a los autocares. Desde allí tenía una visión clara del centro del Salón.
—Sube las escalinatas —dijo—, entra, compra una guía, actúa lo más natural que puedas. Cuando aparezca Nightingale, choca con él: sois viejos amigos, es maravilloso, te detienes y charlas un rato.
—¿Y tú?
—Cuando vea que habéis entablado contacto con Luther, daré la vuelta y os recogeré. Las puertas traseras están abiertas. Quedaos cerca de los escalones inferiores, cerca de la calle. Y no dejes que se enrolle en una conversación larga… Tenemos que salir de aquí rápidamente.
Ella se marchó antes de que él pudiera desearle suerte.
Luther había escogido bien su terreno. Había puntos de observación alrededor de toda la Platz: el viejo podría vigilar las escalinatas sin mostrarse. Nadie prestaría atención a tres desconocidos que se encontraban. Y si algo salía mal, los grupos de visitantes ofrecían una cobertura ideal para escapar.
March encendió un cigarrillo. Faltaban doce minutos. Vio a Charlie subir el largo tramo de escalones. Se detuvo a recuperar el aliento en lo alto, entonces se volvió y desapareció en el interior.
Había actividad por todas partes. Taxis blancos y los largos Mercedes verdes del Alto Mando de la Wehrmacht circundaban la Platz. Los técnicos de televisión comprobaban los ángulos de cámara y se gritaban instrucciones unos a otros. Los vendedores ambulantes arreglaban las mercancías de sus puestos: café, salchichas, postales, periódicos, helados. Un escuadrón de palomas revoloteaba en tensa formación, y aterrizó junto a una de las fuentes. Un par de niños con uniformes Pimpf corrió hacia ellas, agitando los brazos, y March pensó en Pili (una puñalada), y cerró los ojos durante un instante, confinando su culpa a la oscuridad.
A las nueve menos cinco, ella salió de las sombras y empezó a bajar las escalinatas. Un hombre con abrigo de cuello de piel avanzó hacia ella. Nightingale.
«No lo hagas demasiado obvio, idiota…»
Ella se paró y abrió los brazos: una perfecta imitación de sorpresa. Empezaron a hablar.
Dos minutos para las nueve.
¿Vendría Luther? Si así era, ¿de qué dirección? ¿Desde la Cancillería, al este? ¿Desde el edificio del Alto Mando, al oeste? ¿O desde el norte, desde el centro de la Platz?
De repente, en la ventanilla junto a él, apareció una mano enguantada. Tras ella, el cuerpo de un policía de tráfico de la Orpo con uniforme de cuero.
March bajó la ventanilla.
—No se puede aparcar aquí —dijo el policía.
—Comprendido. Dos minutos y me marcho.
—Nada de dos minutos. Ahora. —El hombre era un gorila, escapado del zoo de Berlín.
March intentó mantener los ojos fijos en las escalinatas y seguir la conversación con el hombre de la Orpo, mientras sacaba su carnet de la Kripo del bolsillo.
—La está jodiendo, amigo —siseó—. Está en medio de una operación de vigilancia de la Kripo, y tengo que decirle que destaca en el paisaje como una polla en un convento de monjas.
El policía cogió el carnet y se lo acercó a los ojos.
—Nadie me habló de ninguna operación, Sturmbannführer. ¿Qué operación? ¿Quién está siendo vigilado?
—Comunistas. Masones. Estudiantes. Eslavos.
—Nadie me ha dicho nada. Tendré que comprobarlo.
March agarró el volante para controlar sus manos temblorosas.
—Mantenemos silencio radiofónico. Rómpalo y Heydrich le arrancará personalmente las pelotas para hacerse unos gemelos, se lo garantizo. Ahora devuélvame mi carnet.
La duda nubló el rostro del hombre de la Orpo. Por un instante, casi pareció a punto de sacar a March del coche, pero entonces devolvió lentamente el carnet.
—No sabía…
—Gracias por su gran cooperación, Unterwachtmeister. —March subió la ventanilla, dando la discusión por terminada.
Las nueve y un minuto. Charlie y Nightingale hablaban todavía. March miró por el retrovisor. El policía había caminado unos cuantos pasos, se había detenido y miraba el coche. Parecía pensativo. Entonces se decidió, se acercó a su moto y cogió la radio.
March maldijo. Le quedaban dos minutos.
No había rastro de Luther.
Y entonces lo vio.
Un hombre con gruesas gafas de concha, con un abrigo ajado, había surgido del Gran Salón. Miró alrededor, tocando con la mano una de las columnas de granito, como temeroso de soltarla. Entonces, vacilante, empezó a bajar los peldaños.
March puso el motor en marcha.
Charlie y Nightingale todavía estaban de espaldas a él. Luther se dirigía hacia ellos.
«Vamos. Vamos. Volveos, por el amor de Dios.»
En ese momento, Charlie se giró. Vio al viejo y lo reconoció. Luther alzó el brazo, como un nadador agotado que llega a la orilla.
Algo va a salir mal, pensó March de pronto. Algo no va bien. Algo en lo que no había pensado…
A Luther apenas le quedaban cinco metros cuando su cabeza desapareció. Se desvaneció en una vaharada de húmedo serrín rojo y entonces su cuerpo se abalanzó hacia delante, escalinatas abajo, y Charlie alzó la mano para cubrirse el rostro del estallido de sangre y sesos.
Un latido. Un latido y medio. Entonces el chasquido de un rifle de alta velocidad resonó en la Platz, espantando a las palomas, dispersándolas como basura gris por toda la plaza.
La gente empezó a gritar.
March puso el coche en movimiento, conectó el intermitente y se internó bruscamente en el tráfico, ignorando los furiosos bocinazos. Cruzó un carril, luego otro. Conducía como un hombre que se considerara invulnerable, como si solo la fe y la fuerza de voluntad pudieran protegerlo de la colisión. Pudo ver que se había formado un grupito alrededor del cadáver que manchaba los escalones de sangre y tejidos. Pudo oír los silbatos de la policía. Figuras con uniformes negros convergían de todas direcciones, Globus y Krebs entre ellas.
Nightingale había cogido a Charlie por el brazo y la apartaba de la escena, dirigiéndola hacia la calzada, donde March frenó en seco. El diplomático abrió la puerta y la arrojó al asiento trasero, se abalanzó tras ella. La puerta se cerró de golpe. El Volkswagen aceleró.
«Nos han traicionado.»
Catorce hombres convocados; ahora, catorce muertos.
Vio la mano extendida de Luther, la fuente que brotaba de su cuello, su tronco girando hacia abajo. Globus y Krebs corriendo. Los secretos dispersados en aquella lluvia de tejidos; la salvación perdida…
Traicionados…
Condujo hasta un aparcamiento subterráneo situado en la salida de Rosen Strasse, cerca de la Börse, donde antes se hallara la sinagoga, un lugar donde solía reunirse con sus informadores. ¿Había algún otro sitio más solitario? Sacó un tíquet de la máquina y enfiló el coche hacia la empinada rampa. Los neumáticos chirriaron contra el asfalto; los faros iluminaron antiguas manchas de aceite y carbón en las paredes y muros, como pinturas rupestres.
La segunda planta estaba vacía: los sábados, el sector financiero de Berlín era un desierto. March aparcó en la zona central. Cuando el motor se apagó, el silencio fue completo.
Nadie dijo nada. Charlie frotaba su impermeable con un pañuelo de papel. Nightingale tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás. De repente, March descargó los puños sobre el volante.
—¿A quién se lo dijo?
Nightingale abrió los ojos.
—A nadie.
—¿Al embajador? ¿A Washington? ¿Al espía residente?
—Ya se lo he dicho: a nadie. —Había furia en su voz.
—Eso no sirve de nada —dijo Charlie.
—También es insultante y absurdo. Cristo, ustedes dos…
—Considere las posibilidades. —March fue contando con los dedos—. Luther se traicionó a sí mismo… ridículo. La cabina telefónica de Bülow Strasse estaba intervenida… imposible: ni siquiera la Gestapo tiene medios para colocar micrófonos en todos los teléfonos públicos de Berlín. Muy bien. ¿Oyeron nuestra discusión de anoche? ¡Improbable, puesto que nosotros apenas podíamos oírnos unos a otros!
—¿Por qué tiene que haber una conspiración? Tal vez siguieron a Luther.
—¿Entonces por qué no lo detuvieron? ¿Por qué dispararle en público, en el momento del contacto?
—Me estaba mirando directamente… —Charlie se cubrió la cara con las manos.
—No tuve por qué haber sido yo —dijo Nightingale—. La filtración pudo venir de uno de ustedes dos.
—¿Cómo? Estuvimos juntos toda la noche.
—Estoy seguro de que sí. —Escupió las palabras y echó mano a la puerta—. No admito este tipo de acusaciones de su parte. Charlie, será mejor que vengas a la embajada conmigo. Ahora. Saldrás de Berlín en un vuelo esta noche y esperemos que nadie te relacione con nada de esto. —Esperó—. Vamos.
Ella negó con la cabeza.
—Si no por tu bien, entonces piensa en tu padre.
Ella mostró su incredulidad.
—¿Qué tiene que ver mi padre con esto?
Nightingale salió del Volkswagen.
—Nunca tendría que haberme dejado convencer para participar en esta locura. Eres una tonta. Y en cuanto a él —señaló a March—, es hombre muerto.
Se alejó del coche, y sus pasos resonaron en el aparcamiento desierto, con fuerza al principio, pero cada vez más débiles. Hubo un chasquido cuando una puerta metálica se cerró.
March miró a Charlie a través del retrovisor. La joven parecía muy pequeña, encogida en el asiento trasero.
De muy lejos llegó otro ruido. La barrera en lo alto de la rampa se había alzado.
Venía un coche. March se sintió súbitamente invadido por el pánico, claustrofóbico. Su refugio también podía servir de trampa.
—No podemos quedarnos aquí —dijo. Puso el motor en marcha—. Tenemos que seguir.
—En ese caso, quiero sacar más fotos.
—¿Tienes que hacerlo?
—Tú reúne tus pruebas, Sturmbannführer, y yo reuniré las mías.
Él volvió a mirarla. Había apartado su pañuelo y lo miraba con frágil desafío. March quitó el pie del freno. Cruzar la ciudad era arriesgado, no había duda, pero ¿qué otra cosa podían hacer? ¿Esconderse tras una puerta cerrada esperando ser capturados?
Trazó un círculo con el coche y se dirigió a la salida cuando los faros del otro coche destellaban ya en la oscuridad a sus espaldas.